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sábado, 30 de octubre de 2010

allá abajo en el hueco en el boquete, nacen flores por ra-mi-lle-te

Se nota la diferencia entre quienes son de la Ciénega o los ranchos cercanos, y los que llegan de fuera a trabajar en las huertas de aguacate. Hay códigos implícitos, maneras de respetarse, maneras de mirar y de saludar y responder a los saludos. ¿Creció usted, amable lector cobijado por un código, por un lenguaje que no necesita hablarse? ¿Tiene usted raíces que lo atan a la belleza de un paisaje, la cadencia singular de unas calles, un ritmo pautado para el transcurrir del tiempo? En las orillas de los centros del mundo, en todas las orillas, la gente se cría bajo un paisaje, callecitas, callejones, abuelos y abuelas, camiones traqueteados anunciando productos de belleza a través de megáfonos prehistóricos, fervores y fiestas, peregrinaciones y santos. La gente en esas orillas tiene un lugar en el mundo, es un lugar dibujado claramente bajo las nubes y bajo las estrellas, es un lugar con coordenadas y símbolos irremplazables. En los centros se difuminan las coordenadas, se difuminan las raíces y las familias, la vida se ordena y se silencia, no hay música en las calles, las casas están pintadas con colores pálidos, casi mudos, y en los centros neurálgicos veloces todo se compra o se paga, se trabaja febrilmente para consumir febrilmente, la gente no tiene un lugar en el mundo, apenas tiene, con suerte, una imagen, que debe esculpir y re-esculpir de acuerdo al dictado del último anuncio en las revistas de moda . Lo único que le da sabor e identidad a esas ciudades de marquesina son sus propias orillas, sus migrantes, la gente que llega cargando sus códigos y sus recuerdos y sus perfumes y su música, y también aquellos que con libertad creativa se salen del eje para ser otra cosa, algo más parecido a ellos mismos. Con una especie de ceguera hostil, vueltos permanentemente hacia sí mismos, presos de una compulsión aséptica, hay quienes quieren imaginar su mundo como una línea suburbana que sea la repetición de sí misma en todas partes, casitas iguales, porches iguales, jardines frontales bien podados. Las reglas de la frontera dictan: productividad, corbata, portafolio, y de preferencia, dinero. Si por el contrario no tiene usted mucho más que ofrecer que la riqueza de sus colores y sus canciones, apriete los dientes. Ojalá no hubiera desesperación en las orillas, y la gente no tuviera que irse nunca a tocar la puerta de esas ciudades blancas, para que haya quienes los miren con desprecio, con racismo. Aquí estoy también, tocando la puerta. La única razón por la que me siento atraída hacia Toronto es porque está llena de migrantes, y gracias a eso, una vida y un alma le corren en las venas. Si no fuera así, encontraría insufribles el invierno y los horarios y las calles silenciosas y bien vigiladas.


Llegó nueva carta de la oficina de migración canadiense. Quieren más fotos de J. y yo en Canadá, y quieren alguna prueba escrita de que vivimos juntos, como una cuenta conjunta en el banco, o un contrato para rentar una casa. Esto último es imposible (y, chingá, ellos lo saben) porque nunca fui residente, y no tenía derecho a abrir cuentas de banco o firmar contratos. Fotos de J. y yo con alguna imagen reconocible de Canadá en el fondo hay muy pocas, porque nos gustaba tomar fotos de las escenas y los paisajes, pero no somos de los que se andan retratando enfrente. Había fotos con el invierno y la nieve, pero el primer día que regresé a la ciudad de México me asaltaron y junto con la cámara perdí imágenes que no había descargado en ningún lado. Apretando los dientes con coraje, ya les enviamos mails privados, todo tipo de fotos en las que aparecen también nuestros amigos y nuestras familias, radiografías, pruebas de orina, currículum detallado. No es suficiente. La carta dice que si no envío esas pruebas en los próximos 30 días, mi expediente será evaluado tal y como está, y corro el riesgo de que mi petición sea rechazada. Cuánta impotencia. Tengo ganas de decir, quédense con su pinche frontera, y su país (tan despoblado, además), que yo, desde siempre, tuve el mío, y ahí, hay abundancia de cielo, hay sol todo el año, hay fiestas y misterios, hay tradiciones y cuetes, hay procesiones y música, hay paisajes y hay, en cada comunidad y en cada barrio, un lenguaje cifrado. Sólo espero que mi esposo y yo podamos estar, el uno para el otro, por encima de la angustia y el desgaste y la espera.

