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martes, 25 de enero de 2011

ÁFRICA

África. O sea, un continente a la vez hermoso y lejano. Un lugar con el que siempre he querido hacer contacto, desde veredas de tierra, rodeada de niños. Cuando pienso en eso, cuando pienso en África como un territorio a ratos verde y a ratos de un polvo rojizo, un territorio deslumbrante en el que se despliegue una cercanía construida poco a poco, no desde un avión ni desde un hotel ni desde un jeep sino al ras de la tierra misma,  pienso en la comunidad donde doy clases. Voy por veredas de tierra, rodeada de niños, y regreso a la ciudad cubierta de un polvo rojizo… así que mi trabajo, después de todo, se parece a mis sueños. No renuncio, desde luego, a África, pero pienso una y otra vez en una frase que oí precisamente en una película acerca de África: “algunos lugares tienen la propiedad de despertarnos”, y siento que mi destino en el mundo no es una sola raíz o un solo horizonte, sino un caleidoscopio de lugares en los que sea posible estar atentamente atada al presente, despierta. Así que estoy bien. Los espacios en los que transcurre mi vida me mantienen alerta y en la punta de los pies. Enamorada. Puedo decir que no sólo hay lugares con la propiedad de despertarnos, sino que hay lugares con propiedades curativas, y sólo desde donde estoy ahora era posible sobrevivir al desgaste que implica despedirse en el aeropuerto, sin saber cuándo llegará el permiso para que él y yo vivamos la vida que nos corresponde, juntos, como esposo y esposa que somos. Él, mi esposo (no pensé que yo, escéptica inicialmente ante la idea general del matrimonio, iba a disfrutar tanto decir una y otra vez “mi esposo”), estuvo conmigo en México por alrededor de un mes, y el paréntesis que se abrió entonces para él y para mí, en medio de la espera, queda desde luego sólo para él y para mí, lejos de todo lo demás, lejos de las crónicas desnudas de este blog. Todo se asienta nuevamente en las llamadas de larga distancia y la punzada en el estómago y el qué estará haciendo en estos momentos. Hace mucho, aquí, escribí que yo no le tenía verdadera fe a nada, pero que estúpidamente, cursimente, decidía de todos modos tenerle fe al amor. Ahora, luego de que he cumplido un año de matrimonio, 11 de esos 12 meses lejos de mi esposo, sigo creyendo en el amor, sobre todo el nuestro. De alguna forma, segura de mi corazón y del suyo (aunque nadie está nunca del todo seguro), arropada en el bálsamo de mis días como maestra rural de secundaria, encuentro que a esta época de mi vida no le falta luz. Después de todo, deseo profundamente para mí esa África con la que siempre he soñado, y deseo que mi vida de todos los días, también se parezca a África.

martes, 17 de marzo de 2009

Domingo y lunes

No voy a decir mucho, porque hay cosas que son mágicas y punto y no tiene caso describirlas o analizarlas. De pronto ocurre que una banda con la que sientes una conexión profunda y antigua está frente a ti. Son perfectos. Abrazas la cintura de tu hermana. Tienes el rostro húmedo y eres un poco ridícula y lo sabes pero NO IMPORTA. Estás en el cielo. Eres feliz.

lunes, 15 de septiembre de 2008

tiburón fuera de la pecera

Los acabo de oír en el radio (pero no me acuerdo cómo se llaman), es un one hit wonder de los noventas, me acuerdo del video, ella tenía el cabello muy lacio, muy negro y muy corto, usaba fleco, y vestiditos (creo), pero el punto no es ese, la canción ni siquiera es muy buena, el punto es que ella canta, “my heart is broken, but when I look at you, you’re forgiven”. Y eso es lo que tenía ganas de decir ahorita. Ja. Soy cursi, pero eso ya era evidente desde hace tiempo, ni falta hace subrayarlo, una y otra vez.

No debería estar escribiendo esto, o a lo mejor sí, pero no para publicarlo en el blog, y de todos modos, chingá. Hay palabras, imágenes, que dan vueltas en mi cabeza como tiburones en un acuario, y cuando las escribo aquí siento que escapan, y me libero de cargas secretas, para siempre.

Si un hombre me gusta mucho, actúo automáticamente como niña de secundaria. Cuando estaba en la secundaria todo era más que nada silencios incómodos y risas nerviosas. Pero yo pensaba con toda la ingenuidad de esa época, que iba a crecer para convertirme en una vampiresa seductora, que donde pone el ojo pone la bala, la boca, el corazón, y todo lo demás. Digo, hay algo que es casi como inercia, por los años transcurridos y los hombres que he deseado, que le va restando inocencia a mis ademanes. Pero la niña de secundaria está ahí, todo el tiempo, agazapada, y si el hombre me gusta mucho, la niña de trece años que fui (y soy) regresa, triunfante a pesar de sí misma, incapaz de las iniciativas, mirando desde lejos, sonriendo a medias, murmurando monosílabos. Mierda. De esto, también se pueden hacer todas las derivaciones existenciales que uno quiera, y puede uno flagelarse al infinito, porque, lo que hay, en el fondo, es la postura de los soñadores. Ahora que lo pienso, he vivido mis propias historias-de- la- vida- real, historias con su propia magia y vividas sin arrepentimiento, historias reales-reales de encuentros imperfectos que tuvieron sus momentos perfectos; pero mis enamoramientos más intensos puede que hayan sido casi todos platónicos. Yo daba el corazón, jugueteando mentalmente con imágenes de una belleza adolorida, pensando en lo que ve uno a través de la cerradura de las personas que los otros son antes de que la intimidad los revele y los desnude, la sensación de alguien, la forma en que sacude la cabeza con la música, o la forma en que se siente su cuerpo caminando junto al mío, el eco de una risa o la silueta de una mano.

Y bueno, ese es un lado de mí que conozco y con el que convivo como lo hace todo el mundo con sus propios hábitos destructivos o compulsiones irritantes. Como la gente en proceso de rehabilitación cuando ve una botella apetitosa de alcohol, así yo, frente a la imagen de alguien que se muere de la risa de una cierta manera, o baila de una cierta manera, me dejo seducir ejerciendo el derecho a una distancia escéptica. Luego de mi primer gran descalabro, ya no me enamoro mucho de esas siluetas y sus esencias vagas, sólo me enamoro un poquito, lo suficiente para soñar sin sufrir en exceso.

¿Y cómo acaban esas historias? Esas historias nunca terminan, porque nunca comienzan. Mientras no llegue la realidad a rescatarlas de su carácter etéreo, son sólo narraciones interminables que yo me cuento.

Pero no sé perseguir (a lo más a lo que llego es a la comunicación escrita, papelitos en la botella del náufrago y cosas así). O sea que casi siempre, es el hombre a caballo el que debe galopar hasta el claro en el bosque y descifrar una manera para llegar hasta la punta de la torre, donde estoy, cante que te cante, con avecillas revoloteando junto a mí, y ratoncitos remendando el vestido, etcétera. Lo malo es que la regla parece ser, por lo pronto, que los que se apuntan al rescate no son príncipes, y los príncipes-príncipes, andan por ahí rescatando otras princesas. Y sí, claro que sí, todo debe ser contado de esta manera, con metáforas de cuento de hadas. Puede ser contado en términos crudos pero hoy no tengo ganas. Además, hace tiempo que este blog fue declarado oficialmente como territorio cursi, y los que llegan aquí deben atenerse siempre a las consecuencias.

Así que este post no cuenta una historia, ni plantea una pregunta, ni reflexiona a la manera de los que van a resolver un problema. Es sólo un testimonio, como una confesión de alcohólico, cada quien sus adicciones, algunos la botella, yo nada más ciertas imágenes, algunas veces, que aparecen como pretextos para que el corazón siga vivo, mientras hiberna.

