Mostrando entradas con la etiqueta densidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta densidad. Mostrar todas las entradas

jueves, 16 de junio de 2011

Visions of J...

Hace mucho que no escribo, me he desconectado paulatinamente de todas las personas que están lejos, y a las que quiero. Todos los días pienso en las cartas que deseo escribir y los paquetes que me gustaría enviar. Tengo un par de dibujos, por ejemplo, uno para Chihuahua y otro para la Colonia Doctores en el DeEfe; un par de aretes con destinatario en Calgary; una dirección en Morelia a donde puedo mandar postales para mis alumnos (sus fotos me sonríen todos los días desde la pared). No tengo energía, a veces, para mandar noticias telegráficas anunciando que estoy bien, aún viva, para responder a los mails de personas queridas o usar los breves caracteres del facebook, mucho menos para escribir crónicas detalladas de mi vida canadiense. No es que no tenga tiempo (aunque muchas veces no tengo tiempo), lo que me ocurre es una oscura especie de cansancio a consecuencia de estirar y comprimir el corazón en exceso. El corazón, pobre globito metafórico, se infla insensatamente de esperanza, y todo está maravillosamente bien por unas horas o por unos días, soy una esfera roja encima del mundo hasta que, irremediable, llega el derrumbe, que no es como el cadencioso descenso de un globo, sino como el resquebrajamiento de una ciudad entera, gritos atrapados para siempre entre las piedras de los edificios, pesos infinitos aplastando la espalda. No puedo jugar a flotar y derrumbarme sin acabar de alguna forma deshecha, simplemente adolorida. Llorar es como abrir una fuente, así que parpadeo rápidamente y con fuerza para alejar las avalanchas. El corazón se queja y se endurece, así que trato de meterlo en formol, por un rato.


No sé si alguna vez me he animado a vivir sin esperanza. A lo mejor nunca, mi naturaleza es romántica, siempre he soñado en exceso. Pero ya no tengo la fuerza de siempre para aventurarme a creer, a sentir fe. Me queda eso sí el amor, y es todavía un amor muy grande.

Visions of Johana, de Bob Dylan, es una de mis canciones favoritas (de todos los tiempos). Hay una frase que me hace pensar siempre en mi esposo: The ghost of electricity howls in the bones of her  his face. Innumerables veces he mirado a J., y los poderosos fantasmas eléctricos que aúllan en los huesos de su rostro. Se encienden, casi siempre, por razones pequeñas: hace calor, está lista la cena, hay un mapache tras la puerta de la cocina, despiertan los primeros insectos o florecen los primeros árboles después del invierno. Se encienden y aúllan desde su rostro cada vez que aprende algo nuevo, y se encienden cuando su sentido del humor también se ilumina. Los espectros de electricidad pocas veces duermen, y el rostro de mi esposo aúlla desde el interior de sí mismo con una violencia dulce, casi todo el tiempo. Creo que nunca he mirado realmente la oscuridad de J., porque desde el primer día y desde nuestra primer conversación lo que me deslumbró fue su limpieza, una claridad que sólo se hizo más sonora cuando supe las tormentas que ha sobrevivido; él debería exhibir cicatrices amargas, banderas negras, dientes afilados, en lugar de eso en su rostro los fantasmas de electricidad aúllan con la honestidad de los niños (niños salvajes) por un montón de milagros que la mayoría pasa de largo. Así que (ay, romántica de mí) me enamoré de esa luz acentuada por una oscuridad que no lo corrompió ni lo deshizo, me enamoré de todo lo que en él está completo, sin fisuras. Pero todos llevamos nubes, cargadas de agua y relámpagos, que se estiran y encogen entre las membranas del corazón y los pulmones. Las de mi marido son descomunales, y su corazón, su corazón hermoso, su corazón aún sutil y frágil y valiente, las ha resistido, todas. Nos ha llegado la hora, sin embargo. Las pesadillas, los dientes afilados de todas las pesadillas se alinean ahora bajo el párpado cansado. Hay que enfrentar la oscuridad, ahora, y dejar que llueva.

