sábado, 6 de noviembre de 2010

"mi tierra"

Cada mes nos reunimos los instructores de secundaria para entregar papeles y ver cómo nos está yendo en nuestras respectivas comunidades. Muchos de mis compañeros dan clases en zonas calientes, en Municipios como Tzitzio o Villa Madero, donde casi todos los campesinos siembran marihuana y hablan de ella como de un negocio cotidiano, y donde “la familia” es prácticamente la única autoridad, o por lo menos la más indiscutible. En una de las brechas que se hunden en la sierra antes eran frecuentes los asaltos, hombres armados le quitaban a los campesinos sus camionetas, o el dinero que acababan de cobrar por las becas de oportunidades, “la familia” lo supo, mató a algunos de los asaltantes, dejó claro el mensaje, y ahora no hay robos, excepto, por supuesto, las extorsiones y cuotas impuestas por los propios narcotraficantes. “Ahora sembrar ya no rinde como antes, porque hay que pagarle más impuestos a los soldados”, dicen los campesinos como si hablaran de IVA y jitomates en vez de mota, y sobornos. Hace mucho tiempo, la primera vez que fui instructora, visité muchos de esos lugares calientes, y aunque nadie hablaba de ello abiertamente, todos adivinábamos que se sembraba mota. Lugares muy pobres. “Tal comunidad ya no existe- nos contaban los choferes de camiones en los que a veces viajábamos de raid- porque el ejército descubrió y quemó los campos, y como ya no podían sembrar marihuana, todos migraron para el norte.”


Michoacán es deslumbrante, sobre todo si entra uno a la sierra a través de una brecha, y no hay asfalto ni restaurantes a la orilla del camino, hay sólo montañas y árboles y ríos. En mundos como cápsulas de tiempo, los niños crecen trepándose a los árboles de mango, brincando al agua fría de los arroyos, y la tierra para ellos es un espacio abierto y sin fronteras, sin semáforos, sin estacionamientos, sin candados, donde se puede correr libremente, donde se juega futbol todas las tardes. Pero hay una violencia ahí que no se va, una violencia que deja inermes a las personas. La única autoridad, o la más contundente, trae a ese mundo, este mundo, bajo la mira del cuerno de chivo. Ayer el camión que me llevaba de regreso a casa no pudo entrar a Pátzcuaro por la vía conocida, hubo que dar marcha atrás, y los pasajeros comentaban entre sí la posibilidad de un tiroteo, sin alarma, sin sorpresa. Vemos pasar todos los días camionetas federales con hombres armados, vemos pasar a los soldados, y no sentimos alarma, ni nos sorprendemos. Hubo una especie tácita de toque de queda anoche en Morelia, hace algún tiempo una frase así me habría dejado incrédula, ahora es parte de nuestro vocabulario acostumbrado. Nos estamos acostumbrando a la brutalidad. A. , una muchacha de 18 años, bonita, muy dulce, que se metió al conafe con la esperanza de estudiar después psicología, acaba de abandonar el programa para irse a otro estado porque su familia tiene miedo de que esté en una especie de lista para la trata de blancas. Se escuchan rumores cada vez más sombríos. Nunca había mirado a mi propio país con tanta incertidumbre y tristeza.

Entonces, vuelvo a mi comunidad, al ranchito donde doy clases. Probablemente por el clima, la gente ahí no siembra mota. Estamos al margen de la mira del cuerno de chivo, en la orillita. Mis alumnos son muchachos y muchachas que caminan entre cuarenta minutos y una hora para llegar a la escuela, que por las tardes hacen quehacer o trabajan ayudando a sus familias, que juegan futbol en vez de ver la tele, que están acostumbrados a la belleza del paisaje que los rodea y a una sensación de espacio abierto, sin límites. Hacen una expresión de disgusto cuando hablan de Morelia y dicen que en la ciudad se sienten encerrados. Por los pasados dos meses he estado compartiendo su mundo con ellos, y lo encuentro cada vez más luminoso. No quisiera que crezcan mis hijos, si tengo hijos, en la cultura norteamericana del materialismo y los bullys, ojalá crecieran en un mundo como el de mis alumnos. Mis alumnos no comparan lo que tienen con el de al lado, y nada los ha corrompido todavía. Son inocentes. La semana pasada me tocó quedarme con una familia que vive a una hora caminando, de la escuela. No me imaginé que a pocos metros de donde doy clases todas las semanas empezara un camino que trae toda la sierra en el costado izquierdo. Me maldije por no llevar la cámara, pero luego me di cuenta de que sin la cámara, había que estar más atenta a la belleza y a la luz frágil del paisaje, había que dejar a la memoria hacer su trabajo y empaparse en la intensidad suave del momento. “Este va a ser luego un recuerdo”, sonreía, absorbiendo las imágenes como se sorbe un cafecito caliente, una cápsula de felicidad no adulterada. Lo que ocurre, además del despliegue espléndido de las imágenes, es el despliegue cotidiano de una humanidad que es transparente. La gente es generosa y es buena, así, sin adornos, sin segundas intenciones, con limpieza. Tratan a sus hijos con dulzura, tienen gestos deslumbrantes sin mayores aspavientos, y ríen con inocencia, de buena gana. Estoy ahí y me reconcilio con el mundo, porque sé que el mundo se las arregla aún para sostener rincones cristalinos. Me reconcilio con la humanidad, y me siento en paz, y se me olvida casi, todo lo otro, todo lo oscuro. Todos tienen sus escapes y este es el mío, hay quienes son adictos a la adrenalina, yo soy adicta a esta sensación diaria de esperanza; es posible acurrucarse ahí, y descansar los ojos, y el ama.