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martes, 29 de noviembre de 2011

Nostalgia

Desde acá, el trabajo se come inexorablemente espacios que deberían estar reservados sólo para la vida (aunque empujemos con los codos para llenar de vida nuestras horas asalariadas), y se nos tienta con la promesa de la estabilidad: una casa o un departamento propios, viajar con frecuencia (viajecitos cortos los fines de semana, viajes a otros países en las vacaciones), a lo mejor un coche, definitivamente dos habitaciones, y ventanas, y un balcón para fumar y mirar a la ciudad desplegándose abajo, comprar holgadamente libros o ropa o música o lujitos gourmet de supermercado, vino tinto o blanco, hijos (dos), un gato, conciertos y festivales, cenas en restaurantes una o dos veces por semana. La estabilidad aparece claramente asequible (o quizás es un espejismo, como casi todo), y el camino está, ahí, si uno se esfuerza en conseguir los diplomas y la experiencia necesarios, puede uno acceder a calidad de propietario, clase media, y haciendo algo disfrutable además, algo con un sentido profundo, una ocupación que llene cotidianamente los viejos anhelos del alma, esos quejidos suaves, esos reclamos que son invariablemente lo mejor de uno mismo. Todavía pienso en África (siempre), los mejores días, los días que estaban más cerca del mundo y de la vida, en mi historia, han sido los días que se parecían a África, a lo que sea que África evoca en mi cabeza. Son días cubiertos de polvo, días incómodos, días que exprimieron todo su jugo y en los que hubo que usar la fuerza entera de los brazos, la columna, la frente, el sudor de la frente y la cabeza y el corazón. Días impredecibles en los que lo más difícil era predecir el minuto en el que vendría la iluminación siguiente, un momento de belleza absoluta y absolutamente simple, un árbol y el sol entre las ramas, o seguir la figura de alguien más a través del bosque, o asistir a la generosidad, a los actos de generosidad de las personas. Días sin prestigio, sin dinero, días tejidos humildemente, con toda la luz del mundo.

¿Tiene razón Mafalda y si uno no se apura a cambiar al mundo entonces es el mundo el que lo cambia a uno? No se trata ni siquiera de renunciar a África, porque el sentido de esa imagen está en todas partes incluidos los países ricos y aquí también hay barrios donde viven los migrantes o los desempleados o los adictos. Tampoco se trata de renunciar al sentido de la felicidad (estar en el mundo, estar despierta en el mundo). Se trata de renunciar a una felicidad que llega en arranques violentos, a una felicidad que ocurre en los filos agudos, cortantes, de la vida. Una felicidad junto a un precipicio. Tengo ganas de México, tengo ganas de África, me retuerzo de impaciencia en esta geografía que se enfría con el invierno y en la que no hay de otra más que ser pacientes, sobrevivir mientras tanto aplicadamente, hacer lo que hay que hacer para pagar la renta (como todos), mientras trazamos las rutas que nos saquen del principio del laberinto. El espíritu se las arregla por lo pronto con dosis casi obsesivas de Radiohead, y Roberto Bolaño (Nocturno de Chile), y Julio Cortázar (Modelo para armar), y se siente bien leer en español, escribir en español en el día libre escuchando una y otra vez las últimas 4 canciones en “The King of limbs” mientras afuera llueve y las calles se enfrían cada vez más y aquí hay aire acondicionado y café con mucho azúcar. Lo único que se parece al precipicio, ahora, es que nadie ha dicho todavía la última palabra, el futuro espera a que lo adivinemos, secreto, paciente, el futuro no está dicho aún pero ha existido desde siempre, un camino mío que quiere ser revelado, como un mensaje con jugo de limón que espera a que le acerquen una flama.



martes, 22 de junio de 2010

patear un poquito al corazón


En “antes del anochecer” (¡mis referencias son siempre las mismas!), el personaje de July Delpy platica con el personaje de Ethan Hawke acerca de un viaje por Europa del Este, cuando aún era parte del bloque comunista. La televisión estaba en un idioma incomprensible, no había nada para comprar, ningún anuncio en las calles urgiéndola al consumo, y todo lo que podía hacer era caminar, y escribir en su diario. Por primera vez en un mundo donde nadie la empujaba a perseguir antojos o demandas, las ideas fluían velozmente, su cerebro no tenía que resistir asedios, estaba claro y descansado, y era como estar bajo los efectos de una droga, sin necesidad de drogas. El personaje de Ethan Hawke (gringo), dice que siente como si su cultura lo programara para estar todo el tiempo un poco insatisfecho; lo que tenemos nunca es suficiente, y siempre podemos tener algo más, no hay que ser felices ahora, sino después, cuando crucemos a los pastos más verdes de la cerca de al lado, y luego a la de al lado, en una carrera sin fin, sin descanso. Y entonces, ¿tienen razón los budistas? ¿No somos libres del todo hasta que nos liberamos de las cargas del deseo? El personaje de July Delpy responde: ¿no es la ausencia de deseo un síntoma de la depresión? Desear, ya sea un par de zapatos o más intimidad con otra persona, es lo que nos recuerda que estamos vivos, y tenemos ganas de seguir viviendo.

Esa conversación me da vueltas en la cabeza porque llevo semanas sin desear realmente, nada. No siento ganas de buscar a mis amigos, de salir o bailar, de ver películas, o abrir una nueva novela. Nada. Mi corazón está en blanco. No creo que esté llegando a los límites de una iluminación espiritual estilo Nirvana. Creo, más bien, que estoy muy triste. La ausencia de deseos es una señal de alarma. Pero abrir la compuerta de los deseos es abrir la caja de pandora. Lo que más quiero está lejos, indefinidamente. Si empiezo a desear, me va a doler mucho más esa distancia. Así que me llevo la vida despacito, en estado semi-despierto, con el corazón adormecido, para que el corazón aguante. La hibernación como método de supervivencia.

Es la diferencia entre existir nomás, o estar viva. Aquí enfrente, inmediato, está el umbral para una definición interior. Quién sabe qué inmensa fragilidad o cobardía me mueve a ratos a los estados de latencia. Como si todo doliera demasiado. Pero siempre me dije que valen la pena las tormentas, cuando cae el agua y nos cala, sin impermeable, sin acurrucarnos tras la ventana. Me prediqué cosas como los naufragios, escribí líneas del tipo “quemar las naves del pecho, y perderlas al fondo del mar”. En el discurso, al menos, me inclino a favor de la valentía. Mi definición íntima de la felicidad es la antítesis del adormecimiento (eso también lo digo todo el tiempo); sé, sin duda, que vale la pena no sólo sentir, sino sentir en grande, sentir con todo el sistema nervioso. Y vivir con premura, consciente de la brevedad de todas las cosas. No puedo pasar este tiempo reduciéndolo a espera, mirando el reloj cada dos minutos. El tiempo sólo se va rápido cuando lo vivimos y lo disfrutamos, y para disfrutar, hay que abrir la caja agridulce de los deseos.

Por aquí llueve. No hay tormenta, pero llueve, todos los días. Pienso en la historia particular de mis golpes y mis huracanes, y no es en realidad la tormenta lo más difícil, sino la lluvia que cae sin descanso, la sensación gris de una llovizna que no acaba. Ya sé que prometí menos auto conmiseración, pero la única forma que conozco para liberarme de los arranques de tristeza es escupiéndolos en palabras y palabras, como éstas. Lo que hace falta ahora es una sacudida, patear al corazón un poquito, para que despierte.

miércoles, 9 de junio de 2010

punto cero cero cero cero cero dos por ciento

Hoy por la mañana, salí con mi papá a caminar al “Estribo Chico”. Desde que mi hermana y yo éramos niñas, mi papá nos llevaba hasta la punta de ese cerro, a través de caminitos de tierra colorada, y lomas que se desmoronaban bajo los pies, para descansar en un claro en la cima, sobre un conjunto de piedras planas, siempre las mismas. Me gustó caminar y al mismo tiempo caminar a través de la memoria, por un trayecto que es el mismo y es distinto, y que empezó siguiendo la silueta de mi padre cuando había que dar muchos pasitos rápidos por cada zancada suya. Por muchos años no volví, hasta esta mañana.

No crean que no me doy cuenta de lo inocente que resulta mi vida, sobre todo ahora. No crecí en una pintura perfecta, pero sí tuve una infancia feliz. Mañanas como la de hoy se sienten llenas de luz, y traen encima una felicidad serena que se multiplica en caminos que se multiplican en el reflejo del reflejo del recuerdo del recuerdo del último déja vú. Este blog sería sin duda más entretenido si describiera madrugadas veloces y claroscuras en lugar de mañanas claras con reminiscencias de mi niñez. Ya lo sé. Sólo tenía ganas de escribir: estoy bien, he decidido bajar el volumen a los discursos de auto-flagelación. Prometo posts más interesantes en el futuro, próximo. No pierda usted la fe ni la esperanza, amabilísimo lector. Después de todo, ahora me doy cuenta, yo tampoco pierdo la fe, ni la esperanza (lo cual me mantiene bastante cursi, ad infinitum). Como se sabe, todos los átomos de nuestros cuerpos vienen de los átomos de la explosión con la que inició el universo. Así que en esencia, estamos hechos de materia vieja, más que milenaria; alguien famoso dijo que somos polvo de estrellas. La reencarnación de las almas quién sabe si existe, pero podemos contar al menos con la reencarnación de la materia. A veces, me da por fantasear con los orígenes de mi conjunto específico de átomos, algo así como: 1.5% de los restos de algún venado, 3% de cometa, 1.4 % de mamut, 3.1% de un gitano, 0.3% de trilobite, 2% de supernova, 1% de fresno o jacaranda, 0.3% de alguno de esos atunes que nadan cuesta arriba, 2% de una bailarina de ballet, o de un marinero. ¿Y si me hubiera tocado el .000002 % de algún artista del pasado? Hay días en que me miro muy generosamente y sueño con un milimétrico porcentaje de Rimbaud o Kerouac, un poquito de alguna de sus uñas o sus pulmones, por ejemplo, pero hay otros, como hoy, en que me da miedo que mi .000002% venga de Norman Rockwell: una tras otra, puras escenas de bondad idílica. Creo más bien que en el hígado o la vena cava, cargo con unos poquitos átomos de algún músico vagabundo, que nunca se hizo famoso, y que no se definía a sí mismo sólo como músico, pero a veces, la gente en la calle se detenía para oírlo tocar.

martes, 27 de abril de 2010

Puede ser que no exista el destino.

A veces, me sorprende la inmensa cantidad de coincidencias que fueron necesarias para que conociera a J., y entonces, me gusta pensar que algún hilo sutil y luminoso (y agridulce) va uniendo unos con otros los detalles ínfimos de nuestras vidas, los celulares que se quedaron sin crédito, la dirección de la tienda donde conseguí trabajo por primera vez en un país extranjero, todos los hombres a los que deseé pero que decidieron no involucrarse conmigo, como las piececitas de cerámica que sólo adquieren sentido en el mosaico completo. Esa es mi filosofía: si el mundo es el mundo hagamos lo que hagamos, no hace ningún daño mirarlo desde algún cristal ligeramente mágico. No cambiamos el mundo, pero lo hacemos un poco más poético. Otras veces sin embargo, creo que todo lo que tengo en las manos son mis decisiones, y sus consecuencias. Lo que he hecho en el último año y medio es tomar decisiones de último minuto, y mi vida ha tenido desde entonces un carácter episódico: cuatro meses en Toronto. Punto. Casi tres meses en México. Punto. Seis meses en Toronto. Punto. Luego México, coma, y una boda apresurada y una luna de miel, coma, y casi tres meses en mi departamentito de la Portales y ahora, a empezar una vez más desde cero. Punto. En Michoacán, punto y coma, quién sabe por cuánto tiempo. Me la he pasado empezando y luego, volviendo a empezar. Ya tengo veintinueve años. He exorcizado de mi alma una vieja necesidad de incertidumbre. La primera vez que me fui a Canadá me la pasé mucho tiempo muy sola, en un invierno muy crudo para mis pulgas, pero todos mis recuerdos de esa época están encendidos, como si en lugar de verlos a través de mi pantallita de todos los días los viera en la pantalla gigante del cine, fueron meses de alta definición y muchos decibeles y eso embellecía mi percepción de la belleza y embellecía también mis momentos tristes. Eso, en mi diccionario personal, se parece bastante a la felicidad. Estar despierta. Y ahora que estoy en mi vida después de ese primer salto al precipicio, lo que más deseo es empezar y luego continuar mi vida en una sola ciudad para, por ejemplo, trabajar en algo que me guste, y hacerlo cada vez mejor. Que me crezcan raíces para que me florezcan los frutos que cargo a todos lados como nubes o volutas de humo. Quién iba a pensar que yo iba a decir esto, si hace un par de años escuchaba fascinada cómo un gitano de Sevilla se definía a sí mismo como parte de un pueblo que persigue sus sueños sin hacerlos realidad, porque entonces se acabarían las razones para seguir soñando. Y yo dije, esa soy yo, yo persigo, no encuentro, me muevo de un lugar a otro y sueño sin descanso. Y ahora estoy aquí, sin embargo, deseando descanso.

