Hoy, como niños, infantes de oficina que somos, no salimos a comer, nos quedamos en nuestros cubículos de siempre, con reservas de helado y galletas. De cappuccino y chocolate, respectivamente. Todo adquiere tonos de irrealidad, aunque, ya poniéndonos más filosóficos, quién sabe qué es la realidad y cuál es su antítesis y de acuerdo a qué parámetros seguramente imposibles uno acomodaría a lo cierto un lado y a lo falso del otro, etcétera. Así que puedo decir algo más segura que a veces mi vida me da la impresión de transcurrir en sueños, como si entre ese que es el mundo que le ocurre a todos y también a mí, y yo, hubiera capas y capas de algodón, tres metros de polvo muy tenue, o medio centímetro de agua. Es una especie suave y casi transparente de aislamiento que me ocurre sólo cuando estoy aquí, frente a la pantalla, con los audífonos puestos, pretendiendo que traduzco cosas del español al inglés pero en realidad nadando y vagabundeando por estratos finísimos de materia, que toman la forma de ventanitas por las que me asomo a estratos todavía más inaprensibles, pelusilla diluida de dientes de león y cosas por el estilo. Letras. Palabras. Dibujos, pinturas, fotografías. Música. Todo eso es el mundo a través de alguien más. El mundo a través de mí pasa por este instante como el eco de un eco de un eco, o el sacudimiento final, ya reblandecido, de un terremoto que levanta montañas o derrumba ciudades a muchos kilómetros de aquí. Y yo toco esa última sacudida, y es un regalo, es un pequeño temblor a la medida de mi pecho, y está bien, y si me gusta, seguramente lo iré repitiendo como el eco del eco por la calle, ya de vuelta en la calle, por un rato. Pero siento nostalgia por los epicentros. En este preciso instante que para mí no es más que la playa fantasmagórica donde se estrellan cosas que vienen de otras latitudes, alguien camina por una sierra michoacana, y se detiene a tomar agua salida de la montaña, con el deleite sin límite que es tener mucho calor y tomar agua helada y espesa; y hay un grupo de niños, en un pueblo sin chiste junto a un río sin chiste, que se echan clavados desde un árbol compitiendo con sus hermanos; y hay montones de gente que en este momento acarician el lomo curvo de un gato, acurrucado entre las piernas en el sol del jardín, o escondido entre libros viejos en rincones que huelen a humedad; y hay gente que se deja mecer por el mar; y hay gente que justo ahorita vive un éxtasis laboriosamente cultivado, prueba la cima del Everest, o cruza a nado un canal frío y peligroso, o rompe un estúpido récord guiness pero lo rompe a fin de cuentas y se sabe poseedor de su medida correspondiente de inmortalidad; y hay gente que ahora se inclina junto a un rostro a punto del primer beso, y es cursi y es idiota pero es bello y mientras yo escribo esto un montón de gente se está besando por primera vez; y hay alguien sacando el violín o la flauta del estuche para tocar en las calles de Barcelona o el metro de cualquier ciudad; y hay guitarristas rasgando cuerdas, y bailarines dando piruetas, y el complicado equipo de un gran director cinematográfico se pone en movimiento mientras crean la próxima obra maestra; y hay rescatistas salvando gente y bomberos apagando incendios; y hay adolescentes mirando con timidez a una muchacha; y hay mujeres gritando por el dolor de su primer parto; y hay gente recibiendo la primera de varias sesiones de quimioterapia; y hay quienes le toman la mano a alguien, puede ser que a alguien a quien aman dolorosamente, y le toman la mano en el hospital o en la cama o para cruzar la calle; y hay quienes, justo ahora, sienten bajo las piernas, ceñidos a su cuerpo, los músculos de un caballo que galopa sin contenciones; y hay quienes ponen temblorosos los últimos dólares sobre la mesa de black jack; y hay quienes miran por primera vez algo que no habían visto nunca, una montaña japonesa o la iglesia de un pueblo checo junto a las vías del tren; y los que jugaron el partido más reciente de la Eurocopa se desploman rendidos sobre la cama del hotel; y periodistas toman fotos en medio del tiroteo, a pocos centímetros de la muerte, y aunque se han acostumbrado a esa amenaza el cuerpo entero les late con violencia; y cirujanos hacen un trasplante