viernes, 25 de junio de 2010
silencio
Hay corazones, pechos, que he conocido por mucho tiempo y de todos modos, me deslumbran. Adoro, por ejemplo, el ajetreo cotidiano de las manos de mi mamá. Esas manos salvan gatos de la calle, plantan todo tipo de cosas con la ilusión de que crezcan (hace dos días, llegó resplandeciente con una vid entre los brazos, decidida a cosechar uvas en el jardincito de su casa). Esas manos, también, diseñan mecanismos ingeniosos para tapar goteras, arreglar relojes de pared, hacer funcionar la palanquita del baño, usando materiales heterodoxos como rocas, o botones. Esas manos inventan móviles delicados con cuerda, palitos de madera, aretes que se quedaron sin el par, y me recuerdan las cosas que haría Horacio Oliveira con sus hilos de colores, antes de prenderles fuego. Ella, además, parece incapaz de derrumbarse, o dejar de querer; sin importar la dureza o la melancolía que le pongan enfrente, su vitalidad explosiva la mueve siempre a bailar en la cocina, a mirar el mundo con calidez infinita.
Así que es bueno estar en Pátzcuaro, y tenerla cerca. Este es un mundo dulcificado, suave. Se escuchan cosas como los grillos. Viviendo por varios años en la ciudad de México casi había olvidado qué se siente mirar al horizonte y sentirme seducida por una imagen de belleza y serenidad sencillas. A donde quiera que mire hay manchones verdes de bosque o montañas sobresaliendo entre la niebla. Cuando camino hasta el centro, y veo la Plaza Grande, y calles empedradas al fondo que suben hasta ex colegios jesuitas, o iglesias, recuerdo que Pátzcuaro me gusta mucho. Es un mundo que se teje sin choques con el cielo a veces azul, a veces gris. Aquí es posible, a ratos, olvidar el mundo. Y eso es precisamente lo que ocupo. La ciudad de México va a ser, siempre, mi ciudad, pero requiere de mucha energía, nada más para resistir sus embestidas, para seguirle el paso a sus estímulos. Necesito hundirme, por un rato, en un mundo que sea más bien ligero, que no pese, que no aturda. Un mundo que me ofrezca silencio para pensar.
Cuando vivía en la ciudad de México y sentía mucho ruido en mi cabeza, o alguna emoción en la panza jalando aire, mi medicina era siempre caminar. Ver el cielo encima de los edificios, el temblor de un árbol junto a la banqueta, los rostros de las personas. Entonces, recrear un poco de silencio era siempre un ejercicio de abstracción, un poco patético quizás entre el motor de los coches y las prisas de la gente y los hacinamientos de concreto. Aquí ocurre naturalmente. Aquí hay alivio apenas me asomo por la ventana, y veo un pedazo húmedo de bosque que se mece contra el cielo. Aún así, a veces, cuando me entero de exposiciones y fiestas o conciertos en mi querido defectuoso, se me tuerce el estómago de envidia (qué le vamos a hacer, no se puede tener todo).
Las épocas que mejor me sientan son más bien rojas, sangre acelerada, ojos que se humedecen con imágenes nuevas y así por el estilo. Es entonces, creo, cuando soy más feliz. Ahora, todo es más bien de un azul pálido, pero está bien. Cuando esté otra vez en el centro de los huracanes que vienen, y viva entre prisas y deslumbres, voy a extrañar, estoy segura, este mundo que se abre siempre que lo necesito, como un refugio, sin demandas.
martes, 21 de abril de 2009
Chingá.
Esta ciudad hermosa-horrible. Hace unos días fui con mi mejor amiga a ver una exposición de foto, y atravesamos la unidad Nonoalco-Tlatelolco con sus columpios y su tarde de sábado y sus niños en bicicleta para enterarnos del 68 en Praga y los tanques rusos. Atravesamos el memorial del 68 mexicano para llegar al sótano donde se exhibe el 68 checo. Y luego salimos a la luz tibia y los gorriones, un gato blanco entre las ruinas prehispánicas, un servicio religioso casi desierto al interior de las puertas de la Iglesia; construida con las mismas piedras de las pirámides, por las mismas manos morenas. Y era el lugar perfecto para empezar a despedirme de la ciudad. Luz anaranjada y niños pedaleando, la vida dentro de los edificios de departamentos respirando su aire secreto de pan dulce en las mañanas y uniformes escolares. Música tenue desde alguna ventana. La gente acompasada y amable, deteniéndose a comprar nieve de tamarindo. Todas las cicatrices del lugar casi invisibles, por lo menos en el aire enrojecido de esa tarde.
