jueves, 5 de junio de 2008

Todos los días y todos los minutos y todos los segundos y todas sus milésimas estoy frente al paredón, y nadie me acribilla. Nadie. El mundo se olvida de mí, de matarme. Me dejan ser, me dejan latir, el pecho sigue sin obstáculos su ritmo de todos los días de acuerdo a los horarios de las semanas laborales. No hay violencia. No hay veredictos. Hay paz. La ciudad transcurre, y yo voy como una gota a través de sus arterias. Al lado de los coches, en las banquetas, siguiendo las líneas amarillas, respetando el parpadeo de los semáforos. Nadie grita, desde hace mucho, nadie. No hay pesadillas, apenas si sueños que no recuerdo al despertar. Los miro a todos en son de paz, a los que se pierden todos los días, a los que traen los brazos cargados de frío y oscuridad a las cinco de la mañana, a los que miran con rostro beligerante, a los que llevan navajas en el bolsillo trasero, a los que no entienden, a los que creen que entienden y enjuician, a los que mastican chicles desde el aire acondicionado de los coches, a los que hacen malabares bajo el agua en los cruces peatonales, a los que miran la televisión desde la calle, a los que trafican y a los que son traficados, a los que se aburren insatisfechos y repletos frente a las vitrinas, a los que recogen colillas del suelo y aguardan sin dinero frente al puesto de comida, a los que mecen niños por encima de los hombros, a los que pedalean bicicletas como si tuvieran alas, a los que están enamorados y se mueven con el vaivén del mar a punto del desastre, a los que se inclinan bajo un beso, a los que se hincan frente a la virgen, a los que aspiran substancias prohibidas y hacen cosas prohibidas, a los que se anudan todas las mañanas una corbata que combina con la camisa, a los que tienen muchas ganas de pegarse un tiro, a los padrinos de la quinceañera, a los taxistas que adoran atravesar estas venas irritadas todo el día o toda la noche, entre estelas de luz y aleteos de aire divino, y cáncer. Yo sé que no hay paz, todos los días los ejecutores disparan y los cadáveres se apilan y los heridos se cubren la cabeza con las manos. La gente no puede dormir a gusto, porque se les viene encima alguna flecha envenenada.

Yo tengo toda la paz del mundo para pensar, a veces, en que no hay paz. En que los perros se muerden y se deshacen y se devoran y la gente se marchita. Aunque no quieran, les caen encima noticias como colmillos agudos, y por las noches se les acercan los lobos para masticarles los vasos sanguíneos. Pero el mundo es de un azul polvoso desde esta ventana rectangular a 4 pisos de altura encima de un estacionamiento gris. Y nadie va a saltar desde aquí, aquí no hay suicidas, ni terroristas, ni héroes, ni guerrilleros, ni ángeles. Aquí hay paz.

Siempre hay quienes cantan. Cierran los ojos y bailan. Fuman con energía. Yo también y además, leo poemas por ejemplo y sé oler el huele de noche de mi calle y otras cosas. Y además, nadie me acribilla. Mi pecho surca el mundo sin asfixia, sin soplos molestos en el corazón, sin agitaciones, sin sudor. Limpia de toda culpa, de todo crimen. Tengo menos amaneceres, pero tengo paz, y mis noches son pozos negros de pura paz.

Cada vez que estoy a cierta altura me dan ganas de pegar un brinco, y cada vez que tengo enfrente un cristal mi puño se cierra, y tengo la comezón de una patada en la pierna izquierda, y un chillido de ave atragantado en las anginas.

Me siento gorda, inflada de gases y sueño en medio de estos días sin barbarie. Voy por escaleras eléctricas, sin esfuerzo, con los ojos abiertos y sin mirar a nadie, y sólo me alivia pensar con cuidado en mi próximo derrumbe.

Dan ganas de una carrera deslumbrada por las calles. Dan ganas de repartir mandarinas a los niños, recargar la espalda contra un árbol, dejar que el sol nos queme los hombros, seguir un caminito a donde nadie pueda seguirnos, y seguir por ahí hasta desaparecer de todos los radares. Y que no haya paz.

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