viernes, 13 de julio de 2012

Sociedad que se duerme se la lleva la corriente

Cuando empieza uno a vivir fuera de México, es inevitable hacer comparaciones. La idea de la democracia, por ejemplo, aparece en todo su carácter relativo. No es que de pronto los países
“accedan” a la democracia para instalarse ahí cómoda y permanentemente. La democracia siempre está en juego, y se profundiza o pierde terreno dependiendo de cada gobierno y del nivel de fuerza y participación de la sociedad civil. Esta última es fundamental. A más participación ciudadana, más democracia, y a más democracia, más participación ciudadana. Yo elegiría como un indicador de la democracia el nivel de tolerancia compartido por un pueblo. En países más democráticos la ciudadanía hace sentir su fuerza no digamos ya frente a escándalos de corrupción como los que soportamos cotidianamente en México, sino cuando el gobierno toma decisiones con las que la mayoría está en desacuerdo. En un país democrático también se asume de antemano que cualquier político sorprendido en actos de corrupción o represivos no sólo pierde inmediatamente su cargo, sino que además termina en la cárcel. En Canadá por ejemplo (que no es para mí un modelo ideal ni mucho menos), hay decididamente más democracia que en México. El nivel histórico de tolerancia de la sociedad civil mexicana es altísimo (aéreo-casi-espacial) si lo comparamos con lo que los canadienses estarían dispuestos a aceptar. La clase política mexicana sería imposible en Canadá. Sería inimaginable por ejemplo que un personaje como Mario Marín (el “gober precioso” de Puebla) haya no sólo evadido la cárcel sino continuado tranquilamente en su cargo de gobernador. Imposible que Salinas regresara al país campechanamente y además se diera el lujo de votar en las elecciones y sonreír para la foto. En Canadá (que, insisto, no es un lugar ultra democrático, sino apenas razonable), no creo que un personaje del calibre de Peña Nieto (que viene del grupo Atlacomulco, históricamente defraudador de las arcas públicas, que fue responsable de lo ocurrido en Atenco, primer lugar en feminicidios en el estado que gobernó, no supo nombrar tres libros, etc. etc. etc.) no habría encontrado el consenso social suficiente para figurar como candidato, mucho menos para “ganar” la elección. En un cartel de esos que se publican en los muros del Facebook se lee la leyenda: Los pueblos no tienen el gobierno que merecen, sino aquel que toleran.

En un país democrático (y hablo apenas de una democracia electoral-partidista de muy corto alcance), si hay evidencias de que un candidato está rebasando de manera millonaria sus topes de campaña, o está comprando ILEGALMENTE una cobertura favorable por parte de la principal cadena de televisión, estas evidencias se investigan de inmediato, seriamente. Si se demuestra que hay ilegalidad y un desbalance desmedido en la contienda, se le cancela la candidatura al partido. Así tal cual, como la consecuencia previsible de incurrir en graves delitos electorales. A mí no me sorprende que la gente salga a las calles y proteste exigiendo procesos más limpios, más democráticos. Me sorprende que todavía existan sectores sociales que se escandalicen por las protestas, y minimicen sus raíces. Después de todo, nos la hemos vivido minimizando, en México. Así es como aguantamos los feminicidios, y la infiltración del narco. Así se nos olvidan los periodistas y activistas asesinados. Así es como cargamos con las masacres, los robos millonarios y los incendios de guarderías, sin que haya a esta fecha responsables en la cárcel. Así es como cargamos un sexenio con 80 000 muertos y contando. Hay gente en nuestro país que históricamente no ha minimizado ni tolerado. Es gracias a esa gente y sus luchas que se creó el IFE, por ejemplo. Todo lo que hace falta es que minimicemos, para que el IFE pase al engranaje mayor del monstruo político dominante, en lugar de ser un organismo autónomo, independiente y crítico. Porque (esto no es ninguna novedad) no es el sistema el que otorga generosamente concesiones para hacer más justa, libre y democrática la vida, son los pueblos que se levantan y resisten, los movimientos sociales, los que históricamente abren esos espacios, para todos. El PRI no se detuvo un día gratuitamente y dijo: “pues ya está, me aburrí del dedazo”. Aunque a veces se nos olviden, hubo cientos de personas asesinadas en el intento de hacer oposición política. Antes todavía, buscando democracia, hubo miles de estudiantes marchando en la ciudad, y luego, cientos de sus cadáveres en las morgues. Todos los derechos sociales han sido conquistas, no concesiones, y se han pagado caro en nuestro país, con desaparecidos y encarcelados, con muertos y torturados. Desde luego que no asistimos ahora a la versión acabada de nuestra realidad. De hecho, hace rato ya que retrocedemos en lugar de ir para adelante. Los resultados de la elección son un salto hacia atrás que pondría a llorar a los estudiantes del 68, del 71, a las familias de Acteal, a incontables de nuestros fantasmas. A quienes dicen que en lugar de quejarnos debemos trabajar, les respondería que tienen toda la razón. Como parte de este momento en la historia, tenemos mucho trabajo por delante. Tenemos conquistas sociales por defender, y muchas conquistas nuevas por ganar, tenemos que caminar de nuevo pasos desandados y luego, seguir abriendo camino. Tenemos que informarnos, informar a otros, evaluar críticamente, imaginar a un país con mucha más justicia y mucha menos impunidad, con muchos menos muertos y muchas más libertades, con mucha menos desigualdad y mucha más inclusión, con mucho menos embotamiento televisivo y mucha más educación con substancia. Y tenemos desde luego que trabajar para construirlo, pero colectivamente, porque yo no me he enterado nunca de conquistas sociales a partir de individuos desvinculados entre sí.  Tal como Celestina Terciopelo escribía hace poco en su blog, no dar mordidas, trabajar, estudiar, hacer voluntariado, respetar derechos y libertades, son sólo nuestras obligaciones de todos los días. La situación extraordinaria del país exige ahora de nosotros mucho más que sólo lo cotidiano. Exige que actuemos organizados en conjunto.

