Para sobrevivir a lo que haya que sobrevivir, ayuda mucho tener uno, o dos, o más héroes, al lado. Cuando era más joven y me tendía, exactamente como ahora, a imaginar mis futuros probables o imposibles, me preguntaba si alguna vez iba a hacer algo verdaderamente heroico. Me respondí poco a poco en la historia que a fin de cuentas acabé viviendo, que no iba a luchar por una salvación multitudinaria; que no era lo suficientemente valiente y desprendida como para unirme a una guerrilla, por ejemplo. Que no tenía la audacia para salir demasiado de los límites sociales, legales, impuestos por el mundo, y que iba, a lo más, a escribir ligeramente por encima del renglón, de vez en cuando en los márgenes. Que no iba a ser famosa, que mi foto no iba a aparecer en playeras o carteles, que nadie iba a hacer una película basada en mi vida, actuada por estrellas hollywoodenses. Agradezco a los héroes que fueron, o son, hogueras, maravillosos derrumbes, imágenes sobre las que podemos volver muchas veces para reconciliarnos, aún, con esta incierta especie de los humanos. Pero yo quiero hablar de otros héroes. Quiero escribir acerca de los corazones heroicos que nos acompañan, que están al pie de nuestros acantilados. La gente que nos quiere sin condiciones de por medio. La gente a la que podemos regresar siempre que tengamos frío, o cuando estamos enfermos, si tenemos un raspón en las rodillas, o se nos fractura la esperanza en turno. Alguna vez haré la relación completa de mis héroes particulares, cotidianos; vale más la pena, sin duda, que la relación completa de los saltos ciegos que llenan este blog.
Hay corazones, pechos, que he conocido por mucho tiempo y de todos modos, me deslumbran. Adoro, por ejemplo, el ajetreo cotidiano de las manos de mi mamá. Esas manos salvan gatos de la calle, plantan todo tipo de cosas con la ilusión de que crezcan (hace dos días, llegó resplandeciente con una vid entre los brazos, decidida a cosechar uvas en el jardincito de su casa). Esas manos, también, diseñan mecanismos ingeniosos para tapar goteras, arreglar relojes de pared, hacer funcionar la palanquita del baño, usando materiales heterodoxos como rocas, o botones. Esas manos inventan móviles delicados con cuerda, palitos de madera, aretes que se quedaron sin el par, y me recuerdan las cosas que haría Horacio Oliveira con sus hilos de colores, antes de prenderles fuego. Ella, además, parece incapaz de derrumbarse, o dejar de querer; sin importar la dureza o la melancolía que le pongan enfrente, su vitalidad explosiva la mueve siempre a bailar en la cocina, a mirar el mundo con calidez infinita.
Así que es bueno estar en Pátzcuaro, y tenerla cerca. Este es un mundo dulcificado, suave. Se escuchan cosas como los grillos. Viviendo por varios años en la ciudad de México casi había olvidado qué se siente mirar al horizonte y sentirme seducida por una imagen de belleza y serenidad sencillas. A donde quiera que mire hay manchones verdes de bosque o montañas sobresaliendo entre la niebla. Cuando camino hasta el centro, y veo la Plaza Grande, y calles empedradas al fondo que suben hasta ex colegios jesuitas, o iglesias, recuerdo que Pátzcuaro me gusta mucho. Es un mundo que se teje sin choques con el cielo a veces azul, a veces gris. Aquí es posible, a ratos, olvidar el mundo. Y eso es precisamente lo que ocupo. La ciudad de México va a ser, siempre, mi ciudad, pero requiere de mucha energía, nada más para resistir sus embestidas, para seguirle el paso a sus estímulos. Necesito hundirme, por un rato, en un mundo que sea más bien ligero, que no pese, que no aturda. Un mundo que me ofrezca silencio para pensar.
Cuando vivía en la ciudad de México y sentía mucho ruido en mi cabeza, o alguna emoción en la panza jalando aire, mi medicina era siempre caminar. Ver el cielo encima de los edificios, el temblor de un árbol junto a la banqueta, los rostros de las personas. Entonces, recrear un poco de silencio era siempre un ejercicio de abstracción, un poco patético quizás entre el motor de los coches y las prisas de la gente y los hacinamientos de concreto. Aquí ocurre naturalmente. Aquí hay alivio apenas me asomo por la ventana, y veo un pedazo húmedo de bosque que se mece contra el cielo. Aún así, a veces, cuando me entero de exposiciones y fiestas o conciertos en mi querido defectuoso, se me tuerce el estómago de envidia (qué le vamos a hacer, no se puede tener todo).
