miércoles, 24 de septiembre de 2008

monotemática

El tiempo. El presente es ahora una materia luminosa y nostálgica, por adelantado. Me muevo a través de estos días con desconcierto. Si vértigo es lo que buscaba, vértigo es lo que tengo. [ ¿Te cae, Jimena, que te vas en unos días?] Todavía no compro el boleto de avión (el último acto definitivo cerrándose sobre la decisión que tomé hace apenas como dos semanas), pero ya avisé que me voy, en la chamba, así que ya no hay de otra más que irse. Y no lo puedo creer. Todo ocurre velozmente, y por eso es intenso, y las imágenes, y las conversaciones, y los abrazos, están encendidos por la separación que se viene encima, entre estas dulces presencias, y estos dulces territorios, y yo. Tengo un millón de cosas por resolver, y aún así, a veces, momentos como este, oyendo a Manu Chau (“Clandestino” suena diferente, cuando se asoma uno a su propia clandestinidad), escribiendo, cerrando los ojos dos minutos. Esto es dejarse ir con la corriente. Pero no la corriente de un arroyo tranquilito, sino una corriente violenta, llena de rápidos. Helada. Lo que ocurre es que todo es borroso y nítido, simultáneamente, como filmado con alguna cámara de alta definición a través de la ventana de un coche en movimiento. ¿Soy feliz? No sé si soy feliz. Estoy nerviosa, y tengo miedo, y me estresa la cantidad de cosas que no he resuelto a tres minutos de la partida. Pero me miro con una sensación de sorpresa, soy esta persona que puede, de pronto, abandonar lo conocido a favor de lo desconocido, y yo soñaba con tomar decisiones así, pero ahora las estoy tomando, y me miro con incredulidad, con ganas de soltarme la risa en la cara. Yo soñaba con la incertidumbre como muchos sueñan con la seguridad y las certezas. Ahora, una primer incertidumbre crece a lo largo de estos días como la pendiente de una montaña rusa, y ya no hay forma de bajarse del tren. Lo mejor que queda por hacer en estos momentos es levantar los brazos y disfrutar la caída.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Hoy me he estado portando bien: avanzando a la tesis, cumpliendo pendientes de la chamba, pero me acaba de ocurrir algo delicioso, y me dieron ganas de escribir aquí otra vez, mierda. Puse el disco de Illinoise, de Sufjan Stevens, y cuando llegué a “Chicago”, le subí a todo el volumen (con los audífonos puestos), y me puse a cantar (haciendo puro playback, y extendiendo los brazos a lo largo de mi cubículo), y tuve un ataque de euforia. Más allá de todo, me siento feliz-feliz. Esa canción siempre se ha sentido como un himno para los caminos inciertos. Pero cada vez que la oía, era en los entornos incorrectos: en lugares familiares, o carreteras conocidas, en mi recámara, o este cubículo (el menos justo de todos los posibles contextos para una canción así). Y me di cuenta, ahorita, de que me estoy ganando el derecho a cantarla como se debe. Pero todavía no, digo, eso es evidente si sólo puedes mover los labios en silencio, mientras llamadas serias y oficinescas ocurren alrededor, y sacudes la cabeza y los brazos desde una silla con respaldo flexible.

A veces me acometen las dudas. En las condiciones en las que me voy, todo puede pasar, pero nada que no sea fundamentalmente más grave que lo que puede ocurrir viviendo en una ciudad como chilangolandia en un país como México, en una colonia como la Portales, a lo largo de innumerables madrugadas.

Me acuerdo de algo más, otra sensación que me dejó pensando desde hace años. Cuando vi “Cielo sobre Berlín”, me enamoré por supuesto de los ángeles que sobrevuelan un mundo a blanco y negro, haciendo listas de los momentos más poéticos de cada día en sus libretas para comentar anotaciones desde el asiento delantero de un coche espléndido, pero me enamoré también, muchísimo, de la mujer que es artista de circo. Me enamoré de la forma que tenía ella de estar en el mundo, viviendo en una casa rodante, moviéndose constantemente, oyendo a Nick Cave, flotando desde un trapecio, con alas artificiales. Me acuerdo que luego de ver la película, me preguntaba por qué la gente no hace simplemente eso, por lo menos una vez: dedicarse a estar libremente en el mundo, en lugar de acumular escalones y trofeos y diplomas y responsabilidades cada vez más serias, sin detenerse a respirar, sin salir de líneas claramente estipuladas. Y bueno, yo no soy tan valiente. Yo también sigo líneas estipuladas, apenas dispuesta a flotar ligeramente por encima del renglón. Pero aunque sea sólo eso, esa promesa se siente bien. Muy bien.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