Casi 7 años viviendo en esta ciudad y nunca había caminado realmente por la explanada. Hubo una matanza ahí, cientos de años antes de la otra matanza. Y luego el terremoto del 85, y edificios enteros con todas sus familias colapsando para siempre. Y ahora, aunque sea sólo por ese rato, el cielo ligeramente rosa y palomas, y gente comprando fruta en la tienda de la esquina. Un montón de cicatrices que nadie debe olvidar nunca, por supuesto, pero ahora, un respeto creciente a la forma en que entre los edificios y los jardincitos la vida va de acuerdo a su propia suave música a lo largo de las horas. Después de todo, no somos un pueblo sombrío, aunque no nos faltan razones para ser sombríos (tampoco nos han faltado razones para la suavidad y la alegría).
De ahí nos fuimos al Ollin Kan y escuchamos a una banda balcánica que hizo bailar a todos, entre otras cosas, pero como otro regalo de despedida salió “Nine Rain” a tocar en vivo la música para una película silenciosa, hecha por rusos, acerca de México. Imágenes a blanco y negro, muy bellas, y este país, cruel y dulce. Tan feo y tan bonito.
Yo soy de aquí, pero me estoy yendo. Ya casi parto, con la misma mochila sobre los hombros y ahora otras incertidumbres, más profundas. Ahí voy. Ciega. En el nombre de mi fe en el amor, aunque no sea yo una mujer de fe y certidumbres. Y todas las personas y los espacios que están ahora enraizados en mí, íntimos y profundos, laten con la luminosidad de las despedidas. El amor es J. Amor que tiembla sobre el vacío, no escrito aún sobre el tiempo en blanco. Pero el amor es también todo esto, una geografía bien conocida. Nombres que me hacen encogerme de ternura. Lazos interiores, irrompibles, que van de uno a otro estómago, que conectan glándulas y lagrimales, y retratan largos diálogos, azules. Historia. Esquinas, canciones, que evocan a momentos y personas, eternas, circulares. Una plaza por ejemplo, en la que me senté bajo la lluvia; y en la que me emocioné entre la muchedumbre, en conciertos; y en la que canté himnos, en mítines políticos; y me perdí a medias una madrugada; y en la que me paré desnuda una mañana; y me sentí deslumbrada muchas veces, de muy distintas maneras, de día y de noche, por la belleza de la ciudad, al lado de cómplices que también se deslumbraron. Y por ejemplo, la cocina donde le da por cantar y bailar a mi mamá. Y los cerritos que caminé muchas veces siguiendo la figura alta de mi padre, en Pátzcuaro. Y patios con nísperos o árboles de limón, y geranios en macetas de barro. Una cama individual compartida con mi hermana, mi ángel más cercano. Y el sábado, por ejemplo, una explanada que evoca a un pasado que no fue individualmente mío, pero es mucho más mío y más cercano que el pasado de los que viven en Praga. No debería ser así, y los dos importan lo mismo. Pero la verdad es que me palpitó el pecho cuando vi las fotos con los checos rodeando a los tanques invasores; pero me palpitó más fuerte cuando oí los testimonios sobre la manifestación silenciosa. Las raíces, chingá. Ahí están. Qué bueno. Personas, lugares, que se van conmigo, en mí.
Traigo el boleto de avión en la mano y corro hacia el precipicio resolviendo trámites de última hora, pero no me aguanta siempre la audacia. A veces cierro los ojos y corro. A veces los abro y cuestiono, y siento miedo interminable, y nostalgia triste por todo, desde las hermanas reales y adoptivas, hasta el sonido de mi idioma en mi voz, que en inglés no suena por completo como mi voz. Pero es que así soy yo, ya me conozco, me gusta la vida en papel, en ideas seductoras, en sueños, pero la realidad me sigue dando un chingo de miedo. Ya no hay de otra. Nomás hay que respirar profundo y agarrar la caja de crayolas, y dibujar la primer línea azul, o verde.
lunes, 27 de octubre de 2008
Lo mio, en este momento, es la construccion acelerada de una vida desde el papel en blanco de un pais nuevo. Pero no es el camino. El camino es otra cosa. Es una libertad mas violenta.