Aquí, es por lo pronto Pátzcuaro. Gatos, sol, cerritos verdes a la distancia. Voy a extrañar a mi querido defectuoso. No voy a extrañar el ruido ni el estrés ni los amontonamientos humanos. Pero voy a extrañar todo lo demás. Todos los rincones de la ciudad, desde los Palacios del centro hasta mi departamentito en un edificio que se cae a pedazos, donde corren los niños subiendo y bajando escaleras. Voy a extrañar el radio, los conciertos, la cineteca, los festivales, la promesa infinita de sorpresa. Viejas complicidades, y complicidades nuevas que empezaban a dibujarse poco a poco. Estoy aquí ahora, esperando que me den la residencia para irme a vivir con mi esposo a Toronto, y caigo en la cuenta de que de veras me estoy despidiendo de la ciudad de México. Uf, nostalgia sin límites. Esa ciudad está poblada de imágenes circulares, en mi historia. Esa ciudad, en mi vida de vocación nomádica y soñadora, es lo que más se parece a una raíz y a un hogar completamente mío.

Ahora, entrecierro los ojos y hago esfuerzos pero no sirve, no veo claro. Sé que empiezo aquí en Michoacán por unos meses mientras me dan permiso para ir a Toronto y empezar ahí, una vez más, mi vida. No sé cuándo ni cómo voy a sentir por fin que mi historia ya no es una serie entrecortada de arranques y enfrenones.

Extraño a mi marido, todos los días, y mucho más, todas las noches. Un amigo muy querido de la familia me dijo en vísperas de mi boda que en la vida anda uno cambiando de carrera, de ciudad, de trabajo, pero que cuando hallamos el amor hallamos definitivamente nuestro lugar en el mundo. Y aunque suene cursi (pero todo en este blog es como para vomitar de cursi), es verdad. La incertidumbre ya no es más una luz eufórica y cinematográfica sobre los acontecimientos de mi vida, ahora es sólo una presión en el pecho. Ahora sólo quiero que pase rápido, y que me digan, ya está, ya eres libre, puedes ir a tu casa. Y mi casa, es cualquier rinconcito que pueda compartir cotidianamente con J. Ese es por lo pronto mi lugar en el mundo. Una vez ahí, ya veremos. Que nos crezcan raíces. O alas.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Transcripciones rapidas y sin acentos de dias pasados, desde el cafe junto a la estacion de Dufferin:

Hace como 6 dias:

Cada vez que enfrento una decision, no importa si es enorme o diminuta, me pregunto si va a enviar todos mis anios del futuro en una direccion completamente nueva. Todo el tiempo, frente a mi, la baraja abierta de mis vidas posibles. Sigo pensando en cosas como la magia o el destino. Y es inevitable para mi pensar al mismo tiempo en cosas como el amor. El pulso terco de mis obsesiones, sin descanso. Me pregunto, por ejemplo, a quien voy a conocer, y donde. Y me intrigan las decisiones que el universo parece tomar en mi lugar. Uno de los primeros dias en Toronto, cuando ya tenia casa pero aun no tenia trabajo, fui a buscar una agencia que estaba lejos, en alguna orilla muy al norte de la ciudad (una y otra vez, mis arranques y mis nociones vagas e impracticas acerca de las cosas). Entre a un subway, me atendio un chavo guapo con los ojos rojos de cansancio y la actitud embotada de los que llevan muchas horas repitiendo actos rutinarios. Me miro (sin mirarme), me pregunto que queria en mi sandwich. Ese sandwich iba a ser mi unica comida del dia (a veces extranio el poder de aquellos dias dramaticos), asi que le dije, como ninia en una tienda de dulces "EVERYTHING" Entonces me miro, por primera vez en realidad, y sonrio quizas porque se dio cuenta de que yo estaba ante los ingredientes de mi sandwich como alguien frente a sus regalos de navidad. Comi sola en una mesita de plastico saboreando cada centimetro y mirando las imagenes tras la ventana: un estacionamiento, una avenida, una sensacion desierta y gris, y mucho viento. Cuando me iba, el chavo me hablo (ya no puedo recordar su nombre). Me dijo que le parecia muy hermosa y que no se queria separar de mi. Hablamos unos minutos. Me acuerdo que me gusto, que me gusto su sonrisa (ojos color miel y patas de gallo), platicaba con inteligencia y senti algun palpito sutil, interno. En aquel entonces mi angustia era no tener trabajo. Era mi primer sabado en Toronto. El me dijo que era de la India y que el lunes se regresaba a su pais por un mes, que nos vieramos al dia siguiente. Intercambiamos telefonos. Ese mismo sabado consegui trabajo y el domingo prometido a el lo pase inaugurando la rutina que se ha convertido en mi pan de todas las semanas desde entonces. Y mi telefono se apago. Yo, semi-analfabeta con respecto a todo aparato electronico y analfabeta absoluta con respecto a los celulares (chunches con los que nunca he podido sostener una buena relacion o una relacion duradera), pense que me habian vendido algo de mala calidad y que mi telefono estaba descompuesto y ni modo. Resulta que solo se habia apagado (ja), pero eso lo averigue varios dias despues, ya mi promesa hindu de regreso en la India. Su numero desaparecio de mi agenda, no se como. Asi que ahi lo tienen. El universo decidio por mi a traves de pequenios accidentes y bifurcaciones. A veces me da por pensar en que hay hilos subterraneos sobre los que solo debemos deslizarnos, y que ahi, de algun modo, esta tejido un cuadro o una imagen general contra la que no tiene sentido resistirse, como si eso fuera enredar los hilos en lugar de permitirles dibujar el lienzo diminuto que tenemos reservado. Como si hubiera algo parecido a musica entre cada quien y las esquinas y las estrellas y las sombras y los rostros y los puentes y las puertas que se cierran o se abren un segundo antes o un segundo despues, y como si hubiera que, de algun modo, cerrar los ojos suavemente, algo asi, siguiendo el ritmo de nuestros acontecimientos, latiendo de acuerdo a algun otro latido mas universal y profundo. Cada quien cree que sabe y cada quien interpreta las seniales de acuerdo a sus propias contrasenias para la belleza, asi como Teresa y el numero seis de la habitacion de Tomas y de la Sexta de Beethoven y de las seis de la tarde. Y mis obsesiones. Viejas. Repetitivas. Las viejas repeticiones de mi cabeza y el blog y lo siento por mis lectores legitimamente aburridos. Y no me inclino ante ideas como estas con fe, ni siquiera ante ideas que encuentro bellas, como la imagen de hilos y algun latido cosmico conectado por redes infinitas a lo que ocurre dentro de mi pecho. Porque otras veces me por pensar en que todo son accidentes sin mensaje oculto, sin musica. Cada quien, nada mas, su voz ante el silencio. Y entonces no se trata de deslizarnos suavemente sino de respirar profundo y tomar decisiones y tener agallas. Y no se trata de relajar las manos sino de apretar los dientes. Apretar el estomago y los punios y trazar con pulso firme o tembloroso sobre nuestros momentos del presente y el futuro. Uf. Nada amedrenta tanto como la propia libertad. La baraja de las vidas posibles y uno ahi. Muchos destinos en lugar de uno solo y el camino de la izquierda o el de la derecha, camine usted y averigue, pero primero, elija.

La magia esta ahi donde uno la encuentra. Que hacia yo, tan al norte de la ciudad en un subway en un estacionamiento en medio de la tarde y de la nada dos dias antes de que un hombre regresara a su pais llevandose consigo todas sus posibilidades. Y la magia acaba ahi donde uno la pierde. Y pinches celulares de mierda siempre les fallo y siempre me fallan. Tambien habia un guerito de ojos azules que me gusto y ante el que no hice ninguna aparicion brillante pero me pidio mi telefono de todos modos (a lo mejor solo estaba siendo amable) y mi telefono lleva mas de dos semanas sin credito. Estoy arrastrando la precariedad hasta el final de estos dias, y maniana me pagan y cobro hasta el martes y si el guerito intento comunicarse conmigo, estoy segura de que esa es otra puerta definitivamente cerrada (yo no tengo su numero). Y eso es lo de menos porque ahora, ganas de acurrucarme y perder la batalla, ganas de Mexico. Santa Jimena autocompasiva asoma la cabeza y pide reposo. Pero si no hay un solo destino, sino muchos, entonces no se trata de aflojar las manos sino de apretar el punio y lo mas emocionante nos ocurre cuando somos valientes. Uf. Ya veremos. Aparecio mi metropas, por cierto. Pero se me olvida si es que al final creo o no creo en las seniales.

Hace como cinco dias.

Alguna noche de insomnio estos ultimos dias vi en la tele un programa sobre Joan Crawford. Creo que nunca he visto una pelicula suya, pero la ubico por un libro de fotos de estrellas de Hollywood que me encantaba hojear cuando era ninia. En este programa pasaron imagenes de ella en los 20s al centro de una pista en un club nocturno bailando con desenfado absoluto, segura, y languida, y feliz. Luego citan a Scott Fitzgerald describiendo a Joan Crawford y mujeres de los 20s igual de languidas y felices, y solo recuerdo esta frase: "Young things with a talent for living".

Es algo en lo que tambien pienso mucho. Talento para vivir. Eso es todo. A lo mejor se tiene o no se tiene, igual que el oido para la musica. A lo mejor llega a sus picos y luego cae lenta o abruptamente como le ocurre al talento de muchos artistas. Pienso en Jack Kerouac: talento para vivir. Neil Cassady: talento para vivir. (Mi madre: talento para vivir). En alguna parte de la novela (NO, TO-DA-VI-A NO TERMINO DE LEERLA), Jack esta viviendo en un barrio de las orillas de San Francisco y trabaja como vigilante nocturno en unas barracas para migrantes temporales que esperan su momento de zarpar al mar. Tiene un amigo cercano, un loco de corazon enorme y vida al borde de uno o varios precipicios. Y por las noches, en lugar de patrullar las calles sin crimenes y arrestar gente por borracheras ruidosas, entran de contrabando a la fuente de sodas local y asaltan los refrigeradores, y comen punios llenos de helado. Eso es lo que yo resumiria como talento para vivir.

Asi que ahora estoy. Aqui. En esta ciudad hermosa donde palpita el primer invierno verdadero de mi vida. Y puedo adormecerme o puedo estar despierta. Ojala fuera yo una verdadera virtuosa de la vida. Entonces, estoy segura, habria encontrado al menos un complice para la precariedad y seria una figura languida y feliz en el centro de una electricidad azul o roja. Mi talento alcanza por lo pronto para momentos de deslumbre y dulzura, espasmos brevisimos en el pecho. A veces me dan ganas de estar despierta y esperar un poco mas a que un poco mas de este nuevo mundo me sacuda. Otras veces solo quiero relajar de una vez los musculos y el alma.