Las épocas que mejor me sientan son más bien rojas, sangre acelerada, ojos que se humedecen con imágenes nuevas y así por el estilo. Es entonces, creo, cuando soy más feliz. Ahora, todo es más bien de un azul pálido, pero está bien. Cuando esté otra vez en el centro de los huracanes que vienen, y viva entre prisas y deslumbres, voy a extrañar, estoy segura, este mundo que se abre siempre que lo necesito, como un refugio, sin demandas.
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viernes, 25 de junio de 2010
martes, 9 de marzo de 2010
Interior número nueve
Cada vez que le abrimos a la llave del agua en el fregadero de la cocina, además del chorro vertical, sale disparado hacia la izquierda un hilo de agua horizontal que humedece de nuevo los trastes en el escurridor. Además, desde hace más o menos un mes vivo aterrorizada por el bóiler. Primero, es un logro conseguir que se mantenga la frágil llamita del piloto, y entonces, hay que mover la perilla hacia la leyenda de “abierto”, y oír cómo sale el gas por todos lados sin que se encienda la flama, una pausa eterna en la que siempre corro hasta la otra orilla del baño, mirando fijamente el mecanismo de metal en el que no ocurre nada, se oye salir el gas pero no ocurre nada, se prepara la explosión que acabará con la mitad del edificio, hasta que con una especie de tos que expulsa hollín para todos lados, el bóiler se enciende finalmente. Todos los días, la misma pausa interminable, el mismo miedo a una explosión que acabe con la mitad del edificio, mis ojos fijos con horror en el mecanismo de metal, parapetada en el extremo opuesto del baño. Además, hay un corto en el cable del que cuelga el foco en el comedor, y por eso no puedo colgarle una lámpara, y pocas cosas tan tristes como un cable desde el que cuelga un foco pelón. Y todas las ventanas de mi departamento se abren hacia muros grises y descarapelados. Vive también aquí una lagartija que a base de tenacidad se ha convertido en mi mascota involuntaria. Cuando algo la asusta desaparece por días o hasta por semanas y cuando pienso que ahora sí se me murió, la veo de nuevo, inmóvil, cazando moscas desde una esquina en la pared, y entonces me siento inexplicablemente feliz. Tengo una vecina que se llama Andrea y ya cumplió 5 años, que toca a mi departamento todos los días. Me asomo por la mirilla de la puerta y no veo nada y entonces sé que ella está del otro lado, demasiado pequeñita todavía para aparecer en la mira del ojo de cristal. Y ahora, tengo dos nuevos compañeros de casa: Silvia y su hijo Sebastián. Sebastián tiene 6 años y canta to-do-el-tiem-po.
Sucede que también este pequeño espacio desgastado por el uso, en un edificio en la Portales, se llena de luz, a su manera.
Sucede que también este pequeño espacio desgastado por el uso, en un edificio en la Portales, se llena de luz, a su manera.
viernes, 9 de mayo de 2008
crónica de lo vulgar resplandeciente
Cotidianidad absoluta. Cero glamour.
Viaje en microbús bajo la tarde oscurecida por la lluvia. Amontonamientos, de coches, y de personas. La gente que ya casi no cabe en el camión atascado sube por la puerta trasera, y entonces inicia un ritual siempre asombroso: los que acaban de subir mandan el monto del pasaje hacia el frente, y este circula de mano en mano innumerables veces hasta el conductor quien regresa el cambio, que vuelve de mano en mano hasta el origen. En la ciudad de la delincuencia y el país de la corrupción, estas pequeñas ceremonias siempre iluminan un poco mi opinión acerca de la humanidad.
Bajo cerca de la panadería. Compro toda una dotación de bolitas de chocolate (no me sé el nombre exacto, pero son mucho más chocolate que pan, son una delicia). A la salida, veo bajar de un taxi a dos jóvenes con estuches de guitarra, y uno de ellos, un barbón atractivo, me coquetea un poquito, y yo le coqueteo un poquito de regreso. Quién sabe de dónde viene esta fascinación por los músicos... el estuche de guitarra parece emblema de mundos libres. El estuche de guitarra es de hecho el símbolo opuesto a la lap top y el traje y la corbata, es la insignia que portan quienes se han colocado a años luz de distancia de todas las oficinas del mundo. Por eso me gusta. Por eso le sonrío al barbón, que además está guapo.
Ellos siguen su camino, y yo llego a mi edificio.
El vecino de abajo está de buen humor otra vez (mierda). Ahora tiene éxitos disco de los 70's, a todo volumen. Se oyen las risas de niños. Me los imagino saltando al ritmo de la música. Llega el flash de un recuerdo; veranos con mi primo y mi hermana, muy chicos los tres, bailando en calzoncitos una canción de Rod Stewart ("do you think I'm sexi?"), en la sala. Podría encender el radio, pero por ahora, prefiero las canciones disco y las risas. Me pongo la pijama, ordeno superficialmente el caos exponencial de mi cuarto (me rehúso a tender la cama).
