lunes, 23 de junio de 2008

orilla

Todo está a punto. Cualquier confort, cualquier seguridad precaria, suave, conocida, se balancea a punto de perder el equilibrio y se nos viene encima un rompimiento, como otros, pero más profundo a lo mejor esta vez, más definitivo, si abrimos bien los ojos y extendemos las yemas de los dedos.

Hay quienes están en la vida como peces en el agua, y en la realidad como en el elemento para el que fueron hechos. No son más ni menos, sólo son, se dedican a ser, están. A veces, yo también. Una calle por la que no había caminado, y ciertas fachadas o letreros pegados en las ventanas, o un pedacito del mercado y el hombre viejo hundiendo las manos en una canasta de capulines. Y el café en la cama la mañana del domingo, con la música a un lado y la novela que no podemos soltar aunque es la tercera vez que la leemos, y el cuarto en desorden y la luz detrás de la cortina anaranjada. O una canción en el radio, o una película en el cine que es de pronto una comunidad anónima de personas que comulgan bajo el mismo ataque de risa o la misma exclamación de sorpresa. Y la ciudad. La magia efímera de la segunda paloma sin escarcha y una de James Brown y la pista como un campo de nubes para volar y flotar y un hombre que nos mira y que nos gusta y que nos gusta cómo nos mira. Andrea de tres años platicando conmigo, diciéndome hola vecina y metiéndose sin permiso a mi casa, y Haydeé preparando la comida, y yo sé que no estoy sola y que hay la dulzura y el calor apenas necesarios. Y el café con mucha azúcar entre las cobijas con los ojos desvelados es la felicidad, y no hay que preguntarse nada, sólo sorber con aplicación y ronronear un poco en el edificio, en la ciudad, bajo el cielo que adivinamos azul, y es azul, esa otra magia breve antes de la lluvia.

Pero algo más. Siempre, algo más. Por debajo del café y las cobijas y la cortina y su luz sabemos que hay una tristeza minuciosamente construida, delicadamente armada, hecha de silencios y de ausencias impuestas como castigos. No sabemos muy bien por qué, y hay mucho que todavía no sabemos. No queremos tener 30 o 40 años y seguir preguntando, bajo la luz de ventanas más elegantes y quizás en camas matrimoniales pero en la coyuntura de un hueso o la línea transparente de las manos, ese silencio ahí, esa sombra húmeda, ese reclamo o ese castigo.

Si hay algo subterráneo que cotidianamente nos ha hundido las uñas queremos invocarlo a la luz, al sol. Será quizás la existencia o una fragilidad que nos da miedo o una inocencia que protegemos como si nos protegiera del mundo.

No soy hormiga. No soy ordenada. No elaboro ni cargo en fila india. No tengo disciplina. Dejo que el trabajo se acumule y me distraigo a conciencia hasta que empieza a ser demasiado tarde y entonces hago las cosas de un jalón, empujada por la angustia y la adrenalina de la noche antes. Siempre fue así. Mi vida no es un camino construido metódicamente. Es una languidez tras otra, bajo un disco o la sombra de un libro o la de un árbol y luego tres o cuatro sprints nerviosos y la salvación del último minuto. Siempre, la salvación.

Así que ahora, la respuesta, el camino, la vieja promesa, la promesa que prevalece (porque yo iba a ser bailarina de circo, y luego iba a ser escritora, y luego maestra de primaria pero lo único que sobrevive ahora, como si en la lejanía estuviera contenida la verdad, es el nombre repetido del mismo continente). Y no importa en realidad si acabamos en Zimbabue o sólo en Haití o Guatemala. Queremos la lejanía. Una lejanía al ras de la tierra y el dolor de los hombres. Intuimos ahí una curación. La sabemos. Cerramos los ojos (los abrimos hacia adentro) con la convicción de que eso por lo menos sí lo sabemos. Por lo menos, en esta vida hecha de contemplación y sueños, con sus excepciones como épocas rojas y como noches rojas, buscamos un salto al vacío que nos obligue a volar. Lo más importante es estar sola, lejos de todos los refugios y todos los paraguas, viviendo bajo la lluvia, hasta que el agua nos cale el estómago y el pecho, y nos despierte para siempre.

Así que empiezas por anunciarlo a los amigos, a la hermana, dices, este año. Dices, ya casi. Y ahora lo dices también aquí, para que sea inevitable. Para que cualquier permanencia sea como una afrenta para el honor cuando ya se hizo la promesa solemne de la aventura. Este es el testimonio, la promesa, el juramento. Y ya.
No hay reversa.

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