Mostrando entradas con la etiqueta raíz. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta raíz. Mostrar todas las entradas

viernes, 25 de junio de 2010

silencio

Para sobrevivir a lo que haya que sobrevivir, ayuda mucho tener uno, o dos, o más héroes, al lado. Cuando era más joven y me tendía, exactamente como ahora, a imaginar mis futuros probables o imposibles, me preguntaba si alguna vez iba a hacer algo verdaderamente heroico. Me respondí poco a poco en la historia que a fin de cuentas acabé viviendo, que no iba a luchar por una salvación multitudinaria; que no era lo suficientemente valiente y desprendida como para unirme a una guerrilla, por ejemplo. Que no tenía la audacia para salir demasiado de los límites sociales, legales, impuestos por el mundo, y que iba, a lo más, a escribir ligeramente por encima del renglón, de vez en cuando en los márgenes. Que no iba a ser famosa, que mi foto no iba a aparecer en playeras o carteles, que nadie iba a hacer una película basada en mi vida, actuada por estrellas hollywoodenses. Agradezco a los héroes que fueron, o son, hogueras, maravillosos derrumbes, imágenes sobre las que podemos volver muchas veces para reconciliarnos, aún, con esta incierta especie de los humanos. Pero yo quiero hablar de otros héroes. Quiero escribir acerca de los corazones heroicos que nos acompañan, que están al pie de nuestros acantilados. La gente que nos quiere sin condiciones de por medio. La gente a la que podemos regresar siempre que tengamos frío, o cuando estamos enfermos, si tenemos un raspón en las rodillas, o se nos fractura la esperanza en turno. Alguna vez haré la relación completa de mis héroes particulares, cotidianos; vale más la pena, sin duda, que la relación completa de los saltos ciegos que llenan este blog.


Hay corazones, pechos, que he conocido por mucho tiempo y de todos modos, me deslumbran. Adoro, por ejemplo, el ajetreo cotidiano de las manos de mi mamá. Esas manos salvan gatos de la calle, plantan todo tipo de cosas con la ilusión de que crezcan (hace dos días, llegó resplandeciente con una vid entre los brazos, decidida a cosechar uvas en el jardincito de su casa). Esas manos, también, diseñan mecanismos ingeniosos para tapar goteras, arreglar relojes de pared, hacer funcionar la palanquita del baño, usando materiales heterodoxos como rocas, o botones. Esas manos inventan móviles delicados con cuerda, palitos de madera, aretes que se quedaron sin el par, y me recuerdan las cosas que haría Horacio Oliveira con sus hilos de colores, antes de prenderles fuego. Ella, además, parece incapaz de derrumbarse, o dejar de querer; sin importar la dureza o la melancolía que le pongan enfrente, su vitalidad explosiva la mueve siempre a bailar en la cocina, a mirar el mundo con calidez infinita.

Así que es bueno estar en Pátzcuaro, y tenerla cerca. Este es un mundo dulcificado, suave. Se escuchan cosas como los grillos. Viviendo por varios años en la ciudad de México casi había olvidado qué se siente mirar al horizonte y sentirme seducida por una imagen de belleza y serenidad sencillas. A donde quiera que mire hay manchones verdes de bosque o montañas sobresaliendo entre la niebla. Cuando camino hasta el centro, y veo la Plaza Grande, y calles empedradas al fondo que suben hasta ex colegios jesuitas, o iglesias, recuerdo que Pátzcuaro me gusta mucho. Es un mundo que se teje sin choques con el cielo a veces azul, a veces gris. Aquí es posible, a ratos, olvidar el mundo. Y eso es precisamente lo que ocupo. La ciudad de México va a ser, siempre, mi ciudad, pero requiere de mucha energía, nada más para resistir sus embestidas, para seguirle el paso a sus estímulos. Necesito hundirme, por un rato, en un mundo que sea más bien ligero, que no pese, que no aturda. Un mundo que me ofrezca silencio para pensar.