Por mucho tiempo sostuve conmigo y en mi contra adoloridas discusiones existenciales. Ahora empiezo a saber con una exactitud casi cristalina en que consisten mis suenios. Quiero pisar Africa el anio que viene. De alguna manera, ser modestamente util en el espacio que me separa y me comunica con las otras realidades del mundo.
Pero tambien esta ahi, todavia esta ahi, todo el tiempo esta ahi, el demonio del camino, esperando el momento de su exorcismo. La deriva en dosis absolutas y concentradas puede resultar una adiccion peligrosa. Y quienes no la prueban, quienes no enloquecen, por lo menos una vez, dos veces, se pierden de algo muy dulce. Y yo quiero probar, por lo menos una vez esa dulzura, no me la quiero perder, quiero decir, una vez, no se a donde voy, pero "I dig life", quiero estar con alguien mas loco que yo, mucho mas, y que nos quememos juntos... "burn burn burn like Roman candles in the night". Pronto.
A veces, me da por pensar que los mas hermosos destellos humanos ocurren fuera de las multitudes y los ordenes y los sistemas. Y que la dulzura no esta en perseguir un objetivo concreto sino en caminar por algunos minutos o algunos meses o algunos anios sin una direccion definida. En movimiento. Sin pausas sin frenos sin brujulas sin programacion sin horarios. (Ojala estuviera hecha yo de una materia cotidiana mas audaz que la mia.)
martes, 2 de septiembre de 2008
Hoy por la mañana encontré brevemente a mi hermana en el msn. Ella también soñó conmigo, y también soñó que debíamos escapar juntas de algún lado. Por algo somos almas gemelas, ella y yo.
martes, 8 de julio de 2008
Vivo muy cerca de mi trabajo, pero es un privilegio que no me sirve por las mañanas. Por las tardes casi siempre regreso caminando a mi casa, y es como media hora de introspección y movimiento y ciudad a un ritmo más pausado. Por las mañanas sin embargo soy un desastre, cuando consigo despertar temprano me las arreglo para acurrucarme en la cama con la taza de café y se me hace tarde de todos modos. El resultado es que desperdicio de manera infame una parte de mi reducido presupuesto en taxis, muchos más de los que debería. Me da coraje, por supuesto, dinero tirado a la basura, etcétera. Pero a veces no. A veces. Siempre me han asombrado los taxistas de esta ciudad, son magos, son virtuosos del tráfico; tanta ciudad y tantas calles y tan infinita distancia del norte al sur, del este al oeste, es demasiada información en la cabeza, y luego, hay los que están de buen humor, en medio del embotellamiento y la neurosis y las sensaciones de prisa y desesperación que parecen inevitablemente contagiosas, hay los que son felices. Creo que yo también podría ser feliz, viajando de un lado al otro de la ciudad todo el día, o la noche, escuchando las conversaciones de los pasajeros, enterándome de sus historias, espiando sobre los dolores y las alegrías, los enamoramientos y los desengaños, dando uno que otro consejo maternal, escuchando con empatía (yo sería de esos taxistas que resultan excelentes psicólogos). Y luego, una sensación saludable de incertidumbre, cada vez que alguien se baja del taxi, algo nuevo va a suceder, se puede subir una celebridad (quién quita, a muchos les ha pasado), se puede subir un ricachón que quiere que lo lleves lejísimos, a Puebla o Acapulco por ejemplo, y qué sé yo, alguna escena hollywoodense tipo siga ese auto, por qué no, hay por lo menos muchas más probabilidades de aventura que en un edificio de oficinas. Me acuerdo de una película que vi, francesa, no recuerdo el título ni el director ni los actores, pero era el retrato de un migrante que llega de África a París, y se dedica a vender rosas, en el metro, en los cafés, en las calles. Y le encanta, porque siente que viaja todo el tiempo que camina, de un lado a otro, por las placitas y los vagones y los restaurantes. Viajar, asomarse a la humanidad, a todos, a los Godínez apresurados y a los noviecitos de secundaria, a los filósofos con los ojos puestos en el cielo o en sí mismos, los ancianos pulcramente vestidos, y los seres nocturnos, las prostitutas, los vampiros, los que salen a las calles cuando el resto duerme. El espectáculo de las vías, los letreros iluminados, las escenas claroscuras. Yo sería buenísima de taxista si no fuera porque no tengo el más mínimo sentido de la orientación, y todos mis pasajeros acabarían en Xochimilco cuando iban rumbo a ciudad Satélite y desastres así por el estilo.
