jueves, 29 de mayo de 2008

gratuita

Yo: gratuita como el cielo o un árbol
fui un conejo blanco
en la trampa
de tus manos
y me dejé beber como un vaso de leche,
y fui el murmullo claro que caía
en hilos de rumor, por tu garganta

puse mi cabeza frágil sobre tu hombro,
y era mi corazón, aunque no lo sabía


Fueron tus dedos pero eran mis dedos
los que inventaron el viento y la lluvia
y el frío, para que yo me quebrara
como la fina armadura del agua.

Fue tu boca pero era mi boca
y eran, desde la raíz de mi espalda, mis alas
y eran mis manos adoloridas
que te sostuvieron, como una taza caliente
para la noche helada.


No alcanzamos luz suficiente para una vela entera,
sólo el flashazo afilado en la mirada de un gato,
o la uña de una luna, o el anillo de un planeta.

Fueron tus lanzas
pero mía, la guerra.
Y míos los tigres dispuestos al salto
y mías las heridas que abrió la tormenta.

Mía es la sangre
que escurrió en hebras tiernas
y son mías mis lágrimas
que mis manos despejan.

Yo: como la mañana, gratuita
puse mi voz
en el hueco de tu pecho
y fui para tu boca la sangre soleada
de las colmenas, una ola de trigo,
un pedacito de pan.

Sacrificada como un cordero
alimentado con flores, limpio y delgado
me quebré, yo, el tallo de una niña
me rompí, yo, el párpado del ciego
en las manos del milagro.

Fue tu boca pero eran mis venas
Fue tu noche pero la noche era mía
Era mi fiesta,
mi oración, mi sacrificio, mi ceremonia
oficiados a la sombra de mi pecho
en la tibia hondura de mi sangre,
Una palabra mía, secreta, una rama de olivo, un anuncio de tierra
para llevarla en el pico como golondrina reciente
y consolar al hombre (un día, un hombre)
que ahora navega y no sabe

que me espera.

Era mi noche, mi canción, mi noche.
Ahora te vas pero mi corazón se queda
porque era mi corazón, en el corazón de la tierra
entre los surcos del mundo, un árbol dormido
y la semilla dulce
de otras
estrellas.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Vi “la escafandra y la mariposa” (la escafandra es el encierro, la mariposa es la libertad). Es la historia de un hombre que debido a un desorden cardiaco queda paralizado. Sólo quedan intactos el control de su párpado izquierdo y su lucidez. Puede ver y escuchar. Sólo eso. La película está narrada casi exclusivamente desde el punto de vista de Jean-Dominique, el protagonista.

Es una película que nos sumerge en la percepción intensa de las sensaciones, a pesar de que cuenta la historia de alguien que las ha perdido casi todas. Si todo lo que puedes hacer es mirar (con un solo ojo), entonces las emociones que lees en los rostros de tus interlocutores o la forma en que el aire levanta el vestido de una mujer hermosa, o su cabello, o tus hijos jugando junto al mar, pero también las flores junto a la ventana, y la luz en las cortinas, son cuadros irrepetibles. Si todo lo que puedes hacer es escuchar, entonces las voces entrañables y los sentimientos que se traslucen en ellas, a través del altavoz del teléfono en tu cuarto de hospital, tienen un valor irrenunciable. Son todo lo que tienes. Si sólo puedes imaginar o recordar, las imágenes que recrea tu cerebro no son sólo funciones acostumbradas, sino actos de liberación.

Un gruñido equivale a una canción y vale mucho más que una canción. Eres un vegetal, pero un vegetal con sentido del humor (lástima que tras el rostro inmóvil nadie sepa que te ríes).

De regreso a la casa, luego de ver la película, iba atenta a todos mis milagros habituales, que por ser habituales pierden su carácter milagroso. Me acordé de los ángeles de Wim Wenders en “Cielo sobre Berlín”. Si los ángeles existen, siempre he creído que deben ser así, como ellos. Seguro no se asombran por la caída de un país más de lo que se asombran por la poesía cotidiana. Seguro tienen una libreta en la que anotan: “hoy, un hombre cerró su paraguas bajo la lluvia”, y: “una mujer ciega sintió mi presencia”. Seguro que si les atrae la idea de convertirse en humanos, no es para amasar fama y fortuna, sino para sentir cómo les crujen los huesos dentro del cuerpo, y sacarse con placer los zapatos por debajo de la mesa.

Estoy aquí, el talón me arde un poco, siento comezón en una mejilla, fumé un cigarro junto a la ventana. Para escribir sólo necesito mi pluma y una hoja en blanco. Estornudo. Puedo romper a cantar en cualquier momento.

