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miércoles, 10 de febrero de 2010

Nos casamos con increíble ingenuidad. Hasta ahora voy aquilatando lo estúpidos que fuimos. Pensamos que estar casados nos daba el derecho a estar juntos (¿no es para estar juntos que la gente se casa?). Pues no. Para el gobierno canadiense, no. El proceso para obtener la residencia tarda entre año y medio y dos años. Yo pensé que podía decirles: estoy casada, quiero tramitar la residencia, y quiero estar con mi esposo mientras el trámite concluye. Pues no. Hasta entonces, tengo que quedarme en el país, y él tiene que estar en Canadá, probándole a su gobierno que trabaja y puede mantenerme. O sea que tampoco tenemos derecho a estar juntos en México. Yo ya sabía, porque todo el mundo sabe, que oficiales gubernamentales nos iban a entrevistar innumerables veces para asegurarse de que nuestro matrimonio es real y no un arreglo por conveniencia, sabía que iban a meter su nariz hasta los últimos rincones de nuestra vida privada, y la idea nunca me hizo feliz pero entendí que era una manera de asegurarse de que no haya fraude, porque los fraudes son comunes.

Esto no lo entiendo. Me parece tortura emocional sin sentido. El gobierno canadiense no gana nada manteniéndonos separados, y mientras tanto, nosotros perdemos un chingo. J. habló con gente de una ong que ofrece asesoría gratuita (porque además, no tenemos dinero para abogados ni nada parecido), y le dijeron que mi opción más factible era pedir el derecho a visitarlo por razones humanitarias. Si me encuentro con alguien compasivo, me dan el permiso, si se levantó de malas esa mañana, estamos jodidos, y no nos queda de otra más que apretar los dientes. Si me dan el permiso, puedo estar con él por algo así como dos meses, los restantes 8 o 12 o 15 meses, los tengo que apechugar de nuevo lejos de mi marido. Así como usted hay millones, usted nomás sea paciente, es un proceso frustrante. Eso le dijeron.

Si no estuviéramos casados, tendríamos más posibilidades de estar juntos.

Yo ni siquiera quiero ser residente. Yo no quería vivir en Canadá. A mí me gusta mucho México. Así, jodido, país de la periferia, del tercer mundo. Yo lo único que quería, desde el principio, era estar con mi esposo.

Tengo insomnio desde que se fue. No puedo dormir sin sentir su cuerpo a mi lado.

sábado, 14 de marzo de 2009

overtura

Jail is where you promise yourself the right to live…

…Neal had every right to die the sweet deaths of complete love of his Luanne.


El tiempo perdido, las horas en una fila, en cualquier espera estéril, persiguiendo fantasmas o sombras, duele. Todos esos segundos. Hay meses, hay probablemente años de mi vida que transcurrieron sin sacudidas, en alguna forma de espera o latencia, en alguna forma de soledad o laberinto. Nunca dejé de estar viva, pero fueron épocas pálidas. Crecen entonces juramentos interiores iguales a las dulces muertes de completo amor de Luanne para Neal Cassady; el hombre delgado que pasó su juventud en cárceles y luego sólo se entregó sin pudor y sin objeciones al arrastre intoxicante de su libertad. A veces hace falta un poco de encierro, un poco de tristeza afilada sobre mañanas grises, para entregarnos luego con hambre y con sed a nuestras propias muertes de completo amor, cada quien su Luanne o su Neal, cada quien su carretera veloz, cada quien su delicia, su embriaguez sin límites.

En medio, de pronto, nos cae el mundo encima, de todos modos. Hay kilómetros, muy largos, separándome del hombre que es, hasta ahora, todas mis dulces muertes de completo amor. No tengo trabajo, necesito algo de medio tiempo, el dinero se diluye angustiosamente, parece que hay que jugar el juego del sistema, buscar nuestro disfraz Godínez más convincente, peinar un poco los cabellos desordenados, y de pronto ocurre por ejemplo que me encuentro en una habitación blanca, sillas de plástico y metal, mujeres y hombres jóvenes en su mejor traje de oficinista, cabellos engominados, tristeza sin límites. Estoy fuera de lugar, me veo hippie sin remedio, a pesar de mis mejores esfuerzos. Estoy desvelada, traigo en la bolsa mentas que muerdo compulsivamente. Hay hambre alrededor de mí. Sangre joven, y hambre. Entra un chavo con su mejor máscara de éxito, se para frente a nosotros y el circo empieza. Tristeza afilada bajo la luz del cuarto en blanco. Tráfico sucio tras la ventana. Me dan ganas de llorar justo ahí, entre los trajes y las corbatas y los tacones alineados y la gente que responde a coro a preguntas estúpidas, sin convencimiento, sólo con hambre, con sus semanas o meses de búsqueda encima, capas de polvo, de ceniza gris, sobre los zapatos y los cabellos recién lustrados. Que viniera un terremoto, que se cayera el edificio con sus paredes blancas y sus lámparas blancas, que se cayera todo el pavimento que nos tapa el horizonte, y viéramos entonces una montaña con árboles a la distancia, que niños muertos de la risa nos tomaran la mano y nos ayudaran a escapar, lejos de ahí, a cualquier parte, bajo cualquier cielo azul. El imbécil con mal disfraz de joven exitoso huele el hambre y la sangre expectante y exhausta del auditorio y se pasa la lengua por los colmillos y sigue su discurso acerca de cómo “esto no son ventas”, y el dinero nos acerca a la felicidad, y en este mundo hay ganadores o perdedores y hay que profesar la fe de de los materialistas y olvidarnos de Dios o los ángeles o la dulzura o la conciencia, y cada dos o tres palabras pregunta al auditorio quebrado por el país y su crisis: “¿Puedo contar con eso?” y el auditorio roto jala aire y grita al mismo tiempo: “¡Sí!”, y el vampiro pide más humillación, más hambre, así que pregunta más fuerte “¿Puedo contar con eso?” y las filas alineadas de maquillaje y sacos grises gritan desde sus estómagos:”¡Sí!”