Así que no puedo ser taxista, ni modo. Me limito a viajar en taxi a veces, lujo inútil de la impuntualidad. Y de vez en cuando, hay una deliciosa sensación de contacto. Es de por sí un poco incómodo, dos extraños obligados a compartir el espacio privado de un coche a lo largo de varios kilómetros, a veces el pasajero o el conductor sumidos en sí mismos, sin demasiadas ganas de hablar trivialidades con alguien a quien no escogieron para una conversación. También, pobres taxistas, cuántas conversaciones insulsas han de aguantar todos los días. Y a veces, pobres de nosotros, frente a taxistas muy elocuentes con los que no congeniamos en lo absoluto. Media hora de trayecto abstrayéndote mentalmente y deseando en silencio que el otro se calle. Pero, a veces, hay un poquito de magia, ese poquitito con el que la ciudad nos atrapa, destellos breves nomás, para los adictos perdidos, como yo. Hoy por ejemplo. El taxista que me trajo a la chamba es de Guerrero, de algún ranchito, del campo. Yo, pues soy de Michoacán, y recuerdo bastante bien el campo y los ranchitos, por una época en la que fui maestrita rural. Los dos nos entregamos a la memoria. Él habló de las lluvias, de cómo le gustan las lluvias en su rancho, porque todo se pone verde. Y yo recuerdo que sí, las lluvias son otra cosa cuando en lugar de caer sobre el asfalto caen sobre los cerros, y todo huele, y no es un solo verde, sino muchísimos, el monte se enciende de día con un montón de linternas verdes, brillantes. Él recuerda que ahorita ya se viene la época de los elotes y los melones, los melones crecen junto al ajonjolí en los terrenos de la labor, y a él se le entrecierran los ojos de pura felicidad evocada. Le gustaban las lluvias cuando era chamaco, porque en esos días no se podía trabajar, eran como vacaciones, llovía día y noche sin pausas, y ellos se quedaban con la canela caliente acurrucados en la casa, cuatro o cinco días, hasta que se abría el cielo y era hora de regresar al trabajo pesado del campo una vez más. Yo me acuerdo también, de la canela entre paredes de adobe, y la lluvia como un sonido espeso que ocurre fuera, lejos del rincón calientito donde unas manos nos arropan. Me acuerdo de mujeres desconocidas, con la vela en la mano, acercándose a la cama donde dormía en noches de tormenta, y cubriéndome con las cobijas, con el gesto tierno que tienen las madres hacia sus hijas. Él dice, es que allá no hay maldad. Y estoy de acuerdo. Las casas no tienen candado, la gente no se hace daño, es generosa. Por lo menos yo me acuerdo de la sensación constante de que manos desconocidas me arropaban, siempre. Él se acuerda del rumor de una víbora bajo el petate donde se había sentado con su mujer, bajo un árbol. Yo me acuerdo del rumor de un venado, una noche a la intemperie, y me acuerdo de las estrellas entre las ramas de un encino. Y así, como quince minutos, los dos contentos de poder hablar y recordar con el otro cosas que nos han hecho felices. Nos despedimos con gusto, como si fuéramos amigos, y no nos volveremos a ver, pero estamos sonriendo. Ha sido un momento bonito, me dice mientras le pago, y estoy de acuerdo mientras cruzo la calle, hacia la oficina.