Volviendo del cine, encontramos fuera del edificio a uno de nuestros vecinos. Debe tener 20 o 21 años. Trabaja todas las noches atendiendo un puesto de tacos. Trabaja hasta las seis o siete de la mañana, sin pausas, con la velocidad eficiente de la experiencia. Tiene un día de descanso a la semana, pero con frecuencia trabaja consecutivamente tres o cuatro semanas, para “ahorrar” sus días de descanso y disfrutarlos de un solo tirón, una vez al mes. Nos platica que ha sufrido palpitaciones y dolores punzantes en el pecho, que a lo mejor anda mal del corazón. Tuvo que comprar unas pastillas, y nos dice con asombro que la caja le costó 500 pesos. Eso es mucho para mí, y para él es demasiado. Sonríe. No se angustia. Se ríe. Habla con cariño de su esposa y luego nos coquetea, juguetón.

Yo acabo de ver una película de Julian Schnabel y me preocupa si este año haré el viaje que llevo mucho tiempo prometiéndome a mí misma. Él lleva en el bolsillo medicinas caras para el corazón, y le preocupa que su jefe lo cambie al turno del día en el puesto de tacos, para abusar menos de su salud. Así que todos llevamos nuestras escafandras. Pero unas son injustamente estrechas y otras injustamente amplias. No hay orden ni justicia en el universo. Aunque hay otras cosas. Y la gente se las arregla para vivir, para dibujar con frecuencia los hoyuelos de sus mejillas. Quizás son las escafandras más estrechas las que producen las liberaciones más elocuentes, y las que desgastan menos la capacidad de asombro en las personas. Me acuerdo de alguien, de vida ruda y muchas cicatrices, que me dijo: “para los pobres el mundo siempre es enorme, para los ricos no, a ellos se les hace muy chico y se les acaba muy rápido.”

Entonces, camino para mi casa iba pensando en los ángeles de Wim Wenders, porque “la mariposa y la escafandra” me traia inmersa en la emoción de lo sencillo, pero sólo hice dos anotaciones en mi bitácora privada:

-Niño en la línea azul del metro. No tiene aún 3 años, y todo el trayecto al lado de sus hermanos mayores, ignorado por ellos, peleó contra villanos, les asestó golpes de karate, los amenazó con sus gestos (en la medida en que un niño de esa edad puede hacer gestos que evoquen amenaza o ferocidad). Magia.

-Niño en el trolebús sobre Zapata, sentado junto a su abuela. Traía un swétter azul, típico de los uniformes. Los ojos muy rasgados y la piel muy tostada, igual que su abuela. Jugamos a mirarnos. Yo lo chiveaba, él se cubría la cara con las manos, y luego me veía para asegurarse de que yo lo veía, y entonces se ocultaba otra vez, sonriendo. A veces hacía gestos teatrales, como señalar con sorpresa hacia algo en la ventana. Gestos para el público, que sólo era yo a esas horas del trolebús y de la noche. Su abuela iba junto a él, y me puse a ver sus manos, muy pequeñas, y muy arrugadas. Una mano parecía preocuparle (o asombrarle), la estiraba, doblaba los dedos, la movía como alguien que observa con cuidado el comportamiento de las aves. Vi su rostro cuajado de surcos y pensé en los gestos dulces de una niña.

Pronto a lo mejor ya no voy a recordar ninguna de estas cosas. Voy a maldecir el tráfico. Voy a preocuparme porque, como siempre, se me hizo tarde para el trabajo. Voy a pagar mi jornada de ocho horas frente a la pantalla inmóvil. Sentada. Quieta. En mi escafandra, la de todos los días. Me van a preocupar los arrebatos y las aventuras y ya no me voy a dar cuenta de si crujen o no mis huesos cuando camino. No sé vivir como los que se dan cuenta de todos los prodigios. La cotidianeidad destruye el carácter asombroso de muchas cosas. Y no he aprendido, nada me obliga todavía a aprender. Estoy sana, no me duele nada. Por lo menos no me parte ningún dolor insoportable. Mi vida transcurre sin grandes tormentas, sin grandes angustias, sin pérdidas catastróficas. Todavía. Y como muchos de los afortunados corrientes, voy a desperdiciar el grifo abierto de los milagros, ciega.

Intentaré leer poesía, toda la que pueda (si puedo, si consigo acordarme con frecuencia) la de los libros y también la de los gestos y los asombros, los encuentros y el movimiento. Pero siento desde ahorita cómo se me escapa la conciencia de muchas cosas, de casi todo, como agua que se escurre hacia la coladera.

viernes, 23 de mayo de 2008

rompernos los huesos de golpe luego
de sobrevolar la ciudad

ofreciendo los jirones del pecho y
la boca como una fruta partida
para alimentar los gorriones

los ojos desvelados y abiertos
sobre
azoteas sobre la madrugada y

semáforos sobre el silencio


las manos heridas
por la noche áspera
para que alguien les sople su aliento
y las consuele como se consuela a las manos
de los niños que se tropiezan.


todos aquí llevamos
una película gris
sobre el cabello
y a mí me gustan las cabezas salvajes

me gustan las palabras:
embarcación, y montaña y

líneas i n f i n i t a s.