Y esto último tengo que decirlo, tiburón en el circuito repetitivo del día, confesión de adicta, confesión culpable. Hay alguien que me puede romper el corazón, y me lo rompe, a la distancia, porque nunca ha cruzado ninguna frontera, y no se ha acercado nunca, ni él a mí, ni yo a él, de ningún modo (a excepción de un par de mails olvidados hace mucho tiempo). Es una tristeza que dura cinco minutos, o medio día. Es algo que se siente exactamente como si a uno le apretaran el corazón dentro de un puño (abusando de la imagen que escribió Bolaño, otra vez), pero el puño es imaginario y la presión se disuelve, y todo vuelve a latir como siempre. Es una historia no-real, que avanza y se pone en pausa, como si se tratara de una película muy lenta, y en realidad ni siquiera avanza sino que se repite la escena con locaciones ligeramente distintas y uno que otro nuevo personaje, y ocurre a lo largo de tres o cuatro minutos, y se pone en pausa otra vez, por mucho tiempo, mientras la vida sigue su curso y el itinerario biográfico avanza atravesando umbrales y bifurcaciones. Y todo lo que ocurre durante esos dos o tres minutos, es que él me rompe el corazón, a la manera etérea de esta historia etérea, que no es del todo una historia sino un monólogo entre mis venas y yo. Hasta que vuelvo a respirar otra vez, y todo sigue más o menos como siempre. Y no puedo explicarlo y no tendría sentido intentarlo. Quién sabe por qué. Puede ser que después de este ejercicio de desahogo terapéutico, una vez el pequeño tiburón fuera de mi cabeza, yo consiga olvidarlo. Y lo que quiero decir, es que consiga neutralizar la capacidad que tiene de oprimir ligeramente mi pecho cada vez que lo veo (de lejos, y casi nunca, y siempre al lado de una mujer que casi siempre resulta que es su novia).

Y es que, en el cuento, yo pido deseos y se me cumplen y todo es facilísimo. En la realidad, todo es complicado y agridulce, y creo que sé más o menos cómo van a pasar las cosas (no puede ser de otra manera), me voy de México, o eso susurra el oráculo hasta ahora, y mi vida, que giraba tranquilamente, está a punto de girar con más velocidad y violencia. Él va a seguir su vida en un canal diferente, el suyo propio, y avanzará de manera irrevocable hacia su futuro, cualquiera que sea el futuro que le aguarde, y en el momento menos pensado le llegará el amor como el balde que cae de pronto sobre los incautos, y qué sé yo, se casará y tendrá hijos, o no se casará o quién sabe. Lo que puedo sentir ahora, claramente, es que esa historia que nunca empezó, y que sólo fue mía, está a punto de disolverse. Y no debería escribir todo esto, o por lo menos no debería publicarlo, porque si él entra alguna vez a este espacio, va a deducir fácilmente que me estoy dirigiendo a él (pero eso es sólo mi paranoia concediéndome una importancia improbable). Y no escribo con un fin definido, porque ni yo me entiendo, y estoy muy desvelada, y mi nivel de coherencia está por debajo de lo habitual (es peligroso hacer uso de espacios públicos en momentos así), pero no puedo evitarlo. Antes de irme, no puedo evitar decir lo que sea que estoy diciendo ahora. Y bueno, no me voy para siempre, regreso pronto, a lo mejor seguiremos viviendo en la misma ciudad, y nos veremos de la misma manera lejana cada 5 meses en alguna fiesta o algo así, con un ligerísimo matiz de reconocimiento. Pero la sensación, clara, en este momento, es que él está ligado sin remedio a mi vida como ha sido últimamente y hasta ahora, una vida cómoda y tranquila, con un buen trabajo no muy extraordinario que me dejaba mucho tiempo para soñar. Algo se está moviendo en mí, giros irrevocables en la geografía de todas las cosas. Estos sueños, esta clase de sueños, esa materia fina echa de retazos y girones de casi nada, no sobrevivirán todas las mudanzas. Y en esa fiesta del futuro, él estará con una mujer (siempre es así), y mi corazón no va a entristecerse, nadie lo apretará con su mano invisible, y todo será indiferente, y un poco menos hermoso, también.

Así que esto es sólo como un un homenaje a la capacidad que tuvo, varias veces, por instantes, por minutos, de oprimirme el pecho. No sé por qué. Pero era así. Y es triste que así sea (aunque sólo sea triste para mí), es tristísimo. Pero tiene su belleza. Y tampoco sé explicar en qué radica la poesía ambigua que emana del hecho de que alguien, con quien nunca has hablado, una silueta apenas tangible, te haga temblar algunas veces.

Es un homenaje también, a mi vida como ha sido estos últimos meses, y ahora todavía, la vida bajo el tragaluz. Una vida buena, llena de horarios y seguridades, de la que me escapé soñando, una y otra vez.

martes, 2 de septiembre de 2008

Estábamos en una cabaña en el bosque y era de noche (escenario cliché del comienzo de todas las pesadillas), había familiares míos, y amigos de la familia, pero sus presencias eran vagas y no los recuerdo con exactitud. De pronto, me daba cuenta de que mi hermana había desaparecido. A la distancia, alguien hacía señas como pidiendo auxilio con la luz de su celular, en medio de los árboles, detrás de una loma. Yo estaba segura de que era mi hermana, y empezaba a correr hacia ella, a través de un camino estrecho que se desmoronaba constantemente bajo mis pies. Después de mucho correr y resbalar llegaba hasta ella, quien me miraba en silencio, como si le hubieran quitado la voz. Me daba cuenta de que una sombra o un peligro nos había atrapado a las dos, ahí, pero no se veía a nadie cerca. Entonces, aparecía una niña como de ocho años, de rulos rojos, con algo casi intangible en sus manos, y yo adivinaba que eran las cuerdas de un titiritero, y que los títeres éramos mi hermana y yo. Nosotras éramos sus juguetes. Volteaba hacia atrás y veía dos tumbas cubiertas de ceniza, las tumbas de otras personas que habían sido sus juguetes. La mirada de la niña era indeciblemente maligna. Pero era una niña, y yo creía que era posible convencerla de que no nos hiciera daño, que nos dejara ir. Pasaba a lo lejos la silueta de una camioneta llena de narcos (uf, las asociaciones del subconsciente), y todo, en ese momento, se ponía mucho más siniestro. Entonces me desperté, angustiada. Tardé un buen rato en darme cuenta de que estaba en mi cuarto, donde brillaba la lucesita del aparato de música, y se veían las siluetas de mis cosas, las botellas de cristal junto a la ventana, las postales unidas con chinchetas a la pared. Durante algunos minutos seguí sintiendo algo como los ojos de la niña, mirándome fijamente. Luego me dormí otra vez, y seguramente soñé cosas mucho más agradables.

Hoy por la mañana encontré brevemente a mi hermana en el msn. Ella también soñó conmigo, y también soñó que debíamos escapar juntas de algún lado. Por algo somos almas gemelas, ella y yo.

jueves, 28 de agosto de 2008

carta a los reyes magos, o a los magos de cualquier tipo

En cuanto un príncipe aparezca, ya sé cómo lo voy a reconocer:

* Será el poseedor de una seguridad serena. Es decir, será fuerte sin necesidad de aspavientos. Será de esos que sientes cuando están, en el espacio, sin necesidad de que hagan ruido o digan algo. De los que no pierden fácilmente la compostura, no hacen berrinches, ni necesitan ser todo el tiempo el centro de atención, y mantienen la calma en medio de las tensiones, y dan la impresión constante de refugio, brazos y espalda para fortificarse en ellos y resistir las tormentas, y el frío, y las tristezas, o la angustia. Con la fuerza de los que no necesitan presumir que son fuertes, y no necesitan asestar golpes sobre alguien más débil. Una gravedad silenciosa, que atrae sin necesidad de adornos, o llamados.

