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miércoles, 14 de diciembre de 2011

flechazo

Antier cumplimos dos años de casados. Fue un aniversario anticlimático, por razones mundanas (tuve un día frustrante en el trabajo, llegué exhausta a la casa en la noche) y por razones personales (que no voy a discutir en este blog). Pero eso importa poco. Lo que importa mucho es que hace dos años (en una boda apresurada que se planeó en dos semanas y que fue la culminación de un periodo en mi vida borroso y veloz y febril) celebramos la promesa de estar juntos hasta estar viejitos, y hoy, todavía sonreímos luminosamente pensando en nuestros cuerpos deshechos por el tiempo asidos firmemente el uno al otro, todavía queremos estar juntos por los siglos de los siglos amén. A veces miro a otras parejas, y todo desde el exterior se adivina estable y fácil y feliz, y me pregunto si mi esposo y yo somos una excepción atribulada a las reglas generales de los buenos matrimonios, o si en el fondo todas las relaciones de pareja son difíciles a su manera, pero nadie quiere admitirlo y todo es una cuestión de grados y matices. El amor que era un sueño tejido ingenuamente en mi cabeza, cuando todo era la silueta de alguien en la prepa y una timidez extraordinaria, no se parece al amor real de ahora. Yo miro a este amor, ahora, sobre todo, con infinita sorpresa. Me sorprende todo lo que ha resistido. Las imágenes que describirían a este amor se parecen a las imágenes que usé alguna vez para describir a mi esposo: boxeador noqueado muchas veces que regresa al round siguiente silbando o sonriendo, sin derrumbe definitivo, sin cicatrices, sin amargura, con inocencia. Llevamos juntos tres años y ninguno ha sido fácil, han transcurrido siempre como en el centro de una tormenta, una serie majestuosa de tormentas, agridulces, amarguísimas, dulcísimas. Tejidas desde más allá de nosotros, desde antes, desde que él era muy joven, tejidas también con la distancia entre dos países distintos y sus fronteras. Pero el amor no sólo está ahí, sino que además sigue siendo transparente, inocente, está entero, no tiene grietas. Nunca nos hemos traicionado, nos comunicamos abiertamente y sin mentiras, iniciamos y terminamos los días en los brazos del otro, inmersos en un mar infinito que sólo es nuestro y que se quiebra una y otra vez con una ternura tempestuosa y profunda y sin fisuras.

Quien haya leído las entradas más antiguas de este blog sabe que el amor ha sido un tema recurrente mucho antes de conocer a mi esposo. Dediqué mucho tiempo en mi vida a soñar despierta con el amor y a reflexionar acerca de su naturaleza. Cada quien elige sus propias redenciones, el tema recurrente de la propia alma, para algunos es la libertad, o la justicia, o la capacidad para crear, o el conocimiento, o la belleza (esto también lo dije antes), y a mí me fascina el amor (este blog ha sido siempre inocentón y cursi), el amor a la gente en general y a un grupo de personas cercanas en particular, y a una sola persona en específico. O sea que desde el principio intuí que mi corazón era fuerte, y resistente, porque aunque seamos inocentones y cursis todos sabemos que el amor se parece mucho a saltar a un desfiladero, y pocas cosas duelen tanto como el corazón cuando se rompe. Así que yo caminaba en el mundo como un velero dispuesto a hundirse por completo, y me preguntaba cómo sería el hombre que me movería a hundirme de una vez por todas, y cuándo lo iba a conocer, y dónde. Y me preguntaba (y todavía me pregunto), si algo parecido a la magia o el destino existe, y teje para nosotros los pequeños accidentes y pormenores que culminan en el amor. A veces, mirando todo hacia atrás, parece que sí, que algún ángel oculto en millones de coincidencias dibujó desde antes de que lo supiéramos nuestra historia. A veces me da por pensar que ese ángel no sólo existe sino que además me ofreció esta historia específica para que yo probara que mi vocación es verdadera y al hacerlo, tuviera la oportunidad de asomarme a toda la magnitud dorada y roja, azul y negra, del amor. Ese es, desde luego, el lado más soñador de mí misma (sin duda el lado dominante de mi vida). Otras veces, me da por pensar en que los ángeles no existen, o si existen, tienen ocupaciones más importantes, lejos de nosotros, lejos de este mundo, y lo que cuenta es que cada quien sepa elegir sabiamente sus batallas, y sepa protegerse, estar a salvo, estar bien.