un poquito de pánico

Me acuerdo perfectamente de un viernes cuando estaba en el último semestre de la prepa: caminaba con la mochila cargada de libros y ropa, por una calle cuesta arriba, bajo el sol de las dos de la tarde, sintiéndome muy cansada, con muchas ganas de llegar por fin a mi casa, y de pronto sentí pánico, porque ya había decidido irme a un programa de servicio social en educación rural en cuanto me graduara de la escuela, y me di cuenta de que era una niña consentida sufriendo por muy poco, y que estaba a punto de averiguar lo que era el cansancio de a de veras. Fue un instante de conciencia anticipada en el que me quedó claro, sin tanto romanticismo de por medio, en lo que me había metido. Y así fue. Los siguientes dos años caminé mucho, con mochilas pesadas en la espalda, por cuestas que a veces parecían interminables, y hubo momentos de sufrimiento, pero esa fue una época feliz.

Dentro de mí hubo alguna vez la fuerza necesaria para vivir esos dos años. Para vivir sola en esta ciudad, después. Pero creo que el último año de mi vida ha sido simplemente blando, simplemente cómodo. Engordo en la silla, frente a la pantalla eterna de la computadora, mientras le dedico más tiempo del que debería a escribir, por ejemplo, en este blog. Y esa sensación de pánico que sentí aquel viernes a las dos de la tarde, sudando bajo la mochila, se parece al pánico que a veces siento ahorita. Me he echado a perder. Me levanto tarde los fines de semana, y todos los días, me doy el lujo de despertar paulatinamente, con una taza de café en la cama, escuchando música, y todo está perfumado con una voluptuosidad laxa y poco demandante. Yo me voy haciendo una masa dúctil, que sigue los impulsos inmediatos sin mucha disciplina, y sólo responde a los requerimientos externos cuando cae encima la presión del tiempo.

No quiero sólo cerrar los ciclos que me hace falta cerrar, para seguir un camino que está cada vez más claro y responde a una necesidad casi dolorosa de sentido, y de contacto. Quiero ponerme a prueba. Quiero sufrir un poco. Quiero una realidad incómoda, donde no haya tanto espacio para estirarme suavemente a lo largo de la cama. No quiero ahorita marcos institucionales, ni seguridad anticipada. Quiero arriesgarme a la incertidumbre, y quiero ver si no se durmió por completo en mí la fuerza que alguna vez me permitió vivir otras aventuras que también eran necesarias, entonces, y que ahora son zonas luminosas en mi memoria. Quiero un poco de pánico.

La felicidad no se parece en nada al letargo, y tampoco se parece demasiado a la comodidad, aunque no quiero renunciar para siempre a las sensaciones dulces de los domingos en la cama, o las tardes en el cine, o las comidas opulentas, que forman parte cotidiana de una belleza sin la que seríamos seres muy fríos, voluntariamente empobrecidos. Si algo me mata, o más bien, me mantiene viva, ahora, son esos momentos deliciosos: un buen disco, una taza de café y una novela, una noche bailando sin descanso, una película a blanco y negro, instantes de comunión con la gente que quiero, con la ciudad que quiero. Regresó mi mejor amiga de una estancia fuera del país, y el fin de semana pasado, dueñas nuevamente de nuestra complicidad, la ciudad me pareció luminosa. Todo se sintió perfecto, incluyendo los puestos de fritangas en el mercado de la portales, y el ruido de los tianguis, y los taxis de Insurgentes en la madrugada, y mi edificio, oscuro, ruidoso, con Andrea que tiene cuatro años y es mi vecina, y sostiene largas conversaciones conmigo desde su ventana. Y yo conozco el lenguaje y los códigos implícitos de esta ciudad caótica, y quienes me acompañan en ella. Y me siento protegida por ángeles, cerca de mis amigos y mi familia.

Y si me voy (y todo apunta a que sí, y más me vale que sí), me voy a un lugar del que no conozco los símbolos ni las reglas, en condiciones precarias, y sola. Me voy al frío, y soy una de las personas más friolentas que existen. Me voy a partir la espalda. De eso se trata. Quiero ver si aguanto un poco de rudeza, si mis días pueden ser ásperos, y yo puedo, entonces, sobrevivirlos.