jueves, 18 de marzo de 2010

Taxi al lado oscuro




Anoche vi otro documental en el once (¿por qué me atormento de esta manera?), “Taxi al lado oscuro”, el cual empieza relatándonos la historia de Dilawar, un hombre afgano, joven, quien fue a una ciudad cercana para estrenar su recién adquirido taxi, subió a tres pasajeros, y nunca más regresó a casa. Es atrapado como botín humano, entregado al ejército estadounidense como sospechoso de terrorismo, y torturado hasta la muerte en la cárcel de Bagram, a manos de los soldados norteamericanos. A partir de ahí, el documental nos lleva en un descenso sombrío hasta las imágenes de lo ocurrido en Abu Grahib, y Guantánamo. Nos muestra periódicamente y sin miramientos las fotos de los torturados, exhibidos como personajes de circo en un teatro siniestro del dolor humano. Ojalá no hubiera visto las fotos; recuerdo flashes breves en los noticieros en la época del escándalo, pero en el documental las imágenes están expuestas sin censura, el tiempo suficiente para que queden grabadas en la cabeza, y ahora me persiguen en el cerebro, sin descanso. Aparece Dick Cheney hablando en entrevistas acerca del peligro inminente que representan para la sociedad estadounidense los desalmados, sanguinarios, inicuos terroristas, y de cómo se recurrirá a métodos ejercidos “en las sombras” (eufemismo para la tortura) para arrancar de ellos la información necesaria para proteger a las familias norteamericanas. Si han existido personajes desalmados, sanguinarios, inicuos, en la historia del mundo, Dick Cheney es uno de los más sobresalientes. Dilawar, recibiendo el trato estándar para los sospechosos de terrorismo, era obligado a permanecer de pie y sin dormir por muchas horas con las muñecas esposadas a los barrotes de metal del techo de su celda, sus piernas fueron golpeadas tantas veces que quedaron reducidas a una pulpa sanguinolenta; si hubiera sobrevivido, habrían tenido que apuntarlas. Además, era inocente. La imagen que ahora me persigue no es la foto de su cuerpo en los huesos, desnudo, cubierto de moretones, con la nariz ensangrentada, expuesto en la camilla de metal de una sala de autopsias, sino la foto de su rostro en un campo afgano al lado de un montículo de piedras, la imagen de un hombre muy joven, muy guapo, fuerte, viviendo su vida al lado de su familia en una pequeña aldea, en Afganistán. La Cruz Roja internacional estima que sólo un 10% de los prisioneros en Bagram, en Abu Grahib, en Guantánamo, podrían estar vinculados de alguna forma con Al Qaeda o el terrorismo. El resto, son aldeanos pobres como Dilawar. Donald Rumsfeld intercambia memorándums con los directores de los campos y hace una anotación a mano en uno de ellos: ¿por qué, si tienen autorización para esposar de pie a los prisioneros hasta por 8 horas, lo están haciendo sólo por 4? El documental nos muestra imágenes de los prisioneros, hombres desnudos esposados a los barrotes de su cama en posiciones extremadamente incómodas, nos muestra las fotos de Abu Grahib, un hombre desnudo y ensangrentado arrastrado por el suelo con una correa de perro atada al cuello, un hombre encapuchado, sosteniendo cables, parado sobre una caja en la que apenas caben sus pies, a quien se ha hecho creer que no debe moverse en lo absoluto para no morir electrocutado, hombres desnudos vejados sexualmente, un hombre que mira aterrorizado a un perro que ladra sin bozal a pocos centímetros de su rostro, nos muestra a los prisioneros de Guantánamo en sus trajes anaranjados, usando guantes, gogles, capucha, para inducirles estados de angustia que pueden desembocar en psicosis, a través de la privación sensorial prolongada. El documental nos muestra también imágenes de los campos de concentración durante el holocausto judío: lo que se hizo entonces fue calificado como crímenes contra la humanidad. Lo que se hizo a Dilawar, a los prisioneros de Bagram, de Abu Grahib y Guantánamo, es sólo “el trabajo concienzudo y bien hecho de personas comprometidas con la seguridad americana”. La Convención de Ginebra, que apareció como un mecanismo legal para proteger a la humanidad del horror y el infierno sistemáticos, sólo necesita de un abogado hábil para perder sus atribuciones: Estados Unidos promete que no tortura a sus prisioneros, pero se reserva el derecho a definir en qué consiste la “tortura".