Me gusta pensar en viajeros
que rompen a llorar, de pronto
y tejidos atormentados
por la visión de un sueño
o la memoria de un rostro
y el timbre de una voz
o el eco de una infancia



quiero enumerar riscos, y despeñamientos ciegos
y dedos cubiertos de espuma
y bocas dulcemente abiertas
como abismos para el vuelo
y lenguas de filo encendido
por la violencia del sol

y fumar un aire incendiado
por la electricidad del minuto
y sacudir a los árboles
para liberar sus pájaros

y sacudir el suelo
hasta que el terremoto nazca
para quebrar de una vez por todas
todos los vidrios, de todas las ventanas

y todas las orillas
que nos separan.

jueves, 22 de mayo de 2008

kitsch

Dice Milan Kundera que todos tenemos una imagen kitsch arraigada consciente o inconscientemente, por más anti-kitsch que seamos. Para mí eso no es problema porque no tengo casi nada de anti-, de hecho, la lista privada de imágenes que reconozco como kitsch es inmensa. Las más poderosas tienen que ver con mi familia. Ni modo, así es.

Una casa sin número en una calle sin pavimento. Árboles de nísperos, gatas grises de ojos amarillos, una chimenea, el sonido del tren, y un tlacuache que vivía en el techo y asustaba a las visitas. Un vocho verde escarabajo. Un portón negro. Una hamaca anaranjada.

Falkor, nuestro primer perro (adoptado de la calle, como todos los que siguieron). El pelo nunca se lo pudimos arreglar, así que del inicio al fin de su vida tuvo rastas que le llegaban hasta el piso y hacían un sonido como de muchas escobillas. Recuerdo mejor de lo que recuerdo un millón de otras cosas el sonido de Falkor al moverse, con sus patas suaves, y las escobillas del pelo barriendo el suelo. Es un sonido que encapsula dulzura sin matices, dulzura limpia y nada más. El rostro era idéntico al del dragón en “historia sin fin”, y el carácter era muy tímido. Pero Falkor era valiente. Fue el protagonista de una pelea con dos bull terriers que llegaron a desafiar el territorio de nuestra casa. Falkor, pequeña masa blanca de rastas, salió disparado a la calle, a defendernos. Se lo estaban madreando, pero en un ataque de coraje que también pasó a los anales legendarios de la familia, nuestra gata gris salió a la batalla. Y entre los dos, expulsaron a los invasores.

Falkor se murió de cáncer y ahora está enterrado en uno de mis territorios kitsch por excelencia, el “estribo chico”, en Pátzcuaro.

Esta es la imagen: es sábado o domingo, y mi hermana y yo caminamos detrás de la figura serena de mi padre, a través de senderos de charanda que nos llevan al bosque. Mi papá es muy alto, y delgado, da pasos rítmicos y largos (nosotras damos pasos cortos y rápidos, para no quedarnos atrás). Usa camisas de franela, a cuadros, botas sencillas de montaña, con agujetas, y jeans. Mi papá muy pocas veces, y sólo por obligación, ha usado corbata. Camina como samurái, se mueve lo indispensable, y casi no hace ruido. Lleva la espalda derecha y los brazos y las manos cerca del cuerpo. No choca, no resbala, no lo rasguñan las ramas. Se mueve con elegancia a través del bosque. En el fondo de todo, el bosque es su medio natural. Puede cortar camino en zonas sin camino y no perderse. Puede caminar por muchas horas, puede subir pendientes pronunciadas sin pausas, sin que se acelere el ritmo suave de su respiración. Vamos en silencio, hablamos y reímos un poco y regresamos al silencio. Yo nunca lo logré, fui y soy una figura desgarbada en el bosque, que resopla, se detiene, se distrae. Pero la misión sería siempre caminar como él, ser una presencia esbelta y sin ruido, que deja al bosque estar presente todo el tiempo.

La imagen del silencio incluye una mirada profunda y dulce. Dudo que se dé cuenta de que a veces se le dulcifica la mirada, porque él sí es una persona anti-kitsch, y tiene el espíritu inteligente y escéptico, y el humor negro y seco. Además, se mira en el espejo sólo lo indispensable para funciones prácticas. Para rasurarse y pasar el peine sobre el cabello mojado dos o tres veces y ya. Los ojos a veces son muy dulces, evidencia de un corazón que no se da cuenta de su propia inmensidad.