ESPASMOS BREVISIMOS EN EL PECHO:

-Empezo a nevar como a las 11 de la noche. Sali de la casa a ver la metamorfosis inmediata de la calle, de pronto completamente suave, y blanca. Una calle dormida con sus luces de navidad y su silencio bajo la caida de todo lo delicado con lo que fantaseaba de ninia mirando al cielo, nubes de algodon deshaciendose sobre la tierra, materializadas en los techos y los tallos de las flores y las banquetas y los hilos de la luz.

-Tome un tour con los chinos (todo lo ofrecen mas barato, incluidas las cataratas del Niagara). El autobus le da la vuelta al lago. Salimos de Toronto y el horizonte a veces era esqueletos pardos contra el suelo blanco, y el lago se tan interminable como el mar. Todo es plano y es interminable y el cielo es una opresion blanda y palida sobre las orillas del agua y de la tierra. Vi pasar un grupo de aves migratorias, como 5 cumulos veloces formados en V, y parecio como si pasaran muy cerquita de la ventana. Iba oyendo a TV on the Radio y creo que ultimamente las bandas sonoras se han acoplado perfectamente con las imagenes en las calles, detras de los cristales. No saque la camara, para no preocuparme por angulos y fotos, y me perdi en el mundo cambiante frente a mi. Musica y carreteras. Combinacion luminosa. Especialmente en paises nuevos, donde la belleza carece de acentos familiares.

De las cataratas si hay fotos. Hacia un chingo de frio. Los barandales y las lamparas de los caminos estan cubiertos de agua congelada. Y el sonido de la caida es algo poderoso.

Hace como tres dias:

Sin dormir. Cambiar el boleto fue una tarea angustiante que empezo en la maniana ante una linea de telefono permanentemente ocupada, continuo en mi media hora de descanso en un cafe internet ante una pagina sin posibilidades de movimiento, siguio despues en la linea ocupada, luego en la noche, una hora y media de camino al aeropuerto y ahi, una fila larga y casi inmovil, mas de dos horas y entonces al filo de la medianoche con la novedad de que se cerraban los mostradores y nada que hacer. Caos. Miles de canadienses tratando de hacer lo mismo que yo porque al parecer las pasadas tormentas provocaron la cancelacion y el retraso de muchos vuelos en las visperas de navidad. Llegue a mi casa a la 1 y media y desde el telefono de Rodrigo segui marcando al numero ocupado. A las 2:50 me conectaron a una grabacion y me dejaron en espera. A las 6:30 (media hora antes de que se cerrara la ventana oficial de tiempo en la que tengo aun derecho a cambiar el boleto de avion), entro mi llamada y pude hacer el cambio. La nueva fecha es para el 31 de enero. Pase la noche con el telefono en la oreja oyendo las mismas dos estupidas cancioncitas una y otra vez. Hable con Rodrigo y resulta que mi cuarto ya esta rentado a partir del 31 de Diciembre. Yo y mis decisiones de ultimo minuto. Impulsiva de mi. Chingaa. Ahora no tengo donde vivir, de nuevo. El latido de la incertidumbre. Y entonces, hace unos minutos, se subio al autobus un cowboy delgadisimo y hermoso. Alto, muy joven, cabellos largos y sueltos hasta la mitad de la espalda. Una chamarra de mezclilla, jeans casi deshechos, bolsillos sostenidos con seguros de alambre, botas de cuero, sombrero de cowboy. Grandes ojos azules. Su ropa no lo protege del invierno. Su cuerpo lleva el acento rigido de los que tienen frio. Todo en el transpira precariedad, mucho mas violenta, mucho mas profunda, que la mia.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Santa Jimena del eterno sufrimiento y la autocompasión

Perdí mi metropas. No sé cómo. Pero es trágico. Esas cosas cuestan 110 dólares. Todo el tiempo lo protejo. Reviso obsesivamente la bolsa de la chamarra para asegurarme de que esté ahí. Pero en algún momento entre el último autobús y la casa, lo perdí. Ahora voy en el metro rumbo a la chamba. Voy increíblemente tarde, más de media hora (pasé mucho tiempo buscando la tarjeta amarilla en todas partes). Puede ser que me regañen, puede ser que me despidan, qui`en sabe. Perder el trabajo, creo, me duele menos que perder el metropas. Ja. Salí de la casa, angustiada, y caía la nieve, grandes copos, ligeros, muchísimos, todo blanco otra vez, la nieve un velo creciente sobre mi chamarra y mi bolsa, entrando sin querer a mi boca. Sutileza infinita. De nuevo, era como si la belleza inesperada de las imágenes y las sensaciones que me rodean llegara para rescatarme de mis propias sensaciones oscuras, mi angustia, mi sentido de la tragedia. Ahora no sé si es suficiente. Estoy desgastada por la precariedad. No la precariedad eufórica del principio, ni la magia de la incertidumbre. Hago una chamba pesada muchas horas, seis de los siete días de la semana, y no puedo ahorrar con mi régimen de pago, de alguna manera siempre tengo el agua hasta el cuello, me siento endeudada y rota, y ahora pierdo el metropas y todo tendrá que ser de nuevo austero y básico hasta el próximo cheque. Llevo dos meses aquí, y han sido dos meses austeros y básicos. Estoy hasta la madre. En México ganaba menos lana pero me daba más lujos. Tenía más tiempo y energía para mí. Aquí las jornadas me dejan molida. Allá comía mejor, iba innumerables veces al cine, bailaba más por las noches. Aquí, salir una noche es una empresa costosa, y compleja. Implica esperar autobuses a las tres y media de la mañana a menos veintidós grados con viento (y soplaba el viento, este sábado), para evitar 35 dólares de taxi. Una sola cerveza cuesta el equivalente a 75 pesos mexicanos. Me siento en el umbral de la renuncia. Anoche estaba de nuevo cambiando las bolsas de la basura, a menos 11 sin viento junto al estacionamiento, y la gente va y echa ahí la basura de sus casas, bolsas de arena para gato muy pesadas, y el asunto se vuelve una tarea humilde, ingrata, y estuve ahí, maldiciendo, en el frío, pensando en que mi espíritu está hecho para otras cosas y ya tuve suficiente de experimentar en carne propia realidades lejanas a la mía, por lo menos esta realidad especifica, aunque de eso se trate en términos muy románticos el trabajo antropológico. No hay nada romántico ahora. Esto es puro anti-romanticismo. Se siente casi como esclavitud (es, esclavitud), un hombre que se cree muy gracioso pasa junto a mí mientras trapeo por millonésima vez la entrada de la tienda permanentemente sucia y mojada por la nieve y me dice en español “muchou trabajou, pocou dinerou”. Me lo dice desde su orilla más cómoda y ligera así como yo he mirado muchas veces cuadros infinitamente más rudos que mi vida cotidiana con el rabillo del ojo, o con la compasión de los ignorantes. Todos tenemos una orilla más cómoda desde la que miramos otros territorios de la realidad. Y sí hay una ganancia al atravesar uno o dos puentes y colocarnos del otro lado de algunas líneas defensivas. Hay, en el empobrecimiento crudo de los últimos dos meses, la riqueza de un entendimiento más profundo. La profundidad también es, de alguna manera, anti-romántica, implica por definición ir más allá de la superficie y el maquillaje para acceder a donde están la belleza inesperada y el desamparo, todas las sorpresas y todas las fracturas. Así que aquí estoy. Harta, en mi pequeña tragedia, sintiendo cómo resbalan las gotas finales y el vaso se derrama y mi fortaleza llega a una frontera. Si soy fuerte, me quedo otro mes y medio, me quedo Diciembre y luego Enero. Luego de un cumpleaños solitario, una navidad solitaria y qué más da. Todo cada vez más helado, una chamba ingrata, empleando mis energías en “muchou trabajou, poco dinerou” y no en mi tesis, porque una investigación implica tiempo y un solo día de descanso a la semana no es suficiente. Pero de vez en cuando, milagros, velos de cristal acumulándose sobre el cabello y las ramas desnudas de los árboles, momentos así, breve humedecimiento de la córnea, breve electricidad por la columna. Si soy débil, veo la forma de que me paguen todo lo que he trabajado y me regreso el 23 como era el plan original, o en una de esas el 15, y en lugar de breves luces en el centro de lo oscuro, me quedo con el sol constante de mi país.

martes, 11 de noviembre de 2008

Ah. Mi vida es estos días una cadena de momentos minúsculos, breves flashes de linterna en medio de lo espeso. Un chavo (ahora sé que se llama Zayid, y que es de Bangla Desh) de piel color olivo y ojos grandes ligeramente rasgados y labios llenos y en general muy guapo, había aparecido un par de veces por la tienda y nos habíamos mirado y sonreído. A mí me pareció guapo, eso es todo, un aire con Gael García en versión olivo. Hubo un instante muy evidente la segunda vez que nos encontramos en la tienda, porque `el iba cargando sus bolsas del súper y se detuvo en seco sólo para mirarme. Anoche, estaba hablando por teléfono en Runnymede y `el apareció en la estación del metro (que está de hecho bastante lejos de Coxwell, por donde está mi chamba), y me mir`o y se detuvo en seco otra vez, hizo un gesto de reconocimiento y esperó pacientemente a que yo terminara mi larga conversación, y decidió que mi autobús lo llevaba también a donde tenia que ir y se subi`o conmigo. `El iba sentado junto a mí y podía sentirlo ligeramente nervioso. Lleva 7 años en Toronto, tiene 29 (se ve un poco m`as chico), a mí me calculó primero 20, luego 22 y la dejamos en 24, digo, para qué corregirlo, ningún afán por la exactitud en esos terrenos. Hay un baresito a dos cuadras de mi parada del bus y `el me dijo, tómate una cerveza conmigo y yo dije, pues por qué no. Resulta que anoche había un juego de basketball muy importante y `el se moría por verlo así que preguntó en ese lugar, donde 5 hombres rojos y rubios y gordos miraban el fútbol americano, dónde había otro bar con señal de satélite y nos mandaron algunas cuadras m`as lejos y caminamos en el frío encogidos en las chamarras hasta el otro bar que estaba cerrado así que regresamos a los 5 hombres rojos y una cabeza de venado empotrada en la pared. Me invitó una cerveza canadiense. Se port`o bien (no intentó pasarse de lanza), pero no sentí ninguna conexión de ningún tipo. Sólo una especie de vacío. Ninguna electricidad ningún estremecimiento. Y nada era falso pero nada era completamente honesto. `El no me dijo ninguna mentira pero tampoco me reveló ninguna verdad acerca de s`i mismo, me ofrecía una y otra vez sólo su superficie y acabé por aburrirme. Me acompañó a mi casa y me sentí mal por `el porque no sé cuánto tuvo que caminar hasta donde iba originalmente. Tiene mi número y yo tengo el suyo y quiere que nos veamos mañana, mi día libre, pero no nos vamos a ver, no lo creo.

Con C. por otro lado, las cosas adquirieron un acento enrarecido. Tengo un nuevo compañero en la chamba que es de Bolivia, y es delicioso detenerme a veces para hablar con ` él en español. C. se dio cuenta y me dijo, ah, spanish eh? Y yo le dije que s `i muy emocionada, que era un alivio para mí, que extraño mi idioma y que extraño mi pa`is. Una cosa llevó a la otra y `el acabó preguntándome quiénes estaban allá, y entonces quiénes aquí, y yo, seguramente me puse roja, y seguramente hablé con nerviosismo y le dije que nadie en realidad, que la primera vez que hablamos le había dicho que mi familia estaba aquí por puro pánico, pero que en realidad estoy sola. Y no sé. Estábamos en el umbral de una nueva cercanía poco a poco, todo muy gradual y muy lento y muy sutil y muy ambiguo. Y ahora, vuelve una sensación de distancia, no sé qué tan irremediable. Pero ya no depende de mí. Lo mío fue un instante inocente de miedo en mi primera conversación con quien era, finalmente, un empleado de la tienda, digo, muy guapo eso s`i, pero un guardia de seguridad, y me sentí insegura sobre mi status migratorio, mi primer día de trabajo (ilegal), la primer semana en Toronto. Así que ahora todo depende de `el, y si hay distancia, entonces nunca hubo mucha cercanía y tan tan. Lo malo es que en realidad no hay, nada, apenas la promesa muy frágil de un puente.