* Será cálido y generoso y ejercerá cotidianamente una conciencia que lo vincule de muchas formas al mundo. Será capaz de mirar y sentir a los demás, porque estará interesado, porque le gustarán los enigmas humanos, y los enigmas cósmicos. Es decir, no vivirá con los ojos cocidos al ombligo. Es decir, a su lado habrá diálogos en vez de monólogos, en los terrenos del espíritu, o los de la carne.

* Será muy intenso y muy vital. Disfrutará la música, la comida, los viajes, o los libros o el cine o los encuentros o una idea. Se entusiasmará hablando de algo, defenderá acaloradamente un nombre, una canción, o una postura.

* Será inteligente, y sensible.

* Será íntegro. Sin discursos, a la manera dulce y sin estrépito de León Muichkine, el príncipe idiota, porque no puedo concebir un príncipe que no se parezca en algo a ese príncipe.

* Tendrá sentido del humor, a veces ácido y corrosivo y negro y afilado; a veces infantil y bobo.

* Será impulsivo y valiente. Creativo y flexible.

Y además de todo lo anterior, hay otras cosas que un príncipe puede tener o no tener, cosas que me derriten: me derriten los hombres que bailan, y no precisamente los que bailan salsa porque se aprendieron los pasos y los giros, sino los que brincan y agitan la cabeza porque están disfrutando una canción. Me derriten los hombres extrovertidos y alegres (a lo mejor porque yo soy más bien muy tímida). Me derriten los hombres altos. Me derriten las manos grandes. Me derriten los hombres que andan en bicicleta. Me derriten algunas patas de gallo producto de algunas sonrisas, en algunos hombres. Me derriten ciertos timbres de voz, me derriten las voces graves cuando se llenan de matices protectores, o cuando se enronquecen ligeramente por un impulso voluptuoso, me encanta la forma en que cambia una voz varonil cuando le habla a una mujer que le gusta. Me derriten los hombres que hacen chistes tontos y se burlan de sí mismos.

Según esto, porque, por supuesto, el amor es otra cosa, y nunca es una lista de cualidades, y nunca depende de las buenas o las malas notas, y las palomitas en el examen o la estrellita dorada en la frente.

Sólo estoy repasando la lección, como niña aplicada, dos por uno dos señorita profesora, seguridad serena más sentido del humor igual a príncipe, sobre todo si se le multiplica por voz grave y carácter abierto, y se le resta el egoísmo, y uno más uno dos.

Chingá. Yo no sé por qué me obsesiona una poesía tan azarosa y tan impredecible. Debería coleccionar estampas o piedras de colores, y en lugar de eso. En días como hoy, de pronto, muchas ganas de poesía, aunque sea una sola línea, contundente. Aunque sea una silueta lejana, o un sueño, para soñar con él.

Creerán ustedes que estoy así porque no hay príncipes. Pero no es cierto. Los hay, los veo to-dos-los-dí-as, felizmente casados, felizmente enamorados, o fracturados y decididos a no enamorarse de nadie, nunca. Si todo fuera cuestión de calificar a los hombres de acuerdo a un examen universal, a lo mejor todo parecería menos imposible. Pero la magia siempre ha sido otra cosa, a veces una lengua azul (no me pregunten cómo), a veces los ojos cerrados de alguien que cierra los ojos para oír una canción que le gusta, a veces alguien silbando, o alguien balanceando de cierta manera la espalda, o la impresión de un cuerpo esbelto y muy alto, a mi lado, o los tonos a veces un poco más roncos de una voz, a veces todo lo que hace falta es la línea de un cuello y una piel blanca enrojecida por el sol y el espacio en el que inicia la nuca, de alguien, alguien que por ejemplo, huele bien sin oler a perfume, y está limpio sin ser pulcro, y no se rasuró esa mañana.

martes, 26 de agosto de 2008

las certezas necesarias para un salto a la incertidumbre

Pasé el fin de semana en Michoacán. Me hacía falta. No sé qué mecanismos detonan, de pronto, una sensación general de clarividencia. El caso es que tuve un chispazo lúcido, y todo se iluminó por dos minutos. Ya no hay dudas existenciales detrás de las cuales esconderse para ganar tiempo en alguna forma vaga de espera. Después de todo, sí sé exactamente lo que quiero. Sé cómo quiero situarme en el mundo. No tengo grandes respuestas y nunca he tenido discursos generales. Sólo, poco a poco, se acomodan ciertas cosas como más importantes que otras, y eso es suficiente, por lo pronto, para que no quede más remedio que hacer lo que ya sé que quiero hacer. Y ni siquiera es muy difícil. Una pequeña cadena de trámites. Y ya. Un arranque de decisión, eso es todo. Todo es exactamente como yo he querido desde hace muchos años que sea: no estoy atada a ningún lugar. El horizonte está en blanco, indefinido, libre, y puede ser inventado por completo. Llevo meses mirando fijamente la orillita del trampolín, reuniendo valor antes del salto que me prometí hacia esa incertidumbre.

Si no he saltado no es porque me atormente alguna noción profunda sobre mi vida o el universo, sino porque me da miedo el desprendimiento. Porque la vida que quiero abandonar es suave y confortable y se parece a un refugio sabatino o dominical, nada es demasiado duro o demasiado difícil y el tiempo se desenvuelve de acuerdo a horarios y pequeñas certezas.

Además, eso ya se sabe, yo sueño demasiado. Paralela a la vida en mi edificio en la colonia Portales, la Fundación donde trabajo, las calles y los rincones favoritos de mi ciudad, hay una vida aérea y minuciosa y todo el tiempo hay historias habitadas por muchas promesas, y muchos fantasmas. Estoy acostumbrada a que esos mundos detallados me acompañen, por un tiempo, y que luego se desmoronen, pues están hechos de materia finísima, impalpable, y quienes me conocen están acostumbrados a la manera en que de pronto me brillan los ojos, y la manera en que de pronto se apagan. Soy una tejedora de proyectos y novelas, y al lado de la que soy, todos los días, flotan muchas de esas líneas inscritas en las palmas de mi mano por las que ya no voy a caminar, y yo no puedo ir por esos caminos, pero los imagino, siempre los estoy imaginando. Así que hablo de todas mis ideas sobre el futuro y a veces yo misma sonrío de lado, ligeramente escéptica, porque conozco mi capacidad para volar mentalmente sin cambiar mis trayectos cotidianos. A veces creo que nadie necesita realmente nada si sabe soñar a conciencia. La vida sólo nos permite una sola ruta, en el momento en el que elegimos la puerta de la izquierda ya no hay forma de averiguar lo que había en la puerta de la derecha. Pero los sueños se pueden reinventar cuantas veces queramos, a nuestro antojo. Así que uno podría vivir así, indefinidamente, corriendo los riesgos pequeños en la vida de todos los días, y los riesgos grandes no correrlos nunca más que en un mundo en el que somos dioses y controlamos la trama y la podemos adelantar o reiniciar o interrumpir sin ninguna consecuencia. Es una forma cobarde de vivir. De pronto, igual que ese personaje de “Noches Blancas”, se encuentra uno con que ya tiene 20 años más de los que tenía, y las telarañas en el techo son exactamente las mismas.

La salvación viene de los saltos valientes. He dado algunos. Estoy en el umbral del siguiente, estoy respirando profundo, echando aire a los pulmones. Reconociendo por fin que tengo las certezas necesarias, a pesar de toda la incertidumbre acumulada, para adelantarme hasta la orillita del precipicio y luego un cachito más allá...

lunes, 4 de agosto de 2008

mensaje recibido

Todo es imaginario.

Todo.