Cuando vivía en la ciudad de México y sentía mucho ruido en mi cabeza, o alguna emoción en la panza jalando aire, mi medicina era siempre caminar. Ver el cielo encima de los edificios, el temblor de un árbol junto a la banqueta, los rostros de las personas. Entonces, recrear un poco de silencio era siempre un ejercicio de abstracción, un poco patético quizás entre el motor de los coches y las prisas de la gente y los hacinamientos de concreto. Aquí ocurre naturalmente. Aquí hay alivio apenas me asomo por la ventana, y veo un pedazo húmedo de bosque que se mece contra el cielo. Aún así, a veces, cuando me entero de exposiciones y fiestas o conciertos en mi querido defectuoso, se me tuerce el estómago de envidia (qué le vamos a hacer, no se puede tener todo).

Las épocas que mejor me sientan son más bien rojas, sangre acelerada, ojos que se humedecen con imágenes nuevas y así por el estilo. Es entonces, creo, cuando soy más feliz. Ahora, todo es más bien de un azul pálido, pero está bien. Cuando esté otra vez en el centro de los huracanes que vienen, y viva entre prisas y deslumbres, voy a extrañar, estoy segura, este mundo que se abre siempre que lo necesito, como un refugio, sin demandas.

martes, 18 de mayo de 2010

música

Poco a poco mi vida, al menos este futuro inmediato, se despeja, y por aquí, los días se han puesto nublados, y llueve a veces, y el polvo se aquieta y los cerros verdes tras la ventana palpitan con algún secreto descanso, y el mundo se suaviza. Y el tiempo sigue pasando, circular, al ritmo de la calle principal del barrio, la melodía de los camioncitos con altavoces: el gaaaaaas, la basuuuuraaaaa, el aaaaguaaaaa, naraaaanjas de jugo y para jugo, una voz profunda casi susurra que trae truchas frescas desde el lago, y otra voz compra "toda clase de fierro viejo que ya no le sirve, que a usted ya le estorba, estufas, lavadoras, refrigeradores, monedas antiguas, baterías, cobre, bronce, hasta la puerta de su hogar venimos señora" , y una camioneta avanza lentamente vendiendo el periódico local con noticias de último momento: “En la colonia Morelos, en Pátzcuaro, un delincuente se robó una camioneta de lujo, al huir por la carretera se volcó y ahora lucha por su vida en el hospital”. Pero mi favorito, sin duda, es el del pan, que pasa con un altavoz cascado todas las tardes, y esta canción de Tin Tan.

Tengo que sonreír cada vez que lo escucho y entonces sé que a mí, lo que es a mí, cómo me gusta México, chingá. Hay otros lugares en el mundo, ciudades limpias y sofisticadas donde la gente es glamurosa aunque no trate de ser glamurosa, o gracias a que se esfuerzan mucho en ser siluetas interesantes en masas que se mueven a la velocidad de la luz y luces que alumbran una vida que dura todo el día y después toda la noche. Pero a mí me gusta cada vez más este capullo de cotidianeidad amplificada con altavoces viejos. En Toronto las calles son demasiado silenciosas. Nadie escucha cumbias a todo volumen, y nadie usa canciones viejas para anunciar el pan. En mi país el cielo es azul todo el año, y los barrios pautan con música su vida de todos los días.