Porque además, sucede que cuando todo es nuevo y difícil uno está obligado a estar despierto, todo el tiempo. Y estar despiertos se parece mucho a ser felices.
Y nomás para seguir echándome porras, alimentando los discursos que me animen al salto final, pongo aquí un poema que escribí hace yo creo más de un año (y ya entonces me sentía tal como me siento justo ahora).

Quiero decir un día: he sido
Quiero decir: invoqué al cielo
sobre mi cabeza
y el huracán se enredó en mi cabello
y corrió mi sangre
como una roja manada de lobos
dibujando sobre la nieve
constelaciones de rosas y heridas.

Y aulló mi pecho y mi corazón se deshizo
sobre los lomos de caballos tendidos
que atropellaban la tierra, blancos,
como una avalancha de lágrimas
para los ojos secos del mundo
hundiendo en las costillas del polvo
cascos desamparados, golpeando
como las manos de los locos y
sumiéndose como cuchillos.

Quiero decir: salté a la noche
cuando no se veía nada, y nadie sabía
si habría pétalos de miel
para mi cráneo salado
o una luciérnaga breve
para el aire frío.

Quiero decir: puse mi barco entre arrebatos helados
y me dejé golpear por las olas
y me dejé quebrar en dos
y me dejé llorar
y entonar mis canciones
y susurrar mis besos
y nacer mis flores
violetas húmedas
sobre la lengua.

Ahora digo, por primera vez: he saltado
Todo es negro en este momento
no hay luz y no hay esperanza, pero espero
soplando con dulzura aliento en mi pecho.

Mi sangre empieza a correr
en hilos delgados, entre mis piernas
como la primer lágrima del primer ángel
que se lanzó hacia el mundo, desde las nubes.

Y quiero irme en mi sangre como en un río
entre los tambores de una tribu púrpura
entre las antorchas de un barco de guerra
velas tejidas con pájaros
y flechas adornadas con plumas
y cabellos trenzados con fuego.

Quiero correr con mi sangre, hacia dentro
donde están las grietas para abrir mi espalda
Ahí donde duermen salvajes las estrellas
que quieren despertar.

Y quizás, ahora, pronto,
le alcance al cielo para encender
una sola, breve, luciérnaga.

lunes, 15 de septiembre de 2008

tiburón fuera de la pecera

Los acabo de oír en el radio (pero no me acuerdo cómo se llaman), es un one hit wonder de los noventas, me acuerdo del video, ella tenía el cabello muy lacio, muy negro y muy corto, usaba fleco, y vestiditos (creo), pero el punto no es ese, la canción ni siquiera es muy buena, el punto es que ella canta, “my heart is broken, but when I look at you, you’re forgiven”. Y eso es lo que tenía ganas de decir ahorita. Ja. Soy cursi, pero eso ya era evidente desde hace tiempo, ni falta hace subrayarlo, una y otra vez.

No debería estar escribiendo esto, o a lo mejor sí, pero no para publicarlo en el blog, y de todos modos, chingá. Hay palabras, imágenes, que dan vueltas en mi cabeza como tiburones en un acuario, y cuando las escribo aquí siento que escapan, y me libero de cargas secretas, para siempre.

Si un hombre me gusta mucho, actúo automáticamente como niña de secundaria. Cuando estaba en la secundaria todo era más que nada silencios incómodos y risas nerviosas. Pero yo pensaba con toda la ingenuidad de esa época, que iba a crecer para convertirme en una vampiresa seductora, que donde pone el ojo pone la bala, la boca, el corazón, y todo lo demás. Digo, hay algo que es casi como inercia, por los años transcurridos y los hombres que he deseado, que le va restando inocencia a mis ademanes. Pero la niña de secundaria está ahí, todo el tiempo, agazapada, y si el hombre me gusta mucho, la niña de trece años que fui (y soy) regresa, triunfante a pesar de sí misma, incapaz de las iniciativas, mirando desde lejos, sonriendo a medias, murmurando monosílabos. Mierda. De esto, también se pueden hacer todas las derivaciones existenciales que uno quiera, y puede uno flagelarse al infinito, porque, lo que hay, en el fondo, es la postura de los soñadores. Ahora que lo pienso, he vivido mis propias historias-de- la- vida- real, historias con su propia magia y vividas sin arrepentimiento, historias reales-reales de encuentros imperfectos que tuvieron sus momentos perfectos; pero mis enamoramientos más intensos puede que hayan sido casi todos platónicos. Yo daba el corazón, jugueteando mentalmente con imágenes de una belleza adolorida, pensando en lo que ve uno a través de la cerradura de las personas que los otros son antes de que la intimidad los revele y los desnude, la sensación de alguien, la forma en que sacude la cabeza con la música, o la forma en que se siente su cuerpo caminando junto al mío, el eco de una risa o la silueta de una mano.

