martes, 8 de abril de 2008

los esclavos

Todo lo que ocurre es ordinario, aquí. De pronto, no sé de dónde llega una ola de ternura. En el cubículo de enfrente, al interior de una oficina como millones de otras oficinas, Jorge, muy chavito (cara aún un poco infantil), cabellos levantados con gel, trae los audífonos puestos y canta, en voz baja, alguna canción de Manu Chau, desafinado, con voz grave y dulce, y a ratos reemplaza la letra por silbidos que son murmullos. Chris, cubículo a mi derecha, gigante quebradizo que usa lentes, aprovecha para echarse una siesta, el sueño se lo lleva lejos, y de pronto empieza a roncar suavemente (Jorge se da cuenta, toma la cámara, y click). Carlos, cubículo a la izquierda, voz profunda, está ligeramente enamorado de Margot (2° piso), y cuando está cerca de ella su cuerpo adquiere una inclinación tenuemente insegura. Circula una pelotita de goma de cubículo en cubículo, todos jugamos, entre un tecleo y el siguiente, el objetivo es agarrar a alguien distraído, y soltar la pelota en su cabeza.

Este es el reino de los esclavos. Los esclavos lo sabemos. Quizás en los puestos inmediatamente superiores hay quienes se dan el lujo de sentir que sus trabajos son buenos, y tienen sentido. Nosotros sobrevivimos a las jornadas recogiendo cuidadosamente los momentos que le robamos al sistema. Cantamos en voz baja las canciones que nos gustan.

Hay quienes logran acomodarse en trabajos que les entusiasman, y hay quienes asumen con estoicismo romántico su pobreza para hacer sin concesiones sólo aquello que adoran, y hay quienes se hacen hippies y viajan de aventón de un lado a otro, y hay quienes se van del país, de plano.

Pero este no es el reino de los libres, es el reino de los esclavos. Es una oficina. Entre millones de oficinas. Hay algo aquí, en los horarios calculados, y las jornadas que transcurren frente a pantallas que escupen datos, y números, una madeja de imposiciones cotidianas hecha para quebrarnos la espalda. Estamos aquí por obligación y no por gusto, como sobrevivientes. Pagamos renta, comida, y no hemos encontrado algo mejor. Nos decimos que somos presos sólo transitorios. En el fondo sabemos que somos esclavos. Y yo sé que si me quedo más tiempo se me va a quebrar el corazón de algún modo irremediable. Lo único que me mantiene es la resolución del escape inminente. Hacia el reino de los libres, no importa si es el reino de los hambrientos, no importa.

Pero la ternura también es cotidiana. Tenemos nuestras mirillas, nuestra luz nadie nos la ha quitado, pienso, mientras escucho la voz de Jorge cantando, y siento ganas irresistibles de besar la mejilla de su rostro infantil con los cabellos engominados.

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