jueves, 15 de julio de 2010

Otro poquito de miedo

Desde este lunes, me preparo para convertirme en Instructora Comunitaria en el Programa de Secundaria, del conafe. Soy, sin duda, la veterana del grupo, casi todos mis compañeros tienen menos de 25 años (el más joven todavía no cumple 18). El programa recluta a chavos que terminaron al menos la preparatoria y los manda a dar clases de secundaria a micro-comunidades rurales en zonas aisladas del estado. Quienes completan este servicio social a lo largo de todo un año, ganan una beca para seguir estudiando, por tres años más. La mayoría llega aquí porque es el único vehículo que conocen para continuar con su educación. Muchos de mis compañeros vienen de ciudades pequeñitas o comunidades rurales. Aún así, se van a dar clases a lugares mucho más pobres, completamente incomunicados. A veces, lleva todo un día llegar a estas micro-localidades; hay que tomar una camioneta (la “pasajera”) y viajar por 7 u 8 horas a través de la sierra, siguiendo brechas que se inundan en época de lluvias, y luego, avanzar a pie por pequeños senderos por tres o cuatro horas más. En estos lugares no hay luz (no hay tele, no hay, desde luego, internet), no hay clínica, no hay doctores. No hay escuelas federales, no hay maestros de la SEP, hay chavitos del conafe. Si alguien quiere, alguna vez, asomarse a la humanidad más resistente y luminosa, podría acercarse a algunos de estos chavos. Me gusta el grupo en el que estoy. Miguel es originario “de un pueblo”, y para estudiar la prepa, se metió al seminario. No es que quiera hacerse sacerdote, es que esa era la puerta que se le abría para estudiar. Después quiso entrar al ejército (la otra puerta de salida), pero no lo aceptaron porque todavía no cumple los 18, y usa lentes. Así que entró al conafe. Despide una energía cálida y serena. En las capacitaciones, desde las 9 hasta las seis de la tarde, sobrevive con una bolsita de cacahuates japoneses. Juan estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Michoacana, pero todavía no se titula, viene de una zona rural, y su escritor favorito es Juan Rulfo. Tiene una mujer que también está en conafe, y una hija de dos años. Ya fue Instructor del Programa de Primaria, y luego Capacitador (o sea que fue elegido como uno de los mejores instructores de su generación, para encargarse de la capacitación de otros instructores al año siguiente). Es tímido, su timbre de voz es tembloroso, pero dice cosas inteligentes. Sonríe con dulzura. Sabe escuchar a los demás. Nunca va a la tienda en los descansos, a veces no sé si come, hoy me confesó que no le alcanzaba para el transporte de regreso a su casa. No he platicado todavía con Reyes (ése es su nombre, no su apellido), pero me impresiona la responsabilidad con la que asume todas las tareas, este es su segundo año como instructor de secundaria, se nota que le gusta, se nota que le gusta hacer bien las cosas. Sus comentarios son inteligentes, a veces tartamudea un poco (también es tímido), pero es muy simpático y cuando participa en la clase nos hace reír. Cuando le tocó escoger una lectura para compartirla en voz alta con el resto del grupo, nos leyó un fragmento del “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman.


Este es el inicio de mi tercer año como instructora del conafe. Cuando terminé la prepa, di clases de primaria por un año, y luego entré a un programa de cultura itinerante al año siguiente. Fueron épocas luminosas. Vengo de la ciudad, mis padres tienen formación universitaria, crecí rodeada de libros, y mi educación siempre fue algo que podía dar por sentado. Entré al conafe desde una posición privilegiada, aunque la beca que gané me fue muy útil cuando estuve viviendo sola en la ciudad de México, estudiando Antropología Social.

Mi papá también tiene una relación larga con el conafe. Cuando él tenía 25 o 26 años, y yo estaba recién nacida o a punto de nacer, dejó la ciudad de México para irse a la sierra tarahumara, en Chihuahua, a un programa diseñado para llevar educación a niños y jóvenes indígenas, que se llamaba “la casa-escuela”. Mi papá era feliz recorriendo la sierra a veces en un vocho verde escarabajo, a veces a caballo, y mi mamá aprendió a sacar agua congelada de la noria partiéndola con un hacha, en el invierno. Ahí, en Creel, nació mi hermana. Unos 15 años después mi papá regresó al conafe, esta vez para trabajar en las oficinas centrales de Michoacán, como encargado del área educativa (gracias a él supe que el programa existía). Hace más o menos un año renunció, después de lidiar con una administración central estúpida y demagógica que se llevó al conafe en picada más o menos desde el sexenio de Fox. No sólo era que las becas no les llegaban a los instructores (instructores que no tenían como pagar su hospedaje o su comida o su transporte durante las capacitaciones mensuales), o que el material nunca llegaba a tiempo a las escuelas, y los niños no tenían lápices o libros para estudiar. Era también que los de hasta arriba se negaban al uso del sentido común. No es dinero lo que le hace falta a mi país, sólo tantito sentido común. Hace falta que el poder para tomar decisiones esté en manos de gentes que quieran usar un poquito de sensatez para mejorar las cosas, en manos de personas que no sean políticos, que no tengan un gramo de políticos. Creo que las cosas tampoco van muy bien en la delegación de Michoacán, y gente muy chingona, muy valiosa, gente con la que compartí aventuras como instructora comunitaria, también está dejando las oficinas del conafe. Ellos van de salida, y yo de regreso.

