miércoles, 25 de junio de 2008

paréntesis

Hoy, como niños, infantes de oficina que somos, no salimos a comer, nos quedamos en nuestros cubículos de siempre, con reservas de helado y galletas. De cappuccino y chocolate, respectivamente. Todo adquiere tonos de irrealidad, aunque, ya poniéndonos más filosóficos, quién sabe qué es la realidad y cuál es su antítesis y de acuerdo a qué parámetros seguramente imposibles uno acomodaría a lo cierto un lado y a lo falso del otro, etcétera. Así que puedo decir algo más segura que a veces mi vida me da la impresión de transcurrir en sueños, como si entre ese que es el mundo que le ocurre a todos y también a mí, y yo, hubiera capas y capas de algodón, tres metros de polvo muy tenue, o medio centímetro de agua. Es una especie suave y casi transparente de aislamiento que me ocurre sólo cuando estoy aquí, frente a la pantalla, con los audífonos puestos, pretendiendo que traduzco cosas del español al inglés pero en realidad nadando y vagabundeando por estratos finísimos de materia, que toman la forma de ventanitas por las que me asomo a estratos todavía más inaprensibles, pelusilla diluida de dientes de león y cosas por el estilo. Letras. Palabras. Dibujos, pinturas, fotografías. Música. Todo eso es el mundo a través de alguien más. El mundo a través de mí pasa por este instante como el eco de un eco de un eco, o el sacudimiento final, ya reblandecido, de un terremoto que levanta montañas o derrumba ciudades a muchos kilómetros de aquí. Y yo toco esa última sacudida, y es un regalo, es un pequeño temblor a la medida de mi pecho, y está bien, y si me gusta, seguramente lo iré repitiendo como el eco del eco por la calle, ya de vuelta en la calle, por un rato. Pero siento nostalgia por los epicentros. En este preciso instante que para mí no es más que la playa fantasmagórica donde se estrellan cosas que vienen de otras latitudes, alguien camina por una sierra michoacana, y se detiene a tomar agua salida de la montaña, con el deleite sin límite que es tener mucho calor y tomar agua helada y espesa; y hay un grupo de niños, en un pueblo sin chiste junto a un río sin chiste, que se echan clavados desde un árbol compitiendo con sus hermanos; y hay montones de gente que en este momento acarician el lomo curvo de un gato, acurrucado entre las piernas en el sol del jardín, o escondido entre libros viejos en rincones que huelen a humedad; y hay gente que se deja mecer por el mar; y hay gente que justo ahorita vive un éxtasis laboriosamente cultivado, prueba la cima del Everest, o cruza a nado un canal frío y peligroso, o rompe un estúpido récord guiness pero lo rompe a fin de cuentas y se sabe poseedor de su medida correspondiente de inmortalidad; y hay gente que ahora se inclina junto a un rostro a punto del primer beso, y es cursi y es idiota pero es bello y mientras yo escribo esto un montón de gente se está besando por primera vez; y hay alguien sacando el violín o la flauta del estuche para tocar en las calles de Barcelona o el metro de cualquier ciudad; y hay guitarristas rasgando cuerdas, y bailarines dando piruetas, y el complicado equipo de un gran director cinematográfico se pone en movimiento mientras crean la próxima obra maestra; y hay rescatistas salvando gente y bomberos apagando incendios; y hay adolescentes mirando con timidez a una muchacha; y hay mujeres gritando por el dolor de su primer parto; y hay gente recibiendo la primera de varias sesiones de quimioterapia; y hay quienes le toman la mano a alguien, puede ser que a alguien a quien aman dolorosamente, y le toman la mano en el hospital o en la cama o para cruzar la calle; y hay quienes, justo ahora, sienten bajo las piernas, ceñidos a su cuerpo, los músculos de un caballo que galopa sin contenciones; y hay quienes ponen temblorosos los últimos dólares sobre la mesa de black jack; y hay quienes miran por primera vez algo que no habían visto nunca, una montaña japonesa o la iglesia de un pueblo checo junto a las vías del tren; y los que jugaron el partido más reciente de la Eurocopa se desploman rendidos sobre la cama del hotel; y periodistas toman fotos en medio del tiroteo, a pocos centímetros de la muerte, y aunque se han acostumbrado a esa amenaza el cuerpo entero les late con violencia; y cirujanos hacen un trasplante cuidadoso; y niños juegan a las escondidillas, y varios de ellos sienten la decepción de ser descubiertos y otros muchos esperan en silencio, expectantes, detrás del ropero o debajo de la cama; y un grupo de pandilleros acaba de asaltar un banco en algún barrio de Los Ángeles; y miles de policías corren detrás de decenas de miles de delincuentes; y alguien prueba por primera vez la heroína; y alguien aprieta entre sus manos su primer boleto para su primer concierto de Radiohead; y alguien encuentra una carta de despedida, o una nota de desalojo; y alguien lleva el cuerpo adolorido por su primer noche a la intemperie, en la banca de un parque por ejemplo; y alguien da clases de secundaria en una comunidad indígena de Chiapas; y alguien se da cuenta de que se está muriendo, justo ahora, y sonríe con sabiduría. Todo eso le ocurre a millones de gentes a lo largo del paréntesis que se abre alrededor de las 10 y se cierra alrededor de las 6, de lunes a viernes, todas las semanas, en mi vida. Me gustaría quejarme menos, cerrar la boca de una vez por todas, y que no se sintiera como un paréntesis, sino como un epicentro cotidiano. Pero todo lo que supuestamente justifica esta espera, y el fin de la espera, ya ha sido dibujado muchas veces aquí, en otros discursos archirepetitivos. Así que me detengo. Por última vez. Además, la canción en turno es deliciosa (Minnesoter, de los Dandy Warhols), y la combinación del helado con las galletas y mi coca cola fría no tiene comparación. Y esto ya sé que es letargo, es placidez sin desafíos, se parece a la panza de los gatos en días como el domingo, pero está a punto de acabar, y quizás, así como ahora siento nostalgia por los epicentros, luego puede ser que mire con algo de añoranza estos meses a donde por los turnos laborales sólo llegaba el mundo entre algodones, el temblor diluido de las guerras y los dramas y las conquistas (ay, eso no es cierto, no voy a añorar nunca esta oficina, a quién quiero engañar), pero en este instante ya suena Starlings, de Elbow, y es una maravilla, y escribir se siente bien.

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