lunes, 2 de junio de 2008

Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Muerta de frío y llena de sal. Colgando por la punta de las uñas, por hilos de sangre adelgazada, de oasis que tiemblan en el desierto, que se diluyen, y desaparecen. Siempre resultan falsos, y son todo lo que tengo. Y aquí estoy, sostenida por hebras frágiles, de todos mis espejismos, como artista de las acrobacias, del trapecio y la cuerda floja, pedaleando el monociclo y jugando con la boca de los leones, ofreciendo el corazón a los paseantes, a los desconocidos.

Yo sé cómo estar sola. En el fondo, nunca he dejado de estar sola. Alrededor de mí está siempre la visión del oasis tembloroso, aislándome, protegiéndome, del mundo. Yo he llegado ahí innumerables veces, he bebido néctares y me he hartado de dátiles, y me he hundido en ojos como ojos de agua, y en pechos como lagos quietos. Ni siquiera cuando, una y otra vez, todo es de nuevo sólo el gusto seco de la arena, ni siquiera entonces deja de ser dulce. Ni siquiera entonces me alejo. Con fe estúpida, con esperanza deslumbrada, sigo creyendo, ofreciendo el corazón a los transeúntes, a los extraños.

Hace muchos días que quiero acurrucarme. Quiero dejar que me consuelen. Que acaricien mi cabeza.

Pero no me estoy muriendo. Estoy al margen del camino, viviendo. Recuperando espejos, cuentas de vidrio, canicas, monedas, piedritas, pequeños tesoros. No soy pobre, lo tengo todo. El cielo completo, encima de mi cabeza, y los bosques de rostros humanos, donde me pierdo cada vez que puedo. El único problema es mi corazón ciego. Corre y se estrella, una y otra vez, embiste las paredes, los árboles, los postes de luz en la banqueta. Una y otra vez, se empeña en creer, y se ofrece al azar, a los pasajeros del microbús, a los vagabundos, a los conocidos de la niñez, a voces sin cuerpo que deambulan en el aire, a rostros indefinidos que aparecen en los sueños.

Hace muchos días que quiero darme a beber.

Nada de esto importa, decirlo tampoco importa. Todo lo que podemos hacer es cerrar los ojos, o abrir los ojos. Llorar si queremos, con nuestras propias cortinas, azules o grises. Orar en silencio, si queremos, o aullar o cantar como locos, si queremos. Pedirle al corazón que por favor por favor por favor se duerma. Que se hunda en un sueño mudo, sin sueños. Que no murmure, que no exija, que nos deje en paz, que se quede callado.

Danos hoy, corazón, el sosiego nuestro de cada día, la tranquilidad de los que no se entregan, y no necesitan entregarse. Los que no quieren volar, y se resguardan, intactos. Los que caminan al ras de la tierra y vigilan sus pasos, y nunca se tropiezan, y nunca se desgarran una rodilla o el pecho, nunca se rompen el alma o los huesos. Danos hoy el desierto sin sed de los satisfechos. Aquellos que se beben a sí mismos, y con eso les basta, y nunca tienen frío, nunca tiemblan, y tampoco tienen fiebre. Danos hoy ese desierto sin espejismos, ese silencio.

Duerme de una vez, corazón. Deja de buscar. Sé un monumento frío. Si quieren venir, que vengan las palomas, los gorriones, les daremos sólo la superficie helada de la piel, los tomaremos con el puño y los dejaremos caer al suelo. Que se quiebren los otros, nosotros, corazón, nunca más nos romperemos. Vamos a ser como una estatua en un jardín, corazón, vamos a dejar que nos admiren desde lejos.

Sin sacrificios inútiles, corazón. Dejemos de latir, dejemos de escribir malos poemas. Concentrémonos en la ciencia exacta de la realidad y los balances, y hagamos transacciones equilibradas con el mundo. Hay que reír, gozar, comer en abundancia, ir a las fiestas, acariciar a las palomas o los gatos que se acerquen. Sin sacrificios inútiles, sin caídas, sin raspones, sin cielo, sin viento en las alas, sin lágrimas. Sin dolores que lleguen de improviso, corazón, esos dolores que nos pueden romper para siempre, por completo. Sin abismos. Sin galaxias. Sin vía láctea. Sin laberintos. Hay que seguir la línea recta de la carretera, sin desviaciones, sin sorpresas, sin caminitos de tierra que nos saquen de improviso hasta el mar. Sin el mar, sólo el desierto, plano, sensato, satisfecho.

Pero mi corazón no escucha. Hace su propia voluntad, no me hace caso. Anda por ahí en el mundo, como víctima propicia, como sacrificio ambulante, tembloroso, agarrado por la punta de los dedos a la imagen de una luna o la promesa de una nube. Murmurando ciegamente el nombre de ciudades.

A veces quiero darle la espalda, por estúpido, pero la mayoría de las veces sólo lo miro con mucha tristeza. No puede ser de otro modo. No quiere morirse, quiere latir. No quiere dormirse, quiere con terquedad que lo dejen estar despierto, con la boca seca, lleno de sal y muerto de frío, a punto de romperse, colgando de palabras murmuradas por accidente, y la visión de la sombra de un ave cruzando el suelo.

Cierro los ojos. Escucho al corazón latiendo con el frío y la esperanza sin raciocinio de siempre. Me gustaría acariciarle y decirle, todo está bien, no te preocupes, yo te consuelo. Pero por supuesto, no puedo. Soy yo la que tiene frío. Soy yo la que anda colgando de ficciones como hilos delgados. Soy yo la que quiere un pecho para recargar ahí la cabeza, rendida.

En el fondo, siempre me he inclinado al bando de los que están vivos, los que sufren por las estrellas, los que se pierden y se mueren sin dejar de buscar el mar.

También sé que esto es lo que dicen los que todavía no saben. Nada. Los que olvidan toda la amargura de los sabores amargos y todo el ácido que remueve huesos. Yo sufrí una vez solamente. Y ya no recuerdo nada. Por eso me inclino a favor de mis latidos, y pienso con ingenuidad en mis alas abiertas. Y sigo queriendo. Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Al primer descuido, voy a dejar que me rompan por completo.

POSDATA

A los que han logrado con éxito arrullar su corazón para dormirlo, y no se inmolan inútilmente, y evitan con cuidado los abismos. A algunos de ustedes, no sé muy bien por qué, los quiero. A los que no vuelan porque les rompieron una por una las fibras de las alas, y es por eso que renunciaron al cielo, y se predican a sí mismos la contención y el silencio. Estaría dispuesta a creer en algunos, los más dulces, los más frágiles, los más cálidos, los más honestos de ustedes. Creo que llevan firmamento interminable, y cúmulos de galaxias, y cúmulos de aves, migratorias, que son valientes y atraviesan muchas veces el mar, por dentro.

Desde lejos. Con esperanza distante. Con mi propia frialdad. Sin cercanía y sin desprecio. Ustedes son el límite de mi corazón (mi corazón es estúpido, pero tiene límites). Sé de antemano que no se van a enamorar de mí. De antemano les digo que no me voy a enamorar de ustedes. Pero les podría acariciar la cabeza lacerada, un momento. Me gustaría decirles (pero qué caso tiene), que la vida es un túnel de luciérnagas breves. Y no hay nada más dulce que el momento en que nos encendemos.

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