Salí corriendo, por supuesto, pero no voy a olvidar la escena. La violación ejercida por el mundo sobre la humanidad de sus habitantes.

Y la búsqueda sigue con tintes menos siniestros, a veces hasta un poco prometedores, y todavía no me arrepiento de nada. A veces creo que la humanidad misma, incluso así alineada con traje sastre o corbata frente al paredón, podría ser también mis muertes de completo amor. Algún día, pronto, me voy a conseguir un martillo o una bola para demoliciones, voy a golpear algunas paredes blancas, y voy a abrazar a alguien, a algún desconocido, y cuando eso ocurra voy a entenderlo, porque también fui un soldado. Es una sinfonía desamparada y dulce la de esta humanidad que se agrieta y a veces, de vez en cuando, cuando me detengo un poco, puedo escucharla, y dan ganas de llorar en medio de la calle o el microbús o el supermercado, y hay un calor que se parece a una pequeña muerte, dentro de mi pecho.- Estoy perdida en algún punto de la Nápoles o la Roma, un hombre de cuarenta y tantos, moreno, carga una caja de cartón con dulces y cigarros y camina cadenciosamente con la mercancía sobre el hombro buscando un semáforo. Le pregunto por una calle y me mira con ojos luminosos un poco avergonzados y con gestos dulces me dice, “No sé, pero mire (me señala un letrero), si usted sabe leer, ahí están escritos los nombres.” Me lo dice con inocencia. Le doy las gracias y nos sonreímos y eso es todo.

Mientras tanto, todo lo demás también ocurre. Lo que verdaderamente ocurre, lo que nos ata a la vida. Llega la voz de J. por cables y cables, hasta mis oídos, y hay ciertos timbres de su voz que parecen sólo para mí, como si pudieran pertenecerme. Una fortaleza suave crece de mis huesos hacia fuera a lo largo de los últimos seis meses. Hay seguridad y promesas frente a la incertidumbre de mi carretera, mi camino veloz y abierto. Y hoy viene mi hermana. Vamos a ver juntas a Radiohead, mañana. Se me echan encima cariños de hace muchos años, como cobijas tejidas a mano. Estoy bien. Es más, estoy convencida de que hoy, esta mañana de sábado, soy feliz.

lunes, 30 de junio de 2008

Dan muchas ganas, a veces, de que las leyes del karma se cumplan, y que los malos paguen por sus actos. Sed de venganza, hoy, y todo tipo de clichés por el estilo. Estoy más bien del lado flexible cuando se trata de observar la conducta humana, de hecho, soy casi incapaz de la severidad. Peco del extremo opuesto, y además, confío casi con exceso. Llevo varios años viviendo en esta ciudad y nunca me han asaltado, no he tenido encuentros cercanos con la violencia, y eso que me muevo con una especie de seguridad encandilada por las orillitas oscuras, como si, aunque no me atrevo a creer en los ángeles, hubiera alguien o algo parecido a un ángel permitiéndome aterrizar de pie todo el tiempo. La única vez que me sacaron la cartera de la bolsa, en un barecillo por ahí, sólo traía como cuarenta pesos en cambio y un barrendero la encontró tirada, me habló por teléfono, y pude recuperar todas mis credenciales. Soy célebre por mi carácter distraído, además. Pierdo el sentido de la orientación constantemente y camino hacia la derecha cuando todos van hacia la izquierda. Olvido las cosas. Y después las recupero. Me han devuelto la bolsa y la cartera en muchísimos lados. Hay cosas que simplemente pierdo, como los paraguas o los celulares (por eso mejor ya no tengo), pero sólo es culpa mía. A veces, cuando camino a mi casa por la noche, observo las imágenes más nocturnas y rudas de mi colonia, de mi esquina, y me doy cuenta de que si no fueran piezas de mi territorio desde hace un par de años, iría muerta de miedo, pero ya soy parte del barrio, y a veces me siento más segura ahí que en los rumbos fresas donde vivía antes. Como si hubiera un pacto entre la ciudad y yo. Una tregua.

