martes, 27 de septiembre de 2011
antes de que el río se congele
Otra metáfora interna para medir mi propia felicidad: extender las alas, no necesariamente a través del mundo, sino a través del tiempo. Extender las alas, por ejemplo, a través de un solo minuto irrenunciable. Todavía, a veces, extiendo mis alas. Por primera vez en mi vida soy dueña sin reservas de una bicicleta. Con ella, cuando hay tiempo libre, puedo ir a los parques. Aquí, los parques son como lagunas en las que uno puede sumergirse, y todos tienen caminitos especiales para echar a volar la bicicleta. Por fragmentos en medio de la ruta es posible estar en el bosque, por ejemplo, al lado de un rio, y nada más. Entonces, no hace falta nada, y todo está bien. Además, vivo al lado de un hombre delgado, (esto también lo escribí ya hace tiempo) los huesos de su espalda me recuerdan a las vértebras de un ave, y estar a su lado, bajo la luz azul del departamento diminuto donde vivimos, o bajo la luz roja y dorada del mundo, todos los días, es otra manera de extender las alas. Así que la vida sigue aquí, palpitando con fuerza, invitándonos a que le demos largas mordidas.
Encontré este poema en un cartel del metro:
Spring Forward, Fall Back
Troy Jollimore
In November the hours are slower:
winding-down weather, the fresh lather
of a first snow. The winter,
with its months of hospital afternoons
waits huddled just over the border.
And ice will make all the distances
that much further. Speak now, kiss now
before the river freezes altogether.
No es Noviembre, sino apenas el final de Septiembre, pero de cualquier forma, no falta mucho tiempo para que este lado del mundo se congele y sin duda, no queda de otra más que aceptar la generosidad del presente, y ser felices, ahora.
jueves, 16 de junio de 2011
Visions of J...
No sé si alguna vez me he animado a vivir sin esperanza. A lo mejor nunca, mi naturaleza es romántica, siempre he soñado en exceso. Pero ya no tengo la fuerza de siempre para aventurarme a creer, a sentir fe. Me queda eso sí el amor, y es todavía un amor muy grande.
Visions of Johana, de Bob Dylan, es una de mis canciones favoritas (de todos los tiempos). Hay una frase que me hace pensar siempre en mi esposo: The ghost of electricity howls in the bones of
martes, 22 de junio de 2010
patear un poquito al corazón
En “antes del anochecer” (¡mis referencias son siempre las mismas!), el personaje de July Delpy platica con el personaje de Ethan Hawke acerca de un viaje por Europa del Este, cuando aún era parte del bloque comunista. La televisión estaba en un idioma incomprensible, no había nada para comprar, ningún anuncio en las calles urgiéndola al consumo, y todo lo que podía hacer era caminar, y escribir en su diario. Por primera vez en un mundo donde nadie la empujaba a perseguir antojos o demandas, las ideas fluían velozmente, su cerebro no tenía que resistir asedios, estaba claro y descansado, y era como estar bajo los efectos de una droga, sin necesidad de drogas. El personaje de Ethan Hawke (gringo), dice que siente como si su cultura lo programara para estar todo el tiempo un poco insatisfecho; lo que tenemos nunca es suficiente, y siempre podemos tener algo más, no hay que ser felices ahora, sino después, cuando crucemos a los pastos más verdes de la cerca de al lado, y luego a la de al lado, en una carrera sin fin, sin descanso. Y entonces, ¿tienen razón los budistas? ¿No somos libres del todo hasta que nos liberamos de las cargas del deseo? El personaje de July Delpy responde: ¿no es la ausencia de deseo un síntoma de la depresión? Desear, ya sea un par de zapatos o más intimidad con otra persona, es lo que nos recuerda que estamos vivos, y tenemos ganas de seguir viviendo.
Esa conversación me da vueltas en la cabeza porque llevo semanas sin desear realmente, nada. No siento ganas de buscar a mis amigos, de salir o bailar, de ver películas, o abrir una nueva novela. Nada. Mi corazón está en blanco. No creo que esté llegando a los límites de una iluminación espiritual estilo Nirvana. Creo, más bien, que estoy muy triste. La ausencia de deseos es una señal de alarma. Pero abrir la compuerta de los deseos es abrir la caja de pandora. Lo que más quiero está lejos, indefinidamente. Si empiezo a desear, me va a doler mucho más esa distancia. Así que me llevo la vida despacito, en estado semi-despierto, con el corazón adormecido, para que el corazón aguante. La hibernación como método de supervivencia.
