martes, 29 de julio de 2008

luz llena de alas y algunas otras posibles explicaciones para el universo

Así es que los seres humanos somos estos bípedos implumes dotados de conciencia. Esa dulce iluminación, esa condena. Pensamos, luego existimos, y nos damos cuenta. Y entonces, una de dos:

Opción número uno:

La conciencia, la nuestra, la de cada quien, es un accidente fabuloso de la evolución que ocurre gracias a las neuronas y algunos otros artificios químicos y proteínicos. Es la consecuencia del cerebro, y cuando el cerebro muere también muere el milagro que nos otorga una breve individualidad en el universo. Somos la consecuencia de un accidente ligeramente sofisticado en un universo también accidental donde hay otros milagros involuntarios como el nacimiento de las galaxias o la caída de una piedra por la pendiente del cerro o del agua de la lluvia a través de la tierra hasta las raíces de un pino. Aparecimos para atisbar brevemente por el ojo de la cerradura y admirarnos de que todo suceda, sin redención ni explicación posible, sin eternidad al alcance. Mientras tanto, algunos miles de años de historia nos hacen capaces, como especie, de cosas inútiles y bellas como la poesía y el amor y la música y el heroísmo, así como de cosas prácticas y terribles como el pavimento, los edificios departamentales y los horarios de oficina, las armas biológicas, los vehículos automotores y los estacionamientos. Quizás, asistimos a nuestros últimos siglos o décadas y el mundo se deshará de nosotros como de un inquilino abusivo y el sistema solar regresará a la paz de sus órbitas y el planeta será verde y hermoso, o azul y hermoso, sin nadie que atestigüe su belleza para aplastarla después con la planta del pie. O seremos un virus eficiente y creceremos hasta infestar la galaxia con satélites y naves y comida congelada. En el fondo, quién sabe si importa. Persistiremos, o nos reemplazará un accidente distinto y el universo seguirá su alejamiento uniformemente acelerado, porque al universo nunca le ha importado que haya testigos breves germinando como motas de polvo o de caspa en el último de sus largos cabellos. Somos apenas un destello finito en mares infinitos. Quién sabe si importa que seamos un destello a lo Salvador Allende o un destello a lo Pinochet, dentro de otro millón de años nuestros átomos alimentarán a un cometa o a una luna y todo seguirá girando fríamente, sin espías detrás de la puerta, o bajo la mirada de espías enteramente distintos, accidentes del helio o del sulfato en vez del carbono, separados de nosotros para siempre por el espacio y el tiempo. No hay magia, apenas el prodigio involuntario de uno que otro conjunto de átomos y una que otra sinapsis. Estamos solos.

Opción número dos:

No hay accidentes. Todos traemos un ángel prendido a la espalda, que anota en una libreta azul nuestros gestos más azules, y extiende las alas con gesto protector sobre nuestra cabeza, por las noches. No sólo somos testigos sobre lo visible, sino que hay testigos invisibles sobre nosotros. Que nos miran sin que los miremos y que nos escuchan las canciones en la regadera y los gritos de dolor o de guerra o de alumbramiento. Más allá de nosotros se pelean otras guerras y hay otras canciones y otros alumbramientos. Y no estamos cercenados de lo más inmenso y más invisible que nos rodea y nos mira y nos abraza en silencio. La soledad es invención nuestra. Quién sabe si más allá hay un solo ojo omnipresente y omnisapiente que duerme o vigila, o algo parecido a ciudades, infinitamente más claras, infinitamente más oscuras que las nuestras. Hay, de cualquier forma, algo que la ciencia no explica y no entra en radares o el lente de los telescopios, algo que, en todo caso, provoca mediciones incomprensibles en las fórmulas de los astrónomos. Algo sutil, a tres milímetros de nosotros, una electricidad o un temblor o una sombra escurriéndose ágilmente por la orilla de los ojos.

Todavía, quizás, una frágil opción número tres:

Quién sabe si el milagro de nuestra conciencia es accidental o planeado. Lo único contundente es que es, y no dura mucho. Inmersos en la belleza ilimitada de nuestra fragilidad ilimitada, breves, terribles, sádicos, brutales, amorosos, profundos, heroicos, cada quien busca una redención a su medida, y algunos la encuentran.

Y frente a la pregunta que planteaba Dostoievski: ¿es posible amar a la humanidad sin creer en Dios? Alguien lee a Walt Whitman, o alguien abraza a otro alguien, alguien participa en una revolución para salvar a su pueblo, alguien se hunde en un beso como en un firmamento.

Y usted, amabilísimo lector, ¿por cuál vota?

Posdata pesimista, porque hay momentos así, pesimistas:

Voto por la dos y la tres. En la uno, no podría vivir. Pero voto con un desapego casi desesperado (si eso existe), porque ya se sabe, eso también lo escribió Dostoievski en algún momento, un solo niño torturado desequilibra por completo todas las balanzas, no importa qué ponga la fe del otro lado, y en este mundo hay tanto sufrimiento absurdo sobre los inocentes, y tanto placer sin castigo sobre los culpables, que uno siente el impulso algunos días más sombríos que los otros, de mandar apropiadamente a volar a todos los hipotéticos ángeles, tan inútiles ellos, que sólo escriben en sus libretitas y extienden sus alas inmateriales, así como a Whitman cuando le daba por cantarle al futuro de la humanidad.

Segunda posdata, de corte optimista, porque yo también necesito redimirme:

Suena “Night falls on Hoboken” de Yo la tengo. Sentido quién sabe si lo hay, pero belleza, de que la hay, la hay. Terminé de leer “Rayuela” y aquí les paso al costo una frase:

“Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos del loco.”

Sea pues, un brindis por la luz de la paloma entre las manos del loco, y por quienes se miran en esa luz, como cómplices. Por los arrebatos absurdos que nos habitan furtivamente, y la luz que entonces se llena de dientes de león sobre los que alguien sopla aplicadamente. Por… la luz de la noche mientras cae sobre Hoboken. Y… el álbum blanco. Y… Tin Tán a blanco y negro (el sentido del humor, esa otra llave mágica). Y así, alguna lista muy larga que no es necesario enumerar.

Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos del loco, eso es todo, yo nunca lo habría dicho así de bien, pero repetirlo, hoy, ahorita, una y otra vez, me llena de algo como dientes de león, que son a fin de cuentas la expresión física en el aire, de la esperanza. Y no sé muy bien por qué, y a lo mejor tampoco hace falta que lo sepa.

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