El asunto es que, a pesar de que Zayid tiene unos labios muy apetecibles, la sensación que m`as me cala ahora es la ausencia de intimidad de cualquier tipo. Todos los roces, todos los contactos ocurren aún en las superficies, la mía, y la de todos los demás. Con Zayid me voy a sentir tan sola como me siento sin `el. C., por otro lado, tiene alma, se le nota, es un espíritu rumoroso en las coyunturas y el cuello y las líneas generales y las comisuras de la boca y el dibujo interminable de la sonrisa y los ojos. Algo templado y sólido en la voz. No quiero acurrucarme en cualquier pecho entre unos brazos al azar. Quiero sumergirme en una voz profunda y protectora. Quiero electricidad y nerviosismo. No confío en los hombres que no me ponen nerviosa.

Y no estoy enamorada de C. Todo es todavía un juego que puede jugarse con dulzura. Hay luz que es una pequeña luz cuando me coquetea o parece como que me coquetea, y hay oscuridad que es una diminuta oscuridad cuando lo siento lejano o poco interesado. No hay vida ni muerte involucradas, sólo las horas que transcurren en el microcosmos de una tiendita canadiense. Hay sombras, las siluetas de promesas silenciosas, o de silencios absolutos, entre nosotros, fantasmas moviéndose muy lento sin revelar nada, sin veredicto alguno. Estoy fascinada con mi novela en turno, y estoy llegando a algunas de mis páginas favoritas, donde por ejemplo, Kerouac describe a Bill Burroughs: “… He was a gray, nondescript looking fellow you wouldn’t notice on the street, unless you looked closer and saw his mad bony skull with its strange youthfulness and fire--- a Kansas minister with exotic phenomenal fires and mysteries. He had studied medicine in Viena, known Freud too: had studied anthropology, read everything: and now he was settling to his life’s work, which was the study of things themselves in the streets of life and the night.” Y pienso, que desde luego, quiero algo de eso. He ahí mi disyuntiva. Quiero libertad, pero quiero además, significados. No estoy en la línea de Borroughs, porque no podría sobrevivir a una convicción nihilista, he ahí mi drama, me fallan al mero final las convicciones. No puedo creer en el sinsentido así como me cuesta trabajo creer en los sentidos absolutos. Lo he escrito aquí muchas veces, yo no quiero teorías universales, a mí denme destellos, denme luciérnagas, eso es todo. Así que en el esquema mayor de nuestras vidas, no sé si C. y yo podamos entendernos, `el dueño ya de una luz serena y eterna, y yo cachando el momento de breve incendio en la panza de los insectos, fascinada también por la noche y la poesía incierta de algunos callejones. A veces, creo que ahí está la raíz de mis problemas, de toda mi tristeza. Me falta ser radical. Creo que los seres m`as bellos del planeta son también en alguna medida radicales. Creyentes. Místicos. Tienen fe. Fe a la manera de Borroughs, en las posibilidades infinitas de las búsquedas sin moraleja alguna. En el carácter infinito de la posibilidad. Fe en todo lo posible y asequible. Ejercicio sin cortapisas de la libertad. O fe a la manera de los monjes que vi en aquel documental (En el gran silencio), fe en lo místico y lo profundo y lo interior, también infinito. En el carácter absoluto de la contención. Y `Ángeles sobrevolando con suavidad nuestras cabezas, suspirando con cierta melancolía sobre nosotros. Me siento incapaz de la radicalidad, pero irremediablemente atraída hacia ella. La verdad es que, en el fondo de todas las cosas, lo que me mata es el mundo, y unas ganas enormes de creer. Así que qui`en sabe. Qui`en sabe. En una de esas C. y yo podemos estar cerca, o en una de esas estamos lejos sin remedio. Me inclino m`as a la radicalidad de los que buscan que a la radicalidad de los que se apuestan en el mundo desde la torre inexpugnable de una sola respuesta, de una vez y para siempre y por encima de todas las cosas. En el fondo, aún, me aterran las definiciones totales. Y me atraen los vagabundos hambrientos que consumen libertad en porciones abundantes. He descubierto promesas nuevas a lo largo de este viaje. Empiezo a creer también en los `Ángeles. Pero no estoy hecha de materia religiosa. En realidad C. y yo no hemos sostenido ninguna conversación que dure lo suficiente para saber si, después de todo, podemos entendernos. Yo hago eso. Todo el tiempo. Soy una tejedora sedienta y me gustan las imágenes lejanas. Me gusta pensar largamente en las posibilidades de la posibilidad antes de que nada sea, de hecho, posible. Lo que me sorprende es que habiendo una frontera tan evidente entre nosotros, una separación probablemente insalvable en nuestras maneras de situarnos en el mundo, me encuentro escribiendo sobre `el, y pensando en `el, derretida por su voz, que es sin lugar a dudas la voz m`as sexy, hasta ahora, de Toronto y sus inmediaciones. El domingo pasado no me buscó para ofrecerme raid. Me encogí de hombros ligeramente triste, salí a la tarde oscurecida y lluviosa y he aquí que he ahí, `el, esperándome a la salida, tocando su claxon. No pudimos platicar esta vez tampoco, porque ahora traía a todo volumen la música de su banda. Uf. Y el asunto es que suenan muy bien. Intensos. `El no es el vocalista principal, pero caché su voz, cantando a ratos, y sólo podía pensar en que esa voz tiene algo, marino o selvático, ronco y maravilloso, que no puedo resistir. Por supuesto, para mí, no es necesario agonizar respecto a todas estas cosas. Todo puede quedarse tranquilamente en un juego dulce y suave para jugarse por unos meses, hasta que regrese a México. Estoy aquí por un rato nada m`as. As`i es más fácil. Agonizo un poco porque creo que C. lo piensa todo en términos más absolutos y la levedad es imposible a su lado. Quizás eso también me atrae. Será posible enamorarse de alguien sólo por su corazón? En fin en fin en fin.

lunes, 27 de octubre de 2008

Haydee vino a Canada, y sabia que yo queria leerlo y que preferia intentarlo en ingles, asi que me lo compro y me lo llevo a Mexico para que viajara conmigo de regreso a Toronto. "On the Road", de Jack Kerouac. No la novela (que no he leido y tambien NECESITO leer), sino el manuscrito original. Es el mejor regalo que pude haber recibido justo ahora. Lo estoy leyendo deeespaaciooo, a la hora del desayuno o la cena, en los descansos durante la chamba. Otro himno a las periferias, donde TODO sucede, rapidamente, sin pausas, y las personas se entregan sin contenciones, a todo, a los minutos del dia y a los impulsos subitos de la noche y a la dulzura de las cosas y a ciertas variantes luminosas de la locura. No hay diques para el tiempo en el que ellos estan vivos. Son una estampida que se enciende y se quema, son incendios veloces sobre el asfalto, piden aventon a la orilla del camino, se tienden al lado de los vagabundos en el pasto de las iglesias, se quedan sin dinero para comer, se paran de cabeza en el centro de la borrachera, se pierden en fiestas multitudinarias de tres dias y tres noches, guardan un silencio maravillado para escuchar el mecanismo fragil de una cajita musical, de un minuto al siguiente se lanzan en busqueda de la orilla opuesta del pais, de Nueva York a San Franciso a Nueva York a San Francisco. El cuerpo es algo que les vibra y se sacude y se incinera, azotado y calado y acariciado por todos los sentidos y todos los contactos, y todo esta floreciendo y derrumbandose en sus vidas.

Lo mio, en este momento, es la construccion acelerada de una vida desde el papel en blanco de un pais nuevo. Pero no es el camino. El camino es otra cosa. Es una libertad mas violenta.

Por mucho tiempo sostuve conmigo y en mi contra adoloridas discusiones existenciales. Ahora empiezo a saber con una exactitud casi cristalina en que consisten mis suenios. Quiero pisar Africa el anio que viene. De alguna manera, ser modestamente util en el espacio que me separa y me comunica con las otras realidades del mundo.

Pero tambien esta ahi, todavia esta ahi, todo el tiempo esta ahi, el demonio del camino, esperando el momento de su exorcismo. La deriva en dosis absolutas y concentradas puede resultar una adiccion peligrosa. Y quienes no la prueban, quienes no enloquecen, por lo menos una vez, dos veces, se pierden de algo muy dulce. Y yo quiero probar, por lo menos una vez esa dulzura, no me la quiero perder, quiero decir, una vez, no se a donde voy, pero "I dig life", quiero estar con alguien mas loco que yo, mucho mas, y que nos quememos juntos... "burn burn burn like Roman candles in the night". Pronto.

A veces, me da por pensar que los mas hermosos destellos humanos ocurren fuera de las multitudes y los ordenes y los sistemas. Y que la dulzura no esta en perseguir un objetivo concreto sino en caminar por algunos minutos o algunos meses o algunos anios sin una direccion definida. En movimiento. Sin pausas sin frenos sin brujulas sin programacion sin horarios. (Ojala estuviera hecha yo de una materia cotidiana mas audaz que la mia.)

miércoles, 17 de septiembre de 2008

un poquito de pánico

Me acuerdo perfectamente de un viernes cuando estaba en el último semestre de la prepa: caminaba con la mochila cargada de libros y ropa, por una calle cuesta arriba, bajo el sol de las dos de la tarde, sintiéndome muy cansada, con muchas ganas de llegar por fin a mi casa, y de pronto sentí pánico, porque ya había decidido irme a un programa de servicio social en educación rural en cuanto me graduara de la escuela, y me di cuenta de que era una niña consentida sufriendo por muy poco, y que estaba a punto de averiguar lo que era el cansancio de a de veras. Fue un instante de conciencia anticipada en el que me quedó claro, sin tanto romanticismo de por medio, en lo que me había metido. Y así fue. Los siguientes dos años caminé mucho, con mochilas pesadas en la espalda, por cuestas que a veces parecían interminables, y hubo momentos de sufrimiento, pero esa fue una época feliz.

Dentro de mí hubo alguna vez la fuerza necesaria para vivir esos dos años. Para vivir sola en esta ciudad, después. Pero creo que el último año de mi vida ha sido simplemente blando, simplemente cómodo. Engordo en la silla, frente a la pantalla eterna de la computadora, mientras le dedico más tiempo del que debería a escribir, por ejemplo, en este blog. Y esa sensación de pánico que sentí aquel viernes a las dos de la tarde, sudando bajo la mochila, se parece al pánico que a veces siento ahorita. Me he echado a perder. Me levanto tarde los fines de semana, y todos los días, me doy el lujo de despertar paulatinamente, con una taza de café en la cama, escuchando música, y todo está perfumado con una voluptuosidad laxa y poco demandante. Yo me voy haciendo una masa dúctil, que sigue los impulsos inmediatos sin mucha disciplina, y sólo responde a los requerimientos externos cuando cae encima la presión del tiempo.

No quiero sólo cerrar los ciclos que me hace falta cerrar, para seguir un camino que está cada vez más claro y responde a una necesidad casi dolorosa de sentido, y de contacto. Quiero ponerme a prueba. Quiero sufrir un poco. Quiero una realidad incómoda, donde no haya tanto espacio para estirarme suavemente a lo largo de la cama. No quiero ahorita marcos institucionales, ni seguridad anticipada. Quiero arriesgarme a la incertidumbre, y quiero ver si no se durmió por completo en mí la fuerza que alguna vez me permitió vivir otras aventuras que también eran necesarias, entonces, y que ahora son zonas luminosas en mi memoria. Quiero un poco de pánico.