Son entrevistados los soldados que participaron en la tortura sistemática de Dilawar. Ellos sabían que probablemente era inocente. Sabían que lo que hacían no estaba del todo bien. Pero estaban rodeados por gente que afirmaba que ese era simplemente, su trabajo, en un universo moral propio, aislado. Debieron negarse pero no lo hicieron. Debieron escuchar a su conciencia, pero la silenciaron. El punto que hace elocuentemente el documental es que estos soldados, sin entrenamiento real, sin parámetros morales, sin límites claros acerca de lo que sí se puede y no se puede hacer a otro ser humano, y finalmente llevados a juicio, son sólo los chivos expiatorios de un sistema diseñado por oficiales y altos mandos. Ningún alto mando fue llevado a juicio. La mujer que dirigió Bagram, y luego Abu Grahib, pasó después de los escándalos a hacerse cargo de un campo en el que entrenan a la siguiente generación de soldados. El mensaje moral, en realidad, es claro: está permitido ser moralmente ambiguos.

Después de la administración Bush, Obama gana puntos con su decisión de cerrar definitivamente Guantánamo. Pero ese es apenas un golpe propagandístico. La realidad es que lugares como Bagram, en donde murió Dilawar después de apenas 5 días detenido, siguen operando, al lado de muchos campos de detención ubicados fuera del territorio norteamericano, donde los prisioneros pueden estar encerrados indefinidamente sin derecho a audiencia, y donde no están protegidos por la Convención de Ginebra.

En realidad, esos centros clandestinos de tortura son una buena metáfora del mundo. El sistema en el que vivimos está tan podrido como Bagram o Abu Grahib, las de ayer son sólo las fotos siniestras que llegan a los noticieros. Pero lo siniestro, lo injusto, nos está soplando en la nuca, nos mira de reojo en las calles, en los pasillos del metro.

¿Qué pasa cuando en un afán francamente masoquista te pones a ver el documental en el 11 de los miércoles a las 11 y media de la noche? Te ponen la realidad enfrente el tiempo suficiente para que se quede tatuada en las circunvalaciones del cerebro. ¿Y luego? Te quedas sola frente a la conciencia de la injusticia y el horror, del que aún estás cómodamente lejos, pero no lo suficiente, porque te lo trajeron por la pantalla de la televisión y ahora te cuesta trabajo olvidarlo, deshacerte de él. Escuchas a la distancia los gritos angustiados de Dilawar. ¿Y luego? Vives en una época en la que casi todos los idealismos están terriblemente devaluados. Otras generaciones iban a manifestaciones multitudinarias, se colocaban enfrente de los tanques militares. Mi generación creció con la sensación de que aquello fue ingenuo, y fracasó. Mucha inocencia murió cuando murieron héroes maravillosos, como el Che, como Salvador Allende, en los que ya nadie piensa demasiado. Además, las resistencias y las revoluciones y los ideales y las convicciones tienden a crear personas que caminan con un aura de superioridad moral que el resto resiente, y esta generación no quiere saber nada de las gentes que se sienten moralmente superiores; en un capítulo de South Park, los gringuitos de la caricatura que deciden manejar coches híbridos para proteger el ambiente se dedican a oler con placer sus propias flatulentas mientras miran con desprecio a todos los que no manejan el mismo modelo de auto. Ya no quedan muchas cosas en las que creer, ya no hay un solo modelo del que queramos ser discípulos, todo el mundo sabe en qué acabó el comunismo. Ya no parece quedar de otra más que ser testigos impotentes de la realidad, un poquito desolados, un poquito cínicos. Nadie tiene ganas de ser un forever, un chairo, un jípi comeflores, no tiene sentido.