Y bueno, ese es un lado de mí que conozco y con el que convivo como lo hace todo el mundo con sus propios hábitos destructivos o compulsiones irritantes. Como la gente en proceso de rehabilitación cuando ve una botella apetitosa de alcohol, así yo, frente a la imagen de alguien que se muere de la risa de una cierta manera, o baila de una cierta manera, me dejo seducir ejerciendo el derecho a una distancia escéptica. Luego de mi primer gran descalabro, ya no me enamoro mucho de esas siluetas y sus esencias vagas, sólo me enamoro un poquito, lo suficiente para soñar sin sufrir en exceso.

¿Y cómo acaban esas historias? Esas historias nunca terminan, porque nunca comienzan. Mientras no llegue la realidad a rescatarlas de su carácter etéreo, son sólo narraciones interminables que yo me cuento.

Pero no sé perseguir (a lo más a lo que llego es a la comunicación escrita, papelitos en la botella del náufrago y cosas así). O sea que casi siempre, es el hombre a caballo el que debe galopar hasta el claro en el bosque y descifrar una manera para llegar hasta la punta de la torre, donde estoy, cante que te cante, con avecillas revoloteando junto a mí, y ratoncitos remendando el vestido, etcétera. Lo malo es que la regla parece ser, por lo pronto, que los que se apuntan al rescate no son príncipes, y los príncipes-príncipes, andan por ahí rescatando otras princesas. Y sí, claro que sí, todo debe ser contado de esta manera, con metáforas de cuento de hadas. Puede ser contado en términos crudos pero hoy no tengo ganas. Además, hace tiempo que este blog fue declarado oficialmente como territorio cursi, y los que llegan aquí deben atenerse siempre a las consecuencias.

Así que este post no cuenta una historia, ni plantea una pregunta, ni reflexiona a la manera de los que van a resolver un problema. Es sólo un testimonio, como una confesión de alcohólico, cada quien sus adicciones, algunos la botella, yo nada más ciertas imágenes, algunas veces, que aparecen como pretextos para que el corazón siga vivo, mientras hiberna.

Y esto último tengo que decirlo, tiburón en el circuito repetitivo del día, confesión de adicta, confesión culpable. Hay alguien que me puede romper el corazón, y me lo rompe, a la distancia, porque nunca ha cruzado ninguna frontera, y no se ha acercado nunca, ni él a mí, ni yo a él, de ningún modo (a excepción de un par de mails olvidados hace mucho tiempo). Es una tristeza que dura cinco minutos, o medio día. Es algo que se siente exactamente como si a uno le apretaran el corazón dentro de un puño (abusando de la imagen que escribió Bolaño, otra vez), pero el puño es imaginario y la presión se disuelve, y todo vuelve a latir como siempre. Es una historia no-real, que avanza y se pone en pausa, como si se tratara de una película muy lenta, y en realidad ni siquiera avanza sino que se repite la escena con locaciones ligeramente distintas y uno que otro nuevo personaje, y ocurre a lo largo de tres o cuatro minutos, y se pone en pausa otra vez, por mucho tiempo, mientras la vida sigue su curso y el itinerario biográfico avanza atravesando umbrales y bifurcaciones. Y todo lo que ocurre durante esos dos o tres minutos, es que él me rompe el corazón, a la manera etérea de esta historia etérea, que no es del todo una historia sino un monólogo entre mis venas y yo. Hasta que vuelvo a respirar otra vez, y todo sigue más o menos como siempre. Y no puedo explicarlo y no tendría sentido intentarlo. Quién sabe por qué. Puede ser que después de este ejercicio de desahogo terapéutico, una vez el pequeño tiburón fuera de mi cabeza, yo consiga olvidarlo. Y lo que quiero decir, es que consiga neutralizar la capacidad que tiene de oprimir ligeramente mi pecho cada vez que lo veo (de lejos, y casi nunca, y siempre al lado de una mujer que casi siempre resulta que es su novia).