La felicidad no se parece en nada al letargo, y tampoco se parece demasiado a la comodidad, aunque no quiero renunciar para siempre a las sensaciones dulces de los domingos en la cama, o las tardes en el cine, o las comidas opulentas, que forman parte cotidiana de una belleza sin la que seríamos seres muy fríos, voluntariamente empobrecidos. Si algo me mata, o más bien, me mantiene viva, ahora, son esos momentos deliciosos: un buen disco, una taza de café y una novela, una noche bailando sin descanso, una película a blanco y negro, instantes de comunión con la gente que quiero, con la ciudad que quiero. Regresó mi mejor amiga de una estancia fuera del país, y el fin de semana pasado, dueñas nuevamente de nuestra complicidad, la ciudad me pareció luminosa. Todo se sintió perfecto, incluyendo los puestos de fritangas en el mercado de la portales, y el ruido de los tianguis, y los taxis de Insurgentes en la madrugada, y mi edificio, oscuro, ruidoso, con Andrea que tiene cuatro años y es mi vecina, y sostiene largas conversaciones conmigo desde su ventana. Y yo conozco el lenguaje y los códigos implícitos de esta ciudad caótica, y quienes me acompañan en ella. Y me siento protegida por ángeles, cerca de mis amigos y mi familia.

Y si me voy (y todo apunta a que sí, y más me vale que sí), me voy a un lugar del que no conozco los símbolos ni las reglas, en condiciones precarias, y sola. Me voy al frío, y soy una de las personas más friolentas que existen. Me voy a partir la espalda. De eso se trata. Quiero ver si aguanto un poco de rudeza, si mis días pueden ser ásperos, y yo puedo, entonces, sobrevivirlos.

Porque además, sucede que cuando todo es nuevo y difícil uno está obligado a estar despierto, todo el tiempo. Y estar despiertos se parece mucho a ser felices.
Y nomás para seguir echándome porras, alimentando los discursos que me animen al salto final, pongo aquí un poema que escribí hace yo creo más de un año (y ya entonces me sentía tal como me siento justo ahora).

Quiero decir un día: he sido
Quiero decir: invoqué al cielo
sobre mi cabeza
y el huracán se enredó en mi cabello
y corrió mi sangre
como una roja manada de lobos
dibujando sobre la nieve
constelaciones de rosas y heridas.

Y aulló mi pecho y mi corazón se deshizo
sobre los lomos de caballos tendidos
que atropellaban la tierra, blancos,
como una avalancha de lágrimas
para los ojos secos del mundo
hundiendo en las costillas del polvo
cascos desamparados, golpeando
como las manos de los locos y
sumiéndose como cuchillos.

Quiero decir: salté a la noche
cuando no se veía nada, y nadie sabía
si habría pétalos de miel
para mi cráneo salado
o una luciérnaga breve
para el aire frío.

Quiero decir: puse mi barco entre arrebatos helados
y me dejé golpear por las olas
y me dejé quebrar en dos
y me dejé llorar
y entonar mis canciones
y susurrar mis besos
y nacer mis flores
violetas húmedas
sobre la lengua.

Ahora digo, por primera vez: he saltado
Todo es negro en este momento
no hay luz y no hay esperanza, pero espero
soplando con dulzura aliento en mi pecho.

Mi sangre empieza a correr
en hilos delgados, entre mis piernas
como la primer lágrima del primer ángel
que se lanzó hacia el mundo, desde las nubes.

Y quiero irme en mi sangre como en un río
entre los tambores de una tribu púrpura
entre las antorchas de un barco de guerra
velas tejidas con pájaros
y flechas adornadas con plumas
y cabellos trenzados con fuego.

Quiero correr con mi sangre, hacia dentro
donde están las grietas para abrir mi espalda
Ahí donde duermen salvajes las estrellas
que quieren despertar.

Y quizás, ahora, pronto,
le alcance al cielo para encender
una sola, breve, luciérnaga.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

"happy and bleeding"

Las últimas noches, me duermo con un hoyito en la panza, y me despierto sintiéndome fuerte y feliz. El hoyito en la panza es producto del miedo acumulado durante el día, porque de pronto, cada par de horas, llega un momento lúcido en el que queda claro que están a punto de disolverse todos mis refugios, y todo está a punto de ser muy incierto, y más difícil que ahora. A veces eso me pone tan nerviosa, que me siento ligeramente paralizada. En cuanto resuelvo el umbral de parálisis, me encuentro con que me siento feliz. Alguna vez, hace mucho, en las páginas tamaño carta de alguno de mis muchos diarios - cuadernos profesionales que ustedes nunca van a leer -escribí que la felicidad era, según yo, la conciencia intensa de lo agridulce.

Tengo miedo. Sé que todo está a punto de ser duro, en oposición a la calma suave y confortable con la que han transcurrido los meses que ya casi suman un año. Me la he pasado como gatita gorda tumbada bajo el sol, ronroneando, encogiéndome con la taza de café en la cama, en la silla de la oficina. Viviendo aventuras a la altura de estos días y estas noches, aventuras pequeñitas, egoístas.

Luego me pregunto –ahí está la raíz del miedo- si soy capaz de hacer lo que me prometo que quiero hacer. Si voy a aguantar el frío y el cansancio, y la distancia, y toda la inseguridad de un territorio nuevo, del que no conozco las coordenadas ni las reglas implícitas. Y luego me digo, con la voz más cobarde de mí misma, que qué ganas de sufrir, chingá, como esos cuates que suben montañas altísimas y peligrosas, y pasan horas y horas de dolor muscular y falta de oxígeno y momentos en los que parece que se van a morir, sólo para 5 minutos de cumbre en los que, lo único que tienen, es el orgullo de que aguantaron el sufrimiento que se infligieron voluntariamente a sí mismos. Pero bueno, hay otras promesas, promesas interiores, irrenunciables. Promesas viejas, que hay que cumplir.

lunes, 8 de septiembre de 2008

A lo mejor el meollo no está del todo en quiénes somos, sino en las imágenes que reproducimos cotidianamente en el espejo. La persona que vemos, cuando nos vemos, los más íntimos de nuestros discursos y autorretratos. Mi espejo siempre ha estado lleno de contradicciones. Siempre parece haber alguna distancia entre lo que sueño y lo que acaba ocurriendo, todos los días; y ese es el chiste de los sueños, fueron inventados para ser algo distinto a la realidad. No lo he hecho con mucha frecuencia, pero algunas veces he tomado decisiones que me mueven radicalmente de escenario, y cambian mi historia para siempre. Grandes bifurcaciones en las líneas de mi mano. Fueron decisiones que se sintieron al mismo tiempo como la continuación natural de un movimiento gestado por largos años anteriores, y me daban miedo pero nunca tuve que preguntarme si eran las elecciones correctas. Se sintieron siempre como dejarse ir a favor de una corriente subterránea, y todo lo que había que hacer era soltar las manos, aflojar la resistencia.

De pronto se encuentra uno con que hay mucha nieve acumulada en la punta de la montaña, o que estamos dando vueltas circulares alrededor del mismo metro cuadrado, a tres centímetros del precipicio. Y es natural, cualquier sensación de espera se hace imposible, lo sabemos, no queda de otra más que dejar que se haga la avalancha, o saltar. Hay instantes que parecen impulsos de última hora, pero en realidad han sido pacientemente construidos con las sensaciones de muchos días y muchos meses y muchos años. En esos instantes, todo lo que hay, es un hueco en la panza. Es el sabor del miedo. Sabes lo que está a punto de ocurrir. Y es ahora o nunca.

domingo, 31 de agosto de 2008

Ayer platicaba con unos amigos acerca de la famosa mega-marcha. La conversación pasó de la posible utilidad o inutilidad de una marcha auspiciada desde-el-aparato, a el papel de la sociedad civil como fuerza de presión, y a la posibilidad o imposibilidad de generar cambios, colectivamente, a la manera de las viejas (¿viejas?) revoluciones. El caso es que acabamos deprimidos, con la mirada hundida en la taza de café, y decidimos cambiar de tema, y empezamos a planear un viajecito corto para tumbarnos de panza bajo el sol, y todo se aligeró otra vez, y así nos salvamos momentáneamente, no al mundo por supuesto, sino a nosotros, grupito de cinco alrededor de una mesa, agobiados brevemente por la sensación de la realidad.

La generación de mis padres tenía más esperanza. Resonaban símbolos colectivos por todos lados, y había indignación, y había ilusiones para oponerse a las cosas que indignaban. Estaban los cubanos, Allende, alguno que otro país de Europa oriental donde al parecer todo era más justo y más feliz y el socialismo no siempre, pero a veces, podía ser la-neta-del-planeta.

Luego, nos resulta que los regímenes comunistas ponían micrófonos detrás de las paredes de los posibles disidentes, que los tanques rusos entraban a Checoslovaquia, que a Allende, nada más por ser congruente con su idea de una revolución-no-armada, se lo echó al plato el ejército y junto con él, a todo un pueblo, que entraron inermes a los estadios-como-prisiones y a las cámaras de tortura. Y el Che tuvo una última etapa en Bolivia que oprime el estómago, y cuando lo fusilaron era un hombre hermoso y muy flaco, y ahora su imagen se abarata y aparece estampada en un montón de playeras de lo más chic y lo más nice.

Y esa generación que lloró antes por Allende y ahora es clase media-alta y hasta panista algunas veces, nos dice con la mano en la cintura bueno ya hice lo que pude, ahora les toca a ustedes. Ja ja ja.

Y hay, símbolos y movimientos, que todavía dicen cosas en las que podría creer. Y hay una que otra persona, cercana, que se dejó seducir, gente de corazón enorme, que ahora da clases de secundaria en una comunidad indígena en Chiapas, por ejemplo.
Yo no pude hacer lo mismo. Simple y sencillamente porque si hay alguna vena heroica en mí, es más débil y más cobarde y se quedó más acá de esa frontera. Porque se necesita una medida de fe que yo no tengo.

El problema, a lo mejor, es preocuparse por la humanidad. Quizás, como decía una amiga ayer, lo mejor que le puede pasar al mundo es que el cambio climático siga su curso y nos aniquile, o aniquile a la mayoría, y dejemos de ser una carga tan pesada sobre el pobre planeta Tierra. Qué manía ésta la de preocuparnos por nuestros semejantes, pensar que deberíamos durar como especie, piojitos microscópicos que somos en la escala general del universo. Mejor nos evadimos en lo que llega el hundimiento, en la heroína, o la tele, los videojuegos, los antidepresivos o los sueños, y qué-más-da.

Y entonces se hace el silencio cabizbajo en la mesa y alguien carraspea un poquito y sugiere Cuernavaca y todos sonreímos y nos olvidamos.

Pero no pude dormir bien anoche. Otra vez. Creo que soñé con África. Otra vez.

Mi problema repetitivo es que no se me dan los discursos universales, y la fe en una esperanza o una redención generalizada es un discurso universal; y la ausencia absoluta de esperanza a la manera de los que se liberan de toda carga de empatía o preocupación por los semejantes, también es un discurso universal; es fe, del signo positivo o del signo negativo, y a mí lo que no se me da es la fe, de cualquier tipo.

Y así como sucede con la idea enorme del amor, con respecto a la idea enorme de la humanidad no ando en busca de una victoria definitiva y permanente, pero me refugio en la noción de destellos. Momentos cargados de lucidez o de poesía y ya con eso, alcanza para ir tirando y sobrevivir la noción oscura del mundo.

Yo no sé si a mis nietos (si llego a tener nietos algún día), les va a ir mejor que a mí, pero me inclino a creer que más bien no, y voy a tener que decirles también, bueno ya hice lo que pude y el mundo está peor pero aquí les paso la estafeta, y el problema ya no es mío. Ja ja ja.