Cada quien inventa sus propias historias, y cada quien tiene las mismas probabilidades que el de al lado en acertar en lo que inventa. A lo mejor el chaparrito de la oficina de enfrente, budista fervoroso, es en realidad la reencarnación de un guardabosques o una hechicera de otros tiempos, ¿por qué no?; mientras la de más allá, atea sin concesiones, realmente acabará por desintegrarse después de su muerte, y formará parte de una nebulosa dentro de algunos miles o millones de años luz, antes de que el universo se enfríe por completo. A lo mejor todos tenemos la razón y todos estamos equivocados, porque la verdad es algo demasiado grande y complejo como para que nuestras humildes neuronas alcancen a ordenarla en un solo discurso. Y eso, sólo en la escala grande del tiempo.

En la escala pequeñita estamos a lo mejor mucho más perdidos, y seguimos imaginando respuestas que tienen toda la probabilidad de ser inventos consoladores y nada más. He conocido a muy pocas personas que no se engañen a sí mismas cotidianamente, es más, a lo mejor no he conocido a ninguna. Por ejemplo: La frialdad del hombre que me gusta es, en una de esas, un ejercicio deliberado para llamar mi atención (no me pregunten cómo la mente humana llega a conclusiones como esas), uf, en el fondo derrapa por mí, o en el peor de los casos, le doy miedo, tan interesante y deslumbrante que soy; lo que sea, excepto la probabilidad dolorosa de que su frialdad sea la expresión llana y sencilla de una contundente falta de interés. Las miradas que se refieren al amor o su promesa son las más inventadas de todas, porque el amor es la más engañosa de todas las ficciones y de todas las verdades, porque el componente imaginario sobrepasa con mucho a los otros ingredientes, el amor está hecho de imágenes y metáforas y perfumes mágicos y todo tipo de sueños sutiles y de trampas. Está para siempre contaminado por el deseo, y el deseo es un maremoto, y en medio del maremoto es dificilísimo evaluar objetivamente lo que nos sucede, apenas si alcanzamos la vaga consciencia de que una corriente nos arrastra, y de que no queremos ahogarnos por completo.

Estaba pensando en eso porque el viernes, estoy casi segura de que vi pasar raudo en su coche (no estoy completamente segura, pero creo que sí), a una fantasía recurrente desde ha-ce- ca-si-un-a-ño. Y un día antes, alguien me vio a mí, bostezando junto a la ventana del trolebús. Y me cayó el veinte. Sobre los engaños. Envolvemos con signos fantásticos a las sombras que atraviesan nuestro camino, pero las sombras no se dan cuenta de nada, no tienen la intención de emitir ningún mensaje, van pensando en los seres reales que los esperan en sus casas, o en sus propios espectros, y en sus propios códigos ficticios. Yo lo miro a él, y él no me mira a mí, sino la mira a ella, que tampoco lo mira de regreso sino que mira a otro que mira a otra y así. Muchos de nosotros vivimos engañados por las siluetas de nuestros fantasmas. Algunos de ustedes no. Ya encontraron a su espejo. Pero este post no es para ustedes, los afortunados, sino para nosotros, los que tenemos la mala pata de voltear en el momento preciso en que el sueño viaja enfrente de nuestras narices a 120 kilómetros por hora sobre Insurgentes, mientras sabemos que la metáfora en realidad tiene sentido y lo dice todo: él mira hacia adelante mientras yo lo miro pasar. Ahí queda dicho con una claridad espantosa. Y es muy triste, pero así es.

lunes, 14 de julio de 2008

ridícula

Milan Kundera escribió alguna vez que a los seres humanos, pocas cosas nos importan tanto como las miradas de los demás. Y hace una clasificación de las personas de acuerdo a las miradas que buscan (cómo le gustan las clasificaciones a Kundera): los que buscan muchas miradas, un público, un auditorio, aunque sea una masa más o menos anónima y lejana, (el locutor de radio o editor de un periódico, no me acuerdo bien, que después hacía comentarios para los escuchas ocultos de la policía comunista); los que buscan una sola mirada, la del ser amado (Teresa y Tomás); y los que actúan para una mirada imaginaria (Franz, para el fantasma de Sabina).

¿Por qué nos importan tanto las miradas de los demás? A lo mejor, el reconocimiento es casi una confirmación de nuestra existencia, quizás no es tanto “pienso, luego existo”, sino “me miran, me escuchan, luego existo”. La mirada de otro, o de otros, nos salva de nuestras propias fronteras y nos abre la puerta a la existencia de los demás, y es como si eso bastara para rescatarnos parcialmente, y nos restara fragilidad.

Por supuesto, son espejismos. El hecho de que nos miren y nos escuchen no es garantía de comunicación, quién sabe si realmente nos miran y nos escuchan; y aunque hagan el esfuerzo honesto, quién sabe hasta qué punto lo que llevamos por dentro puede ser expresado de una forma que resulte inteligible para el otro, o los otros. Quizás, en mayor o menor medida todo es un juego de suposiciones erradas: yo creo que él es tal como lo veo y creo que me mira tal como soy, pero yo veo lo que invento en él y él ve a la que inventa para mí. Y así nos vamos, tranquilos y engañados, hasta el fin.

Cuando leí “La insoportable levedad del ser”, para mí el más ridículo de los personajes era Franz, pobre soñador. Actuar para la mirada de los otros es de por sí ridículo, pero actuar para la mirada de alguien que no está, para la mirada inventada de un fantasma, es una exageración de lo ridículo. Y lo peor es que me siento reconocida en toda esa ridiculez. No sólo me preocupa infinitamente la forma en que los otros me miran, sino que estoy rodeada de fantasmas, y ejecuto para ellos breves gestos teatrales, todos los días. Soy la actriz de públicos imaginarios. La imaginación, mierda, es como la heroína. Yo siempre sueño despierta. Siempre. Así que por qué no habría de actuar un poquito también, a través de ademanes insignificantes que duran unos segundos nada más, que a veces son sólo una tensión pasajera en la panza o un timbre o un perfume o un acento en el rostro o en los ojos. Cuando voy a cruzar una calle, a veces, por ejemplo, me imagino que el hombre que me gusta (que todavía me gusta, por pura terquedad) está ahí, a pocos metros, en alguno de los coches (ni siquiera sé de qué color es, así que podría ser cualquiera), me imagino que está detrás de algún parabrisas, y que me mira. El chiste es no voltear. Si volteo, voy a ver a un hombre de mediana edad con cara de fastidio, o a una mujer y sus hijos de regreso del kínder, o algún grupito de adolescentes, y voy a saber con certeza que él no está y que yo soy ridícula. Pero si no volteo, la duda se sostiene como una esperanza impalpable, así como todo lo sutil e inmaterial que hay en el mundo y que es improbable pero nos mantiene vivos, por alguna razón. Yo no volteo en la cineteca, no volteo en el supermercado, y esta ciudad es tan impredecible y tan grande que su fantasma está ahí, en todos lados, siempre y cuando yo no abra los ojos para destruirlo.