Antes de regresar a la casa, la noche de nuestro aniversario, una compañera de la chamba me platicó cómo ella y su esposo están buscando una casa nueva, y en su cumpleaños tiene planeado sorprenderlo con una noche en una habitación lujosa en un hotelito cerca de las cataratas del Niágara. Sentí que mi vida estaba a un millón de años luz de esa vida. Pero no importa. Lo que importa es que después de todo, resulta que me siento orgullosa, del corazón de mi esposo, y de mi corazón. No es por presumir, pero son corazones valientes.

Por cierto, estaba releyendo cachitos de este blog, y me encontré con esta entrada - disculparán ustedes la irritante ausencia de eñes y de acentos, pero esas fueron crónicas escritas velozmente desde teclados extranjeros- en la que describo algunas de mis preguntas y obsesiones recurrentes, justo cuando decidí quedarme un mes extra en Toronto. Esa decisión fue el comienzo de la historia, entre J. y yo.  Viéndolo todo retrospectivamente, dan ganas de creer en ese ángel silencioso.




martes, 27 de septiembre de 2011

antes de que el río se congele

Palabras repetitivas en este blog: la felicidad es una manera de estar despiertos, y su antítesis es el adormecimiento. Mi compás íntimo para la salud existencial son los momentos cotidianos de lucidez y de contacto, las imágenes y las sensaciones que adquieren claridad y permanencia para transformarse luego en un recuerdo; porque usamos la memoria para recortar con márgenes claros los fragmentos de realidad que nos importan de entre todos aquellos que pueden simplemente diluirse, y desaparecer para siempre. Si mi cotidianidad alcanza para conmoverme, sé que pese a los raspones o los descalabros, en el fondo estoy bien. Si pasan las semanas diluyéndose en una sola masa sin contornos definibles, si no hay todos los días momentos lúcidos que valga la pena recortar para volverlos permanentes, entonces algo anda mal. Y no es que las cosas anden mal, ahora, ni que mi memoria haya dejado de generar recuerdos; hay todavía hermosos instantes que merecen celebrarse. Pero en general, han aumentado mis niveles diarios de somnolencia, y se dispara entonces la señal de alarma. No es que la vida sea unas veces buena y otras veces mala, es que a veces es clara y a veces es borrosa, a veces vivimos en una vida de dimensiones cinematográficas, y a veces la vida nos pasa desde lejos, como la luz de la tele mientras nos vamos quedando dormidos. Me acuerdo de algo que escribí en este blog mientras mi esposo y yo vivíamos separados por la burocracia migratoria: mi cumbre para el amor no necesita el dramatismo romántico de las novelas (a pesar de mi naturaleza, que se pinta solita para sueños de esa especie), mi cumbre es mucho más cotidiana; oírlo cantar en la regadera, pegar un botón, compartir la cama, despertar a su lado. Es ese pequeño tejido de luces y momentos lo que enriquece ahora mi vida de todos los días, en una ciudad que en muchos sentidos sigue siendo un lugar extraño. Nuestra relación ha pasado por obstáculos enormes pero al final de cada túnel palpita siempre el mismo amor, el mismo amor con la misma fuerza. Esa es ahora mi fortuna. Pero aunque mi felicidad (esa manera de estar despierta) se alimenta sin duda del amor, necesita también de resortes internos para abrir los ojos al mundo, abrirlos casi dolorosamente, proyectando en pantallas gigantescas las imágenes que me sacuden y me atan al presente. Lo que me enciende, lo que me mueve a abrir ojos deslumbrados, es una sensación cotidiana de sentido, una conexión profunda con el mundo. Creo que ahí está la raíz para esta somnolencia. Tengo un trabajo que no está del todo bien o del todo mal, que a veces sufro y a veces disfruto, y eso me mantiene en piloto automático de supervivencia, pero no me acerca a la vida. Los lugares nuevos requieren de muchísima energía, nada está dado de antemano, hay que pelear por todo, construir todo desde los cimientos, batalla tras batalla. Y qué manía la que me cargo, saltando a lo kamikaze, empezando y volviendo a empezar, sin planes definidos ni proyectos a largo plazo, estrellándome de golpe en realidades para las que nunca estoy lista.