Llega Haydeé. Amiga y vecina en casi todos los rubros de la existencia. Trae leche y canela para complementar las bolitas de chocolate. Me platica llena de ternura su encuentro con Saraí, vecina nuestra de nueve años, quien está preocupada porque a Haydeé le duele la garganta y le prometió regresar con nombres de medicinas efectivas. Sí. La queremos. Haydeé corre a su departamento a ponerse la pijama (el chocolate caliente debe tomarse en pijama, sin excepciones), y yo, quién sabe de acuerdo a qué impulso, empiezo a escribir todo esto en un cuaderno, como si de pronto tuviera alguna importancia.
Fin del retrato.
Ni siquiera creo que sea una escena retratable. Pero me siento bien. Esta cadena ínfima de hechos familiares, y yo en medio, contenta por alguna razón...
Podría iniciar todo un análisis acerca de lo poco glamourosa y casi carente de drama que es a últimas fechas mi vida. O esperarme al fin de semana, y retratar alguna fiesta o encuentro interesante en lugar de esta crónica sobre lo común y lo corriente. Pero quiero guardar esta instantánea. Es mía, y acompaña a la vaga sensación de euforia con la que escribo estas líneas.
domingo, 13 de abril de 2008
vecinos
En mi edificio de la Colonia Portales parece que estamos demasiado cerca los unos de los otros. Se escucha todo, no sólo los estéreos cuando traen el volumen alto, sino las conversaciones y los carraspeos, ciertas mañanas silenciosas. Uno está involuntariamente consciente de los demás, y también involuntariamente expuesto a sus miradas. No nos conocemos, pero nos conocemos. A veces sabemos más de lo que nos gustaría saber, en esta ciudad que (a diferencia de los lugarcitos de provincia) se ofrecía como una promesa luminosa de anonimato.
Tengo mis vecinos favoritos. Tres de mis amigas viven aquí.
Aquí viven también muchos niños, que juegan "stop", y "avión" en la calle de enfrente, y a veces nos invaden con los ecos de sus pies corriendo de un lado a otro por la azotea, muriéndose de la risa, gritando de acuerdo al personaje en turno si están a punto de atrapar o ser atrapados... Muchas veces cuando subo las escaleras soy también personaje accidental en mundos que a veces son una tiendita, a veces una escuelita, a veces una pista de carreras, a veces el planeta a punto de ser salvado por héroes de las caricaturas.
Aquí viven también dos músicos, esa especie particular de seres libres. Lety, rockera-trovadora, gitana con la guitarra cruzada por la espalda que ha ido a todas partes y ha conocido a todo el mundo. Cada vez que estoy junto a ella empiezo a recordar las cosas que me importan, que siempre me han importado. Y "El Hueso", quien toca obsesivamente, por horas y horas, sin salir de su departamento. A veces me parece que es un fantasma, y sólo existe en los sonidos. Creo que nunca lo he visto, pero oímos una guitarra, y decimos en voz baja, "ah, es El Hueso".
Aquí vive también la mamá de Saraí (una de las niñas mejor plantadas que conozco), quien trabaja por las noches para estar con sus hijos durante el día, y los sostiene sin ayuda.
Aquí vive también, justo a mi lado, una familia que llegó de Puebla, y tienen un puesto de quesadillas junto al metro. No sé cómo se las arreglan para estar siempre de buen humor, para sonreír con tanta frecuencia. A veces deciden declarar vacaciones y se van a Acapulco varios días. Regresan más morenitos y sonrientes, la mamá y la hija con los largos cabellos tejidos en trencitas, adornados con cuentas de plástico de todos l0s colores.
También tengo mis vecinos menos favoritos.
Las señoras chismosas y territoriales (personajes que se repiten de edificio en edificio), que caminan con ojos vigilantes, al acecho, y se detienen en los umbrales de las puertas a comentar la vida de los demás. Que parecen no salir nunca, y se asumen como guardianas de las buenas costumbres, y se escandalizan fácilmente. Que se sienten ofendidas si alguien usó su cordón para tender la ropa, o su lavadero en la azotea.
Y el militar que vive abajo. Serio, endurecido. No sé mucho de él excepto que a ratos hay algo agresivo y turbio en sus ojos, que su mujer es excesivamente tímida y se mueve con una especie de tristeza, y que sus hijos a veces traen marcas en la cara.
Entonces, este sábado, a las nueve de la mañana, arranca el departamento de abajo con los Doors a todo volumen. Alguien canta en semi-inglés. Es alguien que canta con entusiasmo y entrega, se avienta los mismos gritos guturales y sigue todas las inflexiones en la voz de Jim Morrison.
