jueves, 17 de abril de 2008

"Into the wild"

Acabo de ver otra de mis películas favoritas de todos los tiempos. Todas las películas que adoro son algo más que experiencias cinematográficas en un sentido estético estricto. Siempre las encuentro hermosas, pero sobre todo, me hacen viajar, y me conmueven.

Sucede a veces, como ocurre con ciertos libros, que parecen susurrar algo que queríamos oír, algo necesario. Algo que hace ecos y desencadena movimientos interiores. Se comunican con anhelos o constataciones, nos sacuden. Son algo más que una historia que alguien nos cuenta, se vuelven parte de un diálogo silencioso, y son el anuncio de un terremoto.

La película me hizo acordarme de una de las épocas más felices de mi vida, marcada por la sensación sin descanso, sin murallas defensivas, sin distracciones, de la intensidad del tiempo presente.

Presente sin amortiguadores.
Y la sensación del contacto sin amortiguadores. Algo, las imágenes que entran por tus ojos, las sensaciones del cuerpo, la conciencia de alguien o de muchos, la conciencia de un mundo y una realidad, te están tocando.

Sé que yo, quien escribe ahora, no soy la versión final o completa de mí misma. Me faltan cicatrices, esas marcas que nos deja la vida cuando dejamos que nos toque. Las cicatrices son la huella tangible de un atrevimiento. No necesitan ser dolorosas, ni el documento para la posteridad de un sufrimiento pasado. Pero deben ser profundas, y por lo tanto, permanentes. Deben costar algo, y debemos estar dispuestos a pagar la cuota que exigen. Quiero cicatrices: marcas luminosas, indelebles, sobre mi espíritu.

A mi alrededor, mucha gente de mi edad ha entrado en el proceso laborioso de la construcción, y la permanencia. Construyen carreras profesionales, se casan, empiezan a construir familias, se establecen en refugios más o menos sofisticados.

Yo, estoy segura de que todavía no quiero todo eso. Primero, hay una demanda interior de incertidumbre.

Quiero saber, del todo, cómo soy cuando soy libre. Cuando no hay anclas y tampoco hay seguridad. Cuando todo está abierto, todo es posible, todo cambia violentamente de un día al otro, de una hora a la siguiente.

En este momento, el tiempo tiene sentido. No estoy aquí para colocar los escalones de toda una vida profesional. Estoy aquí para acabar mi tesis, cerrar el último círculo pendiente, y para irme.

Hay una ruta ahí, mi promesa más brillante, que todavía no camino.

No sé muchas cosas. No he conseguido aún anclarme en muchas certezas. Pero sé que hay lugares con la propiedad de despertarnos. Y que todos merecemos un tiempo, una época de nuestras vidas, para caminar hasta encontrarlos, y dejar que nos despierten.

No se trata, por ahora, de dejar una huella en el mundo, sino de permitir que el mundo deje sus huellas sobre mí.

Justo ahora, cuando todo parte de un anhelo profundo y está por lo tanto destinado a tocarme hasta los huesos. No hay raíces, aún, no hay nada a lo que no me atreva a renunciar.

Y estoy segura, también, de que quiero raíces, y quiero mundos irrenunciables. Pero para construirlos necesito antes (estoy segura de que lo necesito), probarme, sola, frente a mi propia vida. Frente a quien soy, todavía, tecleando estas palabras, a punto de descubrirme como los exploradores de otros siglos en el mundo que no estaba aún minuciosamente cartografiado en mapas.

Esta es ahora mi sensación más dulce. Mi única certeza es mi propia incertidumbre. Yo soy mi propio mundo no cartografiado, y para entrar ahí es necesario abandonar los territorios conocidos.

Supongo que mientras se mantenga interiormente la promesa de lo nuevo, todavía estamos vivos.

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