Supongo que en el fondo, desde siempre he tratado de caminar igual que él. Una vez comparé nuestras sombras reflejadas en la arena de la playa. Dos siluetas largas, moviéndose con las manos cerca del cuerpo y una ligera inclinación del torso a la derecha, como si camináramos por un desnivel imaginario.

Entre las imágenes que se repiten muchas veces en mis sueños, está la sensación protectora de los árboles.

miércoles, 21 de mayo de 2008

silencio

Empiezo a sentirme venenosa. Publiqué una entrada que espero que nadie haya leído porque traía mensajes duros para personas que nunca han sido duras conmigo. A veces la tristeza nos pone un poco tóxicos, y son días en que no deberíamos hablar con nadie de nada importante, mucho menos en espacios públicos o semi-públicos. Mi tristeza es pequeñita y aguantable. Nadie, y mucho menos yo, que casi no sufro o sufro en dosis controladas, tiene derecho a juzgar el dolor de quienes tienen el corazón atravesado, por una sombra, por un silencio, por un bosque incendiado o un bosque sin germinar.
Hay sólo mucha impotencia. Mucha. Cuando ves a quienes han sido ángeles tuyos atravesar tormentas o desiertos sin que puedas ser un ángel para ellos.
Yo quisiera ser así, como un ángel, es decir invisible y con poderes sobrenaturales, para abrazar silenciosamente a las personas que más quiero.
Eso es lo único que quiero hacer. Los quiero abrazar en silencio.

martes, 20 de mayo de 2008

martes

Martes nublado y yo de buen humor.

Punto en contra del universo:

Toda la semana pasada apareció con cierta frecuencia en el identificador de llamadas del teléfono en mi casa, un número privado. A mí me encanta el misterio, me lo deberían prohibir como la comida rápida a los niños obesos, porque detona historias en mi cabeza. Toda la semana me imaginé a un admirador anónimo. Hoy por la mañana descubrí que era Telmex, recordándome en una grabación (muy amable eso sí), que seguramente por causas ajenas a mi voluntad no había podido hacer el pago a tiempo, pero que si les hacía favor de pagar de una vez.


Puntos a favor del universo:

Día nublado sin frío. Ideal para usar una boina que casi nunca me pongo, precisamente por falta de climas propicios como el de hoy.


Me cedieron el asiento en el microbús. Y el chofer iba silbando al ritmo de las canciones noventeras que escuchaba en el radio.


El chofer inclinó la balanza al lado luminoso. Hoy es un buen día.

domingo, 18 de mayo de 2008

aclaraciones

Mientras escribía el post anterior me empecé a sentir como artista que da su discurso para recibir el oscar, por eso de que tienen más agradecimientos a personas específicas que espacio para agradecer (por eso nada más, pues nunca voy a ganar ningún premio rimbombante). Llegaron en olas poderosas las imágenes de las personas sin las que no puedo vivir. Son muchas, y las más ineludibles son Tami de miel, y la maga-Mayte, y Ernesto guardabosques profundo. Entre otros mucho ángeles que me deslumbran y me conmueven. Que me sostienen.
No están todavía en un post de mi blog, tributo demasiado humilde y honor bastante dudoso. Pero están en mi vida, que es mucho mejor. Los traigo conmigo siempre. Los visito en mis sueños. Y los quiero con mi corazón completo. Hemos tenido nuestros momentos cursis y faltan muchos por venir, no os preocupéis por eso.
ADVERTENCIA: Por si no lo ha notado usted, tanto en este, como en el texto de aquí abajo, hay dosis altas de azúcar, a consecuencia del cariño honesto, y si el lector se empalaga, bajo advertencia no hay engaño, así que la autora no se hace responsable por los efectos secundarios como nauseas o dolor de cabeza.

Haydeéakin

A H.P.V.
con agradecimiento.
Llevo mucho tiempo sintiéndome agradecida por su presencia, como ángel guardián, y cómplice.

Esta frase ella la conoce: “cómplice es quien te ayuda a ser quien eres”; no recuerdo donde la leí y tampoco es una paráfrasis exacta, pero se acerca al significado que tiene esta amiga mía; con ella soy precisamente quien soy, sin sombras o candados. Se pueden contar muchas historias en común, pero esas quedan entre nosotras. Lo que quiero ofrecer aquí es sólo una imagen incompleta, imperfecta (es una lástima para todos los que no la conocen en persona).

Los retratos son siempre arbitrarios y no alcanzan a contener al universo cambiante, interminable, que compone a una persona. Para hacer retratos se necesitan artistas. Y yo soy sólo una amiga de recursos modestos. Todo lo que puedo ofrecer son retazos mal dibujados, y ofrezco disculpas, sobre todo para quienes no tienen la fortuna de hacer comparaciones con el modelo original.