Es la diferencia entre existir nomás, o estar viva. Aquí enfrente, inmediato, está el umbral para una definición interior. Quién sabe qué inmensa fragilidad o cobardía me mueve a ratos a los estados de latencia. Como si todo doliera demasiado. Pero siempre me dije que valen la pena las tormentas, cuando cae el agua y nos cala, sin impermeable, sin acurrucarnos tras la ventana. Me prediqué cosas como los naufragios, escribí líneas del tipo “quemar las naves del pecho, y perderlas al fondo del mar”. En el discurso, al menos, me inclino a favor de la valentía. Mi definición íntima de la felicidad es la antítesis del adormecimiento (eso también lo digo todo el tiempo); sé, sin duda, que vale la pena no sólo sentir, sino sentir en grande, sentir con todo el sistema nervioso. Y vivir con premura, consciente de la brevedad de todas las cosas. No puedo pasar este tiempo reduciéndolo a espera, mirando el reloj cada dos minutos. El tiempo sólo se va rápido cuando lo vivimos y lo disfrutamos, y para disfrutar, hay que abrir la caja agridulce de los deseos.
Por aquí llueve. No hay tormenta, pero llueve, todos los días. Pienso en la historia particular de mis golpes y mis huracanes, y no es en realidad la tormenta lo más difícil, sino la lluvia que cae sin descanso, la sensación gris de una llovizna que no acaba. Ya sé que prometí menos auto conmiseración, pero la única forma que conozco para liberarme de los arranques de tristeza es escupiéndolos en palabras y palabras, como éstas. Lo que hace falta ahora es una sacudida, patear al corazón un poquito, para que despierte.
sábado, 5 de junio de 2010
la cumbre del amor
domingo, 9 de mayo de 2010
No-pa-sa-na-da. Pasa el camión del gas, el camión del pan, pasa el sol y todo se muere por las noches y regresa luego idéntico a sí mismo, por la misma calle, por la misma tarde.
Y la sal, la vieja sal, la nueva sal, la sal de todos los días, la milenaria destilación de mis ojos, espolvoreada en mis pulmones, en las membranas de mi estómago, me susurra oscuridad, noche, ningún huracán, ninguna lluvia, silencio congestionado, enredado sobre sí mismo. Los días están apretados, como laberintos.
sábado, 13 de febrero de 2010
Que conste que no hablo de los canadienses, sino de su gobierno. Si algo me gustó de Toronto es la forma en que la gente no alzaba las cejas cuando me oía platicar en español, porque el de al lado platica en mandarín, y el de más allá en punjabi. Nunca me sentí extraña, en una ciudad tejida con extraños de todas partes. De hecho, lo que recuerdo son actos de una amabilidad deslumbrante ejecutados por extraños, hacia la extraña que era yo, en las calles, en los autobuses, en los pequeños supermercados.
En realidad, lo que está jodido no es ni siquiera el gobierno canadiense, sino el mundo.
Como explica Zygmunt Bauman (a quien he leído casi obsesivamente en las últimas semanas), el mundo está dividido por la movilidad. Los ricos tienen derecho a moverse, sin interrogatorios de por medio, a través de todas las fronteras y todas las aduanas. Tienen derecho a abrir compañías en países del tercer mundo para pagar salarios ínfimos y contaminar sin obstáculos legales los lagos o el subsuelo; si los trabajadores encuentran el trato injusto y se alebrestan, si el terreno ha sido explotado y contaminado más allá de todo remedio, entonces los ricos del mundo tienen derecho a recoger sus cachivaches e instalarse en algún otro país todavía más pobre y todavía menos regulado. Los pobres, están condenados a quedarse, junto al lago contaminado, bebiendo el agua infecta, y sin empleo.
Los pobres no tienen derecho a la alquimia que los transforme en habitantes de otros mundos (si nacieron en el tercero, en el tercero habrán de morir). Pueden intentarlo si pagan el precio incalculable de la ilegalidad. Puede ser que se mueran en el intento, mientras cruzan una frontera cada vez más vigilada. Puede ser que no vean a sus seres queridos hasta dentro de una o dos décadas. Puede ser que no los vuelvan a ver.