Y es que, en el cuento, yo pido deseos y se me cumplen y todo es facilísimo. En la realidad, todo es complicado y agridulce, y creo que sé más o menos cómo van a pasar las cosas (no puede ser de otra manera), me voy de México, o eso susurra el oráculo hasta ahora, y mi vida, que giraba tranquilamente, está a punto de girar con más velocidad y violencia. Él va a seguir su vida en un canal diferente, el suyo propio, y avanzará de manera irrevocable hacia su futuro, cualquiera que sea el futuro que le aguarde, y en el momento menos pensado le llegará el amor como el balde que cae de pronto sobre los incautos, y qué sé yo, se casará y tendrá hijos, o no se casará o quién sabe. Lo que puedo sentir ahora, claramente, es que esa historia que nunca empezó, y que sólo fue mía, está a punto de disolverse. Y no debería escribir todo esto, o por lo menos no debería publicarlo, porque si él entra alguna vez a este espacio, va a deducir fácilmente que me estoy dirigiendo a él (pero eso es sólo mi paranoia concediéndome una importancia improbable). Y no escribo con un fin definido, porque ni yo me entiendo, y estoy muy desvelada, y mi nivel de coherencia está por debajo de lo habitual (es peligroso hacer uso de espacios públicos en momentos así), pero no puedo evitarlo. Antes de irme, no puedo evitar decir lo que sea que estoy diciendo ahora. Y bueno, no me voy para siempre, regreso pronto, a lo mejor seguiremos viviendo en la misma ciudad, y nos veremos de la misma manera lejana cada 5 meses en alguna fiesta o algo así, con un ligerísimo matiz de reconocimiento. Pero la sensación, clara, en este momento, es que él está ligado sin remedio a mi vida como ha sido últimamente y hasta ahora, una vida cómoda y tranquila, con un buen trabajo no muy extraordinario que me dejaba mucho tiempo para soñar. Algo se está moviendo en mí, giros irrevocables en la geografía de todas las cosas. Estos sueños, esta clase de sueños, esa materia fina echa de retazos y girones de casi nada, no sobrevivirán todas las mudanzas. Y en esa fiesta del futuro, él estará con una mujer (siempre es así), y mi corazón no va a entristecerse, nadie lo apretará con su mano invisible, y todo será indiferente, y un poco menos hermoso, también.

Así que esto es sólo como un un homenaje a la capacidad que tuvo, varias veces, por instantes, por minutos, de oprimirme el pecho. No sé por qué. Pero era así. Y es triste que así sea (aunque sólo sea triste para mí), es tristísimo. Pero tiene su belleza. Y tampoco sé explicar en qué radica la poesía ambigua que emana del hecho de que alguien, con quien nunca has hablado, una silueta apenas tangible, te haga temblar algunas veces.

Es un homenaje también, a mi vida como ha sido estos últimos meses, y ahora todavía, la vida bajo el tragaluz. Una vida buena, llena de horarios y seguridades, de la que me escapé soñando, una y otra vez.

jueves, 11 de septiembre de 2008

yo también, Nick, yo también, la versión femenina de ese blues...

Cuando compré el disco, los escuché obsesivamente (a veces hago eso, el disco termina y lo pongo otra vez, termina, y lo pongo otra vez, termina y…). Hoy los redescubrí. Me encanta la voz de Nick Cave, y el tono sarcástico con el que canta algunas de las mejores canciones sarcásticas que he oído. Hay dos que me hacen sonreír muchísimo, y como ando muy desvelada y no-me-puedo-concentrar-en-lo-que-tengo-que-hacer, pues aquí se las dejo de regalito. Ah!, ellos son Grinderman, por cierto.

Las letras:
“Go tell the women”
We've done our thing
We have evolved
We're up on our hind legs
The problem's solved

We are artists
We are mathematicians
Some of us hold extremely
High positions

But we are tired
We're hardly breathing
And we're free
Go tell the women that we’re leaving

We're sick and tired
Of all this self-serving grieving
All we wanted was a little consensual rape in the morning
And maybe a bit more in the evening

We are scientists
We do genetics
We leave religion
To the psychos and fanatics

But we are tired
We got nothing to believe in
We are lost
Go tell the women that we’re leaving

We've done our thing
We’re hip to the sound
of six billion people
Going down

We are magicians
We are deceiving
We’re free and we’re lost
Go tell the women that we’re leaving

Come on back now to the fray

"No pussy blues"