Después de la descarga encorajinada, aquí les dejo un videíto. Calle trece no me hace muy feliz, pero esta canción, sí que sí.

https://www.youtube.com/watch?v=B0cVKmkYamU

jueves, 18 de marzo de 2010

Taxi al lado oscuro




Anoche vi otro documental en el once (¿por qué me atormento de esta manera?), “Taxi al lado oscuro”, el cual empieza relatándonos la historia de Dilawar, un hombre afgano, joven, quien fue a una ciudad cercana para estrenar su recién adquirido taxi, subió a tres pasajeros, y nunca más regresó a casa. Es atrapado como botín humano, entregado al ejército estadounidense como sospechoso de terrorismo, y torturado hasta la muerte en la cárcel de Bagram, a manos de los soldados norteamericanos. A partir de ahí, el documental nos lleva en un descenso sombrío hasta las imágenes de lo ocurrido en Abu Grahib, y Guantánamo. Nos muestra periódicamente y sin miramientos las fotos de los torturados, exhibidos como personajes de circo en un teatro siniestro del dolor humano. Ojalá no hubiera visto las fotos; recuerdo flashes breves en los noticieros en la época del escándalo, pero en el documental las imágenes están expuestas sin censura, el tiempo suficiente para que queden grabadas en la cabeza, y ahora me persiguen en el cerebro, sin descanso. Aparece Dick Cheney hablando en entrevistas acerca del peligro inminente que representan para la sociedad estadounidense los desalmados, sanguinarios, inicuos terroristas, y de cómo se recurrirá a métodos ejercidos “en las sombras” (eufemismo para la tortura) para arrancar de ellos la información necesaria para proteger a las familias norteamericanas. Si han existido personajes desalmados, sanguinarios, inicuos, en la historia del mundo, Dick Cheney es uno de los más sobresalientes. Dilawar, recibiendo el trato estándar para los sospechosos de terrorismo, era obligado a permanecer de pie y sin dormir por muchas horas con las muñecas esposadas a los barrotes de metal del techo de su celda, sus piernas fueron golpeadas tantas veces que quedaron reducidas a una pulpa sanguinolenta; si hubiera sobrevivido, habrían tenido que apuntarlas. Además, era inocente. La imagen que ahora me persigue no es la foto de su cuerpo en los huesos, desnudo, cubierto de moretones, con la nariz ensangrentada, expuesto en la camilla de metal de una sala de autopsias, sino la foto de su rostro en un campo afgano al lado de un montículo de piedras, la imagen de un hombre muy joven, muy guapo, fuerte, viviendo su vida al lado de su familia en una pequeña aldea, en Afganistán. La Cruz Roja internacional estima que sólo un 10% de los prisioneros en Bagram, en Abu Grahib, en Guantánamo, podrían estar vinculados de alguna forma con Al Qaeda o el terrorismo. El resto, son aldeanos pobres como Dilawar. Donald Rumsfeld intercambia memorándums con los directores de los campos y hace una anotación a mano en uno de ellos: ¿por qué, si tienen autorización para esposar de pie a los prisioneros hasta por 8 horas, lo están haciendo sólo por 4? El documental nos muestra imágenes de los prisioneros, hombres desnudos esposados a los barrotes de su cama en posiciones extremadamente incómodas, nos muestra las fotos de Abu Grahib, un hombre desnudo y ensangrentado arrastrado por el suelo con una correa de perro atada al cuello, un hombre encapuchado, sosteniendo cables, parado sobre una caja en la que apenas caben sus pies, a quien se ha hecho creer que no debe moverse en lo absoluto para no morir electrocutado, hombres desnudos vejados sexualmente, un hombre que mira aterrorizado a un perro que ladra sin bozal a pocos centímetros de su rostro, nos muestra a los prisioneros de Guantánamo en sus trajes anaranjados, usando guantes, gogles, capucha, para inducirles estados de angustia que pueden desembocar en psicosis, a través de la privación sensorial prolongada. El documental nos muestra también imágenes de los campos de concentración durante el holocausto judío: lo que se hizo entonces fue calificado como crímenes contra la humanidad. Lo que se hizo a Dilawar, a los prisioneros de Bagram, de Abu Grahib y Guantánamo, es sólo “el trabajo concienzudo y bien hecho de personas comprometidas con la seguridad americana”. La Convención de Ginebra, que apareció como un mecanismo legal para proteger a la humanidad del horror y el infierno sistemáticos, sólo necesita de un abogado hábil para perder sus atribuciones: Estados Unidos promete que no tortura a sus prisioneros, pero se reserva el derecho a definir en qué consiste la “tortura".

Son entrevistados los soldados que participaron en la tortura sistemática de Dilawar. Ellos sabían que probablemente era inocente. Sabían que lo que hacían no estaba del todo bien. Pero estaban rodeados por gente que afirmaba que ese era simplemente, su trabajo, en un universo moral propio, aislado. Debieron negarse pero no lo hicieron. Debieron escuchar a su conciencia, pero la silenciaron. El punto que hace elocuentemente el documental es que estos soldados, sin entrenamiento real, sin parámetros morales, sin límites claros acerca de lo que sí se puede y no se puede hacer a otro ser humano, y finalmente llevados a juicio, son sólo los chivos expiatorios de un sistema diseñado por oficiales y altos mandos. Ningún alto mando fue llevado a juicio. La mujer que dirigió Bagram, y luego Abu Grahib, pasó después de los escándalos a hacerse cargo de un campo en el que entrenan a la siguiente generación de soldados. El mensaje moral, en realidad, es claro: está permitido ser moralmente ambiguos.