Mis encuentros dramáticos con esa realidad no fueron en Canadá, sino en los municipios de Pátzcuaro, Tiquicheo, Tzitzio, en Michoacán. Una vez, cuando era maestrita de primaria en "Las Palmitas", me tocó caminar detrás de un hombre que se iba despidiendo de todos, cargando una mochila y una chamarra azul, ya de camino al otro lado. La gente le estrechaba la mano y le decía que le vaya bien, y él respondía, Dios lo escuche, con una voz oscurecida por la incertidumbre y por una esperanza kamikaze. Cada apretón de manos y cada despedida estaban cargados con la solemnidad de los gestos que ocurren, por ejemplo, bajo el techo sagrado de una iglesia. En el interior de una casa de madera, a las faldas de una montaña todavía profundamente verde, una mujer lloraba de angustia. Mientras fui maestra rural, me encontré con muchas mujeres así, que lloraban frente a mí porque no sabían si sus maridos o sus hijos iban a cruzar, o regresar, algún día. Es que "ahora les disparan como si fueran venados", me decían, en tiempos anteriores al 11 de septiembre, y el muro fronterizo. Una de ellas me explicó con la voz hecha pedacitos que habían metido a su hijo a la cárcel en Estados Unidos, y que le llegaban cartas de él, pero que a él las cartas de ella no le llegaban, y no tenía forma de decirle que ahí seguía, al pendiente, queriéndolo.
Llevo menos de un mes lejos de J, y ya me encuentro desmadejada por el insomnio. Es que, la mera verdad, para la gente medianamente normal y medianamente egoísta, como yo, las tragedias ajenas siguen siendo ajenas hasta que nos tocan, aunque sea tangencialmente. Tenía que enamorarme de un canadiense y cometer el error de casarme con él en México, para entender todo el peso de las fronteras que nos dividen en buenos y malos, Montesco y Capuleto, ricos y pobres, deseables o indeseables. Tenía que enfrentarme con incredulidad absoluta a que me dijeran, usted no tiene derecho a visitar a su esposo, hasta que le demos la residencia, si es que se la damos. Le dicen lo mismo a las madres que tienen a sus hijos pequeños en otro país, y a los hijos que quieren llevar a Canadá a madres o padres ancianos y débiles, y si se les mueren en el camino de la espera, pues ya ni modo. Si son Capuleto, por supuesto, si vienen de países como Ecuador o Polonia. Si son Montesco, si vienen de Inglaterra o Francia, entonces es probable que ni siquiera necesiten una visa para entrar al país. Cada quien carga con la marca imborrable de su apellido, expuesto ahí, claramente, en el color de su pasaporte.
Por eso es que ahora, en un blog dedicado a los tropiezos románticos de una mujer que tiende a soñar en exceso, aparecen por primera vez (y demasiado tarde) palabras como ricos, y pobres, al más puro estilo chairo. Lo que hay debajo no es compromiso político, ni siquiera ideología. Sino una realidad que duele porque de pronto, sin que uno lo creyera posible, se hizo cercana.
J me telefoneó hace rato, para explicarme los resultados de su entrevista con una abogada experta en asuntos migratorios. Resulta que no tengo derecho a visitarlo, ni por razones humanitarias, porque el amor no es una razón humanitaria de peso. Pero él sí tiene derecho a venir para acá. Y él, sin dudarlo, se viene para acá, conmigo, a México. Después de todo, él es mi Romeo, no faltaba más. Esperemos sólamente que el símil termine antes del desenlace trágico propuesto por Shakespeare.