Sonrío, todavía en la cama. Estoy de buen humor. Se me ha contagiado la vitalidad de esa voz, y corro a la ventana. Alcanzo a ver un pedazo del baño en el departamento del militar, y ahí está él cantando, hace gestos rockeros y baila, con alegría, frente al espejo. Se mueve de ahí, y desde mi ventana sólo alcanzo a ver sus pies descalzos junto a la mesa del comedor, moviéndose rítmicamente, dando saltitos.
Sé que esta imagen es privada y que yo soy una invasora. Que sus gestos frente al espejo y sus pies descalzos bailando ocurren en el territorio íntimo de su departamento, y su sábado.
Me siento como una profanadora, pero también me siento feliz. Es lo que me gusta de esta ciudad. Así nomas, de improviso, ocurren todo el tiempo cosas que nos reconcilian inesperadamente con el mundo.
Tengo mis vecinos favoritos. Tres de mis amigas viven aquí.
Aquí viven también muchos niños, que juegan "stop", y "avión" en la calle de enfrente, y a veces nos invaden con los ecos de sus pies corriendo de un lado a otro por la azotea, muriéndose de la risa, gritando de acuerdo al personaje en turno si están a punto de atrapar o ser atrapados... Muchas veces cuando subo las escaleras soy también personaje accidental en mundos que a veces son una tiendita, a veces una escuelita, a veces una pista de carreras, a veces el planeta a punto de ser salvado por héroes de las caricaturas.
Aquí viven también dos músicos, esa especie particular de seres libres. Lety, rockera-trovadora, gitana con la guitarra cruzada por la espalda que ha ido a todas partes y ha conocido a todo el mundo. Cada vez que estoy junto a ella empiezo a recordar las cosas que me importan, que siempre me han importado. Y "El Hueso", quien toca obsesivamente, por horas y horas, sin salir de su departamento. A veces me parece que es un fantasma, y sólo existe en los sonidos. Creo que nunca lo he visto, pero oímos una guitarra, y decimos en voz baja, "ah, es El Hueso".
Aquí vive también la mamá de Saraí (una de las niñas mejor plantadas que conozco), quien trabaja por las noches para estar con sus hijos durante el día, y los sostiene sin ayuda.
Aquí vive también, justo a mi lado, una familia que llegó de Puebla, y tienen un puesto de quesadillas junto al metro. No sé cómo se las arreglan para estar siempre de buen humor, para sonreír con tanta frecuencia. A veces deciden declarar vacaciones y se van a Acapulco varios días. Regresan más morenitos y sonrientes, la mamá y la hija con los largos cabellos tejidos en trencitas, adornados con cuentas de plástico de todos l0s colores.
También tengo mis vecinos menos favoritos.
Las señoras chismosas y territoriales (personajes que se repiten de edificio en edificio), que caminan con ojos vigilantes, al acecho, y se detienen en los umbrales de las puertas a comentar la vida de los demás. Que parecen no salir nunca, y se asumen como guardianas de las buenas costumbres, y se escandalizan fácilmente. Que se sienten ofendidas si alguien usó su cordón para tender la ropa, o su lavadero en la azotea.
Y el militar que vive abajo. Serio, endurecido. No sé mucho de él excepto que a ratos hay algo agresivo y turbio en sus ojos, que su mujer es excesivamente tímida y se mueve con una especie de tristeza, y que sus hijos a veces traen marcas en la cara.
Entonces, este sábado, a las nueve de la mañana, arranca el departamento de abajo con los Doors a todo volumen. Alguien canta en semi-inglés. Es alguien que canta con entusiasmo y entrega, se avienta los mismos gritos guturales y sigue todas las inflexiones en la voz de Jim Morrison.
Sonrío, todavía en la cama. Estoy de buen humor. Se me ha contagiado la vitalidad de esa voz, y corro a la ventana. Alcanzo a ver un pedazo del baño en el departamento del militar, y ahí está él cantando, hace gestos rockeros y baila, con alegría, frente al espejo. Se mueve de ahí, y desde mi ventana sólo alcanzo a ver sus pies descalzos junto a la mesa del comedor, moviéndose rítmicamente, dando saltitos.
Sé que esta imagen es privada y que yo soy una invasora. Que sus gestos frente al espejo y sus pies descalzos bailando ocurren en el territorio íntimo de su departamento, y su sábado.
Me siento como una profanadora, pero también me siento feliz. Es lo que me gusta de esta ciudad. Así nomas, de improviso, ocurren todo el tiempo cosas que nos reconcilian inesperadamente con el mundo.
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