“Tiene alma en el cuerpo”, diría mi mamá (quien es de por sí un ser lleno de alma, en las coyunturas de sus huesos, en cada timbre de la voz y los latidos, pero eso es tema para otra de estas noches). Tener alma en el cuerpo le queda reservado a los que están vivos. No sólo respiran, se mueven, nacen, se reproducen y avanzan hacia su final inevitable. Están presentes. Ya sea en silencio o revoloteando como cascabeles, cuando están, los sentimos, a nuestro lado.

H.P.V. siempre está. La mayoría de las veces en su faceta cascabel. Haydeé está. Presente. No sólo le gusta usar pulseras y aretes que tintinean, o canta con frecuencia, o ríe contagiosamente, o entra a mi departamento llamándome a todo volumen, o le gusta silbar y tararear (pues rara vez se aprende las letras de las canciones), sino que lleva consigo el rumor marino de su corazón infinito, incansable. Si Haydeé está, les cocinará inventos deliciosos (entre un millón de otras cosas el corazón de Haydeé adora la comida), les preparará caldo de pollo si están enfermos, se vestirá en dos minutos (ok, tal vez muchos más) a una hora inapropiada para perseguir junto a ustedes la promesa de una aventura en vecindarios inciertos. Se derretirá con frecuencia. Porque Haydeé no aprecia, se derrite. No degusta, adora. Es incapaz de la frialdad. Esto no quiere decir que acepte sin juicios todo lo que llega a sus manos (no sé si tiene buen gusto, pero es uno que se parece mucho al mío, así que no sé si somos refinadas, pero nos entendemos).

Es cómplice para ir al cine: no posee ninguno de los hábitos que pueden arruinarle a cualquiera la experiencia; no habla, no come ruidosamente y apaga su celular, pero eso es lo de menos. Si la película es buena, Haydeé está dispuesta al viaje. Se asustará lo indecible en las películas de horror y se pondrá tan nerviosa que los pondrá nerviosos, y acabarán gritando en las escenas de miedo junto con ella. Si es de risa, sufrirá uno o dos ataques incontenibles, al menos. Si es un drama, llorará en silencio y la encontrarán cuando las luces se enciendan con el rostro completamente enrojecido. Entonces se reirá un poquito de sí misma y les dirá bueno, ya vámonos. Les prometo todo tipo de conversaciones interesantes al final.

Es cómplice para ir a una fiesta o un concierto, porque es una artista del disfrute, la buena música la cautiva, y es una gran bailarina. Tiene el par de antenas mejor afinadas para detectar hombres guapos a la redonda, en un rango de varios kilómetros que incluye vehículos en movimiento. Y es audaz.

Más que audaz, es con frecuencia valiente (aunque no siempre se da cuenta). A veces, da formidables saltos al vacío. Son actos llenos de luz.

Es cómplice para soñar. Creerá junto con ustedes. Tejerá proyectos a su lado, y le brillarán los ojos.

Es cómplice para cualquier trayecto o parada, en zona urbana o rural. Si usted es de la clase de personas que vive en la luna o se abstrae en sus pensamientos fácilmente, Haydeé le dará un codazo oportuno y le mostrará un cachito interesante del mundo, de esos que ocurren en la banqueta por la que uno camina, o en el follaje de un árbol.

Es cómplice para conversar. Escuchará con paciencia sus momentos de viajadez existencial y no dejará de escuchar hasta entenderlos. Los leerá con el mismo esmero que le dedica a sus libros, releyendo los pasajes más densos. Aportará de sus propias reservas existenciales y los diálogos se extenderán por horas.

Pero si es ligereza lo que usted busca, entonces camine con ella. Le prometo al menos un ataque de risa con dolor de panza garantizado.

Le puedo prometer un montón de otras cosas. Por ejemplo, ella lo protegerá a usted con cariño. Y por ejemplo, lleva la bolsa llena de recursos de alquimia para transformar lo gris en azul o dorado y rojo. Pero a ella no le gusta exponerse, y a lo mejor ya la estoy exponiendo demasiado. Así que aunque la lista es grande, me detengo aquí.

Si la ve usted alguna vez – es una morenaza guapa de rizos como explosión o cascada, que se viste en colores brillantes, y trae algún libro de cuentos rusos en la mano – sépase en presencia de magia, de esa que viene con alas y mar y sonrisa.

Haydeéakin Skyfire, de la orden de los Sith (quitando la maldad y los deseos de dominar al universo), porque son a los que les late calurosamente el corazón, y sienten, y de ahí les llega la energía (esto me lo dijo ella).