lunes, 8 de diciembre de 2008
Perdí mi metropas. No sé cómo. Pero es trágico. Esas cosas cuestan 110 dólares. Todo el tiempo lo protejo. Reviso obsesivamente la bolsa de la chamarra para asegurarme de que esté ahí. Pero en algún momento entre el último autobús y la casa, lo perdí. Ahora voy en el metro rumbo a la chamba. Voy increíblemente tarde, más de media hora (pasé mucho tiempo buscando la tarjeta amarilla en todas partes). Puede ser que me regañen, puede ser que me despidan, qui`en sabe. Perder el trabajo, creo, me duele menos que perder el metropas. Ja. Salí de la casa, angustiada, y caía la nieve, grandes copos, ligeros, muchísimos, todo blanco otra vez, la nieve un velo creciente sobre mi chamarra y mi bolsa, entrando sin querer a mi boca. Sutileza infinita. De nuevo, era como si la belleza inesperada de las imágenes y las sensaciones que me rodean llegara para rescatarme de mis propias sensaciones oscuras, mi angustia, mi sentido de la tragedia. Ahora no sé si es suficiente. Estoy desgastada por la precariedad. No la precariedad eufórica del principio, ni la magia de la incertidumbre. Hago una chamba pesada muchas horas, seis de los siete días de la semana, y no puedo ahorrar con mi régimen de pago, de alguna manera siempre tengo el agua hasta el cuello, me siento endeudada y rota, y ahora pierdo el metropas y todo tendrá que ser de nuevo austero y básico hasta el próximo cheque. Llevo dos meses aquí, y han sido dos meses austeros y básicos. Estoy hasta la madre. En México ganaba menos lana pero me daba más lujos. Tenía más tiempo y energía para mí. Aquí las jornadas me dejan molida. Allá comía mejor, iba innumerables veces al cine, bailaba más por las noches. Aquí, salir una noche es una empresa costosa, y compleja. Implica esperar autobuses a las tres y media de la mañana a menos veintidós grados con viento (y soplaba el viento, este sábado), para evitar 35 dólares de taxi. Una sola cerveza cuesta el equivalente a 75 pesos mexicanos. Me siento en el umbral de la renuncia. Anoche estaba de nuevo cambiando las bolsas de la basura, a menos 11 sin viento junto al estacionamiento, y la gente va y echa ahí la basura de sus casas, bolsas de arena para gato muy pesadas, y el asunto se vuelve una tarea humilde, ingrata, y estuve ahí, maldiciendo, en el frío, pensando en que mi espíritu está hecho para otras cosas y ya tuve suficiente de experimentar en carne propia realidades lejanas a la mía, por lo menos esta realidad especifica, aunque de eso se trate en términos muy románticos el trabajo antropológico. No hay nada romántico ahora. Esto es puro anti-romanticismo. Se siente casi como esclavitud (es, esclavitud), un hombre que se cree muy gracioso pasa junto a mí mientras trapeo por millonésima vez la entrada de la tienda permanentemente sucia y mojada por la nieve y me dice en español “muchou trabajou, pocou dinerou”. Me lo dice desde su orilla más cómoda y ligera así como yo he mirado muchas veces cuadros infinitamente más rudos que mi vida cotidiana con el rabillo del ojo, o con la compasión de los ignorantes. Todos tenemos una orilla más cómoda desde la que miramos otros territorios de la realidad. Y sí hay una ganancia al atravesar uno o dos puentes y colocarnos del otro lado de algunas líneas defensivas. Hay, en el empobrecimiento crudo de los últimos dos meses, la riqueza de un entendimiento más profundo. La profundidad también es, de alguna manera, anti-romántica, implica por definición ir más allá de la superficie y el maquillaje para acceder a donde están la belleza inesperada y el desamparo, todas las sorpresas y todas las fracturas. Así que aquí estoy. Harta, en mi pequeña tragedia, sintiendo cómo resbalan las gotas finales y el vaso se derrama y mi fortaleza llega a una frontera. Si soy fuerte, me quedo otro mes y medio, me quedo Diciembre y luego Enero. Luego de un cumpleaños solitario, una navidad solitaria y qué más da. Todo cada vez más helado, una chamba ingrata, empleando mis energías en “muchou trabajou, poco dinerou” y no en mi tesis, porque una investigación implica tiempo y un solo día de descanso a la semana no es suficiente. Pero de vez en cuando, milagros, velos de cristal acumulándose sobre el cabello y las ramas desnudas de los árboles, momentos así, breve humedecimiento de la córnea, breve electricidad por la columna. Si soy débil, veo la forma de que me paguen todo lo que he trabajado y me regreso el 23 como era el plan original, o en una de esas el 15, y en lugar de breves luces en el centro de lo oscuro, me quedo con el sol constante de mi país.