A veces siento otra vez un poquito de miedo. Pero el miedo parece ser, en mi vida, el anuncio de épocas intensas, deslumbrantes a su manera. Llevo 4 días en esto y ya se me cae la baba, por gente como Reyes, y Juan, y Miguel. Los miro. Me pongo a pensar en las comunidades donde los niños muy probablemente jamás verán las estrellas a través de un telescopio, niños brillantes que reciben menos educación, y menos todo. Acabo pensando en la injusticia, y me pregunto cómo le vamos a hacer, si es posible, algún día, para que nos gobierne el sentido común y no los políticos, o el dinero. En fin. Escribo otra vez con la promesa de trepidación creciente, sangre acelerada, todo eso. Escribo con esperanza.

domingo, 4 de julio de 2010

íntimo compás existencial

No es lo mismo ver todos los días la ciudad donde crecimos, por ejemplo, con su polvo, con el ruido de sus coches, sus tinacos y sus tendereros, que verla a través de la distancia. La memoria lo ilumina todo subjetivamente, y recordamos, más bien, la luz roja de una tarde sobre edificios viejos, madrugadas veloces, jacarandas en flor, rostros queridos. Conforme pasa el tiempo sobre nuestros recuerdos, los editamos delicadamente, sin darnos cuenta. Lo que pasa con la distancia es que enciende las cosas. Así ocurre con todo. No recuerdas los días en que no hay agua en el edificio, recuerdas la risa de tu vecina, una niña espléndida, y cuando piensas en ella, no la recuerdas cuando tenías mucha tarea y ella te interrumpía todo el tiempo, la recuerdas haciendo caras chistosas para que le tomes fotos. Así es nuestra naturaleza, los cristales de la ventana a veces son azules (a veces grises) a veces dorados. A mí, casi siempre, me gustan esas distorsiones. El amor es la más dulce de todas. Otros ven a un hombre de cabello oscuro, o una pelirroja, gracioso, o risueña, que trae el cabello revuelto, o jeans desgastados, pero tú ves en él, o en ella, por encima de todo, poesía. Si miráramos al mundo con frialdad matemática se nos escaparía una parte de su belleza.


Está también aquello que dijo Thoreau: “Rather than love, than money, than faith, than fame, than fairness… give me the truth” – no he leído a Thoreau, pero recuerdo la frase porque aparece en “Into the wild”, una película que adoro. Ahora, pensando en el significado de la verdad, me pregunto, por ejemplo, si el amor la descubre, o la disfraza. Como estoy enamorada, me respondo que la descubre. Me acuerdo, entonces, de una escena en “Belleza Americana”, Ricky (un personaje que también adoro) filma una bolsa de plástico que baila con el viento. La frialdad matemática diría: esa es una bolsa de plástico que empuja el viento. Ricky (el delicioso Wes Bentley), dice: eso es lo más hermoso que he filmado en mi vida. Y yo, romántica incorregible, le doy la razón a Ricky, y creo que la verdad está de su lado. Ricky dice: “sometimes there’s so much beauty in the world I feel like I can’t take it, like my heart is going to cave in”. Eso le ha de pasar a los que se enamoran, y también a los astrónomos bajo sus telescopios, o los químicos sobre sus microscopios, a los que escalan montañas, y a los que caminan por callejoncitos. Según yo, la verdad no es una deconstrucción indiferente, sino un descubrimiento que conmueve.

Ahora, la imagen, la voz de J., encendidas por el amor y además por la distancia, me traen todo el tiempo dulcemente oprimida. Me llama todos los días, incluso varias veces al día, y cada vez que suena el teléfono, sin excepciones, se me acelera el pecho, parezco adolescente. No cabe duda que los sentimientos son una luz intensa, lo que sentimos se proyecta sobre nuestras imágenes ampliándolas, cinematográficamente. Todo el mundo sabe que los sentimientos “nublan la razón”, y por algo son famosas frases como “ojos de mamá cuervito”, o “el amor es ciego”. Estoy consciente de que este enamoramiento cinematográfico de ahora, irá pasando con los años a algo mucho más cotidiano y mucho menos dramático. Y mi esperanza es que también entonces, todos los días, la verdad que descubrí en él me siga conmoviendo, llenando mi pecho hasta el tope, y que entonces como ahora, yo ande por ahí en todas partes, dulcemente oprimida.

Esas opresiones dulces, de hecho, son mi compás existencial. No sólo tienen que ver con el amor. Siempre y cuando pueda conmoverme, todavía, por una conexión con alguien, por un cachito de bosque o un edificio viejo, por un libro, o una película, por el enfrentamiento de algún David contra algún Goliat en el mundo, por la figura de la camioneta destartalada que pasa a vender pan todas las tardes, o por una canción que me gusta, sé que en el fondo, estoy bien.