Después de la administración Bush, Obama gana puntos con su decisión de cerrar definitivamente Guantánamo. Pero ese es apenas un golpe propagandístico. La realidad es que lugares como Bagram, en donde murió Dilawar después de apenas 5 días detenido, siguen operando, al lado de muchos campos de detención ubicados fuera del territorio norteamericano, donde los prisioneros pueden estar encerrados indefinidamente sin derecho a audiencia, y donde no están protegidos por la Convención de Ginebra.

En realidad, esos centros clandestinos de tortura son una buena metáfora del mundo. El sistema en el que vivimos está tan podrido como Bagram o Abu Grahib, las de ayer son sólo las fotos siniestras que llegan a los noticieros. Pero lo siniestro, lo injusto, nos está soplando en la nuca, nos mira de reojo en las calles, en los pasillos del metro.

¿Qué pasa cuando en un afán francamente masoquista te pones a ver el documental en el 11 de los miércoles a las 11 y media de la noche? Te ponen la realidad enfrente el tiempo suficiente para que se quede tatuada en las circunvalaciones del cerebro. ¿Y luego? Te quedas sola frente a la conciencia de la injusticia y el horror, del que aún estás cómodamente lejos, pero no lo suficiente, porque te lo trajeron por la pantalla de la televisión y ahora te cuesta trabajo olvidarlo, deshacerte de él. Escuchas a la distancia los gritos angustiados de Dilawar. ¿Y luego? Vives en una época en la que casi todos los idealismos están terriblemente devaluados. Otras generaciones iban a manifestaciones multitudinarias, se colocaban enfrente de los tanques militares. Mi generación creció con la sensación de que aquello fue ingenuo, y fracasó. Mucha inocencia murió cuando murieron héroes maravillosos, como el Che, como Salvador Allende, en los que ya nadie piensa demasiado. Además, las resistencias y las revoluciones y los ideales y las convicciones tienden a crear personas que caminan con un aura de superioridad moral que el resto resiente, y esta generación no quiere saber nada de las gentes que se sienten moralmente superiores; en un capítulo de South Park, los gringuitos de la caricatura que deciden manejar coches híbridos para proteger el ambiente se dedican a oler con placer sus propias flatulentas mientras miran con desprecio a todos los que no manejan el mismo modelo de auto. Ya no quedan muchas cosas en las que creer, ya no hay un solo modelo del que queramos ser discípulos, todo el mundo sabe en qué acabó el comunismo. Ya no parece quedar de otra más que ser testigos impotentes de la realidad, un poquito desolados, un poquito cínicos. Nadie tiene ganas de ser un forever, un chairo, un jípi comeflores, no tiene sentido.

Uno se siente a veces adolorido. Otras veces es posible evadir la realidad y disfrutar de nuestros pequeños privilegios. No vivimos en Ciudad Juárez, o Bagdad, o Somalia, o la franja de Gaza, qué bueno. Angustiarse por esas realidades y muchas otras parece una tarea masoquista y además, improductiva. Mejor, nos preparamos para la fiesta en turno, nos preocupamos por la firmeza de nuestro propio piso en épocas de desempleo y competencia violenta: un buen currículum, una buena chamba. Apenas si podemos rascarnos con nuestras propias uñas para preocuparnos además por el resto del mundo, esa marea descomunal de desigualdades y dolor humano.

Y yo, que no sé nada, sé que no quiero vivir así, en esos términos. ¿Y luego? Pensé que era suficiente asumir alguna modesta periferia, estar en el mundo desde una orillita, no caer en el juego de la carrera brillante y el chingo de lana, cómplice sin reservas de la realidad tal y como está planteada. Pero es como si uno estuviera en el campo de prisioneros número 50, por ejemplo, donde las cosas no están del todo bien pero tampoco están del todo mal, y a lo lejos, desde la pantalla de la televisión o el periódico, oímos los gritos de los que están en el campo de prisioneros número 4, o 5, o 2, los gritos angustiados de alguien como Dilawar, o como Rosa Jiménez; como los chavos en situación de calle que pasan por los pasillos del metro con las espaldas desnudas y un trapito en el que cargan un montón de vidrios de botellas, y que colocan los vidrios en el suelo, y luego caen de espaldas con todo su peso sobre ellos, para hacerse sangrar una piel llena de cicatrices, y pedir dinero a los pasajeros. Lo que hacen ellos, sin alzar demasiado la voz, es escupir un grito adolorido en las caras de todos los que están ahí para ser testigos, involuntarios. Uno mira, uno se da cuenta, ¿Y LUEGO?

Cambiar el mundo es una tarea imposible, si estamos solos. En ese caso, mejor le apagamos a la tele a la hora del próximo documental y nos ahorramos una hora de sufrimiento perfectamente inútil.

La cuestión que importa es si en esta época de individualismos feroces, podemos todavía pensar en términos solidarios, y colectivos.