Te quiero mucho, sinfonía de mujer, muchacha bonita. Esta ciudad sería gris, si no la pudiera compartir contigo.

viernes, 16 de mayo de 2008

otra vez

Hoy por la mañana, casi sin pretexto, se aceleró mi pecho. Estúpida. Y la esperanza, ese animal sediento, bebió un poquito de ficciones usadas, como si a la posibilidad le hubiera crecido tierra. A veces me miro objetivamente y me doy un poco de pena, por tanta ilusión tan gratuita y tan rosa. La mayor parte del tiempo sin embargo, yo, como todo el mundo, me miro subjetivamente, desde mis propias trampas, desde todos mis deseos, incapaz hasta la médula de renunciar a las historias que invento, con sus trayectos, apariciones, y coincidencias. Hago esfuerzos honestos por aniquilar ese lado mío, pero en cualquier descuido me gana el lado deshonesto. Casi siempre.

Conforme pasan los años voy adquiriendo mis dosis correspondientes de escepticismo y criterio, aunque a un ritmo más lento que el resto de la gente. Renunciar a la esperanza duele, y a mí, a veces, me duele mucho, y entonces, aplazo las muertes definitivas de los sueños y los dejo permanecer como virus dormidos en el cuerpo. Lo malo es que a la primer baja de defensas los virus despiertan. Se convierten en enfermedades crónicas, y nunca quieren morir de muerte de natural. Hay que asesinarlos, con golpes definitivos, con hachazos. Y yo, carajo, tengo una especie de incapacidad congénita para la violencia y las confrontaciones. No digamos ya con el mundo sino conmigo, con mis vicios secretos, con mis engaños dulcemente cultivados.

La esperanza es un animal sediento. No razona. No dialoga. Nunca entiende. Sólo respira y obedece instintos de sobrevivencia. Cuando le lanzan un hueso, que nunca es ni siquiera un hueso sino la sombra de un hueso, la promesa de un hueso, se abalanza y muerde. Pobre, siempre tiene hambre, siempre le falta algo.

A mí, cuando no estoy en sus garras, cuando no tengo alas sino pies como la gente razonable, me gusta pronunciar decretos. Creo que se parecen a medidas desesperadas pero entre más contundentes, entre más se parezcan a un hachazo, entre más nos acerquen a la ilusión de asesinar a la ilusión, mejor. Y entonces me da por renunciar. Casi nunca renuncio a mis caminos o a mis promesas interiores (esos sueños me mantienen viva, y me gustan). Casi siempre renuncio a personas. Me digo, con porte de verdugo satisfecho: “la idea de A o B está muerta, para siempre, y no hay resurrección posible”.

Pero he aquí que hoy por la mañana, Lázaro.

Lo peor es que esas breves resurrecciones me entristecen. Son como detonar otra vez una caída.

jueves, 15 de mayo de 2008

sueños

No podría vivir sin mis sueños, lo que quiere decir: no podría vivir sin los mundos que mi imaginación inventa. Son jugueteos interiores con las posibilidades de todo, y esos universos latentes respiran junto conmigo, siempre.

Casi nunca los recuerdo con exactitud, sólo sé que a veces mis sueños me sorprenden, y despierto en la madrugada con la impresión de haber visitado un mundo… quién sabe cuántos universos hay, que sólo despiertan cuando estamos dormidos. Corrientes subterráneas de imágenes, furtivas, extrañas.

Los sueños repetitivos encapsulan las sensaciones de una época, y quedan después como la crónica de sentimientos superados:
Cuando empecé a vivir en esta ciudad soñaba que me perdía en zonas de aire hostil a horas en que el metro no funciona. Ya no tengo esos sueños, qué bueno.
Cuando empecé a estudiar Antropología me soñaba con frecuencia haciendo viajes a islas exóticas en mares turquesa (en una de ellas, me recibía un “nativo” guapísimo, de rastas hasta la cintura, con una chela, para mí). Ya no tengo esos sueños, qué lástima.

He hecho viajes pachequísimos en mis sueños, y algunos me ofrecen imágenes que luego, ya en la vigilia, recuerdo como cuadros sugerentes. Pero mis favoritos son los más infantiles: cuando tienes hambre y sueñas que comes algo saturado en calorías, cuando te gusta un hombre y sueñas que te besa, cuando quieres ser de algún modo y el sueño te recrea tal y como tienes ganas de mostrarte.