lunes, 30 de junio de 2008
Dan muchas ganas, a veces, de que las leyes del karma se cumplan, y que los malos paguen por sus actos. Sed de venganza, hoy, y todo tipo de clichés por el estilo. Estoy más bien del lado flexible cuando se trata de observar la conducta humana, de hecho, soy casi incapaz de la severidad. Peco del extremo opuesto, y además, confío casi con exceso. Llevo varios años viviendo en esta ciudad y nunca me han asaltado, no he tenido encuentros cercanos con la violencia, y eso que me muevo con una especie de seguridad encandilada por las orillitas oscuras, como si, aunque no me atrevo a creer en los ángeles, hubiera alguien o algo parecido a un ángel permitiéndome aterrizar de pie todo el tiempo. La única vez que me sacaron la cartera de la bolsa, en un barecillo por ahí, sólo traía como cuarenta pesos en cambio y un barrendero la encontró tirada, me habló por teléfono, y pude recuperar todas mis credenciales. Soy célebre por mi carácter distraído, además. Pierdo el sentido de la orientación constantemente y camino hacia la derecha cuando todos van hacia la izquierda. Olvido las cosas. Y después las recupero. Me han devuelto la bolsa y la cartera en muchísimos lados. Hay cosas que simplemente pierdo, como los paraguas o los celulares (por eso mejor ya no tengo), pero sólo es culpa mía. A veces, cuando camino a mi casa por la noche, observo las imágenes más nocturnas y rudas de mi colonia, de mi esquina, y me doy cuenta de que si no fueran piezas de mi territorio desde hace un par de años, iría muerta de miedo, pero ya soy parte del barrio, y a veces me siento más segura ahí que en los rumbos fresas donde vivía antes. Como si hubiera un pacto entre la ciudad y yo. Una tregua.
Hasta que llegué al mundo Godínez. Y aquí, rodeada de personas que no tienen grandes carencias, viven con sus papás, no pagan renta ni gas ni luz ni teléfono, alguien se sintió con derecho a sacar toda la quincena de mi cartera y quedarse con ella. Alguien se sintió con derecho a usar mi dinero para pagar la peda del viernes con sus amigos, o pagar deudas contraídas estúpidamente con alguna de sus tarjetas. Y no hay forma de saber quién fue y todo lo que queda es la probabilidad improbable de que alguna ley kármica los alcance y que les salgan hemorroides dolorosas en el trasero.
En fin. La ciudad habló, cantó, todo el fin de semana. Mi hermana estuvo aquí. Fue delicioso.
Sentí como si la ciudad me dijera en plan de cuates que dejara de azotarme por las pérdidas minúsculas.
El viernes íbamos caminando a medianoche por la Roma, y vimos, en el hueco entre dos de esos edificios viejos y enormes, bloques clasemedieros de departamentos, las casas de lámina armadas precariamente por un grupo de familias paracaidistas, sin luz, en silencio, y sólo el sonido de una mujer lavando ropa a mano en la oscuridad, después de la lluvia.
Horas después una mujer ambulante, con las tres mudas de ropa cargadas encima del cuerpo, y una sonrisa abierta, nos presentó a sus perros: este es López Obrador, esta es la luchadora, este es el vagabundo… los perros se nos acercaron en son de amistad. Los ha rescatado de diferentes rumbos, y ella los cuida, y ellos la cuidan.
El sábado mi hermana y yo fuimos a una boda kitsch, inocente, en Ecatepec (se sentía como otro planeta). Bailamos cumbias, danzón, pasito duranguense. Bailé más y me divertí más que en muchas bodas pípiris náis donde a todo el mundo le combinan los zapatos con los aretes y la bolsa, se gastan un dineral en el atuendo, y todos bailan “WMCA” entre otras cosas peores.