martes, 9 de marzo de 2010

Interior número nueve

Cada vez que le abrimos a la llave del agua en el fregadero de la cocina, además del chorro vertical, sale disparado hacia la izquierda un hilo de agua horizontal que humedece de nuevo los trastes en el escurridor. Además, desde hace más o menos un mes vivo aterrorizada por el bóiler. Primero, es un logro conseguir que se mantenga la frágil llamita del piloto, y entonces, hay que mover la perilla hacia la leyenda de “abierto”, y oír cómo sale el gas por todos lados sin que se encienda la flama, una pausa eterna en la que siempre corro hasta la otra orilla del baño, mirando fijamente el mecanismo de metal en el que no ocurre nada, se oye salir el gas pero no ocurre nada, se prepara la explosión que acabará con la mitad del edificio, hasta que con una especie de tos que expulsa hollín para todos lados, el bóiler se enciende finalmente. Todos los días, la misma pausa interminable, el mismo miedo a una explosión que acabe con la mitad del edificio, mis ojos fijos con horror en el mecanismo de metal, parapetada en el extremo opuesto del baño. Además, hay un corto en el cable del que cuelga el foco en el comedor, y por eso no puedo colgarle una lámpara, y pocas cosas tan tristes como un cable desde el que cuelga un foco pelón. Y todas las ventanas de mi departamento se abren hacia muros grises y descarapelados. Vive también aquí una lagartija que a base de tenacidad se ha convertido en mi mascota involuntaria. Cuando algo la asusta desaparece por días o hasta por semanas y cuando pienso que ahora sí se me murió, la veo de nuevo, inmóvil, cazando moscas desde una esquina en la pared, y entonces me siento inexplicablemente feliz. Tengo una vecina que se llama Andrea y ya cumplió 5 años, que toca a mi departamento todos los días. Me asomo por la mirilla de la puerta y no veo nada y entonces sé que ella está del otro lado, demasiado pequeñita todavía para aparecer en la mira del ojo de cristal. Y ahora, tengo dos nuevos compañeros de casa: Silvia y su hijo Sebastián. Sebastián tiene 6 años y canta to-do-el-tiem-po.

Sucede que también este pequeño espacio desgastado por el uso, en un edificio en la Portales, se llena de luz, a su manera.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Así que. Estoy de vuelta. No sé por cuánto tiempo. Al principio todo es, de nuevo, la violencia del contraste y nada más. Graffitti en casi todos los edificios y ruido en casi todas partes. Gente, familias, durmiendo sobre la banqueta afuera de la central de Observatorio. Mi edificio gris, oscuro; para variar, sin agua. Música norteña a todo volumen en el primer piso (música en todas partes). Caminé las calles abrumada por la ciudad y sus amontonamientos, concreto encima de concreto y masas humanas en todas las vías públicas, en todas las corrientes del tráfico.

Cuando me gusta mucho una película puedo verla nuevamente con alguien más y entonces me ocurre con frecuencia que me abstraigo de mí misma y lo observo todo desde los ojos imaginarios de la otra persona; me tenso o me relajo en las escenas controversiales dependiendo de si mi acompañante es liberal o no tanto, si aprueba o desaprueba la violencia o los soliloquios filosóficos, y así hasta que la película termina y sé si hubo o no una secreta comunión entre nosotros, si pudimos o no mirar de maneras parecidas las mismas cosas. Y así me ocurrió ahora con la ciudad y J. A veces me tensaba involuntariamente frente a la suciedad y la basura, y me fijaba con más atención que antes en las grietas de las banquetas; en Toronto son todas lisas y aquí él tropezaba con el cemento a cada rato.

Después de los primeros minutos el espíritu respiró profundo nomás, de vuelta en casa. Tacos de aguacate, salsa, la gente entrañable, el centro histórico de noche, silencioso, iluminado, las calles que cargan las sombras de sus siglos y sus pequeñas o grandes revoluciones, nada simétrico ni diseñado cuidadosamente, todo orgánico y caótico, y viejo. Alegre y claroscuro. Rebosante y dramático. Perros de la calle con ojos expresivos, grasa humeando en los puestos de la esquina. Soy otra vez dueña sin reservas de una ventana. Desde la suya me saluda Andrea, y entra a mi casa vestida como brujita de Halloween y se queda muchas horas, riendo explosivamente a la menor provocación, platicando en español con J. que no entiende nada y contesta en inglés. Y luego Michoacán y entonces, por fin, montañas. Nunca me doy cuenta de lo mucho que me consuelan hasta que las tengo enfrente de nuevo. Por fin, un horizonte, una cadena azul, y verde.

