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domingo, 27 de septiembre de 2020

LA BELLEZA VIOLENTA



Hay una belleza que es apacible y hay una belleza que es violenta. La belleza apacible nos promete suavemente más belleza. Podemos disfrutarla sin prisa y sin sobresaltos. Podemos ignorarla y regresar a ella más tarde, si tenemos ganas. Es la belleza de los primeros días de la primavera cuando no hemos usado la cuota de nuestros días soleados y nuestros árboles verdes, y los tenemos nuevos en el bolsillo, y nos sentimos ricos y generosos y para nada culpables si nos quedamos en casa sin salir al mundo, porque sabemos que nos quedan meses y meses tibios y azules sin estrenar.

La belleza violenta llega brevemente junto al anuncio de su muerte. Es la belleza del otoño, cuando ya hemos usado casi por completo nuestra cuota de sol, y cada día tibio es un tesoro tembloroso y una celebración colectiva y las calles y los parques están más llenos de gente, más llenos que en el verano, cuando éramos ricos y nos podíamos dar el lujo de desperdiciar. Ahora nos asomamos con urgencia al invierno y miramos los árboles encendidos con nostalgia.

Por eso el otoño es la peor época del año para estar tristes. La mejor época del año para la tristeza es el invierno, desde luego. Entonces podemos descender suavemente en nuestro letargo sin una pizca de arrepentimiento. En el otoño, si estamos tristes, es horrible mirar la belleza violenta del mundo tras la ventana, el cielo azul, los árboles que tiemblan, una belleza que nos oprime y nos llena de culpa cuando sólo queremos cerrar los ojos y dormir otro rato, poner el cerebro en alcohol y poner el corazón en pausa. Pero si milagrosamente el mundo de afuera gana la batalla del día y salimos, y caminamos en los parques bajo los árboles, nos encontramos regresando à la casa por la noche sin tristeza. La tristeza es un ovillo de pensamientos grises que acariciamos repetidamente. Si nos agarra la tristeza en la primavera o en el verano podemos caminar bajo los árboles verdes mirándolos de reojo, mientras nutrimos nuestros pensamientos. Podemos estar en el mundo sin estar en el mundo. En el otoño eso es imposible. Tenemos que mirar los árboles y grabarlos en la memoria. No podemos pensar en nada más que en la temperatura dulce del aire y el olor dulce del bosque y la belleza breve del mundo.

Si hemos de sentirnos tristes, quizás es bueno que nos agarre la melancolía en el otoño porque entonces, la única batalla que hay que ganar es la del inicio del día para salir de la casa. La otra batalla la gana el mundo sobre nosotros y no hay que hacer nada, sólo caminar, en los parques, bajo los árboles.

domingo, 24 de octubre de 2010

Cada semana, me toca vivir con una familia distinta. A veces hay que caminar una hora para llegar a la escuela, a veces 40 minutos, a veces hay luz, a veces no, a veces hay letrina, a veces no, a veces toca bañarse con agua fría, a veces con agua caliente. Cada semana vivo con la familia de uno de mis alumnos, y eso quiere decir que en el camino platicamos, y me asomo más de cerca a sus vidas, a veces alcanzo a tocar alguno de sus secretos, todos tan diferentes. Cada semana las imágenes cotidianas cambian, y todos los días o las noches hay alguna sorpresa, un caballo iluminado por el sol de las 5 de la tarde, un grupo de gallinas durmiendo en la copa de los encinos, constelaciones levantándose por encima del horizonte que es la cima suave de un monte, y sus árboles.


Hace poco me tocó quedarme con una de las familias más pobres. El papá camina con un zapato que tiene una abertura horizontal casi todo a lo largo y deja al descubierto el pie sin calcetines. A ese mismo hombre se le escucha silbar con deleite todas las mañanas, todas las tardes, canciones que él inventa, que sólo existen fugazmente. La gente del rumbo le dice, quién fuera usted, para vivir siempre tan alegre y despreocupado. Pero poniendo más atención, por los caminos casi siempre es posible escuchar a alguna mujer o algún hombre, un muchacho o un niño, que cantan a todo volumen, con gusto, en las mañanas, o en las tardes. Mis ojos excesivamente románticos tienden a obviar el drama y las carencias más evidentes, la gente trabaja todo el día, y sobrevive apenas sin lujos, muchas familias están divididas por la migración al norte, muchos de mis alumnos no van a estudiar más que la secundaria. Sucede de todos modos que por las mañanas, por las tardes, alguien silba, las personas cantan, animadas por claridades propias, alegrías secretas.

Mis alumnos son el producto de ese mundo, esas tardes y esas mañanas en las que una claridad o una incógnita suave mueven a la gente a cantar. Entre más los conozco, más los quiero. Y así llego a uno de mis mejores secretos, una de mis verdades más claras. Sonrío con agradecimiento, porque sí, soy bien pinche cursi, y bien pinche rosa, y además, siento ganas de cantar, y sé que todo está bien, y las carencias empequeñecen bajo la luz de una belleza sin complicaciones, imágenes, pinos verdes contra nubes blancas, Jessica usando por primera vez el teclado de la computadora, buscando la “e” y luego la “m”…

sábado, 9 de octubre de 2010

La sensación de un gato que ronronea entre mis brazos.


Café con mucho azúcar el sábado por la mañana, bajo las cobijas.

Dormir con cansancio, dormir voluptuosamente, despertar, ver el reloj, saber que hay un poco más de tiempo para dormir, y en dos minutos soñar largas y complicadas historias.

Oír diez veces seguidas una canción que me gusta, y luego, con un ligero agujerito en la panza, apretar el botón de play, otra vez.

Caminar rumbo a la escuela a las ocho de la mañana, y detrás de la curva del camino, encontrar la visión deslumbrante de un árbol tejido con una luz que no será igual al minuto siguiente, ni al día siguiente.

Tener frío en la noche, sentarme junto al fogón de una cocina de madera, y beber té de guayaba. Tener frío en la mañana y repetir la operación con una taza de café y una gordita de harina.

Instantes de comunicación que parecen especiales, si Andrés sonríe de una manera cuando le digo que es inteligente, o Yalit descubre que le gusta un poema de Neruda, o Brisa aprieta entre sus brazos “La historia Interminable”, o Marco sale a mirar conmigo la Vía Láctea desde el patio de su casa.

Son momentos. No hay idilio. Se encienden, en medio de sensaciones incómodas y pequeños fracasos, clases que no funcionan, frío en la madrugada, la añoranza de espacios que sean sólo míos, intimidad para leer un libro o escuchar la música que me gusta por las tardes. Muchas cosas faltan. Falta desde hace 9 meses mi corazón favorito en el mundo. Falta energía, a veces llego desmadejada a mi casa los fines de semana, y no quiero nada más que la voluptuosidad dulce de caminar en calcetines, y una película, y la libertad para no tener que hacer nada. Todo está irremediablemente incompleto. Mi tesis sigue incompleta. Espero el momento en que me den permiso para vivir en Canadá pero no sé cómo será ahí mi vida, empezando en blanco, una vez más. Sé que hará falta entonces vencer una larga fila de batallas. No hay cima, no hay victoria definitiva. Tampoco es eso lo que quiero. Cambiar, a veces violentamente, de rutinas y escenarios, atravesar épocas con perfumes distintivos, con alguna magia, sencilla, en el fondo: eso es todo. Y es suficiente.

Todavía todavía todavía sueño... con África.

sábado, 11 de septiembre de 2010

luz-hasta-el-tope

sábado, 14 de agosto de 2010