Como ya es evidente, ante todo soy un alma cursi. A veces, me dejo empalagar por completo. Y hay una película archi-rosa (“Antes del amanecer”), que tuvo su continuación bastante rosa también como ocho años después (“Antes del anochecer”). Y a mí, alma cursi que soy, no sólo me caen bien los personajes, sino que atesoro frases y diálogos porque me gusta cómo suenan y me gusta lo que significan. En la primer película, el personaje de Julie Delpy está sentado en un callejón de Viena al lado del personaje de Ethan Hawke, y dice que, si hay algo de magia o algo divino en el mundo, no está contenido individualmente en cada uno de nosotros, sino que se encuentra en el espacio breve que nos separa y comunica con los demás.

En la segunda película, el personaje de Julie Delpy está sentado en una cafecito de París frente al personaje de Ethan Hawke, y habla de lápices. Dice que trabajó por un tiempo con alguna organización en México y que el problema que les angustiaba era cómo llevar lápices a los niños de comunidades aisladas. El problema no era el capitalismo o el narcotráfico o la “inseguridad”, sino los lápices. Y entonces Julie Delpy dice que en el mundo hay héroes silenciosos como esos, que no pelean por causas famosas y no van a salir nunca en un periódico, sino que dedican sus energías a cosas como que unos niños, lejos de todo, tengan lápices para estudiar.

Mi papá es de esa clase de héroes silenciosos. Nunca hizo mucha lana, ni acumuló títulos rimbombantes. Le dedicó sus energías a problemas como ese de los lápices. No hay un romanticismo sonoro alrededor de esas tareas. No son las tareas de los que están en la selva esperando una bala. No son los profetas que anuncian la salvación, de nadie. Son sólo personas que trabajan a veces más de diez horas diarias impidiendo que el mundo naufrague por completo, un problema a la vez.

Y eso, no es rosa ni bonito. Es pesado, es nadar y nadar en contra de administraciones estúpidas y burócratas políticos que quieren salir bien en la foto mientras todo se desmorona bajo sus pies.

Todo lo que hay, entonces, en esos caminos, son destellos. Momentos en los que el mundo despliega su poesía. Redenciones compartidas, redenciones de lo más individuales. El espacio que nos separa y nos comunica con los demás.

Pero esa belleza sutil, ese minúsculo caleidoscopio de imágenes, se sostiene sobre un juego frágil de equilibrios. Frágil. En lo único en lo que me atrevo a creer por lo pronto es en lo pequeñito y útil a la manera de los lápices. A veces me dan ganas de ser algo mucho menos abstracto y ambiguo que una antropóloga. Si eres doctor o enfermera, no hay de otra, eres útil. Pero hay que ser cuidadosos con los apostolados y las redenciones. Nadie tiene derecho a aparecer con todas las respuestas como el camino de salvación, para nadie (me acuerdo de las películas de Lars Von Trier, “Dogville”, y “Manderlay”, donde hay alguien que comete el error de creer que sabe de antemano cómo es que deben ser los otros).

Por lo pronto en lo único en lo que creo es en la posibilidad de evitar naufragios, en lo pequeño y concreto, las necesidades básicas, y en la posibilidad de escuchar. Y remontar los enormes breves espacios donde queda algo prodigioso o mágico. Y dejar que todo se aclare por unos minutos, a su manera modesta y deslumbrante.

martes, 26 de agosto de 2008

las certezas necesarias para un salto a la incertidumbre

Pasé el fin de semana en Michoacán. Me hacía falta. No sé qué mecanismos detonan, de pronto, una sensación general de clarividencia. El caso es que tuve un chispazo lúcido, y todo se iluminó por dos minutos. Ya no hay dudas existenciales detrás de las cuales esconderse para ganar tiempo en alguna forma vaga de espera. Después de todo, sí sé exactamente lo que quiero. Sé cómo quiero situarme en el mundo. No tengo grandes respuestas y nunca he tenido discursos generales. Sólo, poco a poco, se acomodan ciertas cosas como más importantes que otras, y eso es suficiente, por lo pronto, para que no quede más remedio que hacer lo que ya sé que quiero hacer. Y ni siquiera es muy difícil. Una pequeña cadena de trámites. Y ya. Un arranque de decisión, eso es todo. Todo es exactamente como yo he querido desde hace muchos años que sea: no estoy atada a ningún lugar. El horizonte está en blanco, indefinido, libre, y puede ser inventado por completo. Llevo meses mirando fijamente la orillita del trampolín, reuniendo valor antes del salto que me prometí hacia esa incertidumbre.

Si no he saltado no es porque me atormente alguna noción profunda sobre mi vida o el universo, sino porque me da miedo el desprendimiento. Porque la vida que quiero abandonar es suave y confortable y se parece a un refugio sabatino o dominical, nada es demasiado duro o demasiado difícil y el tiempo se desenvuelve de acuerdo a horarios y pequeñas certezas.

Además, eso ya se sabe, yo sueño demasiado. Paralela a la vida en mi edificio en la colonia Portales, la Fundación donde trabajo, las calles y los rincones favoritos de mi ciudad, hay una vida aérea y minuciosa y todo el tiempo hay historias habitadas por muchas promesas, y muchos fantasmas. Estoy acostumbrada a que esos mundos detallados me acompañen, por un tiempo, y que luego se desmoronen, pues están hechos de materia finísima, impalpable, y quienes me conocen están acostumbrados a la manera en que de pronto me brillan los ojos, y la manera en que de pronto se apagan. Soy una tejedora de proyectos y novelas, y al lado de la que soy, todos los días, flotan muchas de esas líneas inscritas en las palmas de mi mano por las que ya no voy a caminar, y yo no puedo ir por esos caminos, pero los imagino, siempre los estoy imaginando. Así que hablo de todas mis ideas sobre el futuro y a veces yo misma sonrío de lado, ligeramente escéptica, porque conozco mi capacidad para volar mentalmente sin cambiar mis trayectos cotidianos. A veces creo que nadie necesita realmente nada si sabe soñar a conciencia. La vida sólo nos permite una sola ruta, en el momento en el que elegimos la puerta de la izquierda ya no hay forma de averiguar lo que había en la puerta de la derecha. Pero los sueños se pueden reinventar cuantas veces queramos, a nuestro antojo. Así que uno podría vivir así, indefinidamente, corriendo los riesgos pequeños en la vida de todos los días, y los riesgos grandes no correrlos nunca más que en un mundo en el que somos dioses y controlamos la trama y la podemos adelantar o reiniciar o interrumpir sin ninguna consecuencia. Es una forma cobarde de vivir. De pronto, igual que ese personaje de “Noches Blancas”, se encuentra uno con que ya tiene 20 años más de los que tenía, y las telarañas en el techo son exactamente las mismas.

La salvación viene de los saltos valientes. He dado algunos. Estoy en el umbral del siguiente, estoy respirando profundo, echando aire a los pulmones. Reconociendo por fin que tengo las certezas necesarias, a pesar de toda la incertidumbre acumulada, para adelantarme hasta la orillita del precipicio y luego un cachito más allá...

lunes, 4 de agosto de 2008

mensaje recibido

Todo es imaginario.

Todo.

Cada quien inventa sus propias historias, y cada quien tiene las mismas probabilidades que el de al lado en acertar en lo que inventa. A lo mejor el chaparrito de la oficina de enfrente, budista fervoroso, es en realidad la reencarnación de un guardabosques o una hechicera de otros tiempos, ¿por qué no?; mientras la de más allá, atea sin concesiones, realmente acabará por desintegrarse después de su muerte, y formará parte de una nebulosa dentro de algunos miles o millones de años luz, antes de que el universo se enfríe por completo. A lo mejor todos tenemos la razón y todos estamos equivocados, porque la verdad es algo demasiado grande y complejo como para que nuestras humildes neuronas alcancen a ordenarla en un solo discurso. Y eso, sólo en la escala grande del tiempo.

En la escala pequeñita estamos a lo mejor mucho más perdidos, y seguimos imaginando respuestas que tienen toda la probabilidad de ser inventos consoladores y nada más. He conocido a muy pocas personas que no se engañen a sí mismas cotidianamente, es más, a lo mejor no he conocido a ninguna. Por ejemplo: La frialdad del hombre que me gusta es, en una de esas, un ejercicio deliberado para llamar mi atención (no me pregunten cómo la mente humana llega a conclusiones como esas), uf, en el fondo derrapa por mí, o en el peor de los casos, le doy miedo, tan interesante y deslumbrante que soy; lo que sea, excepto la probabilidad dolorosa de que su frialdad sea la expresión llana y sencilla de una contundente falta de interés. Las miradas que se refieren al amor o su promesa son las más inventadas de todas, porque el amor es la más engañosa de todas las ficciones y de todas las verdades, porque el componente imaginario sobrepasa con mucho a los otros ingredientes, el amor está hecho de imágenes y metáforas y perfumes mágicos y todo tipo de sueños sutiles y de trampas. Está para siempre contaminado por el deseo, y el deseo es un maremoto, y en medio del maremoto es dificilísimo evaluar objetivamente lo que nos sucede, apenas si alcanzamos la vaga consciencia de que una corriente nos arrastra, y de que no queremos ahogarnos por completo.

Estaba pensando en eso porque el viernes, estoy casi segura de que vi pasar raudo en su coche (no estoy completamente segura, pero creo que sí), a una fantasía recurrente desde ha-ce- ca-si-un-a-ño. Y un día antes, alguien me vio a mí, bostezando junto a la ventana del trolebús. Y me cayó el veinte. Sobre los engaños. Envolvemos con signos fantásticos a las sombras que atraviesan nuestro camino, pero las sombras no se dan cuenta de nada, no tienen la intención de emitir ningún mensaje, van pensando en los seres reales que los esperan en sus casas, o en sus propios espectros, y en sus propios códigos ficticios. Yo lo miro a él, y él no me mira a mí, sino la mira a ella, que tampoco lo mira de regreso sino que mira a otro que mira a otra y así. Muchos de nosotros vivimos engañados por las siluetas de nuestros fantasmas. Algunos de ustedes no. Ya encontraron a su espejo. Pero este post no es para ustedes, los afortunados, sino para nosotros, los que tenemos la mala pata de voltear en el momento preciso en que el sueño viaja enfrente de nuestras narices a 120 kilómetros por hora sobre Insurgentes, mientras sabemos que la metáfora en realidad tiene sentido y lo dice todo: él mira hacia adelante mientras yo lo miro pasar. Ahí queda dicho con una claridad espantosa. Y es muy triste, pero así es.

viernes, 1 de agosto de 2008

claroscuros cotidianos

Quizás de lo que se trata la vida es de conciliar ideas contradictorias. Todo es un movimiento de atracción y rechazo, sin pausas.

Veo con claridad la silueta de un gorrión delineada contra el follaje de un árbol, en la banqueta junto al tráfico, latiendo su vida pequeña ajeno a la violencia y el ruido. Consigo un disco luego de perseguirlo en tiendas distintas de la ciudad, y la música me acelera el pecho y parece una redención suficiente. Me detengo a leer dos o tres veces la línea de un libro que muchos citan como su favorito, y creo que todos esos muchos tienen, por fuerza, que ser seres humanos decentes, y que hay esperanza, y que es un aleteo o un perfume sutil que fluye de las líneas a los lectores como la iluminación de velas o lámparas en días nublados o lluviosos. En un noticiero cualquiera, aparece de pronto la imagen en la tele de un grupo de soldados encima de un portaaviones, que se detienen a mirar hipnotizados el atardecer encima del agua. Recibo el abrazo de alguien que no me quiere soltar.

Entonces, me siento parte del mundo y me dan ganas de estar aquí. Así. Nada más.