Este blog puede ser muchas cosas pero también es un gesto teatral. En el fondo de todo, hay una dedicatoria, una esperanza diminuta, un poquito adolorida (pero sólo un poquito). Y todo es trágico y ridículo a la manera de Franz. Todo sigue siendo la duda que no se desvanece gracias a que cerramos los ojos un segundo. No queremos voltear hacia la realidad y sus ausencias, una señora acalorada en su minivan, o un par de oficinistas de regreso hacia sus casas, pero no él, en ninguno de los coches, por más que lo invoquemos en silencio cada vez que cruzamos una calle. No sé quiénes pasan de visita por aquí, pero una parte de mí ya sabe que hace mucho dejé de ser interesante para la silueta específica que me interesaba. Y esto es sólo (el blog, todas y cada una de las entradas), la canción que cantamos a solas, los pasitos de baile que improvisamos en el pasillo desierto, la pelea de Franz contra los delincuentes en un país asiático, son gestos para el fantasma y sabemos que son sólo gestos para nosotros mismos. Son gestos para nuestros sueños, gestos que a fin de cuentas nos dedicamos íntimamente, gestos con los que jugamos a que el juego continúa. En el fondo, hace mucho que perdimos y hace mucho que lo sabemos. Por lo menos yo, ya sé que perdí. Y aún así. El click en el botón de “publicar”, otra vez. Un día en el que me siento bonita entro al metro y mantengo la mirada fija en la ventana, el desconocido que será el gran amor de mi vida está ahí, en el asiento de al lado o en el de enfrente, siempre y cuando yo no voltee para confirmar su existencia, siempre y cuando deje a la duda respirar con sus perfumes vagos, que a la gente como yo nos intoxican, siempre, somos seres incurables, las gentes como Franz y como yo.

lunes, 23 de junio de 2008

orilla

Todo está a punto. Cualquier confort, cualquier seguridad precaria, suave, conocida, se balancea a punto de perder el equilibrio y se nos viene encima un rompimiento, como otros, pero más profundo a lo mejor esta vez, más definitivo, si abrimos bien los ojos y extendemos las yemas de los dedos.

Hay quienes están en la vida como peces en el agua, y en la realidad como en el elemento para el que fueron hechos. No son más ni menos, sólo son, se dedican a ser, están. A veces, yo también. Una calle por la que no había caminado, y ciertas fachadas o letreros pegados en las ventanas, o un pedacito del mercado y el hombre viejo hundiendo las manos en una canasta de capulines. Y el café en la cama la mañana del domingo, con la música a un lado y la novela que no podemos soltar aunque es la tercera vez que la leemos, y el cuarto en desorden y la luz detrás de la cortina anaranjada. O una canción en el radio, o una película en el cine que es de pronto una comunidad anónima de personas que comulgan bajo el mismo ataque de risa o la misma exclamación de sorpresa. Y la ciudad. La magia efímera de la segunda paloma sin escarcha y una de James Brown y la pista como un campo de nubes para volar y flotar y un hombre que nos mira y que nos gusta y que nos gusta cómo nos mira. Andrea de tres años platicando conmigo, diciéndome hola vecina y metiéndose sin permiso a mi casa, y Haydeé preparando la comida, y yo sé que no estoy sola y que hay la dulzura y el calor apenas necesarios. Y el café con mucha azúcar entre las cobijas con los ojos desvelados es la felicidad, y no hay que preguntarse nada, sólo sorber con aplicación y ronronear un poco en el edificio, en la ciudad, bajo el cielo que adivinamos azul, y es azul, esa otra magia breve antes de la lluvia.

Pero algo más. Siempre, algo más. Por debajo del café y las cobijas y la cortina y su luz sabemos que hay una tristeza minuciosamente construida, delicadamente armada, hecha de silencios y de ausencias impuestas como castigos. No sabemos muy bien por qué, y hay mucho que todavía no sabemos. No queremos tener 30 o 40 años y seguir preguntando, bajo la luz de ventanas más elegantes y quizás en camas matrimoniales pero en la coyuntura de un hueso o la línea transparente de las manos, ese silencio ahí, esa sombra húmeda, ese reclamo o ese castigo.

Si hay algo subterráneo que cotidianamente nos ha hundido las uñas queremos invocarlo a la luz, al sol. Será quizás la existencia o una fragilidad que nos da miedo o una inocencia que protegemos como si nos protegiera del mundo.

No soy hormiga. No soy ordenada. No elaboro ni cargo en fila india. No tengo disciplina. Dejo que el trabajo se acumule y me distraigo a conciencia hasta que empieza a ser demasiado tarde y entonces hago las cosas de un jalón, empujada por la angustia y la adrenalina de la noche antes. Siempre fue así. Mi vida no es un camino construido metódicamente. Es una languidez tras otra, bajo un disco o la sombra de un libro o la de un árbol y luego tres o cuatro sprints nerviosos y la salvación del último minuto. Siempre, la salvación.

Así que ahora, la respuesta, el camino, la vieja promesa, la promesa que prevalece (porque yo iba a ser bailarina de circo, y luego iba a ser escritora, y luego maestra de primaria pero lo único que sobrevive ahora, como si en la lejanía estuviera contenida la verdad, es el nombre repetido del mismo continente). Y no importa en realidad si acabamos en Zimbabue o sólo en Haití o Guatemala. Queremos la lejanía. Una lejanía al ras de la tierra y el dolor de los hombres. Intuimos ahí una curación. La sabemos. Cerramos los ojos (los abrimos hacia adentro) con la convicción de que eso por lo menos sí lo sabemos. Por lo menos, en esta vida hecha de contemplación y sueños, con sus excepciones como épocas rojas y como noches rojas, buscamos un salto al vacío que nos obligue a volar. Lo más importante es estar sola, lejos de todos los refugios y todos los paraguas, viviendo bajo la lluvia, hasta que el agua nos cale el estómago y el pecho, y nos despierte para siempre.

Así que empiezas por anunciarlo a los amigos, a la hermana, dices, este año. Dices, ya casi. Y ahora lo dices también aquí, para que sea inevitable. Para que cualquier permanencia sea como una afrenta para el honor cuando ya se hizo la promesa solemne de la aventura. Este es el testimonio, la promesa, el juramento. Y ya.
No hay reversa.

viernes, 13 de junio de 2008

el amor y la debilidad...

Dicen por ahí que no hay que enamorarse cuando nos sentimos vulnerables y débiles. No debemos enamorarnos de nadie si estamos tristes. Y los que lo dicen han de tener toda la razón, porque que yo recuerde, esas historias nunca han tenido un buen final, por lo menos en mi caso. Uno está dispuesto a entregar mucho, y hay hombres que tienen olfato para eso, uno tiene cara de víctima, y hay hombres que tienen vocación de victimario, aunque por supuesto todo es inconsciente y no nos damos de topes contra la pared sino hasta muchos meses después, cuando vamos recuperando poco a poco la cordura y las funciones neuronales. Pero bueno, ese asunto de los quereres nunca ha sido una cuestión de botoncitos que encendemos o apagamos si decidimos que sí o decidimos que mejor siempre no. Y la tristeza nos hace propensos a los peores accidentes amorosos, los que nos harán (ay, pero mucho mucho tiempo después) retorcernos de pura bilis y arrepentimiento. A lo mejor, todas las relaciones son asimétricas, unas un poquito y otras un chingo. Pero nadie quiere estar del lado débil, si siempre hay alguien que quiere más y alguien que quiere menos, todos preferimos que nos quieran más, preferimos el lado que sostiene el mango del sartén, el lado que va a salir menos chamuscado cuando todo truene como cáscara de nuez con gusanitos.

Ojalá la práctica pudiera apegarse a la teoría y uno decidira matemáticamente sus operaciones sentimentales: dar sólo en la medida de lo que recibimos, sin números rojos, y sin superávit. Aunque en el fondo, qué hueva.

Hay por ahí una especie rara de seres afortunados que se encuentran mutuamente. Se encuentran. Y saltan al abismo a la cuenta de tres agarraditos de la mano. For better or for worse in sicknes and health por los siglos de los siglos amén; los que se quedan por los siglos de los siglos hasta que la muerte los separa (y no me refiero al matrimonio, sino al amor) son una especie de milagro ambulante, que a las mujeres cursilientas como yo nos refuerzan la esperanza en que el prodigio existe y podemos creer, el túnel está re gacho y ay cómo nos hemos raspado en el camino pero ahí viene, refulgente con toda la luz del final del camino, el príncipe que no sólo nos rescatará en corcel y toda la cosa, sino que envejecerá y nos agarrará de la mano arrugadita y nos mirará todavía con dulzura el rostro canoso y chimuelo y medio senil. Y la tristeza, lo hondo del túnel, nos hace desear un rescate a toda costa. Pero uno en casos así no atrae nunca al príncipe en cuestión, sino con mucha frecuencia a alimañas de la peor especie, corsarios de los túneles emocionales, que se aprovechan de la debilidad para asumir el lado más cómodo y seguro de la relación, son los que se recargan en el sillón y se frotan la panza con el corazón del otro, hasta que se aburren, o hasta que el otro y/o otra reacciona, recupera la lucidez, y los manda cual debe ser a la chingada.