Uno se siente a veces adolorido. Otras veces es posible evadir la realidad y disfrutar de nuestros pequeños privilegios. No vivimos en Ciudad Juárez, o Bagdad, o Somalia, o la franja de Gaza, qué bueno. Angustiarse por esas realidades y muchas otras parece una tarea masoquista y además, improductiva. Mejor, nos preparamos para la fiesta en turno, nos preocupamos por la firmeza de nuestro propio piso en épocas de desempleo y competencia violenta: un buen currículum, una buena chamba. Apenas si podemos rascarnos con nuestras propias uñas para preocuparnos además por el resto del mundo, esa marea descomunal de desigualdades y dolor humano.

Y yo, que no sé nada, sé que no quiero vivir así, en esos términos. ¿Y luego? Pensé que era suficiente asumir alguna modesta periferia, estar en el mundo desde una orillita, no caer en el juego de la carrera brillante y el chingo de lana, cómplice sin reservas de la realidad tal y como está planteada. Pero es como si uno estuviera en el campo de prisioneros número 50, por ejemplo, donde las cosas no están del todo bien pero tampoco están del todo mal, y a lo lejos, desde la pantalla de la televisión o el periódico, oímos los gritos de los que están en el campo de prisioneros número 4, o 5, o 2, los gritos angustiados de alguien como Dilawar, o como Rosa Jiménez; como los chavos en situación de calle que pasan por los pasillos del metro con las espaldas desnudas y un trapito en el que cargan un montón de vidrios de botellas, y que colocan los vidrios en el suelo, y luego caen de espaldas con todo su peso sobre ellos, para hacerse sangrar una piel llena de cicatrices, y pedir dinero a los pasajeros. Lo que hacen ellos, sin alzar demasiado la voz, es escupir un grito adolorido en las caras de todos los que están ahí para ser testigos, involuntarios. Uno mira, uno se da cuenta, ¿Y LUEGO?

Cambiar el mundo es una tarea imposible, si estamos solos. En ese caso, mejor le apagamos a la tele a la hora del próximo documental y nos ahorramos una hora de sufrimiento perfectamente inútil.

La cuestión que importa es si en esta época de individualismos feroces, podemos todavía pensar en términos solidarios, y colectivos.

Uf. Este blog se está poniendo muy denso.

jueves, 11 de marzo de 2010

Rosa Estela Olvera Jiménez

A veces creo incluso que está bien, vivir en la carne propia los dramas del mundo, aunque sea sólo la superficie de los dramas del mundo. No por vocación mártir o masoquista. Sólo para tocar lo humano de los demás en nosotros mismos. Yo sé que he sufrido muy poco, que mi vida ha sido desde sus inicios amable, privilegiada. Pongo cara de víctima, y me dan ganas de azotarme porque me encuentro lejos de la persona que quiero, sobrecogida por la sensación impotente de la distancia. Y entonces, viene la realidad a mostrarme sus dientes amarillos, no mi realidad por supuesto, porque mi realidad es liviana, es un drama Light de corto alcance, sino la realidad del mundo. Anoche vi un documental en el once, “mi vida adentro”, que cuenta la historia de Rosa, una mujer muy joven, mexicana, migrante, que llegó de manera ilegal a Texas y que trabajaba como niñera, con esposo, con hijos pequeños, encerrada en una cárcel gringa de máxima seguridad. Una mujer joven, y dulce, que llegó a Estados Unidos con el sueño de mandarle dinero a su mamá y a sus hermanos, que tuvo la desgracia de que se muriera bajo su cuidado un niñito de dos años. El bebé se ahogó con una toalla de papel, y el Estado la acusó de introducirle el papel a la fuerza, con el objetivo expreso de lastimarlo. Se desenvuelven las escenas del juicio al lado de entrevistas a Rosa y a su familia, y uno va entendiendo el horror doloroso del encierro para todos, para la mamá en México que no puede conseguir la visa para visitar a su hija en Estados Unidos, para el esposo joven que sólo puede verla a través de un muro de cristal, sin derecho a tocarla, para los niños que crecen con la abuelita en Ecatepec, y que sólo mantienen un vínculo vago con su mamá a través de fotografías. La fiscalía presenta sus pruebas y la defensa presenta sus pruebas, y no hay duda de que Rosa es inocente. La fiscal quiere pintar el cuadro de un acto diabólico cometido por una inmigrante que, “a pesar de ser mexicana, podía ser también inteligente” (palabras textuales durante el juicio), y a la que hay que condenar sin consideraciones, porque el niñito nunca más podrá subir a una bicicleta, o escribirle una carta a Santa Claus. Es obvio que la muerte del niño es accidental, pero el juicio ocurre en Texas, y la enjuiciada es una mexicana pobre, que llegó al país ilegalmente. Es encontrada culpable y condenada a pasar el resto de su vida en una prisión de alta seguridad en la que apenas se le permite un mínimo de contacto humano. Nunca más va a tocar a su marido, a su mamá, a sus hijos. Tiene derecho a hacer una llamada de 5 minutos cada seis meses a alguno de sus familiares. Tiene derecho a salir al patio durante una hora, una vez al mes, sólo si hay buen clima. Su esposo no sabe qué hacer: si permanece en Estados Unidos, se queda lejos de sus hijos, si se va a México, se queda lejos de su esposa. Cualquiera que sea su decisión, nunca va a abrazar a Rosa de nuevo.

