miércoles, 22 de octubre de 2008

DOMINGO.

Hoy, C. me rompió el corazón. Además, llegue tardísimo a la chamba en medio de una sensación desesperada, y gasté 10 preciosos dólares en un taxi completamente inútil, porque perdí DOS-VECES-DOS autobuses que tardaron milenios en pasar. Luego, C. Sali`o cuando yo salí a la entrada de la tienda y platicamos un minuto, y yo pensé que era un guiño y que quizás quería platicar conmigo, pero creo que sus gestos amistosos hoy eran para que le prestara dos dólares para comprarse un café. Y luego mis sospechas se confirmaron. Anda con una de las cajeras, una chava bonita, de tez blanca y cabello largo pintado de negro y ojos azules. Auch. Y ahora, el pequeño amor que tejí para `el a lo largo de estas dos semanas se ha transformado en una pequeña amargura a la medida de las circunstancias. No tengo roto el corazón por C. Lo tengo roto por una sensación de distancia sin límites. Estoy lejos de todo, y de todos. Salí de la chamba y otra vez, la ciudad era una visión fuerte, violeta y azul a las seis de la tarde. Cerca de la parada del autobús una banda ensayaba en algún lugar dentro de una casa de paredes de ladrillo, y había bajo y guitarra eléctrica pero luego sólo silencio, me quedé ahí merodeando en la banqueta para ver si tocaban algo más pero ya no hubo nada. En el autobús iba C. Casi no hizo contacto, iba oyendo sus audífonos así que me dedique a mirar por la ventana, al cielo azul y violeta detrás de los follajes amarillos, y la estela de un jet en el espacio abierto. La ciudad y su belleza estaba ahí, todo a mi alrededor, pero yo me sentía lejos también de esas imágenes. Me subí al metro y me fui a Spadina y tomé el Streetcar para caminar a la deriva por el barrio chino. Y estuve ahí, en los mercaditos desordenados llenos de hongos y hierbas y nombres en chino de todas las cosas. Y era el lugar perfecto para sentirme como una extraña. Ahí en los diminutos supermercados, los rostros eran chinos y las conversaciones también, y la cajera no me dirigió la palabra, sino que dejo que le pagara y me entrego el cambio en silencio (compré papas, y té verde). Y la ciudad estaba llena de invitaciones, también ahí en esas calles, y yo no tenia a nadie, estaba sola, no podía ser invitada, a los bulliciosos restaurantes donde venden sopa de aleta de tiburón y las familias y los grupos se sientan alrededor de mesas redondas, ni a los bares donde se anuncian tocadas de blues, ni a ningún otro espacio que no fueran las calles y sus imágenes deslumbrantes y extrañas, porque estaba (estoy) sola, y no ten`ia dinero (no tengo). Ahí, Toronto deja un poco de ser Toronto y es un poco m`as China, y hay puestos callejeros y baratijas y luces y letreros y sonidos y ne`on amontonados entre s`i. Vi a dos hombres raídos sentados en los escalones de la entrada a un edificio, y uno de ellos llevaba un abrigo sucio, y barba y un parche reciente cubriéndole el ojo derecho. Me imaginé que había perdido el ojo, en alguna pelea o en algún accidente y volví a sentir que caía sobre mí una sensación absoluta de desamparo. En el Streetcar de regreso al metro iba un hombre con una herida reciente en la mejilla, y algo había en `el, aparte de la sangre, que no parecía normal. Y vi luego a una mujer vestida de blanco con la blusa y los brazos manchados de rojo, pero no estaba herida, era como una actriz disfrazada de una mujer herida.

Está empezando a hacer mucho más fr`io. No tengo un día definido de descanso en la chamba, he trabajado sin interrupciones desde el lunes y ya no quiero regresar mañana. Estoy en la banca verde fuera de la estación del metro donde todas las noches espero el autobús a mi casa, y hay unos chavos latinos hablando en español con un acento peruano o salvadoreño y de ellos me siento tan lejos como de todos los demás.