De regreso, en el metro, se subió al vagón un chavo como de mi edad, (moreno de ojos grandes, guapo), con la facha de punk zarandeado (como los punks de a de veras), los pantalones estaban rotos por el uso y el tiempo, y los tenis también, no formaban parte de un look cuidadosamente descuidado sino que eran el producto natural de las calles y del mundo. Traía una especie de Mohawk dividido en tres partes, y tres líneas rectas de cabello se levantaban con más grasa que gel a los costados y al centro de su cabeza, pero una ya se había derrumbado casi por completo. Con la voz ronca, los ojos rojos, aliento alcohólico, empezó a recitarnos una especie de poema, pero no alcanzamos a entender mucho y a él se le olvidaba constantemente lo que quería decir. Se repetían las palabras neoliberalismo, minorías, y resistencia. Me acuerdo de él diciendo “¡abre los ojos!”, abriendo los ojos como poseído por una visión terrible, con las órbitas casi fuera de la cara, y luego mirar hacia el piso y susurrar “ya se me olvidó qué sigue”. Éramos muy poquitos en el vagón, y casi nadie le dio dinero. Supongo que percibió que mi hermana y yo lo mirábamos con simpatía, así que se sentó en el asiento de enfrente, para platicar un rato. Nos susurró casi, señalando a las personas en los últimos asientos del vagón, “a ellos ya ni les pido, yo sé que no me van a dar”. Apenas podía mantener una conversación coherente, pero sus ojos intoxicadísimos no eran turbios, no sé cómo explicarlo. No había maquillaje, ni pose. Todo lo que nos dijo era honesto, y no sé por qué, también parecía dulce. Nos dijo que le interesa resistir el sistema (de alguna manera vaga y más bien panfletaria), pero que lo malo es que "era un vicioso", que venía de ir a comprar marihuana en no sé dónde. Nos dijo que era un callejero. Nos preguntó nuestros nombres, nos dijo el suyo, nos invitó a ir con él al Chopo (no fuimos). Se despidió con un beso en la mejilla, haciendo grandes esfuerzos para explicarnos razonablemente, (en medio de nubes, de noche, y substancias naturales, y químicas) la ruta que debíamos seguir en el metro hasta nuestra casa.
Así es esta ciudad. Todo es inesperado y contradictorio y conmovedor y oscuro y de alguna forma todavía más oscura no le falta belleza, ni dulzura. De pronto está una ahí, sentada en el metro al lado de mi hermana, las dos con nuestros vestiditos de boda, ella todavía con tacones y yo ya en chanclas (mujer prevenida vale por dos), conversando con S., tres líneas de picos en la cabeza (sólo dos todavía de pie), dos amplias perforaciones en los lóbulos de las orejas, y venimos de mundos que son extranjeros entre sí, y estamos en polos y superficies distintas de realidad y no hay puentes ni escaleras que nos comuniquen, pero aún así, por unos minutos, hay un diálogo que parece una canción muy suave, los tres acercamos las cabezas, susurramos, nos separamos.
Y si yo fuera una mujer más sabia, todas esas sensaciones serían suficientes para que yo me reconciliara por completo con los hombres y las mujeres y los niños de este planeta y esta ciudad. Pero al Godín que se quedó con mi quincena le deseo hemorroides sangrantes, y pus en zonas privadas de su cuerpo, no puedo evitarlo.
viernes, 27 de junio de 2008
hhhhaaaapppppyyyyy
Me levanto, y mientras me preparo para ir a la chamba con los gestos casi automáticos de siempre, entra el primer arranque de euforia, y antes de que sea plenamente consciente de lo que hago ya estoy bailando frente al espejo; y así, a cada rato, una revoltura suave del estómago, una revoltura dulce, un despeñamiento breve y sin catástrofes, como pendiente de montaña rusa, como salto de papalote. He sonreído todo el tiempo. He platicado con todos: con los desconocidos del elevador, y la dependiente del puestito de la esquina, y me aventé toda una discusión existencial con el taxista. La gente me voltea a ver cuando subo y bajo y camino, es lo que hace la alegría, es como si trajera una vela en la cara, una lumbre suave, a la manera del vientre de las luciérnagas, uf, y uno es más cursi que de costumbre a la hora de escribir. Casi no soy consciente de mis gestos, nomás de pronto me veo a mí misma saltando por uno de los pasillos del edificio, brincando con los dos pies, sacudiendo la melena, como niña. Muy apropiado. Y bueno, hay sol, hoy nos pagan, y es viernes, y el fin de semana todavía no empieza y es una tira impredecible de tiempo sin estrenar, y todo eso es apenas lo de menos. Hoy llega mi hermana.
La he extrañado sin fin. Sin fin.