lunes, 30 de junio de 2008

Dan muchas ganas, a veces, de que las leyes del karma se cumplan, y que los malos paguen por sus actos. Sed de venganza, hoy, y todo tipo de clichés por el estilo. Estoy más bien del lado flexible cuando se trata de observar la conducta humana, de hecho, soy casi incapaz de la severidad. Peco del extremo opuesto, y además, confío casi con exceso. Llevo varios años viviendo en esta ciudad y nunca me han asaltado, no he tenido encuentros cercanos con la violencia, y eso que me muevo con una especie de seguridad encandilada por las orillitas oscuras, como si, aunque no me atrevo a creer en los ángeles, hubiera alguien o algo parecido a un ángel permitiéndome aterrizar de pie todo el tiempo. La única vez que me sacaron la cartera de la bolsa, en un barecillo por ahí, sólo traía como cuarenta pesos en cambio y un barrendero la encontró tirada, me habló por teléfono, y pude recuperar todas mis credenciales. Soy célebre por mi carácter distraído, además. Pierdo el sentido de la orientación constantemente y camino hacia la derecha cuando todos van hacia la izquierda. Olvido las cosas. Y después las recupero. Me han devuelto la bolsa y la cartera en muchísimos lados. Hay cosas que simplemente pierdo, como los paraguas o los celulares (por eso mejor ya no tengo), pero sólo es culpa mía. A veces, cuando camino a mi casa por la noche, observo las imágenes más nocturnas y rudas de mi colonia, de mi esquina, y me doy cuenta de que si no fueran piezas de mi territorio desde hace un par de años, iría muerta de miedo, pero ya soy parte del barrio, y a veces me siento más segura ahí que en los rumbos fresas donde vivía antes. Como si hubiera un pacto entre la ciudad y yo. Una tregua.

Hasta que llegué al mundo Godínez. Y aquí, rodeada de personas que no tienen grandes carencias, viven con sus papás, no pagan renta ni gas ni luz ni teléfono, alguien se sintió con derecho a sacar toda la quincena de mi cartera y quedarse con ella. Alguien se sintió con derecho a usar mi dinero para pagar la peda del viernes con sus amigos, o pagar deudas contraídas estúpidamente con alguna de sus tarjetas. Y no hay forma de saber quién fue y todo lo que queda es la probabilidad improbable de que alguna ley kármica los alcance y que les salgan hemorroides dolorosas en el trasero.

En fin. La ciudad habló, cantó, todo el fin de semana. Mi hermana estuvo aquí. Fue delicioso.

Sentí como si la ciudad me dijera en plan de cuates que dejara de azotarme por las pérdidas minúsculas.

El viernes íbamos caminando a medianoche por la Roma, y vimos, en el hueco entre dos de esos edificios viejos y enormes, bloques clasemedieros de departamentos, las casas de lámina armadas precariamente por un grupo de familias paracaidistas, sin luz, en silencio, y sólo el sonido de una mujer lavando ropa a mano en la oscuridad, después de la lluvia.

Horas después una mujer ambulante, con las tres mudas de ropa cargadas encima del cuerpo, y una sonrisa abierta, nos presentó a sus perros: este es López Obrador, esta es la luchadora, este es el vagabundo… los perros se nos acercaron en son de amistad. Los ha rescatado de diferentes rumbos, y ella los cuida, y ellos la cuidan.

El sábado mi hermana y yo fuimos a una boda kitsch, inocente, en Ecatepec (se sentía como otro planeta). Bailamos cumbias, danzón, pasito duranguense. Bailé más y me divertí más que en muchas bodas pípiris náis donde a todo el mundo le combinan los zapatos con los aretes y la bolsa, se gastan un dineral en el atuendo, y todos bailan “WMCA” entre otras cosas peores.

De regreso, en el metro, se subió al vagón un chavo como de mi edad, (moreno de ojos grandes, guapo), con la facha de punk zarandeado (como los punks de a de veras), los pantalones estaban rotos por el uso y el tiempo, y los tenis también, no formaban parte de un look cuidadosamente descuidado sino que eran el producto natural de las calles y del mundo. Traía una especie de Mohawk dividido en tres partes, y tres líneas rectas de cabello se levantaban con más grasa que gel a los costados y al centro de su cabeza, pero una ya se había derrumbado casi por completo. Con la voz ronca, los ojos rojos, aliento alcohólico, empezó a recitarnos una especie de poema, pero no alcanzamos a entender mucho y a él se le olvidaba constantemente lo que quería decir. Se repetían las palabras neoliberalismo, minorías, y resistencia. Me acuerdo de él diciendo “¡abre los ojos!”, abriendo los ojos como poseído por una visión terrible, con las órbitas casi fuera de la cara, y luego mirar hacia el piso y susurrar “ya se me olvidó qué sigue”. Éramos muy poquitos en el vagón, y casi nadie le dio dinero. Supongo que percibió que mi hermana y yo lo mirábamos con simpatía, así que se sentó en el asiento de enfrente, para platicar un rato. Nos susurró casi, señalando a las personas en los últimos asientos del vagón, “a ellos ya ni les pido, yo sé que no me van a dar”. Apenas podía mantener una conversación coherente, pero sus ojos intoxicadísimos no eran turbios, no sé cómo explicarlo. No había maquillaje, ni pose. Todo lo que nos dijo era honesto, y no sé por qué, también parecía dulce. Nos dijo que le interesa resistir el sistema (de alguna manera vaga y más bien panfletaria), pero que lo malo es que "era un vicioso", que venía de ir a comprar marihuana en no sé dónde. Nos dijo que era un callejero. Nos preguntó nuestros nombres, nos dijo el suyo, nos invitó a ir con él al Chopo (no fuimos). Se despidió con un beso en la mejilla, haciendo grandes esfuerzos para explicarnos razonablemente, (en medio de nubes, de noche, y substancias naturales, y químicas) la ruta que debíamos seguir en el metro hasta nuestra casa.

Así es esta ciudad. Todo es inesperado y contradictorio y conmovedor y oscuro y de alguna forma todavía más oscura no le falta belleza, ni dulzura. De pronto está una ahí, sentada en el metro al lado de mi hermana, las dos con nuestros vestiditos de boda, ella todavía con tacones y yo ya en chanclas (mujer prevenida vale por dos), conversando con S., tres líneas de picos en la cabeza (sólo dos todavía de pie), dos amplias perforaciones en los lóbulos de las orejas, y venimos de mundos que son extranjeros entre sí, y estamos en polos y superficies distintas de realidad y no hay puentes ni escaleras que nos comuniquen, pero aún así, por unos minutos, hay un diálogo que parece una canción muy suave, los tres acercamos las cabezas, susurramos, nos separamos.

Y si yo fuera una mujer más sabia, todas esas sensaciones serían suficientes para que yo me reconciliara por completo con los hombres y las mujeres y los niños de este planeta y esta ciudad. Pero al Godín que se quedó con mi quincena le deseo hemorroides sangrantes, y pus en zonas privadas de su cuerpo, no puedo evitarlo.

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