Corajes con las noticias en el periódico. Injusticia sin fin, impunidad sin fin, pero los barrios vibran su melodía de todos los días y sobreviven sin aspavientos. Pasa el camión del gas, el camión de las naranjas, el de los fierros viejos; J. les toma video, fascinado, y toma fotos de los tendederos y los techos pelones y sin terminar, atravesados por varillas.

Me gusta estar aquí. Me gusta esta gente, este sentido del humor. Me gusta que en Morelia todavía pueda uno fumar adentro de los bares mientras bebe una cerveza, y que en las esquinas de mi colonia en Pátzcuaro la gente arme fogatas para tomar ponche sin que los multe el gobierno. Me gusta el sol, y la luz, y me gusta mucho la temperatura sin violencia de casi todos los días. Me gusta estar cerca de la gente cercana. Me gusta no tener que extrañar a nadie y poder hablar largamente con los pies recogidos en la silla sorbiendo café, en lugar del zumbido de los teléfonos públicos en Toronto.

No hay nada malo en vivir en otro lado, en todo caso, se alargan y enriquecen las listas de las personas y las imágenes y las atmósferas que nos conmueven y nos resultan cercanas. Es sólo que las raíces pierden un poco de su consistencia sólida, quizás. Vivimos en un estado permanente de nostalgia.

Casi toda la gente que conozco de mi edad está terminando una maestría o algo así, definiendo su vida con trazos cada vez más consistentes. Yo voy exactamente al revés. Me he dedicado concienzudamente a diluirlo todo y ahora, de nuevo, el futuro es una imagen borrosa, blanca. Cierro los ojos y ahí están mis sueños, y mis planes, islas verdes que tiemblan bajo el peso del cielo. Lo que me sorprende cada vez más, es que cada vez tengo menos miedo. Me estoy entregando a la incertidumbre suavemente.

El encanto dulce de las caídas. Plum. Al agua. Y milagrosamente, todo sigue estando bien

martes, 21 de abril de 2009

Así que no hay ensayos ni partitura ni guión ni nada. Estamos desprotegidos frente al espacio inmenso del tiempo que nos resta, un espacio blanco de pura incertidumbre. Alguna vez escribí que quiero llenar ese espacio con dibujos (flores con chapitas, soles sonrientes, abejas gordas, con crayolas de colores), con líneas ligeras y flotantes, y no importa si hay que tachar y rayonear un poco las hojas del tiempo en blanco; los tachones se sienten mejor que los años que transcurren vacíos, con paraguas alejándonos siempre del cielo y de la lluvia.

Chingá.

Esta ciudad hermosa-horrible. Hace unos días fui con mi mejor amiga a ver una exposición de foto, y atravesamos la unidad Nonoalco-Tlatelolco con sus columpios y su tarde de sábado y sus niños en bicicleta para enterarnos del 68 en Praga y los tanques rusos. Atravesamos el memorial del 68 mexicano para llegar al sótano donde se exhibe el 68 checo. Y luego salimos a la luz tibia y los gorriones, un gato blanco entre las ruinas prehispánicas, un servicio religioso casi desierto al interior de las puertas de la Iglesia; construida con las mismas piedras de las pirámides, por las mismas manos morenas. Y era el lugar perfecto para empezar a despedirme de la ciudad. Luz anaranjada y niños pedaleando, la vida dentro de los edificios de departamentos respirando su aire secreto de pan dulce en las mañanas y uniformes escolares. Música tenue desde alguna ventana. La gente acompasada y amable, deteniéndose a comprar nieve de tamarindo. Todas las cicatrices del lugar casi invisibles, por lo menos en el aire enrojecido de esa tarde.

Casi 7 años viviendo en esta ciudad y nunca había caminado realmente por la explanada. Hubo una matanza ahí, cientos de años antes de la otra matanza. Y luego el terremoto del 85, y edificios enteros con todas sus familias colapsando para siempre. Y ahora, aunque sea sólo por ese rato, el cielo ligeramente rosa y palomas, y gente comprando fruta en la tienda de la esquina. Un montón de cicatrices que nadie debe olvidar nunca, por supuesto, pero ahora, un respeto creciente a la forma en que entre los edificios y los jardincitos la vida va de acuerdo a su propia suave música a lo largo de las horas. Después de todo, no somos un pueblo sombrío, aunque no nos faltan razones para ser sombríos (tampoco nos han faltado razones para la suavidad y la alegría).