Uf. Este blog se está poniendo muy denso.

jueves, 11 de marzo de 2010

Rosa Estela Olvera Jiménez

A veces creo incluso que está bien, vivir en la carne propia los dramas del mundo, aunque sea sólo la superficie de los dramas del mundo. No por vocación mártir o masoquista. Sólo para tocar lo humano de los demás en nosotros mismos. Yo sé que he sufrido muy poco, que mi vida ha sido desde sus inicios amable, privilegiada. Pongo cara de víctima, y me dan ganas de azotarme porque me encuentro lejos de la persona que quiero, sobrecogida por la sensación impotente de la distancia. Y entonces, viene la realidad a mostrarme sus dientes amarillos, no mi realidad por supuesto, porque mi realidad es liviana, es un drama Light de corto alcance, sino la realidad del mundo. Anoche vi un documental en el once, “mi vida adentro”, que cuenta la historia de Rosa, una mujer muy joven, mexicana, migrante, que llegó de manera ilegal a Texas y que trabajaba como niñera, con esposo, con hijos pequeños, encerrada en una cárcel gringa de máxima seguridad. Una mujer joven, y dulce, que llegó a Estados Unidos con el sueño de mandarle dinero a su mamá y a sus hermanos, que tuvo la desgracia de que se muriera bajo su cuidado un niñito de dos años. El bebé se ahogó con una toalla de papel, y el Estado la acusó de introducirle el papel a la fuerza, con el objetivo expreso de lastimarlo. Se desenvuelven las escenas del juicio al lado de entrevistas a Rosa y a su familia, y uno va entendiendo el horror doloroso del encierro para todos, para la mamá en México que no puede conseguir la visa para visitar a su hija en Estados Unidos, para el esposo joven que sólo puede verla a través de un muro de cristal, sin derecho a tocarla, para los niños que crecen con la abuelita en Ecatepec, y que sólo mantienen un vínculo vago con su mamá a través de fotografías. La fiscalía presenta sus pruebas y la defensa presenta sus pruebas, y no hay duda de que Rosa es inocente. La fiscal quiere pintar el cuadro de un acto diabólico cometido por una inmigrante que, “a pesar de ser mexicana, podía ser también inteligente” (palabras textuales durante el juicio), y a la que hay que condenar sin consideraciones, porque el niñito nunca más podrá subir a una bicicleta, o escribirle una carta a Santa Claus. Es obvio que la muerte del niño es accidental, pero el juicio ocurre en Texas, y la enjuiciada es una mexicana pobre, que llegó al país ilegalmente. Es encontrada culpable y condenada a pasar el resto de su vida en una prisión de alta seguridad en la que apenas se le permite un mínimo de contacto humano. Nunca más va a tocar a su marido, a su mamá, a sus hijos. Tiene derecho a hacer una llamada de 5 minutos cada seis meses a alguno de sus familiares. Tiene derecho a salir al patio durante una hora, una vez al mes, sólo si hay buen clima. Su esposo no sabe qué hacer: si permanece en Estados Unidos, se queda lejos de sus hijos, si se va a México, se queda lejos de su esposa. Cualquiera que sea su decisión, nunca va a abrazar a Rosa de nuevo.

Rosa escribe en una de sus cartas: "Me hubiera gustado conocer el mar".

Una de las abogadas defensoras expone con ademanes cansados, muy tristes, que ha perdido su fe en el sistema. Es un sistema torcido. No hay justicia. Si eres pobre, si para colmo eres mexicana, si encima de todo vives en Texas, entonces la justicia es un privilegio que tus circunstancias no alcanzan a comprar. Con ademanes siempre tristes la abogada defensora dice que ha estado en casos de pena de muerte y que todos los ejecutados son pobres, nadie de clase media y con algo de educación termina en el pabellón de los condenados.

No me puedo imaginar el dolor de Rosa ni el de su familia. Lo único que pasa es que su dolor me duele. Me duele un poco más ahora porque sé un poco mejor que antes cómo sabe la distancia que nos separa de las personas que queremos. De cualquier forma, no sé nada. En este mundo jodido, en este mundo de injusticia sin fin, los seres humanos en general estamos muy lejos, los unos de los otros. No nos importamos lo suficiente, y no nos dolemos lo suficiente. El mundo es como es y parece como si ya muy pocos tuvieran fuerza para intentar la tarea descomunal de transformarlo. Las campanas, cuando doblan por Rosa, sólo doblan por Rosa, ya no doblan por mí, o por ti. Los migrantes ilegales están solos, los indígenas están solos, los electricistas despedidos están solos, los palestinos están solos, los iraquíes que vuelan en pedazos cada dos o tres días están solos, todos los soldados del mundo están solos, todas las víctimas civiles están solas, todos los países pobres están solos, todos los pobres del mundo están solos. Sin solidaridad (quizás algún gesto caritativo de acuerdo al desastre en turno, un día le toca a Haití, otro día a Chalco, otro día a Chile), y también sin sueños, la mayoría es, como bien se sabe, una mayoría que guarda silencio. Una mayoría que ve o no ve y no dice nada, y no se conmueve demasiado por nada. O a lo mejor, exagero. A lo mejor, esto es sólo un discurso injustamente amargo. Y a lo mejor, la humanidad aún es capaz de asumirse como parte de la humanidad. Por supuesto, hay héroes. Siempre han existido personas capaces de participar en las luchas de otros haciéndolas suyas, personas que se sienten disminuidas, como continentes que se desmoronan, cuando las campanas doblan por Rosa. Pero la mayoría parece muda, parece demasiado dispuesta a mirar a otro lado cuando el dolor humano pincha sus buenas conciencias. Y yo soy parte de esa mayoría, y tampoco digo o hago algo. Ni siquiera sé cómo. Me queda cada vez más claro sin embargo, que pocas cosas hay peores a quedarse en el silencio (culpable o indiferente) que mira para el otro lado.