My face is finished
My body's gone
And I can't help but think
Standing up here in all this applause
And gazing down at all the young and the beautiful
With their questioning eyes
That I must above all things love myself
That I must above all things love myself
That I must above all things love myself

I saw a girl in the crowd
I went over, I shouted out
I asked if I could take her out
But she said that she didn't want to

I changed the sheets on my bed
I combed the hairs across my head
I sucked in my gut and still she said
That she just didn't want to

I read her Eliot, I read her Yates
I tried my best to stay up late
I fixed the hinges on her gate
But still she just never wanted to

I bought her a dozen snow white doves
I did her dishes in rubber gloves
I called her Honeybee, I called her love
But she just still didn't want to
She just never wants to
DAMN!

I sent her every type of flower
I played her a guitar by the hour
I petted her revolting little Chihuahua
But still she just didn't want to

I wrote a song with a hundred lines
I picked a bunch of dandelions
I walked her through the trembling pines
But she just even then didn't want to
She just never wants to

I thought I'd try another tact
I drank a litre of Cognac
I threw her down upon her back
But she just laughed and said she just didn't want to

I thought I'd have another go
I called her my little ho
I felt like Marcel Marceau must feel
But she said she just never wanted to
She just didn't want to

I've got the No Pussy Blues
I've got the No Pussy Blues
I've got the No Pussy Blues!
DAMN!

y un videíto:
Grinderman

miércoles, 10 de septiembre de 2008

"happy and bleeding"

Las últimas noches, me duermo con un hoyito en la panza, y me despierto sintiéndome fuerte y feliz. El hoyito en la panza es producto del miedo acumulado durante el día, porque de pronto, cada par de horas, llega un momento lúcido en el que queda claro que están a punto de disolverse todos mis refugios, y todo está a punto de ser muy incierto, y más difícil que ahora. A veces eso me pone tan nerviosa, que me siento ligeramente paralizada. En cuanto resuelvo el umbral de parálisis, me encuentro con que me siento feliz. Alguna vez, hace mucho, en las páginas tamaño carta de alguno de mis muchos diarios - cuadernos profesionales que ustedes nunca van a leer -escribí que la felicidad era, según yo, la conciencia intensa de lo agridulce.

Tengo miedo. Sé que todo está a punto de ser duro, en oposición a la calma suave y confortable con la que han transcurrido los meses que ya casi suman un año. Me la he pasado como gatita gorda tumbada bajo el sol, ronroneando, encogiéndome con la taza de café en la cama, en la silla de la oficina. Viviendo aventuras a la altura de estos días y estas noches, aventuras pequeñitas, egoístas.

Luego me pregunto –ahí está la raíz del miedo- si soy capaz de hacer lo que me prometo que quiero hacer. Si voy a aguantar el frío y el cansancio, y la distancia, y toda la inseguridad de un territorio nuevo, del que no conozco las coordenadas ni las reglas implícitas. Y luego me digo, con la voz más cobarde de mí misma, que qué ganas de sufrir, chingá, como esos cuates que suben montañas altísimas y peligrosas, y pasan horas y horas de dolor muscular y falta de oxígeno y momentos en los que parece que se van a morir, sólo para 5 minutos de cumbre en los que, lo único que tienen, es el orgullo de que aguantaron el sufrimiento que se infligieron voluntariamente a sí mismos. Pero bueno, hay otras promesas, promesas interiores, irrenunciables. Promesas viejas, que hay que cumplir.

lunes, 8 de septiembre de 2008

A lo mejor el meollo no está del todo en quiénes somos, sino en las imágenes que reproducimos cotidianamente en el espejo. La persona que vemos, cuando nos vemos, los más íntimos de nuestros discursos y autorretratos. Mi espejo siempre ha estado lleno de contradicciones. Siempre parece haber alguna distancia entre lo que sueño y lo que acaba ocurriendo, todos los días; y ese es el chiste de los sueños, fueron inventados para ser algo distinto a la realidad. No lo he hecho con mucha frecuencia, pero algunas veces he tomado decisiones que me mueven radicalmente de escenario, y cambian mi historia para siempre. Grandes bifurcaciones en las líneas de mi mano. Fueron decisiones que se sintieron al mismo tiempo como la continuación natural de un movimiento gestado por largos años anteriores, y me daban miedo pero nunca tuve que preguntarme si eran las elecciones correctas. Se sintieron siempre como dejarse ir a favor de una corriente subterránea, y todo lo que había que hacer era soltar las manos, aflojar la resistencia.