Otra metáfora interna para medir mi propia felicidad: extender las alas, no necesariamente a través del mundo, sino a través del tiempo. Extender las alas, por ejemplo, a través de un solo minuto irrenunciable. Todavía, a veces, extiendo mis alas. Por primera vez en mi vida soy dueña sin reservas de una bicicleta. Con ella, cuando hay tiempo libre, puedo ir a los parques. Aquí, los parques son como lagunas en las que uno puede sumergirse, y todos tienen caminitos especiales para echar a volar la bicicleta. Por fragmentos en medio de la ruta es posible estar en el bosque, por ejemplo, al lado de un rio, y nada más. Entonces, no hace falta nada, y todo está bien. Además, vivo al lado de un hombre delgado, (esto también lo escribí ya hace tiempo)  los huesos de su espalda  me recuerdan a las vértebras de un ave, y estar a su lado, bajo la luz azul del departamento diminuto donde vivimos, o bajo la luz roja y dorada del mundo, todos los días, es otra manera de extender las alas. Así que la vida sigue aquí, palpitando con fuerza, invitándonos a que le demos largas mordidas.

Encontré este poema en un cartel del metro:

Spring Forward, Fall Back

Troy Jollimore

In November the hours are slower:


winding-down weather, the fresh lather


of a first snow. The winter,


with its months of hospital afternoons


waits huddled just over the border.


And ice will make all the distances


that much further. Speak now, kiss now


before the river freezes altogether.

No es Noviembre, sino apenas el final de Septiembre, pero de cualquier forma, no falta mucho tiempo para que este lado del mundo se congele y sin duda, no queda de otra más que aceptar la generosidad del presente, y ser felices, ahora.

domingo, 31 de julio de 2011

Algunos (la mayoría) pertenecen al mundo, y a favor de algunas cosas y puede ser que en contra de muchas otras, forman parte, sin mayores tristezas ni grandes desmoronamientos, parecidos a una gota de agua que se disuelve suavemente en el agua.


Otros no pueden, oscura o claramente el mundo les duele y no son capaces de formar parte sin que algo al mismo tiempo se derrumbe. Son piedras que caen sin remedio hasta el fondo, son superficies afiladas cortando el contorno de las cosas. Se hunden, está claro que se hunden, y yo sé por qué, y los entiendo. De todos los seres humanos que respiran en el planeta, son ellos, los de las orillas, los adictos, los encarcelados, los que no saben cómo adaptarse a la superficie blanda de todas las rutinas, los que se vuelven locos, los que piensan en la muerte, los que están infinitamente tristes, ellos, son los que más quiero, los que más me gustan. No me pregunten por qué. Así es. Mi corazón late por casi todos, y más por ellos. A lo mejor algunas de las almas más grandes son también las más tristes. No puede haber conciencia sin profundo embelesamiento, sin temblor en los dedos, y tampoco puede haber conciencia sin alguna forma de tristeza.

Desde esa otra orilla, desde algún descenso, alguna fractura, cuartos que se desbaratan, colchones sobre el suelo, ellos también (a veces) miran al mundo con deseo y con nostalgia. Y piensan, quizás, en los sueños pequeñitos que casi todos soñamos: una casa iluminada y un árbol, el amor, o las manos perfectas de un bebé.

Yo también, desde luego, atesoro a veces esos sueños pequeñitos. No quiero olvidar sin embargo que la realidad es mucho más que el molde en el que calzan los viajes circulares del reloj.

jueves, 16 de junio de 2011

Visions of J...

Hace mucho que no escribo, me he desconectado paulatinamente de todas las personas que están lejos, y a las que quiero. Todos los días pienso en las cartas que deseo escribir y los paquetes que me gustaría enviar. Tengo un par de dibujos, por ejemplo, uno para Chihuahua y otro para la Colonia Doctores en el DeEfe; un par de aretes con destinatario en Calgary; una dirección en Morelia a donde puedo mandar postales para mis alumnos (sus fotos me sonríen todos los días desde la pared). No tengo energía, a veces, para mandar noticias telegráficas anunciando que estoy bien, aún viva, para responder a los mails de personas queridas o usar los breves caracteres del facebook, mucho menos para escribir crónicas detalladas de mi vida canadiense. No es que no tenga tiempo (aunque muchas veces no tengo tiempo), lo que me ocurre es una oscura especie de cansancio a consecuencia de estirar y comprimir el corazón en exceso. El corazón, pobre globito metafórico, se infla insensatamente de esperanza, y todo está maravillosamente bien por unas horas o por unos días, soy una esfera roja encima del mundo hasta que, irremediable, llega el derrumbe, que no es como el cadencioso descenso de un globo, sino como el resquebrajamiento de una ciudad entera, gritos atrapados para siempre entre las piedras de los edificios, pesos infinitos aplastando la espalda. No puedo jugar a flotar y derrumbarme sin acabar de alguna forma deshecha, simplemente adolorida. Llorar es como abrir una fuente, así que parpadeo rápidamente y con fuerza para alejar las avalanchas. El corazón se queja y se endurece, así que trato de meterlo en formol, por un rato.