domingo, 5 de julio de 2009

Primer flash.
Necesito tiempo, que sea mio, mas tiempo, que no pueda ser comprado ni vendido, que no este sujeto a la vigilancia de nadie, sin obligaciones, ni cargas. Tiempo LIBRE, para disfrutar de la tenue luminosidad de estas horas tan extranias, en estas calles verdes, caleidoscopicas, estas horas como capullos de ternura que germinan violentamente, horas como dulces choques electricos para el alma.
Hace mucho que no era tan feliz; a veces solo hay que caer en minutos de una suavidad sin limites, mientras se tejen imagenes para apretar contra mi pecho, luciernagas temblando, para siempre. Tambien, hace mucho que no me sentia tan triste. Triste sin matices, oscuramente triste. La silueta, las manos y la voz de este hombre me quiebran por completo, me parten en dos, me iluminan y me redimen. Lo que pasa es que nunca habia estado enamorada asi, tan dulce y tormentosamente.

Segundo flash.
Pasamos la tarde en la casa de los abuelos de J. No se como, yo estaba de pronto tocando el piano, jugueteando con las notas torpemente, y J. tocaba un pandero, y Oma (la dulce abuela alemana) tocaba la armonica. Y todo sonaba seguramente a musica de ninios, porque los tres eramos ninios, y el momento era un aleteo dulce y torpe, y perfecto.

Sin Flash.
Hay tambien una semilla oscura germinando en algun lugar dentro de mi estomago. Algo negro, lleno de miedo, que a veces se infla como una nube y cae en lloviznas heladas. Y soy entonces todos los gatos sin casa, todos los hombres y mujeres que caminan sin reposo, sin zapatos. Hay dias que son como flechas que dan en el blanco y nada ocurre pero la esperanza toma formas grises. Entonces, solo ocurre que mis parpados se inflaman de un cansancio moribundo. Y una luz parecida a la punta de los instrumentos punzantes va revelando la cara menos atractiva de todo, de lo que tengo en las manos y entre mis brazos, de los suenios que me he predicado y de los saltos mortales que a veces practico.

Yo, la dulce y letargica tejedora de ciudades y escenarios, estoy practicando la realidad concienzudamente, estoy mirando con tristeza como se hunde el escalpelo en la superficie rosada de las promesas que cultivo.

A veces, en dias asi, no hay salida, ni respuesta, ni perseverancia posible. No importa si uno es fuerte o si uno es debil. No hay discursos que nos salven. Nomas ahi, el corazon, completamente roto.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Estoy de regreso.

Despedida en el aeropuerto, ojos húmedos. El mundo era blanco y helado por mucho tiempo a través de la ventana del avión. Poco a poco hacia el sur reapareció la tierra parda y hubo todo tipo de cosas, lagos enormes y azules y ríos que eran líneas inmóviles y sinuosas. Me fascinaban las casas solas a la orilla de un bosque o un campo o cualquier inmensidad y apenas podía imaginarme las vidas de esas personas en el centro del mundo y lejos de todo. Compartí la ventana con un niño de cuatro años que se emocionaba con los lagos y se decepcionó porque no había barcos de papel flotando encima. Yo sólo adiviné a medias acerca de la geografía debajo, pero creo que reconocí a México de inmediato por una sensación desordenada y libre en los trazos humanos sobre la superficie del planeta. Montañas. Una línea de humo, un bosque en llamas. Luego, la ciudad. Más infinita que el lago Ontario, casi tan interminable como el mar.

De pronto, de nuevo, en mi ciudad. Todos hablando español con acento y gestos como los míos. Las pequeñas idiosincrasias de nosotros, evidentes en la manera en que dos azafatas murmuraban con complicidad femenina algún chisme, algún drama.

Bienvenida, abrazos. Yo estaba despierta casi desde la noche anterior y veía a la ciudad desenvolverse enfrente desde una burbuja adormilada, incrédula. Se desplegaba la violencia del contraste y la distancia que separa al invierno blanco de este invierno violeta y tibio, y al primer mundo con sus cortes limpios y sus árboles abundantes, sus porches y su simetría, de este mundo pobre, casas feas y cuadradas apretándose entre sí a lo largo de calles pelonas, tendederos en los techos, tinacos de concreto. Una sensación sucia y picante en el aire. Y luz, sol, jacarandas.