Pero luego, reconozco con claridad conjuntos de gestos, tonos, sonrisas, que la gente en la oficina, (algunos, no todos) extienden como maquillaje encima de sus caras. Y no sé cómo reaccionar y antes de que me dé cuenta mi rostro se crispa con muecas parecidas y es como si todo entre nosotros se oscureciera sin remedio. Me veo envuelta por millonésima vez en una conversación donde nadie mira verdaderamente al otro, y nadie habla verdaderamente de sí mismo, todos compiten verbalmente por prestigio tratando de aplastar al interlocutor como si fuera un contrincante, y yo tengo que decir, con la sensación de hablar en el desierto como a muchos kilómetros del mundo civilizado, que yo ni tengo novio, ni me he casado, ni gano una lanota, ni soy exitosa en ningún sentido, y sigo peleándome con la pinche tesis de licenciatura. Alguien toca el claxon por medio minuto casi sin interrupciones. Un matrimonio joven pide dinero fuera del metro, se nota que vienen del campo, y el rostro de ella está completamente deformado por lo que es a todas luces un tumor, y no tienen ni cuarenta años, y no parecen protestar, sino que desvían la mirada cuando alguien les da unas monedas, ni siquiera hay desesperación en sus gestos, pero yo sé que el cáncer debe dolerle un chingo a quienes no tienen dinero para medicinas.

Entonces, me dan ganas de renunciar a todo, de algún modo, esconderme, huir muy lejos.

La única razón que se mantiene, ahora, como razón, es que en este mundo posmoderno que le dicen, donde parece que ya casi no hay utopías colectivas, subsisten resquicios desde los que es posible asumir luchas que signifiquen algo, aún, a lo mejor, quién sabe.

Aunque no haya todavía la gran iluminación sobre esa, alguna, cualquier, verdad, por modesta que sea, hay luz, todos los días. Todos los días, galaxias de polvo navegando, doradas, en hilos que se escurren por la claraboya.

Alguien silba en el departamento de al lado.

martes, 29 de julio de 2008

luz llena de alas y algunas otras posibles explicaciones para el universo

Así es que los seres humanos somos estos bípedos implumes dotados de conciencia. Esa dulce iluminación, esa condena. Pensamos, luego existimos, y nos damos cuenta. Y entonces, una de dos:

Opción número uno:

La conciencia, la nuestra, la de cada quien, es un accidente fabuloso de la evolución que ocurre gracias a las neuronas y algunos otros artificios químicos y proteínicos. Es la consecuencia del cerebro, y cuando el cerebro muere también muere el milagro que nos otorga una breve individualidad en el universo. Somos la consecuencia de un accidente ligeramente sofisticado en un universo también accidental donde hay otros milagros involuntarios como el nacimiento de las galaxias o la caída de una piedra por la pendiente del cerro o del agua de la lluvia a través de la tierra hasta las raíces de un pino. Aparecimos para atisbar brevemente por el ojo de la cerradura y admirarnos de que todo suceda, sin redención ni explicación posible, sin eternidad al alcance. Mientras tanto, algunos miles de años de historia nos hacen capaces, como especie, de cosas inútiles y bellas como la poesía y el amor y la música y el heroísmo, así como de cosas prácticas y terribles como el pavimento, los edificios departamentales y los horarios de oficina, las armas biológicas, los vehículos automotores y los estacionamientos. Quizás, asistimos a nuestros últimos siglos o décadas y el mundo se deshará de nosotros como de un inquilino abusivo y el sistema solar regresará a la paz de sus órbitas y el planeta será verde y hermoso, o azul y hermoso, sin nadie que atestigüe su belleza para aplastarla después con la planta del pie. O seremos un virus eficiente y creceremos hasta infestar la galaxia con satélites y naves y comida congelada. En el fondo, quién sabe si importa. Persistiremos, o nos reemplazará un accidente distinto y el universo seguirá su alejamiento uniformemente acelerado, porque al universo nunca le ha importado que haya testigos breves germinando como motas de polvo o de caspa en el último de sus largos cabellos. Somos apenas un destello finito en mares infinitos. Quién sabe si importa que seamos un destello a lo Salvador Allende o un destello a lo Pinochet, dentro de otro millón de años nuestros átomos alimentarán a un cometa o a una luna y todo seguirá girando fríamente, sin espías detrás de la puerta, o bajo la mirada de espías enteramente distintos, accidentes del helio o del sulfato en vez del carbono, separados de nosotros para siempre por el espacio y el tiempo. No hay magia, apenas el prodigio involuntario de uno que otro conjunto de átomos y una que otra sinapsis. Estamos solos.

Opción número dos:

No hay accidentes. Todos traemos un ángel prendido a la espalda, que anota en una libreta azul nuestros gestos más azules, y extiende las alas con gesto protector sobre nuestra cabeza, por las noches. No sólo somos testigos sobre lo visible, sino que hay testigos invisibles sobre nosotros. Que nos miran sin que los miremos y que nos escuchan las canciones en la regadera y los gritos de dolor o de guerra o de alumbramiento. Más allá de nosotros se pelean otras guerras y hay otras canciones y otros alumbramientos. Y no estamos cercenados de lo más inmenso y más invisible que nos rodea y nos mira y nos abraza en silencio. La soledad es invención nuestra. Quién sabe si más allá hay un solo ojo omnipresente y omnisapiente que duerme o vigila, o algo parecido a ciudades, infinitamente más claras, infinitamente más oscuras que las nuestras. Hay, de cualquier forma, algo que la ciencia no explica y no entra en radares o el lente de los telescopios, algo que, en todo caso, provoca mediciones incomprensibles en las fórmulas de los astrónomos. Algo sutil, a tres milímetros de nosotros, una electricidad o un temblor o una sombra escurriéndose ágilmente por la orilla de los ojos.

Todavía, quizás, una frágil opción número tres:

Quién sabe si el milagro de nuestra conciencia es accidental o planeado. Lo único contundente es que es, y no dura mucho. Inmersos en la belleza ilimitada de nuestra fragilidad ilimitada, breves, terribles, sádicos, brutales, amorosos, profundos, heroicos, cada quien busca una redención a su medida, y algunos la encuentran.

Y frente a la pregunta que planteaba Dostoievski: ¿es posible amar a la humanidad sin creer en Dios? Alguien lee a Walt Whitman, o alguien abraza a otro alguien, alguien participa en una revolución para salvar a su pueblo, alguien se hunde en un beso como en un firmamento.

Y usted, amabilísimo lector, ¿por cuál vota?

Posdata pesimista, porque hay momentos así, pesimistas:

Voto por la dos y la tres. En la uno, no podría vivir. Pero voto con un desapego casi desesperado (si eso existe), porque ya se sabe, eso también lo escribió Dostoievski en algún momento, un solo niño torturado desequilibra por completo todas las balanzas, no importa qué ponga la fe del otro lado, y en este mundo hay tanto sufrimiento absurdo sobre los inocentes, y tanto placer sin castigo sobre los culpables, que uno siente el impulso algunos días más sombríos que los otros, de mandar apropiadamente a volar a todos los hipotéticos ángeles, tan inútiles ellos, que sólo escriben en sus libretitas y extienden sus alas inmateriales, así como a Whitman cuando le daba por cantarle al futuro de la humanidad.

Segunda posdata, de corte optimista, porque yo también necesito redimirme:

Suena “Night falls on Hoboken” de Yo la tengo. Sentido quién sabe si lo hay, pero belleza, de que la hay, la hay. Terminé de leer “Rayuela” y aquí les paso al costo una frase:

“Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos del loco.”

Sea pues, un brindis por la luz de la paloma entre las manos del loco, y por quienes se miran en esa luz, como cómplices. Por los arrebatos absurdos que nos habitan furtivamente, y la luz que entonces se llena de dientes de león sobre los que alguien sopla aplicadamente. Por… la luz de la noche mientras cae sobre Hoboken. Y… el álbum blanco. Y… Tin Tán a blanco y negro (el sentido del humor, esa otra llave mágica). Y así, alguna lista muy larga que no es necesario enumerar.

Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos del loco, eso es todo, yo nunca lo habría dicho así de bien, pero repetirlo, hoy, ahorita, una y otra vez, me llena de algo como dientes de león, que son a fin de cuentas la expresión física en el aire, de la esperanza. Y no sé muy bien por qué, y a lo mejor tampoco hace falta que lo sepa.

miércoles, 23 de julio de 2008

laberinto

Si estuviera realmente anclada a la vida y el mundo, aún a sus corrientes más oscuras o más espesas, no haría tantas preguntas, porque la contemplación igual sólo le sirve a cerebros privilegiados, y el mío es apenas un cerebro promedio. No talking man, all action. Mi vida es esto, este minuto de miércoles soleado, oyendo una canción al azar de The Beta Band. La promesa de ver a mi mamá al ratito, de visita en la ciudad por unos días, el exprés doble con azúcar, el respaldo flexible de la silla, las voces que flotan entre cubículos, el sonido del teclado bajo los dedos. El ritmo del pecho, y la sensación del laberinto. El laberinto. Hay quienes marcan rutas sobre el mapa de los años, y palomean destinos, uno tras otro, una sola carrera. Lo malo de las carreras es que parecen flechas disparadas en una sola dirección y todo lo que importa es el destino, y una vez que se alcanza, todo lo que importa es el destino siguiente (asch, algo así también lo dijo Kundera en algún lado, yo no tengo ideas originales y cito a Kundera con mucha mayor frecuencia de la que debería; juro que no es el único al autor al que he leído). A mí lo que me importan son los colores del camino, y sus lluvias, y las imágenes a través del cuadrito de la ventana, o el abismo del cielo abierto sobre la cabeza, o el aire frío en la cara, y los encuentros, los guiños que nos hacemos al pasar, y cosas así, por el estilo, en realidad no me importa demasiado si más allá está el diploma A o B o Z, como decía ese personaje de “Little Miss Sunshine”, un pinche concurso de belleza tras otro, validaciones basadas en las preguntas incorrectas, en los artificios de la competencia, qué hueva. Pero el presente, así, pensado en función del presente y no del futuro, se parece mucho a la deriva, y lo único malo de la deriva es que es una forma sutil de laberinto, es fácil caminar en círculos, flotar sin resistencia hasta el fondo de los remolinos. Si yo fuera realmente profunda, si estuviera verdaderamente adolorida por el mundo y la existencia, ya me habría suicidado, o ya habría contemplado con seriedad la idea del asesinato, o sería monja en algún lugar silencioso, o ermitaña en el fondo de un escondite boscoso, o revolucionaria en una selva del sur, si el sinsentido realmente me hubiera llegado hasta el plexo solar ya habría roto un sinnúmero de convenciones sociales, habría tenido algunos cientos de amantes, por ejemplo, y me inyectaría heroína, o asaltaría bancos, o planearía fraudes. No haría cosas terribles como trabajar en una oficina y pagar puntualmente los impuestos. No soy Horacio Oliveira, tampoco, aparte de que no soy un hombre cultísimo de cuarentaytantos que va y vuelve de París a Argentina, yo no busco una humanidad en mí al margen de la humanidad misma. A mí, la verdad, con ingenuidad sin disculpas, me gusta la gente. No me gusta el mundo, pero me gusta la gente. Los veo ahí, como yo, gotitas perdidas en las corrientes veloces, sin capacidad de guerrilla ni levantamientos, bañaditos y perfumados por la mañana en el metro, consultando los relojes para llegar a tiempo a sus trabajos, igual que yo, bañadita y perfumada, mirando con angustia el minutero en la muñeca, los veo iguales a mí, dejándose partir la espalda, resistiendo con los dientes apretados, y así, con sensiblería cursi, me dan ganas de darles, a todos, una ventana hacia el mar, o acariciarles la cabeza, pobrecitos, de todos, nosotros, y cosas así, por el estilo, cosas que no sirven para nada.

Parece que no hay salida porque de todos modos me duele el corazón, a veces, ese músculo simbólico donde guardamos las cosas que nos duelen. Hay viajes en metro que me dejan exhausta. Esta ciudad tiene eso. El metro está tan lleno de realidad que no hay cómo evadirse, aunque hundas la nariz en la novela (y llegues al fragmento ese en el que Oliveira mira al hombre del pijama rosa que acaricia sin descanso una paloma en los pasillos del manicomio) la realidad interrumpe los sueños y las reflexiones y llega de la mano de un hombre ciego que canta horriblemente con el aparato de música a todo volumen recargado en el pecho, o de la mano del niño descalzo que pide dinero para los campesinos en Puebla, y que hay campesinos pobres lo sabe de sobra todo el mundo, y estos que vienen de Puebla se aparecen con frecuencia, pero hay algo en el gesto del niño en el momento en que extiende con rigidez el brazo para entregar un papelito que nadie acepta, una y otra vez, con la misma seriedad y el mismo ademán rígido, algo que es aguja pinchando el centro de la muñeca de cera, o ácido sobre el confort de la oficina abrigada y la música y el cafecito caliente.