Yo, creo que en mis épocas más tristes cometí simultáneamente y de manera acelerada todos los errores que me cabían en la caja torácica. Y ahora sigo siendo infantil y rosa cuando sueño, pero ya dejé de creer con el fervor de antes en los príncipes. Y dejé de creer en los rescates. Y la neta, pues sí creo que existen los milagros, y en que un porcentaje de los mortales vive amores inmortales, pero las probabilidades de caer en ese grupito selecto son mínimas. Los milagros ocurren por accidente, y le ocurren a muy pocos, y no creo que tengan nada que ver con el fervor con el que la gente les reza para que ocurran. La eternidad es una cosa rarísima, y si llega a eternidad, nunca es perfecta. Pero hay magia. De eso sí estoy completamente segura. La magia entre dos también es un accidente, pero es menos improbable que la eternidad.

Y como todo es accidental, las reglas no sirven para nada. Hay muchas reglas; sé siempre la perseguida y nunca la perseguidora es una de las más universales, sostenida por siglos de cultura sobre lo femenino y lo masculino. En el fondo, creo que no importa. Cada corazón tiene un detonador distinto y estoy casi segura de que las explosiones, las explosiones luminosas, dependen de un conjunto de coincidencias circunstanciales. La luz o la música o la atmósfera de un momento nos favorecen, nos pintan con colores poéticos, nos vinculan a alguna imagen arcaica en la memoria del otro que nos hace parecer irremplazables. Yo por lo menos nunca me enamoro de una lista de cualidades, me enamoro de imágenes, de la impresión general de un momento que se parece a una promesa. Y ya está, es el instante de la caída, una especie de salto mortal que nos atrae porque no hay nada más romántico que lanzarse al abismo en nombre del amor.

Lo malo es que cada raspón y cada fractura sumada a las anteriores nos van haciendo distantes y fríos, y en esas circunstancias la magia no hace acto de presencia. Porque la magia sí debe ser invocada en silencio, y si no la invocamos, llegan otras cosas, pero no la luz que se ocupa para que todo parezca, aunque sea por un instante, insustituible. Uno está cada vez menos dispuesto a dar saltos ciegos, y reemplazamos la fe que nos traicionó una y otra vez por reglas cada vez más pragmáticas, por supersticiones del comportamiento cada vez más rígidas. Las revistas del supermercado están llenas de esas recetas que enumeran, en diez sencillos pasos o menos, el camino adecuado para atraer al hombre perfecto y sostener con él la relación perfecta. Iaj.

Yo, soy cursi. Ando suspire que te suspire. Pero tengo mis horas lúcidas, y entonces no suspiro, nomás sonrío de lado con un poquito de ironía, porque aunque usted, lector uno dos o tres, no lo crea, aunque haya leído usted este blog que es un homenaje rosa a lo rosa, tengo mis momentos de lucidez y de ironía. He conocido demasiados hombres egocéntricos. Y también sé que no todos los hombres son iguales. Sé que la magia es un accidente, y por lo tanto lo mejor que podemos hacer es no preocuparnos demasiado por ella. Hagamos lo que hagamos, la magia aparecerá en el momento en que a la magia se le pegue la gana. No hay reglas. En algún momento, el momento que nos parezca el momento perfecto, vamos a tener que cerrar los ojos y creer. Otra vez. Las mujeres somos así, no nos rendimos tan fácil, tenemos el corazón grandote y generoso.

Todo va a ser perfecto como por tres segundos, y luego tendrá que ser imperfecto. Si la luz que lo detonó todo sigue estando ahí, no importará que a él le huelan los pies o que ella sea horriblemente impuntual. Seguirán ocurriendo los momentos impregnados de poesía o cosas parecidas, como monumentos para la memoria que lo irán sosteniendo todo por un tiempo. Y en la medida en que todo sea más real, será más profundo, en una de esas, cada vez un poco más irrevocable. Y ciegos, cada vez más ciegos y más dulces, seguirán así, balanceándose con el milagro de la eternidad por un lado y la oscuridad sin remedio de la fractura por el otro. Y en esto sí soy irreductiblemente rosa: si estoy dispuesta a saltar no es porque crea que haya muchas probabilidades de salir ilesa, sino porque me cautiva la belleza de las caídas y los vuelos, aunque sean fugaces.

Yo para todo tengo mis discursos. Como éste. En el fondo sí sé que no sé casi nada. Sé poquitisísimas cosas: no te enamores de los egocéntricos, y nunca te enamores cuando estás triste. Lo demás queda en manos del destino o el azar, a los dos les doy chance de jugar con mi futuro.

Estos son momentos vulnerables. Momentos para concentrarme en mi propio rescate. Esos rescates nadie mejor que uno solito para ejecutarlos. Ni modo. Cuando andamos tristes nos carcomen las ganas por un par de brazos robustos que nos abracen y una voz que nos arrulle hasta que se nos pase el berrinche. He ahí la paradoja (mierda). Cuando somos débiles es cuando no nos queda más remedio que ser fuertes, y resistir la tentación del vértigo, con todas sus promesas.

lunes, 2 de junio de 2008

Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Muerta de frío y llena de sal. Colgando por la punta de las uñas, por hilos de sangre adelgazada, de oasis que tiemblan en el desierto, que se diluyen, y desaparecen. Siempre resultan falsos, y son todo lo que tengo. Y aquí estoy, sostenida por hebras frágiles, de todos mis espejismos, como artista de las acrobacias, del trapecio y la cuerda floja, pedaleando el monociclo y jugando con la boca de los leones, ofreciendo el corazón a los paseantes, a los desconocidos.

Yo sé cómo estar sola. En el fondo, nunca he dejado de estar sola. Alrededor de mí está siempre la visión del oasis tembloroso, aislándome, protegiéndome, del mundo. Yo he llegado ahí innumerables veces, he bebido néctares y me he hartado de dátiles, y me he hundido en ojos como ojos de agua, y en pechos como lagos quietos. Ni siquiera cuando, una y otra vez, todo es de nuevo sólo el gusto seco de la arena, ni siquiera entonces deja de ser dulce. Ni siquiera entonces me alejo. Con fe estúpida, con esperanza deslumbrada, sigo creyendo, ofreciendo el corazón a los transeúntes, a los extraños.

Hace muchos días que quiero acurrucarme. Quiero dejar que me consuelen. Que acaricien mi cabeza.

Pero no me estoy muriendo. Estoy al margen del camino, viviendo. Recuperando espejos, cuentas de vidrio, canicas, monedas, piedritas, pequeños tesoros. No soy pobre, lo tengo todo. El cielo completo, encima de mi cabeza, y los bosques de rostros humanos, donde me pierdo cada vez que puedo. El único problema es mi corazón ciego. Corre y se estrella, una y otra vez, embiste las paredes, los árboles, los postes de luz en la banqueta. Una y otra vez, se empeña en creer, y se ofrece al azar, a los pasajeros del microbús, a los vagabundos, a los conocidos de la niñez, a voces sin cuerpo que deambulan en el aire, a rostros indefinidos que aparecen en los sueños.

Hace muchos días que quiero darme a beber.