De ahí nos fuimos al Ollin Kan y escuchamos a una banda balcánica que hizo bailar a todos, entre otras cosas, pero como otro regalo de despedida salió “Nine Rain” a tocar en vivo la música para una película silenciosa, hecha por rusos, acerca de México. Imágenes a blanco y negro, muy bellas, y este país, cruel y dulce. Tan feo y tan bonito.

Yo soy de aquí, pero me estoy yendo. Ya casi parto, con la misma mochila sobre los hombros y ahora otras incertidumbres, más profundas. Ahí voy. Ciega. En el nombre de mi fe en el amor, aunque no sea yo una mujer de fe y certidumbres. Y todas las personas y los espacios que están ahora enraizados en mí, íntimos y profundos, laten con la luminosidad de las despedidas. El amor es J. Amor que tiembla sobre el vacío, no escrito aún sobre el tiempo en blanco. Pero el amor es también todo esto, una geografía bien conocida. Nombres que me hacen encogerme de ternura. Lazos interiores, irrompibles, que van de uno a otro estómago, que conectan glándulas y lagrimales, y retratan largos diálogos, azules. Historia. Esquinas, canciones, que evocan a momentos y personas, eternas, circulares. Una plaza por ejemplo, en la que me senté bajo la lluvia; y en la que me emocioné entre la muchedumbre, en conciertos; y en la que canté himnos, en mítines políticos; y me perdí a medias una madrugada; y en la que me paré desnuda una mañana; y me sentí deslumbrada muchas veces, de muy distintas maneras, de día y de noche, por la belleza de la ciudad, al lado de cómplices que también se deslumbraron. Y por ejemplo, la cocina donde le da por cantar y bailar a mi mamá. Y los cerritos que caminé muchas veces siguiendo la figura alta de mi padre, en Pátzcuaro. Y patios con nísperos o árboles de limón, y geranios en macetas de barro. Una cama individual compartida con mi hermana, mi ángel más cercano. Y el sábado, por ejemplo, una explanada que evoca a un pasado que no fue individualmente mío, pero es mucho más mío y más cercano que el pasado de los que viven en Praga. No debería ser así, y los dos importan lo mismo. Pero la verdad es que me palpitó el pecho cuando vi las fotos con los checos rodeando a los tanques invasores; pero me palpitó más fuerte cuando oí los testimonios sobre la manifestación silenciosa. Las raíces, chingá. Ahí están. Qué bueno. Personas, lugares, que se van conmigo, en mí.

Traigo el boleto de avión en la mano y corro hacia el precipicio resolviendo trámites de última hora, pero no me aguanta siempre la audacia. A veces cierro los ojos y corro. A veces los abro y cuestiono, y siento miedo interminable, y nostalgia triste por todo, desde las hermanas reales y adoptivas, hasta el sonido de mi idioma en mi voz, que en inglés no suena por completo como mi voz. Pero es que así soy yo, ya me conozco, me gusta la vida en papel, en ideas seductoras, en sueños, pero la realidad me sigue dando un chingo de miedo. Ya no hay de otra. Nomás hay que respirar profundo y agarrar la caja de crayolas, y dibujar la primer línea azul, o verde.