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El autobús iba lleno y un hombre joven llevaba a un bebé como de año y medio en su carreola, y el bebé iba haciendo sin pudor infinidad de sonidos graciosos a todo volumen y los pasajeros sonreían. Dos asientos a mi derecha iba una mujer arrugada y encanecida y frágil, con una pequeña barba canosa en el mentón, ropa ligera y una bolsita brillante y barata. La vi esperando el autobús fuera del metro, vestida con una falda larga y fea como de verano, y medias y zapatitos. Aquí las imágenes de la pobreza no alcanzan los decibles que alcanzan en México, pero el frío le imprime un acento violento a las ropas de esta mujer, como lo hace también a la mano sin todos los dedos de la mujer que se acercó a mí hace varios días fuera del banco. O el hombre que vi en la tienda. Llevaba una camisa ligera y barata y pantalones ligeros y muy usados y zapatos sin calcetines con los tobillos a la intemperie. Miraba de un lado a otro como buscando permanentemente alguna cosa. No s`e por qué, me pareció que `el también era mexicano. Y yo no sé nada, todavía, de la desesperación. Desperdicié diez dólares de la manera más est`upida, escribo desde el calor de un espacio confortable, la televisión está encendida en alguna parodia política gringa, y acabo de cenar. La incertidumbre, esa sensación feliz de pánico y sorpresa ha sido reemplazada poco a poco por un orden y un trabajo y hoy, una sensación de distancias insalvables.

LUNES.

Todo está aún iluminado por la promesa de lo que no sé. Hay islas, pequeñas, sólo eso. La banca verde fuera de Runnymede Station, el trayecto en metro hasta Coxwell, los mismos nombres anunciados por la misma voz en los mismos tonos y las mismas imágenes breves bajo luces sutilmente distintas tras la ventana, cuando el tren se asoma a la superficie de la tierra. High Park. Otoño. Dundas West. La calle larga detrás del estacionamiento subiendo una pendiente sin árboles, una calle llena de graffittis, imágenes de políticos dientones y mujeres huesudas o voluptuosas y actrices de los cincuentas a blanco y negro y rostros adoloridos superpuestos con aerosol. Luego Broadview. El puente, y una imagen de calendario con árboles y arroyos, y otoño rojo y dorado, y detrás los edificios corporativos y CN Tower. La tienda, amarilla, helada. Las puertas automáticas y transparentes. St. George y las viejas bibliotecas y hiedra enrojecida, y Josefina en el puesto de hot dogs. Dufferin Station y el café internet con el chavo oriental que me reconoce y me sonríe.

Pero una ciudad no es sus siluetas bajo la luz. Es el tejido profundo de las personas. Esa es la verdadera nueva tierra, nuevo mundo. Nada ha ocurrido todavía. Todo está a punto de ocurrir.
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Tuve ratos felices en la chamba. Vaya uste a saber. Hacía un chingo de frío. Así que me mantuve en movimiento (todavía me duelen los músculos al final de las jornadas y me duermo molida y ligeramente orgullosa). Hubo pequeños momentos eléctricos debidos a pequeños contactos y pequeñas sonrisas. Y además, una reconciliación completa con C. Lo perdono por no haberme querido (jojojo). Es imposible enojarse mucho tiempo con un hombre tan hermoso, un hombre con esa sonrisa y esa voz. Así que lo perdoné por no enamorarse de mí y decidí no enamorarme de `el, por supuesto. Y me sentí libre y dulce y a ratos feliz.

MARTES.

Hoy, luchando con una bolsa de 120 litros de basura, me pregunté seriamente qué chingados hago aquí. Trabajando en la limpieza de un pinche supermercado donde siempre hace frío y no puedo elegir la música que escucho (extraño mi música). Y hay, por supuesto, razones. Pero hoy me pregunté, qué necesidad. El día fue helado y gris. Helado. Como a las 5 de la tarde, cayeron en medio de la llovizna algunos copos de nieve. D. gritó: is fucking snowing!!! y corrí a asomarme hacia fuera y flotaban fragmentos delicados y pequeñitos. Una nueva corriente atravesó mi espalda. No era una nevada sino la promesa de una primera nevada, y era suficiente. Me sentí feliz de nuevo.

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