Anoche soñé que Radiohead daba un concierto en México. La euforia en el estadio era indescriptible. Todos teníamos ganas de llorar. Yo estaba muy cerquita del escenario, y luego, no sé cómo, estaba en el escenario, al lado de Thom Yorke (de quien siempre he estado enamorada y con quien me casaría en un segundo si existiese esa remota posibilidad). Hay lagunas en el sueño (nunca he logrado hacer reconstrucciones detalladas a la mañana siguiente), pero en algún momento, Thom y yo nos dábamos primero un beso en la mejilla, y luego un breve beso en la boca. Pura felicidad inexpresable. Hasta que mi subconsciente aguafiestas inventó una tormenta que nos amenazaba a todos con electrocuciones, y la sutil frontera que va de la euforia a la angustia se rompió. Ni modo…

gatos

En mi cuadra hay varios y por eso no nos acosan las ratas. Uno de mis favoritos es blanco y gris, de la hermosa especie de los que usan calcetines. No sé si no tiene dueño o más bien es muy independiente, pero siempre lo encuentro solo, a las horas de mayor silencio de la noche, cruzando libremente la avenida de ida o de regreso. Hay otro, atigrado, que se coloca sobre el techo de un portón vecino. Siempre se sienta en posición de vigilante, elegantísimo y erguido. Parece inquebrantable, pero si uno le habla en tonos dulces, responde en tonos dulces de regreso.
Son los héroes de mi calle. Pasan como sombras sin exigir reconocimiento, pero me tranquiliza pensar en las curvas discretas de sus cuerpos y en sus patas acolchadas, patrullando nuestra noche, protegiendo nuestros sueños.

viernes, 9 de mayo de 2008

yo también juego

lo encontré aquí, y me dieron ganas de jugar
me dan miedo:
las ratas
los políticos
la parálisis (física o espiritual)
me hacen feliz :
el corazón latiendo velozmente
las sorpresas
los momentos de contacto
no me gustan :
los celulares
las aglomeraciones
la insensibilidad
son importantes en mi habitación :
la música
los libros
las imágenes en la pared
podrían definirme :
nómada
se conmueve fácilmente
sueña despierta
quiero hacer antes de morir:
ser querida sin remedio por alguien a quien yo quiera sin remedio
vivir una época de absoluta incertidumbre
pisar territorio africano
digo con frecuencia :
chale
qué chido
independientemente de...
me gusta beber:
café con exceso de azúcar
cerveza
agua de limón

(¿alguien más quiere jugar?)

crónica de lo vulgar resplandeciente

Cotidianidad absoluta. Cero glamour.
Viaje en microbús bajo la tarde oscurecida por la lluvia. Amontonamientos, de coches, y de personas. La gente que ya casi no cabe en el camión atascado sube por la puerta trasera, y entonces inicia un ritual siempre asombroso: los que acaban de subir mandan el monto del pasaje hacia el frente, y este circula de mano en mano innumerables veces hasta el conductor quien regresa el cambio, que vuelve de mano en mano hasta el origen. En la ciudad de la delincuencia y el país de la corrupción, estas pequeñas ceremonias siempre iluminan un poco mi opinión acerca de la humanidad.
Bajo cerca de la panadería. Compro toda una dotación de bolitas de chocolate (no me sé el nombre exacto, pero son mucho más chocolate que pan, son una delicia). A la salida, veo bajar de un taxi a dos jóvenes con estuches de guitarra, y uno de ellos, un barbón atractivo, me coquetea un poquito, y yo le coqueteo un poquito de regreso. Quién sabe de dónde viene esta fascinación por los músicos... el estuche de guitarra parece emblema de mundos libres. El estuche de guitarra es de hecho el símbolo opuesto a la lap top y el traje y la corbata, es la insignia que portan quienes se han colocado a años luz de distancia de todas las oficinas del mundo. Por eso me gusta. Por eso le sonrío al barbón, que además está guapo.
Ellos siguen su camino, y yo llego a mi edificio.
El vecino de abajo está de buen humor otra vez (mierda). Ahora tiene éxitos disco de los 70's, a todo volumen. Se oyen las risas de niños. Me los imagino saltando al ritmo de la música. Llega el flash de un recuerdo; veranos con mi primo y mi hermana, muy chicos los tres, bailando en calzoncitos una canción de Rod Stewart ("do you think I'm sexi?"), en la sala. Podría encender el radio, pero por ahora, prefiero las canciones disco y las risas. Me pongo la pijama, ordeno superficialmente el caos exponencial de mi cuarto (me rehúso a tender la cama).
Llega Haydeé. Amiga y vecina en casi todos los rubros de la existencia. Trae leche y canela para complementar las bolitas de chocolate. Me platica llena de ternura su encuentro con Saraí, vecina nuestra de nueve años, quien está preocupada porque a Haydeé le duele la garganta y le prometió regresar con nombres de medicinas efectivas. Sí. La queremos. Haydeé corre a su departamento a ponerse la pijama (el chocolate caliente debe tomarse en pijama, sin excepciones), y yo, quién sabe de acuerdo a qué impulso, empiezo a escribir todo esto en un cuaderno, como si de pronto tuviera alguna importancia.
Fin del retrato.
Ni siquiera creo que sea una escena retratable. Pero me siento bien. Esta cadena ínfima de hechos familiares, y yo en medio, contenta por alguna razón...
Podría iniciar todo un análisis acerca de lo poco glamourosa y casi carente de drama que es a últimas fechas mi vida. O esperarme al fin de semana, y retratar alguna fiesta o encuentro interesante en lugar de esta crónica sobre lo común y lo corriente. Pero quiero guardar esta instantánea. Es mía, y acompaña a la vaga sensación de euforia con la que escribo estas líneas.