miércoles, 29 de octubre de 2008
Creo que este es mi momento de soledad mas absoluta. Nunca me habia sentido tan lejos de todas las personas a las que quiero. No hay nadie a mi alrededor. Hay solo la promesa vaga de otras personas. Ninguna coneccion inmediata. Ningun alma gemela. Lo unico que hay son los ojos de C., empaticos. El se a cuenta, y me mira mostrandome que se da cuenta. Dios mio. Alguien que te mire caminando por los pasillos y sepa que estas triste. Siempre he deseado a alguien que simplemente sepa. Aunque digo, a lo mejor ahora es muy evidente, he estado conteniendo las ganas de llorar por los pasillos de la tienda, deteniendome en las esquinas y los rincones para respirar profundo. Y es que es mi cumpleanios y nadie a mi alrededor lo sabe -excepto la amiga de N. quien se ofrecio generosamente a sacarme un rato para celebrar. Pero la pobre se levanta a las 5 de la maniana y necesita dormir temprano y yo salgo hasta las siete de la chamba y sigo sin varo y no nos conocemos y hace mucho frio, asi que decidi vivir el asunto asi en toda su soledad sin paliativos. Este es un momento absolutamente nocturno. Me quiero recargar en los brazos de alguien, en el pecho de alguien, y no hay nadie. Todo lo que hay es la certeza de que finalmente, resisto. Tontita, fragil, sufriendo por la carga simbolica de este 28 de octubre que hace evidentes todas las ausencias. Personas a las que extranio y no puedo hacer nada, mientras el dia avanza, mientras todo se oscurece, y llega la noche, y nadie esta realmente cerca, de mi. Y estoy aqui, y nada se rasga, nada se rompe, no hay heridas ni sangrado externo, ni hemorragia interna, y yo resisto, y ay la llevo.
HOY.
Llegue a la casa con mi bolsita del mandado, y aqui estaban Frank y Rodrigo, y me dijeron que les hubiera avisado, y me pusieron las manianitas (todo lo que Rodrigo tenia a la mano eran las manianitas de Cepillin, y de alguna manera estuvieron perfectas), y bebimos cerveza y una copita de vino que Rodrigo saco del refri. Asi que no fue un cumpleanios completamente invisible.
Y asi es esto. Todo esta iluminado o deformado por cristales intensos, a veces casi absolutos. Cuando es felicidad es euforia, sin un detonante claro, solo corrientes electricas y danzas en los pasillos cuando nadie mira y esta puesta alguna cancion que si me gusta, y hay algo que la gente reconoce y algunos clientes se me acercan y me preguntan por que estoy feliz, y yo me rio y les digo que no se. Cuando es oscuridad es todo negro sin matices y C. me mira desde su puesto de vigilancia y
sabe. Sea lo que sea, no hay calma, no hay muchas posibilidades para adormecerse. Y eso es bueno.
miércoles, 22 de octubre de 2008
Hoy, C. me rompió el corazón. Además, llegue tardísimo a la chamba en medio de una sensación desesperada, y gasté 10 preciosos dólares en un taxi completamente inútil, porque perdí DOS-VECES-DOS autobuses que tardaron milenios en pasar. Luego, C. Sali`o cuando yo salí a la entrada de la tienda y platicamos un minuto, y yo pensé que era un guiño y que quizás quería platicar conmigo, pero creo que sus gestos amistosos hoy eran para que le prestara dos dólares para comprarse un café. Y luego mis sospechas se confirmaron. Anda con una de las cajeras, una chava bonita, de tez blanca y cabello largo pintado de negro y ojos azules. Auch. Y ahora, el pequeño amor que tejí para `el a lo largo de estas dos semanas se ha transformado en una pequeña amargura a la medida de las circunstancias. No tengo roto el corazón por C. Lo tengo roto por una sensación de distancia sin límites. Estoy lejos de todo, y de todos. Salí de la chamba y otra vez, la ciudad era una visión fuerte, violeta y azul a las seis de la tarde. Cerca de la parada del autobús una banda ensayaba en algún lugar dentro de una casa de paredes de ladrillo, y había bajo y guitarra eléctrica pero luego sólo silencio, me quedé ahí merodeando en la banqueta para ver si tocaban algo más pero ya no hubo nada. En el