No sé si alguna vez me he animado a vivir sin esperanza. A lo mejor nunca, mi naturaleza es romántica, siempre he soñado en exceso. Pero ya no tengo la fuerza de siempre para aventurarme a creer, a sentir fe. Me queda eso sí el amor, y es todavía un amor muy grande.

Visions of Johana, de Bob Dylan, es una de mis canciones favoritas (de todos los tiempos). Hay una frase que me hace pensar siempre en mi esposo: The ghost of electricity howls in the bones of her  his face. Innumerables veces he mirado a J., y los poderosos fantasmas eléctricos que aúllan en los huesos de su rostro. Se encienden, casi siempre, por razones pequeñas: hace calor, está lista la cena, hay un mapache tras la puerta de la cocina, despiertan los primeros insectos o florecen los primeros árboles después del invierno. Se encienden y aúllan desde su rostro cada vez que aprende algo nuevo, y se encienden cuando su sentido del humor también se ilumina. Los espectros de electricidad pocas veces duermen, y el rostro de mi esposo aúlla desde el interior de sí mismo con una violencia dulce, casi todo el tiempo. Creo que nunca he mirado realmente la oscuridad de J., porque desde el primer día y desde nuestra primer conversación lo que me deslumbró fue su limpieza, una claridad que sólo se hizo más sonora cuando supe las tormentas que ha sobrevivido; él debería exhibir cicatrices amargas, banderas negras, dientes afilados, en lugar de eso en su rostro los fantasmas de electricidad aúllan con la honestidad de los niños (niños salvajes) por un montón de milagros que la mayoría pasa de largo. Así que (ay, romántica de mí) me enamoré de esa luz acentuada por una oscuridad que no lo corrompió ni lo deshizo, me enamoré de todo lo que en él está completo, sin fisuras. Pero todos llevamos nubes, cargadas de agua y relámpagos, que se estiran y encogen entre las membranas del corazón y los pulmones. Las de mi marido son descomunales, y su corazón, su corazón hermoso, su corazón aún sutil y frágil y valiente, las ha resistido, todas. Nos ha llegado la hora, sin embargo. Las pesadillas, los dientes afilados de todas las pesadillas se alinean ahora bajo el párpado cansado. Hay que enfrentar la oscuridad, ahora, y dejar que llueva.

domingo, 6 de febrero de 2011

lotería

De todas las magias que con discreción nos acompañan todos los días, de todos nuestros breves asombros, nada es tan deslumbrante para mí como el poder de las casualidades. Todas las cosas que deben ocurrir, y que deben dejar de ocurrir, para que se dibuje el contorno de nuestra historia. Impulsos infinitesimales, décimas de segundo en las que todo cambia para siempre, y vuelve a cambiar para siempre, y cambia para siempre otra vez. Somos la suma de una serie de accidentes de una fragilidad casi aterradora. [¿O será al revés? ¿Existen los accidentes para corregir los impulsos que nos lanzan a una historia que no es la nuestra?] Hay muchas cosas que no me gustan de mi pasado. Pero no cambiaría ni una sola, no porque carezca de arrepentimientos (me arrepiento de muchísimas cosas), sino porque alterar la trama minuciosa de ese conjunto de casualidades me enviaría lejos, para siempre, sin remedio, de mi esposo. Y no sé si somos “el uno para el otro”, no sé si seremos “felices para siempre”, no sé si exista algo así como la media naranja, una sola media naranja que nos complete, me inclino a pensar por el contrario  que existen en el mundo muchas personas con las que nos sería posible tejer historias significativas, y que incluso el instante mismo en que el amor inicia su viaje hacia la superficie es la consecuencia de accidentes microscópicos.  ¿Pero, quién iba a pelear por él, saltar en su defensa, y quién me iba a proteger, si no nos hubiéramos conocido? ¿Habríamos encontrado consuelo de todos modos? … Cuando me imagino esas historias posibles que ya no nacieron, historias en las que no está él sino alguien más, siempre las imagino cubiertas por una sombra de desamparo. El amor, este amor específico, esta historia de amor, este accidente cuidadosamente construido con años de otros accidentes, parece tan insustituible, tan irrenunciable, como el rostro de un hijo.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El amor, versión original

Estaba pensando en el fragmento de la novela que usé en el post anterior, y si lo había recordado fielmente. Al leerlo de nuevo me di cuenta de que no le hice justicia, así que aquí van las palabras originales del autor.