Nada de esto importa, decirlo tampoco importa. Todo lo que podemos hacer es cerrar los ojos, o abrir los ojos. Llorar si queremos, con nuestras propias cortinas, azules o grises. Orar en silencio, si queremos, o aullar o cantar como locos, si queremos. Pedirle al corazón que por favor por favor por favor se duerma. Que se hunda en un sueño mudo, sin sueños. Que no murmure, que no exija, que nos deje en paz, que se quede callado.

Danos hoy, corazón, el sosiego nuestro de cada día, la tranquilidad de los que no se entregan, y no necesitan entregarse. Los que no quieren volar, y se resguardan, intactos. Los que caminan al ras de la tierra y vigilan sus pasos, y nunca se tropiezan, y nunca se desgarran una rodilla o el pecho, nunca se rompen el alma o los huesos. Danos hoy el desierto sin sed de los satisfechos. Aquellos que se beben a sí mismos, y con eso les basta, y nunca tienen frío, nunca tiemblan, y tampoco tienen fiebre. Danos hoy ese desierto sin espejismos, ese silencio.

Duerme de una vez, corazón. Deja de buscar. Sé un monumento frío. Si quieren venir, que vengan las palomas, los gorriones, les daremos sólo la superficie helada de la piel, los tomaremos con el puño y los dejaremos caer al suelo. Que se quiebren los otros, nosotros, corazón, nunca más nos romperemos. Vamos a ser como una estatua en un jardín, corazón, vamos a dejar que nos admiren desde lejos.

Sin sacrificios inútiles, corazón. Dejemos de latir, dejemos de escribir malos poemas. Concentrémonos en la ciencia exacta de la realidad y los balances, y hagamos transacciones equilibradas con el mundo. Hay que reír, gozar, comer en abundancia, ir a las fiestas, acariciar a las palomas o los gatos que se acerquen. Sin sacrificios inútiles, sin caídas, sin raspones, sin cielo, sin viento en las alas, sin lágrimas. Sin dolores que lleguen de improviso, corazón, esos dolores que nos pueden romper para siempre, por completo. Sin abismos. Sin galaxias. Sin vía láctea. Sin laberintos. Hay que seguir la línea recta de la carretera, sin desviaciones, sin sorpresas, sin caminitos de tierra que nos saquen de improviso hasta el mar. Sin el mar, sólo el desierto, plano, sensato, satisfecho.

Pero mi corazón no escucha. Hace su propia voluntad, no me hace caso. Anda por ahí en el mundo, como víctima propicia, como sacrificio ambulante, tembloroso, agarrado por la punta de los dedos a la imagen de una luna o la promesa de una nube. Murmurando ciegamente el nombre de ciudades.

A veces quiero darle la espalda, por estúpido, pero la mayoría de las veces sólo lo miro con mucha tristeza. No puede ser de otro modo. No quiere morirse, quiere latir. No quiere dormirse, quiere con terquedad que lo dejen estar despierto, con la boca seca, lleno de sal y muerto de frío, a punto de romperse, colgando de palabras murmuradas por accidente, y la visión de la sombra de un ave cruzando el suelo.

Cierro los ojos. Escucho al corazón latiendo con el frío y la esperanza sin raciocinio de siempre. Me gustaría acariciarle y decirle, todo está bien, no te preocupes, yo te consuelo. Pero por supuesto, no puedo. Soy yo la que tiene frío. Soy yo la que anda colgando de ficciones como hilos delgados. Soy yo la que quiere un pecho para recargar ahí la cabeza, rendida.

En el fondo, siempre me he inclinado al bando de los que están vivos, los que sufren por las estrellas, los que se pierden y se mueren sin dejar de buscar el mar.

También sé que esto es lo que dicen los que todavía no saben. Nada. Los que olvidan toda la amargura de los sabores amargos y todo el ácido que remueve huesos. Yo sufrí una vez solamente. Y ya no recuerdo nada. Por eso me inclino a favor de mis latidos, y pienso con ingenuidad en mis alas abiertas. Y sigo queriendo. Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Al primer descuido, voy a dejar que me rompan por completo.

POSDATA

A los que han logrado con éxito arrullar su corazón para dormirlo, y no se inmolan inútilmente, y evitan con cuidado los abismos. A algunos de ustedes, no sé muy bien por qué, los quiero. A los que no vuelan porque les rompieron una por una las fibras de las alas, y es por eso que renunciaron al cielo, y se predican a sí mismos la contención y el silencio. Estaría dispuesta a creer en algunos, los más dulces, los más frágiles, los más cálidos, los más honestos de ustedes. Creo que llevan firmamento interminable, y cúmulos de galaxias, y cúmulos de aves, migratorias, que son valientes y atraviesan muchas veces el mar, por dentro.

Desde lejos. Con esperanza distante. Con mi propia frialdad. Sin cercanía y sin desprecio. Ustedes son el límite de mi corazón (mi corazón es estúpido, pero tiene límites). Sé de antemano que no se van a enamorar de mí. De antemano les digo que no me voy a enamorar de ustedes. Pero les podría acariciar la cabeza lacerada, un momento. Me gustaría decirles (pero qué caso tiene), que la vida es un túnel de luciérnagas breves. Y no hay nada más dulce que el momento en que nos encendemos.

viernes, 16 de mayo de 2008

otra vez

Hoy por la mañana, casi sin pretexto, se aceleró mi pecho. Estúpida. Y la esperanza, ese animal sediento, bebió un poquito de ficciones usadas, como si a la posibilidad le hubiera crecido tierra. A veces me miro objetivamente y me doy un poco de pena, por tanta ilusión tan gratuita y tan rosa. La mayor parte del tiempo sin embargo, yo, como todo el mundo, me miro subjetivamente, desde mis propias trampas, desde todos mis deseos, incapaz hasta la médula de renunciar a las historias que invento, con sus trayectos, apariciones, y coincidencias. Hago esfuerzos honestos por aniquilar ese lado mío, pero en cualquier descuido me gana el lado deshonesto. Casi siempre.

Conforme pasan los años voy adquiriendo mis dosis correspondientes de escepticismo y criterio, aunque a un ritmo más lento que el resto de la gente. Renunciar a la esperanza duele, y a mí, a veces, me duele mucho, y entonces, aplazo las muertes definitivas de los sueños y los dejo permanecer como virus dormidos en el cuerpo. Lo malo es que a la primer baja de defensas los virus despiertan. Se convierten en enfermedades crónicas, y nunca quieren morir de muerte de natural. Hay que asesinarlos, con golpes definitivos, con hachazos. Y yo, carajo, tengo una especie de incapacidad congénita para la violencia y las confrontaciones. No digamos ya con el mundo sino conmigo, con mis vicios secretos, con mis engaños dulcemente cultivados.

La esperanza es un animal sediento. No razona. No dialoga. Nunca entiende. Sólo respira y obedece instintos de sobrevivencia. Cuando le lanzan un hueso, que nunca es ni siquiera un hueso sino la sombra de un hueso, la promesa de un hueso, se abalanza y muerde. Pobre, siempre tiene hambre, siempre le falta algo.

A mí, cuando no estoy en sus garras, cuando no tengo alas sino pies como la gente razonable, me gusta pronunciar decretos. Creo que se parecen a medidas desesperadas pero entre más contundentes, entre más se parezcan a un hachazo, entre más nos acerquen a la ilusión de asesinar a la ilusión, mejor. Y entonces me da por renunciar. Casi nunca renuncio a mis caminos o a mis promesas interiores (esos sueños me mantienen viva, y me gustan). Casi siempre renuncio a personas. Me digo, con porte de verdugo satisfecho: “la idea de A o B está muerta, para siempre, y no hay resurrección posible”.

Pero he aquí que hoy por la mañana, Lázaro.

Lo peor es que esas breves resurrecciones me entristecen. Son como detonar otra vez una caída.

jueves, 15 de mayo de 2008

sueños

No podría vivir sin mis sueños, lo que quiere decir: no podría vivir sin los mundos que mi imaginación inventa. Son jugueteos interiores con las posibilidades de todo, y esos universos latentes respiran junto conmigo, siempre.