autobús iba C. Casi no hizo contacto, iba oyendo sus audífonos así que me dedique a mirar por la ventana, al cielo azul y violeta detrás de los follajes amarillos, y la estela de un jet en el espacio abierto. La ciudad y su belleza estaba ahí, todo a mi alrededor, pero yo me sentía lejos también de esas imágenes. Me subí al metro y me fui a Spadina y tomé el Streetcar para caminar a la deriva por el barrio chino. Y estuve ahí, en los mercaditos desordenados llenos de hongos y hierbas y nombres en chino de todas las cosas. Y era el lugar perfecto para sentirme como una extraña. Ahí en los diminutos supermercados, los rostros eran chinos y las conversaciones también, y la cajera no me dirigió la palabra, sino que dejo que le pagara y me entrego el cambio en silencio (compré papas, y té verde). Y la ciudad estaba llena de invitaciones, también ahí en esas calles, y yo no tenia a nadie, estaba sola, no podía ser invitada, a los bulliciosos restaurantes donde venden sopa de aleta de tiburón y las familias y los grupos se sientan alrededor de mesas redondas, ni a los bares donde se anuncian tocadas de blues, ni a ningún otro espacio que no fueran las calles y sus imágenes deslumbrantes y extrañas, porque estaba (estoy) sola, y no ten`ia dinero (no tengo). Ahí, Toronto deja un poco de ser Toronto y es un poco m`as China, y hay puestos callejeros y baratijas y luces y letreros y sonidos y ne`on amontonados entre s`i. Vi a dos hombres raídos sentados en los escalones de la entrada a un edificio, y uno de ellos llevaba un abrigo sucio, y barba y un parche reciente cubriéndole el ojo derecho. Me imaginé que había perdido el ojo, en alguna pelea o en algún accidente y volví a sentir que caía sobre mí una sensación absoluta de desamparo. En el Streetcar de regreso al metro iba un hombre con una herida reciente en la mejilla, y algo había en `el, aparte de la sangre, que no parecía normal. Y vi luego a una mujer vestida de blanco con la blusa y los brazos manchados de rojo, pero no estaba herida, era como una actriz disfrazada de una mujer herida.
Está empezando a hacer mucho más fr`io. No tengo un día definido de descanso en la chamba, he trabajado sin interrupciones desde el lunes y ya no quiero regresar mañana. Estoy en la banca verde fuera de la estación del metro donde todas las noches espero el autobús a mi casa, y hay unos chavos latinos hablando en español con un acento peruano o salvadoreño y de ellos me siento tan lejos como de todos los demás.
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El autobús iba lleno y un hombre joven llevaba a un bebé como de año y medio en su carreola, y el bebé iba haciendo sin pudor infinidad de sonidos graciosos a todo volumen y los pasajeros sonreían. Dos asientos a mi derecha iba una mujer arrugada y encanecida y frágil, con una pequeña barba canosa en el mentón, ropa ligera y una bolsita brillante y barata. La vi esperando el autobús fuera del metro, vestida con una falda larga y fea como de verano, y medias y zapatitos. Aquí las imágenes de la pobreza no alcanzan los decibles que alcanzan en México, pero el frío le imprime un acento violento a las ropas de esta mujer, como lo hace también a la mano sin todos los dedos de la mujer que se acercó a mí hace varios días fuera del banco. O el hombre que vi en la tienda. Llevaba una camisa ligera y barata y pantalones ligeros y muy usados y zapatos sin calcetines con los tobillos a la intemperie. Miraba de un lado a otro como buscando permanentemente alguna cosa. No s`e por qué, me pareció que `el también era mexicano. Y yo no sé nada, todavía, de la desesperación. Desperdicié diez dólares de la manera más est`upida, escribo desde el calor de un espacio confortable, la televisión está encendida en alguna parodia política gringa, y acabo de cenar. La incertidumbre, esa sensación feliz de pánico y sorpresa ha sido reemplazada poco a poco por un orden y un trabajo y hoy, una sensación de distancias insalvables.
LUNES.