La casa de mi abuela. Taquitos de rajas con crema, y aguacate, y una cerveza, y la gloria.

Decidimos ir al cine (yo llevaba cuatro meses de abstinencia) y vimos “Benjamin Button”, y yo estuve de acuerdo con Benjamín cuando regresa a su casa luego de un viaje prolongado y encuentra que todo es igual pero él es distinto, así que nada es igual. Hay una secuencia (de mis favoritas) en la que se teje azarosamente una colisión que inicia cuando una mujer olvida su paraguas. Vi la colisión en la pantalla sin saber que iba en camino a mi propia colisión y quizás todo empezó con un olvido o una indecisión tan insignificante y tan significativa como la mujer y su sombrilla.

Salimos del cine. Fuimos a un cibercafé y le escribí a J. quien ya me había escrito la mañana de ese día, desde su paisaje blanco y frío.

Caminábamos hacia el metro y nos salieron 3 adolescentes en bici, con pistolas. Cortaron cartucho. Se llevaron la cartera de mi hermana, con el dinero que ella tenía para regresar a Michoacán, y se llevaron mi cámara. La cámara era mi único lujo, mi única evidencia tangible del tiempo transcurrido y las horas trabajadas. Yo pasé meses solitarios caminando en aquel mundo nuevo y lo único que hice fue tomar fotos. Las fotos estaban en la memoria de la cámara y no las había descargado en ningún lado así que se perdieron para siempre.

Apenas 5 horas de regreso en México ya no tenía nada. Era romántico pensar en que iba a ahorrar dinero suficiente para África y que iba a hacer toda una tesis mientras trabajaba seis días a la semana. La verdad es que sólo regresé con mi cámara, mis fotos, y dinero suficiente para regresar en el verano y abrazar a J., otro rato.

Ahora sólo tengo mis cicatrices. Y cuando lo pienso, cicatrices eran lo que yo quería. La certeza de que he vivido, que me tembló el pecho, que algunas veces se me aceleró el pulso y se me hincharon los pulmones como las velas de los barcos sobre el mar.

Estoy triste. Me falta J. Me duele México, su violencia, su crisis, sus chavitos de 16 años cortando cartucho, nerviosos.

No sé en qué medida soy distinta. El viaje se irá sedimentando en mí y yo entenderé poco a poco. Ahora el agua está todavía revuelta y la ola que me revuelca sigue rompiéndose.

Creo que toqué la realidad. Toqué el anti-romanticismo desde mis ojos permanentemente románticos. Toqué la imperfección claroscura y punzante de todas las cosas.

Ni siquiera el amor es romántico ahora. Mi historia de amor ha sido desde el principio casi tan triste como ha sido dulce y hermosa.

miércoles, 23 de julio de 2008

laberinto

Si estuviera realmente anclada a la vida y el mundo, aún a sus corrientes más oscuras o más espesas, no haría tantas preguntas, porque la contemplación igual sólo le sirve a cerebros privilegiados, y el mío es apenas un cerebro promedio. No talking man, all action. Mi vida es esto, este minuto de miércoles soleado, oyendo una canción al azar de The Beta Band. La promesa de ver a mi mamá al ratito, de visita en la ciudad por unos días, el exprés doble con azúcar, el respaldo flexible de la silla, las voces que flotan entre cubículos, el sonido del teclado bajo los dedos. El ritmo del pecho, y la sensación del laberinto. El laberinto. Hay quienes marcan rutas sobre el mapa de los años, y palomean destinos, uno tras otro, una sola carrera. Lo malo de las carreras es que parecen flechas disparadas en una sola dirección y todo lo que importa es el destino, y una vez que se alcanza, todo lo que importa es el destino siguiente (asch, algo así también lo dijo Kundera en algún lado, yo no tengo ideas originales y cito a Kundera con mucha mayor frecuencia de la que debería; juro que no es el único al autor al que he leído). A mí lo que me importan son los colores del camino, y sus lluvias, y las imágenes a través del cuadrito de la ventana, o el abismo del cielo abierto sobre la cabeza, o el aire frío en la cara, y los encuentros, los guiños que nos hacemos al pasar, y cosas así, por el estilo, en realidad no me importa demasiado si más allá está el diploma A o B o Z, como decía ese personaje de “Little Miss Sunshine”, un pinche concurso de belleza tras otro, validaciones basadas en las preguntas incorrectas, en los artificios de la competencia, qué hueva. Pero el presente, así, pensado en función del presente y no del futuro, se parece mucho a la deriva, y lo único malo de la deriva es que es una forma sutil de laberinto, es fácil caminar en círculos, flotar sin resistencia hasta el fondo de los remolinos. Si yo fuera realmente profunda, si estuviera verdaderamente adolorida por el mundo y la existencia, ya me habría suicidado, o ya habría contemplado con seriedad la idea del asesinato, o sería monja en algún lugar silencioso, o ermitaña en el fondo de un escondite boscoso, o revolucionaria en una selva del sur, si el sinsentido realmente me hubiera llegado hasta el plexo solar ya habría roto un sinnúmero de convenciones sociales, habría tenido algunos cientos de amantes, por ejemplo, y me inyectaría heroína, o asaltaría bancos, o planearía fraudes. No haría cosas terribles como trabajar en una oficina y pagar puntualmente los impuestos. No soy Horacio Oliveira, tampoco, aparte de que no soy un hombre cultísimo de cuarentaytantos que va y vuelve de París a Argentina, yo no busco una humanidad en mí al margen de la humanidad misma. A mí, la verdad, con ingenuidad sin disculpas, me gusta la gente. No me gusta el mundo, pero me gusta la gente. Los veo ahí, como yo, gotitas perdidas en las corrientes veloces, sin capacidad de guerrilla ni levantamientos, bañaditos y perfumados por la mañana en el metro, consultando los relojes para llegar a tiempo a sus trabajos, igual que yo, bañadita y perfumada, mirando con angustia el minutero en la muñeca, los veo iguales a mí, dejándose partir la espalda, resistiendo con los dientes apretados, y así, con sensiblería cursi, me dan ganas de darles, a todos, una ventana hacia el mar, o acariciarles la cabeza, pobrecitos, de todos, nosotros, y cosas así, por el estilo, cosas que no sirven para nada.

