miércoles, 4 de febrero de 2009

Estoy de regreso.

Despedida en el aeropuerto, ojos húmedos. El mundo era blanco y helado por mucho tiempo a través de la ventana del avión. Poco a poco hacia el sur reapareció la tierra parda y hubo todo tipo de cosas, lagos enormes y azules y ríos que eran líneas inmóviles y sinuosas. Me fascinaban las casas solas a la orilla de un bosque o un campo o cualquier inmensidad y apenas podía imaginarme las vidas de esas personas en el centro del mundo y lejos de todo. Compartí la ventana con un niño de cuatro años que se emocionaba con los lagos y se decepcionó porque no había barcos de papel flotando encima. Yo sólo adiviné a medias acerca de la geografía debajo, pero creo que reconocí a México de inmediato por una sensación desordenada y libre en los trazos humanos sobre la superficie del planeta. Montañas. Una línea de humo, un bosque en llamas. Luego, la ciudad. Más infinita que el lago Ontario, casi tan interminable como el mar.

De pronto, de nuevo, en mi ciudad. Todos hablando español con acento y gestos como los míos. Las pequeñas idiosincrasias de nosotros, evidentes en la manera en que dos azafatas murmuraban con complicidad femenina algún chisme, algún drama.

Bienvenida, abrazos. Yo estaba despierta casi desde la noche anterior y veía a la ciudad desenvolverse enfrente desde una burbuja adormilada, incrédula. Se desplegaba la violencia del contraste y la distancia que separa al invierno blanco de este invierno violeta y tibio, y al primer mundo con sus cortes limpios y sus árboles abundantes, sus porches y su simetría, de este mundo pobre, casas feas y cuadradas apretándose entre sí a lo largo de calles pelonas, tendederos en los techos, tinacos de concreto. Una sensación sucia y picante en el aire. Y luz, sol, jacarandas.

La casa de mi abuela. Taquitos de rajas con crema, y aguacate, y una cerveza, y la gloria.

Decidimos ir al cine (yo llevaba cuatro meses de abstinencia) y vimos “Benjamin Button”, y yo estuve de acuerdo con Benjamín cuando regresa a su casa luego de un viaje prolongado y encuentra que todo es igual pero él es distinto, así que nada es igual. Hay una secuencia (de mis favoritas) en la que se teje azarosamente una colisión que inicia cuando una mujer olvida su paraguas. Vi la colisión en la pantalla sin saber que iba en camino a mi propia colisión y quizás todo empezó con un olvido o una indecisión tan insignificante y tan significativa como la mujer y su sombrilla.

Salimos del cine. Fuimos a un cibercafé y le escribí a J. quien ya me había escrito la mañana de ese día, desde su paisaje blanco y frío.

Caminábamos hacia el metro y nos salieron 3 adolescentes en bici, con pistolas. Cortaron cartucho. Se llevaron la cartera de mi hermana, con el dinero que ella tenía para regresar a Michoacán, y se llevaron mi cámara. La cámara era mi único lujo, mi única evidencia tangible del tiempo transcurrido y las horas trabajadas. Yo pasé meses solitarios caminando en aquel mundo nuevo y lo único que hice fue tomar fotos. Las fotos estaban en la memoria de la cámara y no las había descargado en ningún lado así que se perdieron para siempre.

Apenas 5 horas de regreso en México ya no tenía nada. Era romántico pensar en que iba a ahorrar dinero suficiente para África y que iba a hacer toda una tesis mientras trabajaba seis días a la semana. La verdad es que sólo regresé con mi cámara, mis fotos, y dinero suficiente para regresar en el verano y abrazar a J., otro rato.

Ahora sólo tengo mis cicatrices. Y cuando lo pienso, cicatrices eran lo que yo quería. La certeza de que he vivido, que me tembló el pecho, que algunas veces se me aceleró el pulso y se me hincharon los pulmones como las velas de los barcos sobre el mar.

Estoy triste. Me falta J. Me duele México, su violencia, su crisis, sus chavitos de 16 años cortando cartucho, nerviosos.

No sé en qué medida soy distinta. El viaje se irá sedimentando en mí y yo entenderé poco a poco. Ahora el agua está todavía revuelta y la ola que me revuelca sigue rompiéndose.

Creo que toqué la realidad. Toqué el anti-romanticismo desde mis ojos permanentemente románticos. Toqué la imperfección claroscura y punzante de todas las cosas.

Ni siquiera el amor es romántico ahora. Mi historia de amor ha sido desde el principio casi tan triste como ha sido dulce y hermosa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué pena y rabia que halles este suelo tan contaminado de recelo y pobreza. Te quedan las palabras escritas acá, aún frescas.
Un abrazo.

El Sek dijo...

bienvenida

Anónimo dijo...

tus letras formaron siluetas, sombras, luces, sensasiones y rostros del mejor álbum fotográfico que he visto de un viaje ajeno que se siente propio. Eso nadie lo puede robar.

te quiere
alicia