Si el pueblo suizo o canadiense se enterara de que un partido político compró votos (no importa si son miles o millones), que acarreó votantes, que gastó mucho más de lo permitido en su campaña y que explotó ilegalmente un monopolio televisivo a su favor, no dudo que la gente habría salido a las calles a protestar. ¿Por qué los mexicanos tendríamos que conformarnos con menos? ¿Por qué se supone que debemos aceptar como buena una democracia tan chafa? ¿Desde cuándo resulta que la pasividad catatónica es el mejor ejercicio conocido de civilidad frente a los abusos de una clase política que ha abusado por décadas? A la sociedad que se duerme se la lleva la corriente. Se la comen los gusanos. Se le acumulan los muertos, los descabezados, los feminicidios, los desaparecidos. Las sociedades que se duermen cargan en sus espaldas políticos corruptos y viven paralizadas por la explotación, o la inercia, o el miedo. Las sociedades que se duermen dejan de soñar. Hay en México grupos sociales que llevan tiempo despiertos (desde el 94, o poco después, o mucho antes), y a veces parecía que eran islas resistiendo la corriente en tierra permanentemente arrasada. Pero si ahora (como las chispas antes del incendio), esos grupos se amplían, y más gente se asume como participe consciente de su propia realidad, y se organiza, y discute, y sale a las calles y demanda, por ejemplo, más democracia, eso hay que mirarlo con orgullo y celebrarlo. Antes de decir cosas como “supérenlo” y “póngase a trabajar”, reduciendo la magnitud de lo que ocurre a la caricatura de zombis defendiendo a su mesías, o estudiantes revoltosos y huevones,  todos deberíamos imaginar sobre nuestro hombro la mirada vigilante de alguno de nuestros muchos fantasmas: un estudiante del poli o un niño de Chenalhó, con una bala en la cabeza. Tenemos deudas históricas con el pasado, y deudas con un futuro del que también, aunque no queramos, somos responsables.

jueves, 17 de mayo de 2012

“Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil.”

Hace poco, caminando de regreso a la casa un transeúnte volteó de pronto a mirarme con sorpresa y sólo entonces me di cuenta de que estaba hablando sola, en voz alta. Esa es quizás una buena forma de presentar mi retrato: a veces (muchas veces), me enredo tan intensamente en lo que ocurre dentro de mi propia cabeza que se me olvida el mundo, en público, en las banquetas tranquilas de Toronto. Las mejores de esas veces sostengo agudas discusiones existenciales conmigo misma, o sueño despierta. Las peores de esas veces, estoy preocupada por cotidianidades del orden conseguir trabajo, cambiarme de casa, alcanzarán los ahorros para pagar la renta.