De pronto se encuentra uno con que hay mucha nieve acumulada en la punta de la montaña, o que estamos dando vueltas circulares alrededor del mismo metro cuadrado, a tres centímetros del precipicio. Y es natural, cualquier sensación de espera se hace imposible, lo sabemos, no queda de otra más que dejar que se haga la avalancha, o saltar. Hay instantes que parecen impulsos de última hora, pero en realidad han sido pacientemente construidos con las sensaciones de muchos días y muchos meses y muchos años. En esos instantes, todo lo que hay, es un hueco en la panza. Es el sabor del miedo. Sabes lo que está a punto de ocurrir. Y es ahora o nunca.

jueves, 4 de septiembre de 2008

En vez de abedules
quisieras sembrar estrellas,
tomar a puños la luz
y germinar el cielo
para la tierra, en ramilletes
en nocturnas cosechas.

Pero la tierra es sólo la tierra
este poco de polvo, en el que todo se quiebra
estos grillos de huesos como briznas de paja
y pechos pequeños que sin embargo alcanzan, a veces
para cantar.

Y tú, silenciosa tú
de venas de arena, esperas
el golpe del tiempo
que se derrumba encima:
minutos como granizos de piedra
y días como corrientes marinas
rompiéndose siempre en el centro del cuerpo
que no sabe cantar, enfermo de cielo
envenenado por el deseo
de cristalinos surcos
para cultivar las nubes
como alfombras persas
para navegar.

Pero la tierra es sólo la tierra.
Sólo te queda quebrarte
y esperar las lluvias:
tu poquito de cielo
el único que te queda
abrir la boca paciente
hasta que un día, de pronto
desde el pecho luminoso y frágil
te nazca un ave de trigo dorado
un vuelo de profunda montaña
un aullido ronco, un himno crudo
un tarareo dulce.

Aguijoneada estás, enferma
por una cadena de ángeles
que son escombros de luz, apenas.
Pero la tierra es sólo la tierra
y ya sólo te queda
partirte en dos, con dulzura
y entonar, voz de grillo,
la sed suspendida, y el agua sucia
y el aguardiente y el pan
de todos los días.

martes, 2 de septiembre de 2008

Estábamos en una cabaña en el bosque y era de noche (escenario cliché del comienzo de todas las pesadillas), había familiares míos, y amigos de la familia, pero sus presencias eran vagas y no los recuerdo con exactitud. De pronto, me daba cuenta de que mi hermana había desaparecido. A la distancia, alguien hacía señas como pidiendo auxilio con la luz de su celular, en medio de los árboles, detrás de una loma. Yo estaba segura de que era mi hermana, y empezaba a correr hacia ella, a través de un camino estrecho que se desmoronaba constantemente bajo mis pies. Después de mucho correr y resbalar llegaba hasta ella, quien me miraba en silencio, como si le hubieran quitado la voz. Me daba cuenta de que una sombra o un peligro nos había atrapado a las dos, ahí, pero no se veía a nadie cerca. Entonces, aparecía una niña como de ocho años, de rulos rojos, con algo casi intangible en sus manos, y yo adivinaba que eran las cuerdas de un titiritero, y que los títeres éramos mi hermana y yo. Nosotras éramos sus juguetes. Volteaba hacia atrás y veía dos tumbas cubiertas de ceniza, las tumbas de otras personas que habían sido sus juguetes. La mirada de la niña era indeciblemente maligna. Pero era una niña, y yo creía que era posible convencerla de que no nos hiciera daño, que nos dejara ir. Pasaba a lo lejos la silueta de una camioneta llena de narcos (uf, las asociaciones del subconsciente), y todo, en ese momento, se ponía mucho más siniestro. Entonces me desperté, angustiada. Tardé un buen rato en darme cuenta de que estaba en mi cuarto, donde brillaba la lucesita del aparato de música, y se veían las siluetas de mis cosas, las botellas de cristal junto a la ventana, las postales unidas con chinchetas a la pared. Durante algunos minutos seguí sintiendo algo como los ojos de la niña, mirándome fijamente. Luego me dormí otra vez, y seguramente soñé cosas mucho más agradables.

Hoy por la mañana encontré brevemente a mi hermana en el msn. Ella también soñó conmigo, y también soñó que debíamos escapar juntas de algún lado. Por algo somos almas gemelas, ella y yo.