Rosa escribe en una de sus cartas: "Me hubiera gustado conocer el mar".

Una de las abogadas defensoras expone con ademanes cansados, muy tristes, que ha perdido su fe en el sistema. Es un sistema torcido. No hay justicia. Si eres pobre, si para colmo eres mexicana, si encima de todo vives en Texas, entonces la justicia es un privilegio que tus circunstancias no alcanzan a comprar. Con ademanes siempre tristes la abogada defensora dice que ha estado en casos de pena de muerte y que todos los ejecutados son pobres, nadie de clase media y con algo de educación termina en el pabellón de los condenados.

No me puedo imaginar el dolor de Rosa ni el de su familia. Lo único que pasa es que su dolor me duele. Me duele un poco más ahora porque sé un poco mejor que antes cómo sabe la distancia que nos separa de las personas que queremos. De cualquier forma, no sé nada. En este mundo jodido, en este mundo de injusticia sin fin, los seres humanos en general estamos muy lejos, los unos de los otros. No nos importamos lo suficiente, y no nos dolemos lo suficiente. El mundo es como es y parece como si ya muy pocos tuvieran fuerza para intentar la tarea descomunal de transformarlo. Las campanas, cuando doblan por Rosa, sólo doblan por Rosa, ya no doblan por mí, o por ti. Los migrantes ilegales están solos, los indígenas están solos, los electricistas despedidos están solos, los palestinos están solos, los iraquíes que vuelan en pedazos cada dos o tres días están solos, todos los soldados del mundo están solos, todas las víctimas civiles están solas, todos los países pobres están solos, todos los pobres del mundo están solos. Sin solidaridad (quizás algún gesto caritativo de acuerdo al desastre en turno, un día le toca a Haití, otro día a Chalco, otro día a Chile), y también sin sueños, la mayoría es, como bien se sabe, una mayoría que guarda silencio. Una mayoría que ve o no ve y no dice nada, y no se conmueve demasiado por nada. O a lo mejor, exagero. A lo mejor, esto es sólo un discurso injustamente amargo. Y a lo mejor, la humanidad aún es capaz de asumirse como parte de la humanidad. Por supuesto, hay héroes. Siempre han existido personas capaces de participar en las luchas de otros haciéndolas suyas, personas que se sienten disminuidas, como continentes que se desmoronan, cuando las campanas doblan por Rosa. Pero la mayoría parece muda, parece demasiado dispuesta a mirar a otro lado cuando el dolor humano pincha sus buenas conciencias. Y yo soy parte de esa mayoría, y tampoco digo o hago algo. Ni siquiera sé cómo. Me queda cada vez más claro sin embargo, que pocas cosas hay peores a quedarse en el silencio (culpable o indiferente) que mira para el otro lado.