cuidadoso; y niños juegan a las escondidillas, y varios de ellos sienten la decepción de ser descubiertos y otros muchos esperan en silencio, expectantes, detrás del ropero o debajo de la cama; y un grupo de pandilleros acaba de asaltar un banco en algún barrio de Los Ángeles; y miles de policías corren detrás de decenas de miles de delincuentes; y alguien prueba por primera vez la heroína; y alguien aprieta entre sus manos su primer boleto para su primer concierto de Radiohead; y alguien encuentra una carta de despedida, o una nota de desalojo; y alguien lleva el cuerpo adolorido por su primer noche a la intemperie, en la banca de un parque por ejemplo; y alguien da clases de secundaria en una comunidad indígena de Chiapas; y alguien se da cuenta de que se está muriendo, justo ahora, y sonríe con sabiduría. Todo eso le ocurre a millones de gentes a lo largo del paréntesis que se abre alrededor de las 10 y se cierra alrededor de las 6, de lunes a viernes, todas las semanas, en mi vida. Me gustaría quejarme menos, cerrar la boca de una vez por todas, y que no se sintiera como un paréntesis, sino como un epicentro cotidiano. Pero todo lo que supuestamente justifica esta espera, y el fin de la espera, ya ha sido dibujado muchas veces aquí, en otros discursos archirepetitivos. Así que me detengo. Por última vez. Además, la canción en turno es deliciosa (Minnesoter, de los Dandy Warhols), y la combinación del helado con las galletas y mi coca cola fría no tiene comparación. Y esto ya sé que es letargo, es placidez sin desafíos, se parece a la panza de los gatos en días como el domingo, pero está a punto de acabar, y quizás, así como ahora siento nostalgia por los epicentros, luego puede ser que mire con algo de añoranza estos meses a donde por los turnos laborales sólo llegaba el mundo entre algodones, el temblor diluido de las guerras y los dramas y las conquistas (ay, eso no es cierto, no voy a añorar nunca esta oficina, a quién quiero engañar), pero en este instante ya suena Starlings, de Elbow, y es una maravilla, y escribir se siente bien.
miércoles, 25 de junio de 2008
martes, 17 de junio de 2008
No sé si el escepticismo es o no una maldición. Creo que es una capacidad o carencia interna equivalente a la fe, el sentido del humor, el ritmo para bailar o los instintos agresivos. Se tiene o no se tiene. Hay quienes simplemente creen, y hay quienes no se pueden obligar a sí mismos a creer, por más que traten. Y a pesar del escepticismo, todos necesitamos respuestas. A lo mejor no todos, a lo mejor sólo yo, que no puedo con los dogmas religiosos, ni con la idea del progreso, ni con el capitalismo ni con el socialismo, ni con el matrimonio, ni con el status, ni con las revoluciones. Y a pesar de eso, tengo ganas de cerrar los ojos y creer. Y sí, a veces creo. O me dejo cautivar por vislumbres repentinos, la silueta de alguien en un sueño, un gesto de despedida en la madrugada, algunos rostros que a veces lo dicen todo acerca de la humanidad, y sólo necesitamos mirarlos para que la sensación del mundo entero nos sacuda, y ciertos libros, y ciertas canciones, y ciertos paisajes y las líneas de ciertas carreteras, y ciertas luces atravesando ciertos árboles, y el corazón acelerado, y las mariposas en la panza. Y la posibilidad, de todo, de cualquier cosa, de inventar el futuro, cualquier futuro al alcance. La posibilidad de romperlo todo, prenderle fuego, soplar sobre las cenizas hasta que se desvanezcan por completo, y entonces empezar otra vez. Los encuentros y los contactos, los espacios milagrosos que separan nuestras orillas de las orillas de todo lo demás.
No le puedo creer a los que me dicen que todo tiene sentido. Si todo esto forma parte del plan maestro de una inteligencia superior, es una inteligencia taimada y nuestra condición de experimento fallido no nos redime ante nadie. Tampoco le puedo creer a los que dicen que nada tiene sentido. Porque creo que lo he visto en los ojos y en los gestos de algunas personas, y en el sonido o el perfume de algunos minutos o algunas horas, algunas veces. Somos más que átomos y células y conexiones nerviosas y accidentes evolutivos del universo, los prodigios se despliegan y hablan en voz baja, y los que no escuchan están un poco sordos, nada más.
