sábado, 12 de febrero de 2011

José Guadalupe tiene los ojos claros, color miel. Es alto, su voz es profunda, tiene 14 años. Va en segundo de secundaria, para llegar a la escuela camina todos los días casi una hora, en medio del bosque. Su casa también está en medio del bosque, es un espacio limpio, agradable, cuartos de madera, malvas, duraznos. Alrededor de él se forma todo el tiempo una complicidad protectora, el grupo de segundo, toda la escuela, todos los que lo conocen, adultos y niños, saltarían en un segundo a defenderlo, y lo defienden, y lo quieren. Hay algo en él, carismático y limpio, que mueve al mundo entero a cerrar filas a su alrededor, y nadie, nunca, habla mal de Lupe, nadie lo delata cuando hace travesuras, nadie se burla de sus errores. A todos nos gusta estar cerca de Lupe, porque derrama aplomo y sentido del humor, y porque le late en el pecho un corazón radiante, noble. La semana pasada me tocó quedarme en su casa. El camino para salir de “La Ciénega” es polvoso y seco, y luego, nos metemos al monte y pisamos alfombras de huinumo, y disfrutamos de la sombra de los árboles. Hay que pasar tres o cuatro cercas de alambre de púas en el trayecto, “es lo malo, que hay muchas cercas” se disculpa Lupe, como si fuera su culpa, me ayuda a cruzar, me pide que le pase la mochila, constata que está pesada, porque cargo un montón de libros para preparar las clases del día siguiente, y sin decir palabra, continúa caminando y se cuelga mi mochila al hombro, no importa cuánto le pida que me la devuelva, sólo sonríe y sigue caminando. Cuando llegamos a las afueras de su casa, pesa mi mochila en la báscula que usan para la resina: 8 kilos y medio, “siempre sí es algo”. Desde entonces, ya nunca más me deja cargar mi mochila, sin importar cuánto proteste o me avergüence.


Se me ocurrió comprar un ajedrez para el grupo, la semana pasada, y fue un éxito. Los niños aprendieron a jugar rápidamente y se abalanzaban sobre el tablero en cada resquicio libre del día, en todos los recreos, a la hora de la salida. Lupe me pidió permiso para llevárselo a su casa por las tardes. En su casa no hay televisión, porque en realidad tampoco hay electricidad, la planta solar alcanza a alimentar los focos por la noche, y la licuadora, pero nada más. La vez pasada que me tocó quedarme en su casa, hace más de cuatro meses, era época de lluvias, y recuerdo pasar la tarde con Lupe, y su mamá, y su hermano mayor y su hermana más chica, jugando inocentemente en un corredor, sentados en una banca de madera, ese juego en el que el primero que dice “si” o “no”, pierde. Ahora, su hermano Paco y él pasaban las tardes inclinados sobre el tablero. Por la noche, su mamá, una mujer dulce de ojos azules y cabello negro, nos reparte agüita de guayaba, o maicena caliente, pan, hace frío, los hermanos mayores de Lupe se sientan en silencio alrededor del fogón, las manos oscurecidas por la resina, las marcas del trabajo. El papá de Lupe usa guaraches en el aire helado, y tiene la misma limpieza y el mismo corazón que sus hijos, y la misma fuerza también. Un matón del que sólo algunas familias me han hablado confidencialmente, cargaba a todos lados un cuerno de chivo, y al emborracharse disparaba a la menor provocación, irracionalmente, y mató a muchas gentes, y todos en el rumbo le tenían miedo. El papá de Lupe se le enfrentó, y el matón no disparó sobre él, se fue diciendo “eres muy hombre”. Finalmente a aquel matón le cayó el ejército, y murió disparando de nuevo su cuerno de chivo, y ahora es sólo una historia que se hace lejana y de la que sólo algunas personas hablan, en voz baja. El papá de Lupe no habla desde luego sobre eso, platica con inocencia de otras cosas, del trabajo cuando fue para el norte, de la vez que cruzó por el desierto y pasó dos días sin comer ni tomar agua, de la peregrinación a la Basílica en la que caminan desde Michoacán hasta la ciudad de México, diez días, doce horas diarias, de su trabajo en la resina, de los venados que ven pasar a veces muy cerca y de cómo él nunca ha querido matar a ninguno. Si usted alguna vez siente una oscuridad palpitando por dentro, algún resentimiento o amargura, vaya a pasar un par de días en la casa de Lupe, en ese espacio limpio con sus malvas y sus duraznos sobre el que se extiende la protección de las montañas y sus árboles caudalosos durante el día, y una multitud de estrellas por la noche. Pase, si algo le duele internamente, una noche sentado alrededor de ese fogón, y asómese a la belleza de un mundo que late con ternura, un mundo sin sombras.

De regreso a Morelia en el camión traqueteado que se sacude con los baches, mirando por la ventana las huertas de aguacate, los pinos, recuerdo estar consciente de mi propia felicidad. Una felicidad sin aspavientos, incompleta, porque desde luego estoy incompleta; una conciencia suave que descansa en reservas incontenibles de dulzura, cuando pienso en la casa de Lupe y los hermanos mayores con las manos manchadas de resina, y la mamá de Lupe sacando fotos de un cajón para mostrarme la historia de su familia, y el papá de Lupe usando guaraches en el aire helado de la noche, y Lupe cargando mi mochila, y los niños jugando ajedrez en los recreos.

domingo, 6 de febrero de 2011

lotería

De todas las magias que con discreción nos acompañan todos los días, de todos nuestros breves asombros, nada es tan deslumbrante para mí como el poder de las casualidades. Todas las cosas que deben ocurrir, y que deben dejar de ocurrir, para que se dibuje el contorno de nuestra historia. Impulsos infinitesimales, décimas de segundo en las que todo cambia para siempre, y vuelve a cambiar para siempre, y cambia para siempre otra vez. Somos la suma de una serie de accidentes de una fragilidad casi aterradora. [¿O será al revés? ¿Existen los accidentes para corregir los impulsos que nos lanzan a una historia que no es la nuestra?] Hay muchas cosas que no me gustan de mi pasado. Pero no cambiaría ni una sola, no porque carezca de arrepentimientos (me arrepiento de muchísimas cosas), sino porque alterar la trama minuciosa de ese conjunto de casualidades me enviaría lejos, para siempre, sin remedio, de mi esposo. Y no sé si somos “el uno para el otro”, no sé si seremos “felices para siempre”, no sé si exista algo así como la media naranja, una sola media naranja que nos complete, me inclino a pensar por el contrario  que existen en el mundo muchas personas con las que nos sería posible tejer historias significativas, y que incluso el instante mismo en que el amor inicia su viaje hacia la superficie es la consecuencia de accidentes microscópicos.  ¿Pero, quién iba a pelear por él, saltar en su defensa, y quién me iba a proteger, si no nos hubiéramos conocido? ¿Habríamos encontrado consuelo de todos modos? … Cuando me imagino esas historias posibles que ya no nacieron, historias en las que no está él sino alguien más, siempre las imagino cubiertas por una sombra de desamparo. El amor, este amor específico, esta historia de amor, este accidente cuidadosamente construido con años de otros accidentes, parece tan insustituible, tan irrenunciable, como el rostro de un hijo.