viernes, 20 de febrero de 2009

otra oda sin consecuencias

Esta es una de mis oraciones autoflagelatorias: Infinidad de películas que no he visto, infinidad que sólo he visto a la mitad. “Buenos Muchachos”, de Scorsese: sólo vi el principio (mea culpa, otra vez), y lo que más recuerdo es un discurso inaugural de Henry (Ray Liotta) hablando condescendientemente acerca de todos los hombres comunes y corrientes que van a trabajos de 9 a 5 para ser pobres de todos modos. Mejor ser gángster, por supuesto. Por supuesto. Y yo pienso, también, en las vidas de todos los que no eligen tan libremente su destino. La existencia en este mundo jodido está compuesta por tareas más, o menos, jodidas, y es un cliché pero es cierto que para que el poeta asuma su pose reflexiva alguien le sirve el café y le lleva la cuenta hasta su mesa en la terraza y para que el aventurero tome la carretera hace falta el cobrador en la caseta de la autopista, despierto y de pie a las tres de la mañana, dando el cambio correcto con eficiencia. Así que esta ya no es la Grecia clásica pero de todos modos, para que haya filósofos, hay esclavos. Y qué bueno que haya filósofos, y poetas, y aventureros, y cineastas, y científicos, sin ellos esta sociedad acabaría por perder de algún modo su carácter humano. Pero también es cierto que estamos en contra del sistema desde la ventaja que el sistema hizo posible para nosotros. Los esclavos reciben nuestros depósitos bancarios en la ventanilla y recogen nuestra basura y reparan nuestras tuberías congestionadas y ponen productos nuevos en los estantes de las tiendas. Debe ser que he pasado muchos de los últimos meses envuelta en la sinfonía repetida de esos horarios y esas rutinas, iguales siempre, inamovibles. Y con todo mi corazón romántico les digo que la vida está en todos lados y también ahí en las existencias sin romanticismo. La felicidad y la ternura florecen igual en las universidades y en las tienditas de supermercado. La humanidad anda por ahí en todas partes, sufriendo y gozando, con los ojos a veces luminosos y con voces que se dulcifican o se quiebran, debajo de los grandes telescopios y detrás de los mostradores de las papelerías, encima del camión del gas o con el arco del violín entre los dedos. Unos eligen y otros no pueden. A unos se les reconoce y aplaude y los otros son para siempre invisibles, como si para ellos (o para mí, para nosotros) no hubiera trascendencia posible. Yo he resultado bastante apolítica en mi vida y también en mi blog (por falta de generosidad y agallas o por desamparo temprano y generacional), pero con algunas cosas siempre he estado de acuerdo, dan ganas de repetir como un eco algunas de las palabras que se dicen en el sur (...para todos, todo). Pero lo que quiero decir ahora es que nos atraviesan muchos denominadores universales, y que las existencias grises también son luminosas (muchas existencias en muchos lados son, de hecho, majestuosamente claroscuras). Y que hay una dignidad heroica en todos los que mantienen a las ciudades y los campos latiendo desde las orillas más incómodas de todas nuestras injusticias. Yo no peleo por nadie y lo único que aprendo poco a poco y con torpeza es a mirar cada vez más. A todos, en todas partes, y en todas las orillas.

La subsistencia requiere de más fuerza que las vidas desahogadas. Más espina dorsal, más pecho para jalar aire. Y esto debe ser mi romanticismo pero a veces creo que la subsistencia se las arregla para vibrar más libremente y a su manera, y a veces me gustan más las canciones de los esclavos que los conciertos de cámara. Y me gusta más mi mercadito de la Portales que las tiendas desinfectadas y muertas y producidas en serie de lugares como Perisur. Y me gustaron más los bares tristes a donde fui con J. que los cafecitos universitarios del centro de Toronto. Y no es una cuestión de principios sino de inclinaciones particulares: quién sabe por qué, me gusta votar a favor de las periferias.