Hasta que llegué al mundo Godínez. Y aquí, rodeada de personas que no tienen grandes carencias, viven con sus papás, no pagan renta ni gas ni luz ni teléfono, alguien se sintió con derecho a sacar toda la quincena de mi cartera y quedarse con ella. Alguien se sintió con derecho a usar mi dinero para pagar la peda del viernes con sus amigos, o pagar deudas contraídas estúpidamente con alguna de sus tarjetas. Y no hay forma de saber quién fue y todo lo que queda es la probabilidad improbable de que alguna ley kármica los alcance y que les salgan hemorroides dolorosas en el trasero.

En fin. La ciudad habló, cantó, todo el fin de semana. Mi hermana estuvo aquí. Fue delicioso.

Sentí como si la ciudad me dijera en plan de cuates que dejara de azotarme por las pérdidas minúsculas.

El viernes íbamos caminando a medianoche por la Roma, y vimos, en el hueco entre dos de esos edificios viejos y enormes, bloques clasemedieros de departamentos, las casas de lámina armadas precariamente por un grupo de familias paracaidistas, sin luz, en silencio, y sólo el sonido de una mujer lavando ropa a mano en la oscuridad, después de la lluvia.

Horas después una mujer ambulante, con las tres mudas de ropa cargadas encima del cuerpo, y una sonrisa abierta, nos presentó a sus perros: este es López Obrador, esta es la luchadora, este es el vagabundo… los perros se nos acercaron en son de amistad. Los ha rescatado de diferentes rumbos, y ella los cuida, y ellos la cuidan.

El sábado mi hermana y yo fuimos a una boda kitsch, inocente, en Ecatepec (se sentía como otro planeta). Bailamos cumbias, danzón, pasito duranguense. Bailé más y me divertí más que en muchas bodas pípiris náis donde a todo el mundo le combinan los zapatos con los aretes y la bolsa, se gastan un dineral en el atuendo, y todos bailan “WMCA” entre otras cosas peores.

De regreso, en el metro, se subió al vagón un chavo como de mi edad, (moreno de ojos grandes, guapo), con la facha de punk zarandeado (como los punks de a de veras), los pantalones estaban rotos por el uso y el tiempo, y los tenis también, no formaban parte de un look cuidadosamente descuidado sino que eran el producto natural de las calles y del mundo. Traía una especie de Mohawk dividido en tres partes, y tres líneas rectas de cabello se levantaban con más grasa que gel a los costados y al centro de su cabeza, pero una ya se había derrumbado casi por completo. Con la voz ronca, los ojos rojos, aliento alcohólico, empezó a recitarnos una especie de poema, pero no alcanzamos a entender mucho y a él se le olvidaba constantemente lo que quería decir. Se repetían las palabras neoliberalismo, minorías, y resistencia. Me acuerdo de él diciendo “¡abre los ojos!”, abriendo los ojos como poseído por una visión terrible, con las órbitas casi fuera de la cara, y luego mirar hacia el piso y susurrar “ya se me olvidó qué sigue”. Éramos muy poquitos en el vagón, y casi nadie le dio dinero. Supongo que percibió que mi hermana y yo lo mirábamos con simpatía, así que se sentó en el asiento de enfrente, para platicar un rato. Nos susurró casi, señalando a las personas en los últimos asientos del vagón, “a ellos ya ni les pido, yo sé que no me van a dar”. Apenas podía mantener una conversación coherente, pero sus ojos intoxicadísimos no eran turbios, no sé cómo explicarlo. No había maquillaje, ni pose. Todo lo que nos dijo era honesto, y no sé por qué, también parecía dulce. Nos dijo que le interesa resistir el sistema (de alguna manera vaga y más bien panfletaria), pero que lo malo es que "era un vicioso", que venía de ir a comprar marihuana en no sé dónde. Nos dijo que era un callejero. Nos preguntó nuestros nombres, nos dijo el suyo, nos invitó a ir con él al Chopo (no fuimos). Se despidió con un beso en la mejilla, haciendo grandes esfuerzos para explicarnos razonablemente, (en medio de nubes, de noche, y substancias naturales, y químicas) la ruta que debíamos seguir en el metro hasta nuestra casa.

Así es esta ciudad. Todo es inesperado y contradictorio y conmovedor y oscuro y de alguna forma todavía más oscura no le falta belleza, ni dulzura. De pronto está una ahí, sentada en el metro al lado de mi hermana, las dos con nuestros vestiditos de boda, ella todavía con tacones y yo ya en chanclas (mujer prevenida vale por dos), conversando con S., tres líneas de picos en la cabeza (sólo dos todavía de pie), dos amplias perforaciones en los lóbulos de las orejas, y venimos de mundos que son extranjeros entre sí, y estamos en polos y superficies distintas de realidad y no hay puentes ni escaleras que nos comuniquen, pero aún así, por unos minutos, hay un diálogo que parece una canción muy suave, los tres acercamos las cabezas, susurramos, nos separamos.

Y si yo fuera una mujer más sabia, todas esas sensaciones serían suficientes para que yo me reconciliara por completo con los hombres y las mujeres y los niños de este planeta y esta ciudad. Pero al Godín que se quedó con mi quincena le deseo hemorroides sangrantes, y pus en zonas privadas de su cuerpo, no puedo evitarlo.