Hace poco también, encontré por azar en la televisión “Beginners”, de Mike Mills. Es en parte el retrato de un hombre que participó en la segunda guerra mundial, y fue gay toda su vida, todo a lo largo de su matrimonio, todo a lo largo de los 40s y los 50s, y los 60s y los 70s… y no salió del closet sino hasta un par de años antes de morir de cáncer. Es el retrato de ese hombre, como padre, tal como lo recuerda su hijo, y es también la historia de amor entre ese hijo y una mujer llamada Ana. En una de mis escenas favoritas, Oliver (el hijo) dice  algo así como (soy una concienzuda atesoradora de frases que me gustan): “We didn’t have to go to this war. We didn’t have to hide to have sex. Our good fortune allowed us to feel a sadness our parents didn’t have time for.”  (Traducción defectuosa: “Nosotros no tuvimos que ir a esta Guerra. No tuvimos que escondernos para tener sexo. Nuestra buena fortuna nos permitió sentir una tristeza para la que nuestros padres no tuvieron tiempo.”) Me acuerdo también de los principios de este blog, cuando trabajaba cómodamente en una oficina, y escribía largos soliloquios en estas páginas virtuales. Dedicaba mucho a tiempo a pensar, por ejemplo, en la felicidad y en la tristeza. Recuerdo específicamente escuchar con asombro la historia de la abuela judío-alemana de una amiga en el trabajo: una mujer que escapó apenas de la Alemania nazi y perdió a casi toda su familia para enamorarse años después de un cubano justo antes de la revolución, que vivió ese amor con profundidad y un romanticismo de película o de novela, para perder después a su esposo y también a su único hijo. Podría contar aquí la historia completa, pero entonces como ahora, creo que el relato le pertenece por completo a la propia abuela, y a su nieta, quienes la están escribiendo juntas. El caso es que las pérdidas de esa abuela fueron monumentales, pero la abuela no es una persona triste. Escribí entonces: Y así, debilitando todas las respuestas, ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso, autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la beben con sed. Las preguntas son un lujo (así como la tristeza). Estaba pensando en todo esto porque cuando me encontré con el rostro sorprendido del transeúnte y me di cuenta de que estaba pensando en voz alta, no reflexionaba sobre la felicidad o el dolor humanos sino sobre los resultados improbables de mi última entrevista de trabajo. Y pensé con algo de nostalgia en los discursos interminables que escribía aquí con frecuencia, cuando vivía placenteramente en el DeEfe, yendo al cine varias veces por semana y pasando los sábados leyendo en la cama sorbiendo una tras otra tazas de café con mucho azúcar. Es como si mi lado más filosófico  (el lado que adora a las almas atormentadas de las novelas de Dostoievski) viviera sumergido ahora por el peso de la vida misma, la premura por sobrevivir de algún modo en un país al que llegué con mucha esperanza pero sin planes definidos. Pero entonces me doy cuenta de que si respiro profundo, en realidad está bien, luchar, preocuparse, vivir en un departamento diminuto, todo esto también es una forma de acercarse al mundo, y entenderlo mejor.

Mi esposo y yo hemos vivido el último par de meses con más premura de la acostumbrada y sin embargo, hay más esperanza que nunca. Se desenreda poco a poco en nuestros días y nuestras noches una belleza incompleta. Como ya no podemos derrochar libremente el dinero en entradas para el museo, caminamos por la ciudad; en lugar de ir de la sala dedicada al Japón a la sala dedicada a Grecia mirando de paso los delicados artefactos históricos, nos detenemos enfrente de los árboles de lila y aspiramos el perfume de las flores, le tomamos fotos a las grietas que hace el agua en el barro cerca de la playa, sentimos felicidad arropados por los colores y los olores y los ruidos que se desbordan hasta las calles en el barrio hindú, que hacen a mi esposo sentirse orgulloso de las personalidades múltiples de su ciudad, y a mí me recuerdan irremediablemente a México.  Hasta eso, tuve la buena fortuna de caer en el desempleo justo cuando empieza el verano y todo florece en todas partes, y hay sol, y las calles de Toronto explotan con la vida que guardaron en reserva a lo largo del invierno y sus horas congeladas.


martes, 10 de abril de 2012

...riqueza.


Existimos, ahora, a la sombra de una pobreza primermundista. Es decir, podemos pagar comida china de vez en cuando, internet, cable. Pero vivimos en un departamento diminuto, en un sótano, por ejemplo, y no compramos cosas libremente con frecuencia, y a veces sentimos un sobresalto de incertidumbre, sobre todo si nos dan menos horas en el trabajo, o si hay la posibilidad de quedarnos sin trabajo. No hace mucho sin embargo, yo pasé muchos meses al lado de personas que tenían menos todavía, mucho menos, pero más de cualquier forma, mucho más. Hay personas así, familias así. Trabajan aplicadamente, con sus manos, con la fuerza de sus brazos, todo el día, todos los días, y viven sin lujos, sin cable, sin internet, sin comida china. Pero están en el mundo, en el centro mismo de la enormidad del mundo, están bajo las estrellas, bajo los árboles, se echan a correr libremente, en lugares sin asfalto, sin tráfico, sin semáforos. A veces, caminando por estas calles de acá, me imagino en cuál de todas las casas me gustaría vivir: una casa bien iluminada, con muchas ventanas, con un jardincito, con un  árbol gigante en la parte trasera. Aplicando obsesivamente para trabajos administrativos en organizaciones no gubernamentales (para los únicos para los que tengo certificados suficientes, de acuerdo a las reglas canadienses), me imagino un mejor sueldo, una vida más holgada, un departamento con más luz. En realidad no es eso lo que quiero. Desde el principio, lo que siempre he querido, es el mundo. Los árboles, las estrellas, las carreras de niños en lugares sin semáforos.