Y es preferible mirar. Odiaría voltear la cabeza. Pero me dan unas ganas terribles de irme a donde nadie me encuentre y la realidad no sea, por las mañanas, el niño de rostro inteligente y sereno que extiende muchas veces el brazo con el mismo gesto y la misma rigidez multiplicada. Los que viajan siempre en coche no saben; para muchos, el resto del mundo es una mancha borrosa que se deja velozmente atrás por el espejo retrovisor, mientras van de Polanco a Las Lomas, o de Santa Fe a La Condesa. Es curioso cómo todos vivimos en la misma ciudad y nadie vive en la misma ciudad que los demás. Todos vamos siguiendo las líneas preventivas de nuestras fronteras sociales, y sólo las calles, a veces, el metro, a veces, agrietan un poco los lentes, el parabrisas, los cristalitos protectores.

Y cuando ocurre, duele. Pero a mí nunca me duele lo suficiente. Lo malo de estos ojos que ven con el párpado entreabierto es que a pesar de todo, estoy aquí, escuchando el teclear de mis dedos sobre la máquina, escuchando ahora la versión acústica de una canción que se llama “Happiness”, con la noticia de que me aumentaron el sueldo, y de que todo marcha de lo más bien y no hay por qué preocuparse.

lunes, 7 de julio de 2008

Así que estoy, un monólogo tras otro, preguntándome acerca del mundo y todo lo existente y lo no existente y el espacio entre las estrellas y los espacios entre mis huesos o las comisuras de los labios y cosas así, por el estilo. Deeeeeeensa. Estoy sacudiendo todo lo que puede sacudirse. Estoy añorando la magia en medio de mi propio escepticismo. Estoy hablando con entes invisibles y luego estoy burlándome de mis parlamentos estériles. Estoy invocando todo lo que puedo, para que vengan los huracanes, que crujan las maderas del barco, que haya peligro de naufragio. A lo mejor, sólo así, tragando agua y golpeada por el mar, encuentro algo a lo que pueda aferrarme. A lo mejor los naufragios son el camino hacia las tablas salvavidas. Y así, debilitando todas las respuestas, ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso, autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la beben con sed.

Una amiga mía está transcribiendo la historia de su abuela, y me pasó las páginas que ya han sido traducidas del alemán al español. La historia de su abuela le pertenece a su abuela y le pertenece a su nieta. La están escribiendo juntas y es un ejercicio profundo de conexión entre ellas. Es uno de esos ejemplos sobrecogedores en los que la realidad supera a la ficción, a las más épicas de las novelas épicas. Yo no voy a decir mucho aquí. Pero es una historia que incluye escapes complicados de la Alemania nazi, encuentros cercanos con la Gestapo, amor a primera vista con despliegue de actos románticos y poesía, Cuba revolucionaria, Nueva York, México, consultorios dentales en medio del mar y accidentes de todo tipo. La abuelita de M. tiene más de ochenta años y está viva. Viva. No languidece pensando en el sinsentido del universo sino que se emociona con la idea de comprarse una bicicleta, de irse a vivir a Europa con su nieta, trabaja en un centro de rehabilitación todos los días, y extraña a su esposo muerto, consciente de que el milagro la tocó y ella vivió en el centro del milagro, así como vivió en el centro de muchas tragedias y pérdidas absolutas. Entonces, lo que queda, es vivir.

Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil. Estar en el centro de la vida, es decir en el centro de los milagros y las derrotas que nos parten en dos. Respirando, llenando el pecho, los ojos, extendiendo los brazos, con sed, voluptuosos, despiertos, felices, adoloridos, fracturados y recompuestos hasta el infinito.

En medio de la ceguera que yo misma recreo, hipocondriaca del alma, nihilista parcial y fervorosa de clóset, oscuramente, vagamente, sólo sé que lo que busco, lo que sea que busco, no se parece a la comodidad, se parece más al miedo en la raíz de la panza y a los temblores del pecho.

También, qué aburrimiento más espantoso, qué cansancio de antemano, si ya tuviéramos el mapa trazado y sólo hubiera que seguir concentradamente las líneas punteadas hasta el final, el dos después del uno, el tres después del dos, el trabajo después de la carrera, los hijos después del matrimonio, dos más dos son cuatro y así hasta que se acabe la cuenta completa de los minutos. Son más emocionantes las preguntas que las respuestas. Pero también, llega una hora en que es necesaria la tabla, el pequeño bote en medio del mar. Es necesario elegir aunque sea una estrella pequeñita, a modo de brújula. Las respuestas pueden ser una forma de miopía, pero las preguntas también, pueden ser una coartada para la parálisis.

Yo sólo sé, disectando este instante con rumor de lluvia y calcetines recogidos sobre la cama, que me emociona la idea de mi búsqueda, mi escape. Me dan ganas de vivir, muchas ganas, por un montón de razones entre las que se cuentan el rumor de la lluvia y los pies abrigados, pero sobre todo, ahorita, me dan ganas de vivir porque me asomo con curiosidad a mi vida. Porque no sé nada, cada vez sé menos, y estoy a punto de salir de las rayitas punteadas, y todo puede ser inventado otra vez, y eso, dios mío, la posibilidad, el miedo en la raíz de la panza, es tan agridulce y tan dulce que dan ganas de ser feliz, por esa sola razón, por esa sola promesa.

miércoles, 25 de junio de 2008

paréntesis

Hoy, como niños, infantes de oficina que somos, no salimos a comer, nos quedamos en nuestros cubículos de siempre, con reservas de helado y galletas. De cappuccino y chocolate, respectivamente. Todo adquiere tonos de irrealidad, aunque, ya poniéndonos más filosóficos, quién sabe qué es la realidad y cuál es su antítesis y de acuerdo a qué parámetros seguramente imposibles uno acomodaría a lo cierto un lado y a lo falso del otro, etcétera. Así que puedo decir algo más segura que a veces mi vida me da la impresión de transcurrir en sueños, como si entre ese que es el mundo que le ocurre a todos y también a mí, y yo, hubiera capas y capas de algodón, tres metros de polvo muy tenue, o medio centímetro de agua. Es una especie suave y casi transparente de aislamiento que me ocurre sólo cuando estoy aquí, frente a la pantalla, con los audífonos puestos, pretendiendo que traduzco cosas del español al inglés pero en realidad nadando y vagabundeando por estratos finísimos de materia, que toman la forma de ventanitas por las que me asomo a estratos todavía más inaprensibles, pelusilla diluida de dientes de león y cosas por el estilo. Letras. Palabras. Dibujos, pinturas, fotografías. Música. Todo eso es el mundo a través de alguien más. El mundo a través de mí pasa por este instante como el eco de un eco de un eco, o el sacudimiento final, ya reblandecido, de un terremoto que levanta montañas o derrumba ciudades a muchos kilómetros de aquí. Y yo toco esa última sacudida, y es un regalo, es un pequeño temblor a la medida de mi pecho, y está bien, y si me gusta, seguramente lo iré repitiendo como el eco del eco por la calle, ya de vuelta en la calle, por un rato. Pero siento nostalgia por los epicentros. En este preciso instante que para mí no es más que la playa fantasmagórica donde se estrellan cosas que vienen de otras latitudes, alguien camina por una sierra michoacana, y se detiene a tomar agua salida de la montaña, con el deleite sin límite que es tener mucho calor y tomar agua helada y espesa; y hay un grupo de niños, en un pueblo sin chiste junto a un río sin chiste, que se echan clavados desde un árbol compitiendo con sus hermanos; y hay montones de gente que en este momento acarician el lomo curvo de un gato, acurrucado entre las piernas en el sol del jardín, o escondido entre libros viejos en rincones que huelen a humedad; y hay gente que se deja mecer por el mar; y hay gente que justo ahorita vive un éxtasis laboriosamente cultivado, prueba la cima del Everest, o cruza a nado un canal frío y peligroso, o rompe un estúpido récord guiness pero lo rompe a fin de cuentas y se sabe poseedor de su medida correspondiente de inmortalidad; y hay gente que ahora se inclina junto a un rostro a punto del primer beso, y es cursi y es idiota pero es bello y mientras yo escribo esto un montón de gente se está besando por primera vez; y hay alguien sacando el violín o la flauta del estuche para tocar en las calles de Barcelona o el metro de cualquier ciudad; y hay guitarristas rasgando cuerdas, y bailarines dando piruetas, y el complicado equipo de un gran director cinematográfico se pone en movimiento mientras crean la próxima obra maestra; y hay rescatistas salvando gente y bomberos apagando incendios; y hay adolescentes mirando con timidez a una muchacha; y hay mujeres gritando por el dolor de su primer parto; y hay gente recibiendo la primera de varias sesiones de quimioterapia; y hay quienes le toman la mano a alguien, puede ser que a alguien a quien aman dolorosamente, y le toman la mano en el hospital o en la cama o para cruzar la calle; y hay quienes, justo ahora, sienten bajo las piernas, ceñidos a su cuerpo, los músculos de un caballo que galopa sin contenciones; y hay quienes ponen temblorosos los últimos dólares sobre la mesa de black jack; y hay quienes miran por primera vez algo que no habían visto nunca, una montaña japonesa o la iglesia de un pueblo checo junto a las vías del tren; y los que jugaron el partido más reciente de la Eurocopa se desploman rendidos sobre la cama del hotel; y periodistas toman fotos en medio del tiroteo, a pocos centímetros de la muerte, y aunque se han acostumbrado a esa amenaza el cuerpo entero les late con violencia; y cirujanos hacen un trasplante cuidadoso; y niños juegan a las escondidillas, y varios de ellos sienten la decepción de ser descubiertos y otros muchos esperan en silencio, expectantes, detrás del ropero o debajo de la cama; y un grupo de pandilleros acaba de asaltar un banco en algún barrio de Los Ángeles; y miles de policías corren detrás de decenas de miles de delincuentes; y alguien prueba por primera vez la heroína; y alguien aprieta entre sus manos su primer boleto para su primer concierto de Radiohead; y alguien encuentra una carta de despedida, o una nota de desalojo; y alguien lleva el cuerpo adolorido por su primer noche a la intemperie, en la banca de un parque por ejemplo; y alguien da clases de secundaria en una comunidad indígena de Chiapas; y alguien se da cuenta de que se está muriendo, justo ahora, y sonríe con sabiduría. Todo eso le ocurre a millones de gentes a lo largo del paréntesis que se abre alrededor de las 10 y se cierra alrededor de las 6, de lunes a viernes, todas las semanas, en mi vida. Me gustaría quejarme menos, cerrar la boca de una vez por todas, y que no se sintiera como un paréntesis, sino como un epicentro cotidiano. Pero todo lo que supuestamente justifica esta espera, y el fin de la espera, ya ha sido dibujado muchas veces aquí, en otros discursos archirepetitivos. Así que me detengo. Por última vez. Además, la canción en turno es deliciosa (Minnesoter, de los Dandy Warhols), y la combinación del helado con las galletas y mi coca cola fría no tiene comparación. Y esto ya sé que es letargo, es placidez sin desafíos, se parece a la panza de los gatos en días como el domingo, pero está a punto de acabar, y quizás, así como ahora siento nostalgia por los epicentros, luego puede ser que mire con algo de añoranza estos meses a donde por los turnos laborales sólo llegaba el mundo entre algodones, el temblor diluido de las guerras y los dramas y las conquistas (ay, eso no es cierto, no voy a añorar nunca esta oficina, a quién quiero engañar), pero en este instante ya suena Starlings, de Elbow, y es una maravilla, y escribir se siente bien.