México. Ruido, tendederos, congestionamiento, música a todo volumen y colonias achaparradas y grises y sin árboles, perros de la calle y puestos de fayuca. Gente que se comunica a chiflidos, gente desmadrosa. La vida en Canadá es más bonita y más limpia pero en México es más heroica. Es así, y es triste (y no), y es así.

domingo, 31 de agosto de 2008

Ayer platicaba con unos amigos acerca de la famosa mega-marcha. La conversación pasó de la posible utilidad o inutilidad de una marcha auspiciada desde-el-aparato, a el papel de la sociedad civil como fuerza de presión, y a la posibilidad o imposibilidad de generar cambios, colectivamente, a la manera de las viejas (¿viejas?) revoluciones. El caso es que acabamos deprimidos, con la mirada hundida en la taza de café, y decidimos cambiar de tema, y empezamos a planear un viajecito corto para tumbarnos de panza bajo el sol, y todo se aligeró otra vez, y así nos salvamos momentáneamente, no al mundo por supuesto, sino a nosotros, grupito de cinco alrededor de una mesa, agobiados brevemente por la sensación de la realidad.

La generación de mis padres tenía más esperanza. Resonaban símbolos colectivos por todos lados, y había indignación, y había ilusiones para oponerse a las cosas que indignaban. Estaban los cubanos, Allende, alguno que otro país de Europa oriental donde al parecer todo era más justo y más feliz y el socialismo no siempre, pero a veces, podía ser la-neta-del-planeta.

Luego, nos resulta que los regímenes comunistas ponían micrófonos detrás de las paredes de los posibles disidentes, que los tanques rusos entraban a Checoslovaquia, que a Allende, nada más por ser congruente con su idea de una revolución-no-armada, se lo echó al plato el ejército y junto con él, a todo un pueblo, que entraron inermes a los estadios-como-prisiones y a las cámaras de tortura. Y el Che tuvo una última etapa en Bolivia que oprime el estómago, y cuando lo fusilaron era un hombre hermoso y muy flaco, y ahora su imagen se abarata y aparece estampada en un montón de playeras de lo más chic y lo más nice.

Y esa generación que lloró antes por Allende y ahora es clase media-alta y hasta panista algunas veces, nos dice con la mano en la cintura bueno ya hice lo que pude, ahora les toca a ustedes. Ja ja ja.

Y hay, símbolos y movimientos, que todavía dicen cosas en las que podría creer. Y hay una que otra persona, cercana, que se dejó seducir, gente de corazón enorme, que ahora da clases de secundaria en una comunidad indígena en Chiapas, por ejemplo.
Yo no pude hacer lo mismo. Simple y sencillamente porque si hay alguna vena heroica en mí, es más débil y más cobarde y se quedó más acá de esa frontera. Porque se necesita una medida de fe que yo no tengo.

El problema, a lo mejor, es preocuparse por la humanidad. Quizás, como decía una amiga ayer, lo mejor que le puede pasar al mundo es que el cambio climático siga su curso y nos aniquile, o aniquile a la mayoría, y dejemos de ser una carga tan pesada sobre el pobre planeta Tierra. Qué manía ésta la de preocuparnos por nuestros semejantes, pensar que deberíamos durar como especie, piojitos microscópicos que somos en la escala general del universo. Mejor nos evadimos en lo que llega el hundimiento, en la heroína, o la tele, los videojuegos, los antidepresivos o los sueños, y qué-más-da.

Y entonces se hace el silencio cabizbajo en la mesa y alguien carraspea un poquito y sugiere Cuernavaca y todos sonreímos y nos olvidamos.

Pero no pude dormir bien anoche. Otra vez. Creo que soñé con África. Otra vez.

Mi problema repetitivo es que no se me dan los discursos universales, y la fe en una esperanza o una redención generalizada es un discurso universal; y la ausencia absoluta de esperanza a la manera de los que se liberan de toda carga de empatía o preocupación por los semejantes, también es un discurso universal; es fe, del signo positivo o del signo negativo, y a mí lo que no se me da es la fe, de cualquier tipo.