Casi nunca los recuerdo con exactitud, sólo sé que a veces mis sueños me sorprenden, y despierto en la madrugada con la impresión de haber visitado un mundo… quién sabe cuántos universos hay, que sólo despiertan cuando estamos dormidos. Corrientes subterráneas de imágenes, furtivas, extrañas.

Los sueños repetitivos encapsulan las sensaciones de una época, y quedan después como la crónica de sentimientos superados:
Cuando empecé a vivir en esta ciudad soñaba que me perdía en zonas de aire hostil a horas en que el metro no funciona. Ya no tengo esos sueños, qué bueno.
Cuando empecé a estudiar Antropología me soñaba con frecuencia haciendo viajes a islas exóticas en mares turquesa (en una de ellas, me recibía un “nativo” guapísimo, de rastas hasta la cintura, con una chela, para mí). Ya no tengo esos sueños, qué lástima.

He hecho viajes pachequísimos en mis sueños, y algunos me ofrecen imágenes que luego, ya en la vigilia, recuerdo como cuadros sugerentes. Pero mis favoritos son los más infantiles: cuando tienes hambre y sueñas que comes algo saturado en calorías, cuando te gusta un hombre y sueñas que te besa, cuando quieres ser de algún modo y el sueño te recrea tal y como tienes ganas de mostrarte.

Anoche soñé que Radiohead daba un concierto en México. La euforia en el estadio era indescriptible. Todos teníamos ganas de llorar. Yo estaba muy cerquita del escenario, y luego, no sé cómo, estaba en el escenario, al lado de Thom Yorke (de quien siempre he estado enamorada y con quien me casaría en un segundo si existiese esa remota posibilidad). Hay lagunas en el sueño (nunca he logrado hacer reconstrucciones detalladas a la mañana siguiente), pero en algún momento, Thom y yo nos dábamos primero un beso en la mejilla, y luego un breve beso en la boca. Pura felicidad inexpresable. Hasta que mi subconsciente aguafiestas inventó una tormenta que nos amenazaba a todos con electrocuciones, y la sutil frontera que va de la euforia a la angustia se rompió. Ni modo…

gatos

En mi cuadra hay varios y por eso no nos acosan las ratas. Uno de mis favoritos es blanco y gris, de la hermosa especie de los que usan calcetines. No sé si no tiene dueño o más bien es muy independiente, pero siempre lo encuentro solo, a las horas de mayor silencio de la noche, cruzando libremente la avenida de ida o de regreso. Hay otro, atigrado, que se coloca sobre el techo de un portón vecino. Siempre se sienta en posición de vigilante, elegantísimo y erguido. Parece inquebrantable, pero si uno le habla en tonos dulces, responde en tonos dulces de regreso.
Son los héroes de mi calle. Pasan como sombras sin exigir reconocimiento, pero me tranquiliza pensar en las curvas discretas de sus cuerpos y en sus patas acolchadas, patrullando nuestra noche, protegiendo nuestros sueños.

miércoles, 7 de mayo de 2008

ahora

¿Sabemos cómo nos sentimos? Qué hueva andar clavada en el permanente autoanálisis, por un lado… Por otro, a veces, una sospecha latente de lágrimas que pudiera atribuirse a las horas que transcurren frente a una pantalla de computadora o quién sabe… A veces. Ríos subterráneos y salados, que laten, sediciosos... porque tengo mis momentos depresivos, y lloro todo el tiempo en el cine, pero casi nunca lloro esas lágrimas mías. Un día, pronto, en ejercicio narcisista de egocentrismo exacerbado me gustaría llorar de una vez por todas. Una sola vez, por todas las que me hicieron falta. Un solo y definitivo acto de limpieza.

Porque estoy convencida de que lo mío lo mío, mi vocación verdadera, es la felicidad… Todas las personas felices que conozco me demuestran que esa es una capacidad interna y no una circunstancia. Uno de los hombres más felices que he visto tiene cerca de ochenta años y casi toda su vida ha manejado la misma ruta de combis. Es feliz platicando con los pasajeros, y leyendo los libros que consigue en librerías de viejo, y escuchando a Beethoven. Años de manejar la misma ruta, y aún así ejerce cotidianamente una vitalidad sin límites, sorprendido por todo, lleno de curiosidad por el mundo, haciendo chistes inocentes, risueño. Despierto.
Así como me descubro ahora con una amenaza de lágrimas bajo los ojos irritados por la computadora o el sueño, hay personas que llevan la sonrisa como síntoma de síndromes dulces. Seres luminosos, a altas horas de la noche, moviéndose con eficiencia en el puesto de tacos que atenderán hasta la mañana siguiente, siguiendo la rutina que se repite sin descanso, sonríen con una sinceridad que debe anclarse en la médula y las coyunturas, que debe venir de todos los resortes internos.

Y así como hay síntomas hay también antídotos. Mágicos. Mi abuelita tuvo siempre el epítome de lo que es una “risa contagiosa”. Hay personas así. Contagiosas. Mi hermana me contagia la simpleza absoluta, y con ella aspiro siempre dosis necesarias y saludables de ligereza. Reímos por cualquier estupidez como si fuera el chiste más sofisticado del mundo, como niñitas bobas. A mí lado, mientras escribo esto, Tere es víctima de esos momentos de inconsciencia en los que la gente se olvida de los demás y de sí misma y actúa como si estuviera a solas, bailando, sentada frente a su computadora con los audífonos puestos. Esos momentos de inconsciencia, cuando uno está ahí para verlos, también son antídotos. Y sigo escribiendo, mientras la memoria de las personas y los gestos que me hacen sonreír me hace sonreír, en efecto. Y de todos modos, siguen los ojos imperceptiblemente húmedos, haciendo el reclamo de algo que debe ser una cadena larga de dolores y fracturas como alas negras sobre la espalda inclinada.

Este es sólo el retrato preciso de este momento. Una vez soñé que tenía que presentar algún examen de la escuela y no me podía mantener despierta, que se cerraban mis ojos contra mi voluntad. Si la felicidad es estar despiertos su antítesis es el adormecimiento. A veces redescubro en ciertas horas del día los ecos angustiosos de ese sueño, luchando contra la somnolencia. Me dan ganas entonces de patear el corazón para que despierte, para que recupere el ritmo, y se acelere (no hay nada como los aceleramientos del propio corazón).

Porque están los otros momentos. No sé exactamente de qué resorte dependen pero a veces todo es simplemente luz. Todo es pecho expandido. Las alas no son negras sino rojas, o azules, y no doblan la espalda sino que la sacuden con la promesa del vuelo. Son momentos definidos por la conciencia. Son la antítesis del sopor.

Ocurrirán hoy mismo, también. Instantes lúcidos. Ataques de risa. Sonrisas inconscientes. Pero este momento es todo ojos enrojecidos sin razón concreta, y ganas de agarrar el corazón a patadas. He aquí, pues, su retrato, mientras empieza justo ahora una canción que me gusta, y todo está ligeramente mejor…

miércoles, 2 de abril de 2008

claraboya número uno

Todavía juego, todavía sueño. Todavía hago pantomimas, pequeños monólogos frente al universo, que nadie mira, porque no hay nadie, porque no hay ecuación, porque los términos son imaginarios. Todavía espío. Todavía ofrezco el pecho a mis desilusiones cotidianas. Pero, chingá, aprendo, deseo fervorosamente estar aprendiendo. Que lo único real es lo que ocurre, cada momento que comienza, que los sueños no son la semilla de árboles ni bosques, que son sólo humo destinado a disiparse.

Afuera el mundo late. Yo escribo, evasora, desde la computadora de una oficina. Escribo. Este es mi tragaluz.