Supongo que el escepticismo absoluto se parece mucho a una fe de signo contrario, es el rechazo hecho creencia, y también me cuesta trabajo, igual que la idea del progreso o la idea de Dios. A lo mejor esa sensación infinita de vacío me rebasa, y soy más bien débil. Todavía necesito cerrar los ojos de vez en cuando para creer.
No sé si es por cobardía frente al poder aplastante del azar, o por humildad simple y sencilla, pero a veces hablo con un Dios imaginario. No es un señor con barba, pero a veces tiene rostro humano y a veces no. No es un Dios religioso, es apenas una sensación general de esperanza. Sé que mis gestos en esos momentos son infantiles, y que a lo mejor nadie los mira y nadie los escucha, son ejercicios teatrales donde soy simultáneamente la actriz y la espectadora, y estoy irremediablemente sola. Los necesito, a lo mejor son sólo mis muletas, pero no puedo seguir adelante sin ellos, igual que no puedo renunciar por ejemplo a la idea del amor como un abismo al que tarde o temprano me voy a aventar, aunque duela un chingo.
Ayer me invitaron a una meditación budista. Y fui. No me gusta ser fría frente al fervor de los otros pero a veces me descubro una mirada que a lo largo de la carrera más bien me producía rechazo, la mirada del “antropólogo” que observa con distancia, como el biólogo registrando el comportamiento del pájaro bobo en las islas del Caribe, inmerso en la realidad de los otros con una libreta mental en la mano, tomando apuntes acerca de lo exótico y lo raro. El caso es que la semana pasada tuve varias noches consecutivas de insomnio. A lo mejor había una sensación vaga de angustia detrás de los primeros desvelones, pero luego todo era puro autosabotaje. Angustia frente a la idea del insomnio, que al final no me dejaba dormir. Y en el subsuelo del alma, seguro, alguna tristeza, algún temblor, algo de frío. Lo mismo de siempre. Me invitaron a la meditación y fui. Era gratis. En colonia clasemediera fresa con amas de casa y hartos Godínez de corbata que llegaron a última hora directo desde sus oficinas. A ellos los vi, con sus camisas blancas, sentados en el suelo con sus pantalones de vestir, cerrando los ojos y poniendo las manos de tal manera que el índice derecho toque el pulgar izquierdo, y los quise, eran mis hermanos, yo nomás no uso corbata pero ahí venía también de una oficina, y colocaba las manos en la posición correcta, y cerraba los ojos y repetía los mantras y trataba de visualizar la esfera de cristal en la zona siete de mi cuerpo, en el centro mismo de todo mi ser. Las oficinas producen los seres más hambrientos, los mejores discípulos. Nos dirigía un monje tailandés con túnica anaranjada y rostro que parecía sonreír todo el tiempo, él hablaba en inglés y un güero guapísimo traducía (chale, ni siquiera en plena búsqueda meditativa espiritual pude dejar de pensar en que con él sí rompía la ley, aunque me acusaran de corrupción de menores, porque estaba por debajo del límite legal, con menos de dieciocho años pero la voz varonil y grave).
No me gustan las religiones. Debíamos hacerle tres reverencias al monje, y si éramos mujeres no lo podíamos tocar, y había una serie de protocolos que están asociados a dogmas y que a mí nomás no me entran. Pero el monje me cayó bien. Me gustó, con su cuerpo delgado y su rostro de niño, y la voz serenísima, y la forma en que hablaba con una sencillez sin adornos. La meditación no me salió. Me la pasé distraída por cosas como que me dolía un poco la espalda porque yo no hago yoga y casi nada de ejercicio y eso de mantener la misma posición por mucho tiempo me costaba trabajo, y luego me distraían los sonidos de la calle, y las luces azules y rojas de una patrulla que entraban por la ventana, y a veces abría los ojos, y me daban envidia los rostros relajados y ausentes de los demás. Repetía el mantra que es como la ayuda para principiantes medio estúpidos sin capacidad de abstracción como yo, y lo hacía imaginando las letras flotando en el espacio, o imaginando un coro de monjes cantando las palabras en la cima del Himalaya, pero de pronto sentía el flash en la cara de una mujer que no dejó de tomarnos fotos todo el tiempo, y me desconcentraba y empezaba a sentir un poco de odio hacia ella, lo cual yo supongo que va completamente en contra de los sentimientos que pueden ayudar a una buena meditación. En algún momento sin embargo, el monje empezó a hablar otra vez, y su voz me calmó por completo.