Y así como sucede con la idea enorme del amor, con respecto a la idea enorme de la humanidad no ando en busca de una victoria definitiva y permanente, pero me refugio en la noción de destellos. Momentos cargados de lucidez o de poesía y ya con eso, alcanza para ir tirando y sobrevivir la noción oscura del mundo.

Yo no sé si a mis nietos (si llego a tener nietos algún día), les va a ir mejor que a mí, pero me inclino a creer que más bien no, y voy a tener que decirles también, bueno ya hice lo que pude y el mundo está peor pero aquí les paso la estafeta, y el problema ya no es mío. Ja ja ja.

Como ya es evidente, ante todo soy un alma cursi. A veces, me dejo empalagar por completo. Y hay una película archi-rosa (“Antes del amanecer”), que tuvo su continuación bastante rosa también como ocho años después (“Antes del anochecer”). Y a mí, alma cursi que soy, no sólo me caen bien los personajes, sino que atesoro frases y diálogos porque me gusta cómo suenan y me gusta lo que significan. En la primer película, el personaje de Julie Delpy está sentado en un callejón de Viena al lado del personaje de Ethan Hawke, y dice que, si hay algo de magia o algo divino en el mundo, no está contenido individualmente en cada uno de nosotros, sino que se encuentra en el espacio breve que nos separa y comunica con los demás.

En la segunda película, el personaje de Julie Delpy está sentado en una cafecito de París frente al personaje de Ethan Hawke, y habla de lápices. Dice que trabajó por un tiempo con alguna organización en México y que el problema que les angustiaba era cómo llevar lápices a los niños de comunidades aisladas. El problema no era el capitalismo o el narcotráfico o la “inseguridad”, sino los lápices. Y entonces Julie Delpy dice que en el mundo hay héroes silenciosos como esos, que no pelean por causas famosas y no van a salir nunca en un periódico, sino que dedican sus energías a cosas como que unos niños, lejos de todo, tengan lápices para estudiar.

Mi papá es de esa clase de héroes silenciosos. Nunca hizo mucha lana, ni acumuló títulos rimbombantes. Le dedicó sus energías a problemas como ese de los lápices. No hay un romanticismo sonoro alrededor de esas tareas. No son las tareas de los que están en la selva esperando una bala. No son los profetas que anuncian la salvación, de nadie. Son sólo personas que trabajan a veces más de diez horas diarias impidiendo que el mundo naufrague por completo, un problema a la vez.

Y eso, no es rosa ni bonito. Es pesado, es nadar y nadar en contra de administraciones estúpidas y burócratas políticos que quieren salir bien en la foto mientras todo se desmorona bajo sus pies.

Todo lo que hay, entonces, en esos caminos, son destellos. Momentos en los que el mundo despliega su poesía. Redenciones compartidas, redenciones de lo más individuales. El espacio que nos separa y nos comunica con los demás.

Pero esa belleza sutil, ese minúsculo caleidoscopio de imágenes, se sostiene sobre un juego frágil de equilibrios. Frágil. En lo único en lo que me atrevo a creer por lo pronto es en lo pequeñito y útil a la manera de los lápices. A veces me dan ganas de ser algo mucho menos abstracto y ambiguo que una antropóloga. Si eres doctor o enfermera, no hay de otra, eres útil. Pero hay que ser cuidadosos con los apostolados y las redenciones. Nadie tiene derecho a aparecer con todas las respuestas como el camino de salvación, para nadie (me acuerdo de las películas de Lars Von Trier, “Dogville”, y “Manderlay”, donde hay alguien que comete el error de creer que sabe de antemano cómo es que deben ser los otros).

Por lo pronto en lo único en lo que creo es en la posibilidad de evitar naufragios, en lo pequeño y concreto, las necesidades básicas, y en la posibilidad de escuchar. Y remontar los enormes breves espacios donde queda algo prodigioso o mágico. Y dejar que todo se aclare por unos minutos, a su manera modesta y deslumbrante.