Todo está aún iluminado por la promesa de lo que no sé. Hay islas, pequeñas, sólo eso. La banca verde fuera de Runnymede Station, el trayecto en metro hasta Coxwell, los mismos nombres anunciados por la misma voz en los mismos tonos y las mismas imágenes breves bajo luces sutilmente distintas tras la ventana, cuando el tren se asoma a la superficie de la tierra. High Park. Otoño. Dundas West. La calle larga detrás del estacionamiento subiendo una pendiente sin árboles, una calle llena de graffittis, imágenes de políticos dientones y mujeres huesudas o voluptuosas y actrices de los cincuentas a blanco y negro y rostros adoloridos superpuestos con aerosol. Luego Broadview. El puente, y una imagen de calendario con árboles y arroyos, y otoño rojo y dorado, y detrás los edificios corporativos y CN Tower. La tienda, amarilla, helada. Las puertas automáticas y transparentes. St. George y las viejas bibliotecas y hiedra enrojecida, y Josefina en el puesto de hot dogs. Dufferin Station y el café internet con el chavo oriental que me reconoce y me sonríe.
Pero una ciudad no es sus siluetas bajo la luz. Es el tejido profundo de las personas. Esa es la verdadera nueva tierra, nuevo mundo. Nada ha ocurrido todavía. Todo está a punto de ocurrir.
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Tuve ratos felices en la chamba. Vaya uste a saber. Hacía un chingo de frío. Así que me mantuve en movimiento (todavía me duelen los músculos al final de las jornadas y me duermo molida y ligeramente orgullosa). Hubo pequeños momentos eléctricos debidos a pequeños contactos y pequeñas sonrisas. Y además, una reconciliación completa con C. Lo perdono por no haberme querido (jojojo). Es imposible enojarse mucho tiempo con un hombre tan hermoso, un hombre con esa sonrisa y esa voz. Así que lo perdoné por no enamorarse de mí y decidí no enamorarme de `el, por supuesto. Y me sentí libre y dulce y a ratos feliz.
MARTES.
Hoy, luchando con una bolsa de 120 litros de basura, me pregunté seriamente qué chingados hago aquí. Trabajando en la limpieza de un pinche supermercado donde siempre hace frío y no puedo elegir la música que escucho (extraño mi música). Y hay, por supuesto, razones. Pero hoy me pregunté, qué necesidad. El día fue helado y gris. Helado. Como a las 5 de la tarde, cayeron en medio de la llovizna algunos copos de nieve. D. gritó: is fucking snowing!!! y corrí a asomarme hacia fuera y flotaban fragmentos delicados y pequeñitos. Una nueva corriente atravesó mi espalda. No era una nevada sino la promesa de una primera nevada, y era suficiente. Me sentí feliz de nuevo.
viernes, 11 de julio de 2008
Post en dos partes, una deshechable, y la otra morelliana
PRIMERA PARTE DEL POST, PRESCINDIBLE ACTO DE DESAHOGO SIN MÁS:
En este momento, hay como cinco o seis capas aislantes entre la realidad y yo. Las paredes del edificio, la pantalla en vez de la ventana, los oídos cubiertos por audífonos, la gripa, los antigripales, y encima, una sensación general de irritación y mal humor. Alguien, quizás el mismo alguien que se llevó mi quincena, se llevó ayer mis audífonos, y ahora traigo unos muy incómodos, que no sirven bien, con los que es una tortura hacer mi chamba, la cual ahorita consiste en transcribir una larga entrevista que hice ayer, con un hombre que habla muy rápido y con acento norteño (el acento norteño puede ser encantador, pero en este caso sólo resulta ininteligible), mientras todo el mundo habla por teléfono (hoy, la impresión es que hablan a gritos), y el scaner hace un sonido que hoy parece como de instrumento motorizado mal afinado, o máquina oxidada de tortillería. Hoy es uno de esos días. Pero como ustedes, lectores imaginarios o no, de mi blog, no tienen la culpa, denme chance de un breve momento de descarga: espero que al ladrón de esta oficina le salga caspa de por vida, y que sufra de impotencia sexual y halitosis, que le salgan hongos en los pies y le de mucha comezón y le apesten horriblemente los calcetines, que se le atore siempre la comida entre los dientes y que sufra de flatulencia incontrolable.