miércoles, 7 de mayo de 2008

ahora

¿Sabemos cómo nos sentimos? Qué hueva andar clavada en el permanente autoanálisis, por un lado… Por otro, a veces, una sospecha latente de lágrimas que pudiera atribuirse a las horas que transcurren frente a una pantalla de computadora o quién sabe… A veces. Ríos subterráneos y salados, que laten, sediciosos... porque tengo mis momentos depresivos, y lloro todo el tiempo en el cine, pero casi nunca lloro esas lágrimas mías. Un día, pronto, en ejercicio narcisista de egocentrismo exacerbado me gustaría llorar de una vez por todas. Una sola vez, por todas las que me hicieron falta. Un solo y definitivo acto de limpieza.

Porque estoy convencida de que lo mío lo mío, mi vocación verdadera, es la felicidad… Todas las personas felices que conozco me demuestran que esa es una capacidad interna y no una circunstancia. Uno de los hombres más felices que he visto tiene cerca de ochenta años y casi toda su vida ha manejado la misma ruta de combis. Es feliz platicando con los pasajeros, y leyendo los libros que consigue en librerías de viejo, y escuchando a Beethoven. Años de manejar la misma ruta, y aún así ejerce cotidianamente una vitalidad sin límites, sorprendido por todo, lleno de curiosidad por el mundo, haciendo chistes inocentes, risueño. Despierto.
Así como me descubro ahora con una amenaza de lágrimas bajo los ojos irritados por la computadora o el sueño, hay personas que llevan la sonrisa como síntoma de síndromes dulces. Seres luminosos, a altas horas de la noche, moviéndose con eficiencia en el puesto de tacos que atenderán hasta la mañana siguiente, siguiendo la rutina que se repite sin descanso, sonríen con una sinceridad que debe anclarse en la médula y las coyunturas, que debe venir de todos los resortes internos.

Y así como hay síntomas hay también antídotos. Mágicos. Mi abuelita tuvo siempre el epítome de lo que es una “risa contagiosa”. Hay personas así. Contagiosas. Mi hermana me contagia la simpleza absoluta, y con ella aspiro siempre dosis necesarias y saludables de ligereza. Reímos por cualquier estupidez como si fuera el chiste más sofisticado del mundo, como niñitas bobas. A mí lado, mientras escribo esto, Tere es víctima de esos momentos de inconsciencia en los que la gente se olvida de los demás y de sí misma y actúa como si estuviera a solas, bailando, sentada frente a su computadora con los audífonos puestos. Esos momentos de inconsciencia, cuando uno está ahí para verlos, también son antídotos. Y sigo escribiendo, mientras la memoria de las personas y los gestos que me hacen sonreír me hace sonreír, en efecto. Y de todos modos, siguen los ojos imperceptiblemente húmedos, haciendo el reclamo de algo que debe ser una cadena larga de dolores y fracturas como alas negras sobre la espalda inclinada.

Este es sólo el retrato preciso de este momento. Una vez soñé que tenía que presentar algún examen de la escuela y no me podía mantener despierta, que se cerraban mis ojos contra mi voluntad. Si la felicidad es estar despiertos su antítesis es el adormecimiento. A veces redescubro en ciertas horas del día los ecos angustiosos de ese sueño, luchando contra la somnolencia. Me dan ganas entonces de patear el corazón para que despierte, para que recupere el ritmo, y se acelere (no hay nada como los aceleramientos del propio corazón).

Porque están los otros momentos. No sé exactamente de qué resorte dependen pero a veces todo es simplemente luz. Todo es pecho expandido. Las alas no son negras sino rojas, o azules, y no doblan la espalda sino que la sacuden con la promesa del vuelo. Son momentos definidos por la conciencia. Son la antítesis del sopor.

Ocurrirán hoy mismo, también. Instantes lúcidos. Ataques de risa. Sonrisas inconscientes. Pero este momento es todo ojos enrojecidos sin razón concreta, y ganas de agarrar el corazón a patadas. He aquí, pues, su retrato, mientras empieza justo ahora una canción que me gusta, y todo está ligeramente mejor…