Parece que no hay salida porque de todos modos me duele el corazón, a veces, ese músculo simbólico donde guardamos las cosas que nos duelen. Hay viajes en metro que me dejan exhausta. Esta ciudad tiene eso. El metro está tan lleno de realidad que no hay cómo evadirse, aunque hundas la nariz en la novela (y llegues al fragmento ese en el que Oliveira mira al hombre del pijama rosa que acaricia sin descanso una paloma en los pasillos del manicomio) la realidad interrumpe los sueños y las reflexiones y llega de la mano de un hombre ciego que canta horriblemente con el aparato de música a todo volumen recargado en el pecho, o de la mano del niño descalzo que pide dinero para los campesinos en Puebla, y que hay campesinos pobres lo sabe de sobra todo el mundo, y estos que vienen de Puebla se aparecen con frecuencia, pero hay algo en el gesto del niño en el momento en que extiende con rigidez el brazo para entregar un papelito que nadie acepta, una y otra vez, con la misma seriedad y el mismo ademán rígido, algo que es aguja pinchando el centro de la muñeca de cera, o ácido sobre el confort de la oficina abrigada y la música y el cafecito caliente.

Y es preferible mirar. Odiaría voltear la cabeza. Pero me dan unas ganas terribles de irme a donde nadie me encuentre y la realidad no sea, por las mañanas, el niño de rostro inteligente y sereno que extiende muchas veces el brazo con el mismo gesto y la misma rigidez multiplicada. Los que viajan siempre en coche no saben; para muchos, el resto del mundo es una mancha borrosa que se deja velozmente atrás por el espejo retrovisor, mientras van de Polanco a Las Lomas, o de Santa Fe a La Condesa. Es curioso cómo todos vivimos en la misma ciudad y nadie vive en la misma ciudad que los demás. Todos vamos siguiendo las líneas preventivas de nuestras fronteras sociales, y sólo las calles, a veces, el metro, a veces, agrietan un poco los lentes, el parabrisas, los cristalitos protectores.

Y cuando ocurre, duele. Pero a mí nunca me duele lo suficiente. Lo malo de estos ojos que ven con el párpado entreabierto es que a pesar de todo, estoy aquí, escuchando el teclear de mis dedos sobre la máquina, escuchando ahora la versión acústica de una canción que se llama “Happiness”, con la noticia de que me aumentaron el sueldo, y de que todo marcha de lo más bien y no hay por qué preocuparse.

jueves, 5 de junio de 2008

Todos los días y todos los minutos y todos los segundos y todas sus milésimas estoy frente al paredón, y nadie me acribilla. Nadie. El mundo se olvida de mí, de matarme. Me dejan ser, me dejan latir, el pecho sigue sin obstáculos su ritmo de todos los días de acuerdo a los horarios de las semanas laborales. No hay violencia. No hay veredictos. Hay paz. La ciudad transcurre, y yo voy como una gota a través de sus arterias. Al lado de los coches, en las banquetas, siguiendo las líneas amarillas, respetando el parpadeo de los semáforos. Nadie grita, desde hace mucho, nadie. No hay pesadillas, apenas si sueños que no recuerdo al despertar. Los miro a todos en son de paz, a los que se pierden todos los días, a los que traen los brazos cargados de frío y oscuridad a las cinco de la mañana, a los que miran con rostro beligerante, a los que llevan navajas en el bolsillo trasero, a los que no entienden, a los que creen que entienden y enjuician, a los que mastican chicles desde el aire acondicionado de los coches, a los que hacen malabares bajo el agua en los cruces peatonales, a los que miran la televisión desde la calle, a los que trafican y a los que son traficados, a los que se aburren insatisfechos y repletos frente a las vitrinas, a los que recogen colillas del suelo y aguardan sin dinero frente al puesto de comida, a los que mecen niños por encima de los hombros, a los que pedalean bicicletas como si tuvieran alas, a los que están enamorados y se mueven con el vaivén del mar a punto del desastre, a los que se inclinan bajo un beso, a los que se hincan frente a la virgen, a los que aspiran substancias prohibidas y hacen cosas prohibidas, a los que se anudan todas las mañanas una corbata que combina con la camisa, a los que tienen muchas ganas de pegarse un tiro, a los padrinos de la quinceañera, a los taxistas que adoran atravesar estas venas irritadas todo el día o toda la noche, entre estelas de luz y aleteos de aire divino, y cáncer. Yo sé que no hay paz, todos los días los ejecutores disparan y los cadáveres se apilan y los heridos se cubren la cabeza con las manos. La gente no puede dormir a gusto, porque se les viene encima alguna flecha envenenada.