No hubo luz, ni visiones, ni nada extraordinario. Pero anoche, por primera vez en muchas muchas noches, dormí como bebé. Vaya usté a saber. Es una lástima que yo no pueda ser budista. Demasiado adicta a mi ego, a mis deseos, fácilmente seducida por los placeres carnales, uf, carente de sabiduría, y sin mucha capacidad de abstracción, ni modo, voy a tener que buscarme otro camino.
jueves, 5 de junio de 2008
Yo tengo toda la paz del mundo para pensar, a veces, en que no hay paz. En que los perros se muerden y se deshacen y se devoran y la gente se marchita. Aunque no quieran, les caen encima noticias como colmillos agudos, y por las noches se les acercan los lobos para masticarles los vasos sanguíneos. Pero el mundo es de un azul polvoso desde esta ventana rectangular a 4 pisos de altura encima de un estacionamiento gris. Y nadie va a saltar desde aquí, aquí no hay suicidas, ni terroristas, ni héroes, ni guerrilleros, ni ángeles. Aquí hay paz.
Siempre hay quienes cantan. Cierran los ojos y bailan. Fuman con energía. Yo también y además, leo poemas por ejemplo y sé oler el huele de noche de mi calle y otras cosas. Y además, nadie me acribilla. Mi pecho surca el mundo sin asfixia, sin soplos molestos en el corazón, sin agitaciones, sin sudor. Limpia de toda culpa, de todo crimen. Tengo menos amaneceres, pero tengo paz, y mis noches son pozos negros de pura paz.
Cada vez que estoy a cierta altura me dan ganas de pegar un brinco, y cada vez que tengo enfrente un cristal mi puño se cierra, y tengo la comezón de una patada en la pierna izquierda, y un chillido de ave atragantado en las anginas.
Me siento gorda, inflada de gases y sueño en medio de estos días sin barbarie. Voy por escaleras eléctricas, sin esfuerzo, con los ojos abiertos y sin mirar a nadie, y sólo me alivia pensar con cuidado en mi próximo derrumbe.
Dan ganas de una carrera deslumbrada por las calles. Dan ganas de repartir mandarinas a los niños, recargar la espalda contra un árbol, dejar que el sol nos queme los hombros, seguir un caminito a donde nadie pueda seguirnos, y seguir por ahí hasta desaparecer de todos los radares. Y que no haya paz.
martes, 8 de abril de 2008
los esclavos
Este es el reino de los esclavos. Los esclavos lo sabemos. Quizás en los puestos inmediatamente superiores hay quienes se dan el lujo de sentir que sus trabajos son buenos, y tienen sentido. Nosotros sobrevivimos a las jornadas recogiendo cuidadosamente los momentos que le robamos al sistema. Cantamos en voz baja las canciones que nos gustan.
Hay quienes logran acomodarse en trabajos que les entusiasman, y hay quienes asumen con estoicismo romántico su pobreza para hacer sin concesiones sólo aquello que adoran, y hay quienes se hacen hippies y viajan de aventón de un lado a otro, y hay quienes se van del país, de plano.
Pero este no es el reino de los libres, es el reino de los esclavos. Es una oficina. Entre millones de oficinas. Hay algo aquí, en los horarios calculados, y las jornadas que transcurren frente a pantallas que escupen datos, y números, una madeja de imposiciones cotidianas hecha para quebrarnos la espalda. Estamos aquí por obligación y no por gusto, como sobrevivientes. Pagamos renta, comida, y no hemos encontrado algo mejor. Nos decimos que somos presos sólo transitorios. En el fondo sabemos que somos esclavos. Y yo sé que si me quedo más tiempo se me va a quebrar el corazón de algún modo irremediable. Lo único que me mantiene es la resolución del escape inminente. Hacia el reino de los libres, no importa si es el reino de los hambrientos, no importa.
Pero la ternura también es cotidiana. Tenemos nuestras mirillas, nuestra luz nadie nos la ha quitado, pienso, mientras escucho la voz de Jorge cantando, y siento ganas irresistibles de besar la mejilla de su rostro infantil con los cabellos engominados.
miércoles, 2 de abril de 2008
claraboya número uno
Afuera el mundo late. Yo escribo, evasora, desde la computadora de una oficina. Escribo. Este es mi tragaluz.