viernes, 20 de febrero de 2009

otra oda sin consecuencias

Esta es una de mis oraciones autoflagelatorias: Infinidad de películas que no he visto, infinidad que sólo he visto a la mitad. “Buenos Muchachos”, de Scorsese: sólo vi el principio (mea culpa, otra vez), y lo que más recuerdo es un discurso inaugural de Henry (Ray Liotta) hablando condescendientemente acerca de todos los hombres comunes y corrientes que van a trabajos de 9 a 5 para ser pobres de todos modos. Mejor ser gángster, por supuesto. Por supuesto. Y yo pienso, también, en las vidas de todos los que no eligen tan libremente su destino. La existencia en este mundo jodido está compuesta por tareas más, o menos, jodidas, y es un cliché pero es cierto que para que el poeta asuma su pose reflexiva alguien le sirve el café y le lleva la cuenta hasta su mesa en la terraza y para que el aventurero tome la carretera hace falta el cobrador en la caseta de la autopista, despierto y de pie a las tres de la mañana, dando el cambio correcto con eficiencia. Así que esta ya no es la Grecia clásica pero de todos modos, para que haya filósofos, hay esclavos. Y qué bueno que haya filósofos, y poetas, y aventureros, y cineastas, y científicos, sin ellos esta sociedad acabaría por perder de algún modo su carácter humano. Pero también es cierto que estamos en contra del sistema desde la ventaja que el sistema hizo posible para nosotros. Los esclavos reciben nuestros depósitos bancarios en la ventanilla y recogen nuestra basura y reparan nuestras tuberías congestionadas y ponen productos nuevos en los estantes de las tiendas. Debe ser que he pasado muchos de los últimos meses envuelta en la sinfonía repetida de esos horarios y esas rutinas, iguales siempre, inamovibles. Y con todo mi corazón romántico les digo que la vida está en todos lados y también ahí en las existencias sin romanticismo. La felicidad y la ternura florecen igual en las universidades y en las tienditas de supermercado. La humanidad anda por ahí en todas partes, sufriendo y gozando, con los ojos a veces luminosos y con voces que se dulcifican o se quiebran, debajo de los grandes telescopios y detrás de los mostradores de las papelerías, encima del camión del gas o con el arco del violín entre los dedos. Unos eligen y otros no pueden. A unos se les reconoce y aplaude y los otros son para siempre invisibles, como si para ellos (o para mí, para nosotros) no hubiera trascendencia posible. Yo he resultado bastante apolítica en mi vida y también en mi blog (por falta de generosidad y agallas o por desamparo temprano y generacional), pero con algunas cosas siempre he estado de acuerdo, dan ganas de repetir como un eco algunas de las palabras que se dicen en el sur (...para todos, todo). Pero lo que quiero decir ahora es que nos atraviesan muchos denominadores universales, y que las existencias grises también son luminosas (muchas existencias en muchos lados son, de hecho, majestuosamente claroscuras). Y que hay una dignidad heroica en todos los que mantienen a las ciudades y los campos latiendo desde las orillas más incómodas de todas nuestras injusticias. Yo no peleo por nadie y lo único que aprendo poco a poco y con torpeza es a mirar cada vez más. A todos, en todas partes, y en todas las orillas.

La subsistencia requiere de más fuerza que las vidas desahogadas. Más espina dorsal, más pecho para jalar aire. Y esto debe ser mi romanticismo pero a veces creo que la subsistencia se las arregla para vibrar más libremente y a su manera, y a veces me gustan más las canciones de los esclavos que los conciertos de cámara. Y me gusta más mi mercadito de la Portales que las tiendas desinfectadas y muertas y producidas en serie de lugares como Perisur. Y me gustaron más los bares tristes a donde fui con J. que los cafecitos universitarios del centro de Toronto. Y no es una cuestión de principios sino de inclinaciones particulares: quién sabe por qué, me gusta votar a favor de las periferias.

México. Ruido, tendederos, congestionamiento, música a todo volumen y colonias achaparradas y grises y sin árboles, perros de la calle y puestos de fayuca. Gente que se comunica a chiflidos, gente desmadrosa. La vida en Canadá es más bonita y más limpia pero en México es más heroica. Es así, y es triste (y no), y es así.

miércoles, 9 de julio de 2008

abuelita Isabel



Ayer fue su cumpleaños. Tenía que presumirla, a poco no está guapísima, si parece actriz de cine, nomás. Aquí estamos ella y yo, hace... algún tiempo, frente al lago Arareco, muy cerquita de Creel.

jueves, 22 de mayo de 2008

kitsch

Dice Milan Kundera que todos tenemos una imagen kitsch arraigada consciente o inconscientemente, por más anti-kitsch que seamos. Para mí eso no es problema porque no tengo casi nada de anti-, de hecho, la lista privada de imágenes que reconozco como kitsch es inmensa. Las más poderosas tienen que ver con mi familia. Ni modo, así es.