Yo tengo toda la paz del mundo para pensar, a veces, en que no hay paz. En que los perros se muerden y se deshacen y se devoran y la gente se marchita. Aunque no quieran, les caen encima noticias como colmillos agudos, y por las noches se les acercan los lobos para masticarles los vasos sanguíneos. Pero el mundo es de un azul polvoso desde esta ventana rectangular a 4 pisos de altura encima de un estacionamiento gris. Y nadie va a saltar desde aquí, aquí no hay suicidas, ni terroristas, ni héroes, ni guerrilleros, ni ángeles. Aquí hay paz.

Siempre hay quienes cantan. Cierran los ojos y bailan. Fuman con energía. Yo también y además, leo poemas por ejemplo y sé oler el huele de noche de mi calle y otras cosas. Y además, nadie me acribilla. Mi pecho surca el mundo sin asfixia, sin soplos molestos en el corazón, sin agitaciones, sin sudor. Limpia de toda culpa, de todo crimen. Tengo menos amaneceres, pero tengo paz, y mis noches son pozos negros de pura paz.

Cada vez que estoy a cierta altura me dan ganas de pegar un brinco, y cada vez que tengo enfrente un cristal mi puño se cierra, y tengo la comezón de una patada en la pierna izquierda, y un chillido de ave atragantado en las anginas.

Me siento gorda, inflada de gases y sueño en medio de estos días sin barbarie. Voy por escaleras eléctricas, sin esfuerzo, con los ojos abiertos y sin mirar a nadie, y sólo me alivia pensar con cuidado en mi próximo derrumbe.

Dan ganas de una carrera deslumbrada por las calles. Dan ganas de repartir mandarinas a los niños, recargar la espalda contra un árbol, dejar que el sol nos queme los hombros, seguir un caminito a donde nadie pueda seguirnos, y seguir por ahí hasta desaparecer de todos los radares. Y que no haya paz.

lunes, 2 de junio de 2008

Cinco minutos después, sonó el teléfono y luego se hizo el silencio. Mi silencio. Cuando se juzga la calma desde la calma, sólo se tejen discursos ingenuos. A mí se me están acabando todas las palabras. Cada quien hace lo que puede frente a su aguacero. Viene el dolor, sólo podemos apretar los dientes y resistir. Sonó el teléfono. El recordatorio. De lo que lastima, lo que nos deja desmadejados y exhaustos, sin fuerza en las manos, las muñecas dobladas, inertes. Ya no me queda nada que decir. Apretar los dientes, aguantar vara. Dejar que la ola caiga y nos doble la espalda, sin romperla. Yo estoy apenas en la periferia del sufrimiento, otra vez, a mí me llegan sólo las réplicas del terremoto. Sólo podemos esperar al momento en que todo se ilumine otra vez. Cuando llegue, si es que llega. Cada vez sé menos. Ya no sé casi nada. El universo no tiene discurso, ni sintaxis, ni cuenta sus sílabas, ni nos guiña los ojos, ni nos promete nada. Es un conjunto azaroso de palabras. Se ríe de nosotros. Toda la poesía del universo es involuntaria.

miércoles, 21 de mayo de 2008

silencio

Empiezo a sentirme venenosa. Publiqué una entrada que espero que nadie haya leído porque traía mensajes duros para personas que nunca han sido duras conmigo. A veces la tristeza nos pone un poco tóxicos, y son días en que no deberíamos hablar con nadie de nada importante, mucho menos en espacios públicos o semi-públicos. Mi tristeza es pequeñita y aguantable. Nadie, y mucho menos yo, que casi no sufro o sufro en dosis controladas, tiene derecho a juzgar el dolor de quienes tienen el corazón atravesado, por una sombra, por un silencio, por un bosque incendiado o un bosque sin germinar.
Hay sólo mucha impotencia. Mucha. Cuando ves a quienes han sido ángeles tuyos atravesar tormentas o desiertos sin que puedas ser un ángel para ellos.
Yo quisiera ser así, como un ángel, es decir invisible y con poderes sobrenaturales, para abrazar silenciosamente a las personas que más quiero.
Eso es lo único que quiero hacer. Los quiero abrazar en silencio.