Igual no es para tanto. Me empiezo a sentir mejor. Este es un buen desahogo. Aunque sigo de mal humor. Mierda y recontramierda (en algún momento voy a tener que mejorar mis habilidades insultativas, hasta ahorita, son más bien patéticas).
SEGUNDA PARTE DEL POST, MÁS SERENO, DONDE QUEDA PROBADO QUE ES MUCHO MEJOR TRANSCRIBIR A CORTÁZAR QUE CONVERSACIONES CON ACENTO INCOMPRENSIBLE A TRAVÉS DE AUDÍFONOS DEFECTUOSOS
Ya me reí dos veces, gracias a J. quien primero me contó un chiste misógino (y tuve que reírme, con la misma risa culpable que producen los chistes crueles de humor negro: primero te ríes y luego te contienes y protestas). Después, me enseñó una foto que se hizo con una tortilla de harina a modo de máscara, con hoyitos para la nariz, los ojos y la boca. El resultado me hizo reír de nuevo, con más ganas, y todo poco a poco se aligera. Interrumpí la transcripción de la entrevista, puse música, y le robo minutitos al día para escribir aquí. Se siguen aligerando las sensaciones generales, dentro de poco a lo mejor ya empezaré a darme cuenta de que hoy, milagrosamente, ya no llueve. Termina aquí la parte más prosaica del post. Lento camino de regreso a los rumbos más densos: estoy releyendo Rayuela, por tercera vez. La primera vez lo leí en la prepa y creo que sólo entendí más o menos la mitad, pero igual me desvelé muchas noches leyendo y anduve varios días escribe que te escribe en mis diarios terribles monólogos semi-filosóficos. La segunda vez lo leí en la universidad, lo disfruté más, pero mis simpatías estaban casi todas del lado de la Maga. Oliveira, a lo mucho, me daba un poquito de lástima, con su búsqueda tan egoísta, tan ciega a los demás. Esta vez, aunque la Maga sigue contando con toda mi lealtad, Oliveira me cae mucho mejor. Me siento reconocida. En realidad, me gustaría pensar que de parecerme a alguien me parecería a la Maga, pero en este momento, más bien me parezco a Horacio, que busca una reconciliación pero no está seguro de dónde ni de cómo, y todo parece dolerle, pero nunca lo suficiente. En medio, una nostalgia por algo que se intuye, que a lo mejor está aquí, pero es casi todo el tiempo inaccesible. Aquí transcribo un cachito, de Oliveira-Morelli-Cortázar, sintiéndose triste por los locos, los soñadores, y las especies humanas en proceso de extinción:
…Qué inútil tarea la del hombre, peluquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el recorte quincenal, tendiendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo diario, aplicando los mismo principios a las mismas coyunturas. Puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, si somos él, ya no se llamará así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz por un desiderátum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se está tan mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media para ingresar en la era cibernética. Tout va très bien, madame La Maquise, tout va très bien.
Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la luna de Valencia para perder más de cinco minutos con estas nostalgias perfectamente liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes internacionales, de hombres-de-ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona o reactor atómico aplastan un poco más estas falaces esperanzas. El reino será de material plástico, es un hecho. Y no que el mundo haya de convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana; será mucho peor, será un mundo delicioso, a la medida de sus habituales, sin ningún mosquito, sin ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y probablemente dieciocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño telecomandados, agua de distintos colores según el día de la semana, una delicada atención del servicio nacional de higiene,
con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales para los habitantes de Reijavik, vistas de igloos para los de La Habana, compensaciones sutiles que conformarán todas las rebeldías,
etcétera,
Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables.
¿Y quedará en él alguien, uno solo, que no sea razonable?
En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágrima, la sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre acabe por matar al hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la máquina electrónica, del cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y después que le echen un galgo. Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña. Wishful thinking, quizá; pero ésa es otra definición posible del bípedo implume.
lunes, 2 de junio de 2008
miércoles, 21 de mayo de 2008
silencio
Hay sólo mucha impotencia. Mucha. Cuando ves a quienes han sido ángeles tuyos atravesar tormentas o desiertos sin que puedas ser un ángel para ellos.
Yo quisiera ser así, como un ángel, es decir invisible y con poderes sobrenaturales, para abrazar silenciosamente a las personas que más quiero.
Eso es lo único que quiero hacer. Los quiero abrazar en silencio.