Una casa sin número en una calle sin pavimento. Árboles de nísperos, gatas grises de ojos amarillos, una chimenea, el sonido del tren, y un tlacuache que vivía en el techo y asustaba a las visitas. Un vocho verde escarabajo. Un portón negro. Una hamaca anaranjada.

Falkor, nuestro primer perro (adoptado de la calle, como todos los que siguieron). El pelo nunca se lo pudimos arreglar, así que del inicio al fin de su vida tuvo rastas que le llegaban hasta el piso y hacían un sonido como de muchas escobillas. Recuerdo mejor de lo que recuerdo un millón de otras cosas el sonido de Falkor al moverse, con sus patas suaves, y las escobillas del pelo barriendo el suelo. Es un sonido que encapsula dulzura sin matices, dulzura limpia y nada más. El rostro era idéntico al del dragón en “historia sin fin”, y el carácter era muy tímido. Pero Falkor era valiente. Fue el protagonista de una pelea con dos bull terriers que llegaron a desafiar el territorio de nuestra casa. Falkor, pequeña masa blanca de rastas, salió disparado a la calle, a defendernos. Se lo estaban madreando, pero en un ataque de coraje que también pasó a los anales legendarios de la familia, nuestra gata gris salió a la batalla. Y entre los dos, expulsaron a los invasores.

Falkor se murió de cáncer y ahora está enterrado en uno de mis territorios kitsch por excelencia, el “estribo chico”, en Pátzcuaro.

Esta es la imagen: es sábado o domingo, y mi hermana y yo caminamos detrás de la figura serena de mi padre, a través de senderos de charanda que nos llevan al bosque. Mi papá es muy alto, y delgado, da pasos rítmicos y largos (nosotras damos pasos cortos y rápidos, para no quedarnos atrás). Usa camisas de franela, a cuadros, botas sencillas de montaña, con agujetas, y jeans. Mi papá muy pocas veces, y sólo por obligación, ha usado corbata. Camina como samurái, se mueve lo indispensable, y casi no hace ruido. Lleva la espalda derecha y los brazos y las manos cerca del cuerpo. No choca, no resbala, no lo rasguñan las ramas. Se mueve con elegancia a través del bosque. En el fondo de todo, el bosque es su medio natural. Puede cortar camino en zonas sin camino y no perderse. Puede caminar por muchas horas, puede subir pendientes pronunciadas sin pausas, sin que se acelere el ritmo suave de su respiración. Vamos en silencio, hablamos y reímos un poco y regresamos al silencio. Yo nunca lo logré, fui y soy una figura desgarbada en el bosque, que resopla, se detiene, se distrae. Pero la misión sería siempre caminar como él, ser una presencia esbelta y sin ruido, que deja al bosque estar presente todo el tiempo.

La imagen del silencio incluye una mirada profunda y dulce. Dudo que se dé cuenta de que a veces se le dulcifica la mirada, porque él sí es una persona anti-kitsch, y tiene el espíritu inteligente y escéptico, y el humor negro y seco. Además, se mira en el espejo sólo lo indispensable para funciones prácticas. Para rasurarse y pasar el peine sobre el cabello mojado dos o tres veces y ya. Los ojos a veces son muy dulces, evidencia de un corazón que no se da cuenta de su propia inmensidad.

Supongo que en el fondo, desde siempre he tratado de caminar igual que él. Una vez comparé nuestras sombras reflejadas en la arena de la playa. Dos siluetas largas, moviéndose con las manos cerca del cuerpo y una ligera inclinación del torso a la derecha, como si camináramos por un desnivel imaginario.

Entre las imágenes que se repiten muchas veces en mis sueños, está la sensación protectora de los árboles.