Estaba tan excitado que se incorporó en la cama. Teresa respiraba profundamente a su lado. Pensaba que la muchacha del sueño no se parecía a ninguna de las mujeres que jamás había visto. La muchacha que le había parecido íntimamente conocida era precisamente una completa desconocida. Pero era precisamente la que siempre había anhelado. Si existe para él algún paraíso personal, en ese paraíso tendría que vivir con ella. Esa mujer del sueño es el «es muss sein!» de su amor. Recordó el conocido mito de El banquete de Platón: los humanos eran antes hermafroditas y Dios los dividió en dos mitades que desde entonces vagan por el mundo y se buscan. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.


Admitimos que eso es así; que cada uno de nosotros tiene en algún lugar del mundo a su mitad, con la que una vez formó un solo cuerpo. La otra mitad de Tomás era la muchacha con la que había soñado. Lo que sucede es que el hombre no encuentra a la otra mitad de sí mismo. En su lugar le envían, en un cesto aguas abajo, a Teresa. ¿Pero qué sucede si se encuentra realmente con la mujer que le corresponde, con la otra mitad de sí mismo? ¿A quién dará prioridad? ¿A la mujer del cesto o a la mujer del mito de Platón?



Se imaginó que estaba viviendo en un mundo ideal con la muchacha del sueño. Junto a las ventanas abiertas de su residencia pasa Teresa. Está sola, se detiene en medio de la acera y desde allí lo mira, con una mirada de infinita tristeza. Y él no soporta aquella mirada. ¡Siente otra vez el dolor de ella en su propio corazón! Está otra vez en poder de la compasión y se hunde en el alma de ella. Atraviesa de un salto la ventana. Pero ella le dice amargamente que se quede allí donde se siente feliz y hace aquellos gestos bruscos y crispados que le disgustaban en ella y que siempre le habían molestado. Coge aquellas manos nerviosas y las estrecha entre las suyas para calmarlas. Y sabe que abandonaría en cualquier momento la casa de su felicidad, que abandonaría en cualquier momento su paraíso en el que vive con la muchacha del sueño, que traicionaría el «es muss sein!» de su amor para irse con Teresa, la mujer nacida de seis ridículas casualidades.



Seguía incorporado en la cama y miraba a la mujer que yacía a su lado y apretaba en sueños su mano. Sentía hacia ella un amor indescriptible. Ella debía tener en aquel momento un sueño muy frágil porque abrió los ojos y lo miró con asombro.




— ¿Qué miras? —preguntó ella.




Sabía que no debía despertarla, que tenía que hacer que volviese a dormirse; por eso trató de responder de tal modo que sus palabras creasen en su mente la imagen de un nuevo sueño.




— Miro las estrellas —dijo.




— No mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.




— Porque estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros —respondió Tomás.




— Ah, en un avión —dijo Teresa.



Apretó aún más la mano de Tomás y volvió a dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa estaba mirando por la ventana redonda de un avión que vuela muy por encima de las estrellas
 
 


Milán Kundera, en La Insoportable Levedad del Ser

martes, 31 de agosto de 2010

Otro post en mal inglés

My English skills are much worse than my Spanish ones, but I felt like writing something my husband could understand, so please, bear with me.


Milan Kundera, a writer I’ve quoted far too many times, describes in The Unbearable Lightness of Being (a book I’ve read excessively) peculiar characters with peculiar takes on love. Despite I don’t like the relationship between Tomas and Teresa, I like the way Kundera describes their love sometimes. In some part of the book, Tomas dreams that he is sitting next to a beautiful naked woman. He knows that she is the woman perfect for him, something like his soul mate. In front of them there’s a window facing the street, through the window he sees Teresa crying. He knows, without any threat of doubt that he will jump through the window, abandoning the perfect woman to be with the woman he loves.

That’s love for me. I would jump too, through the window, any window, and all the windows.

sábado, 7 de agosto de 2010

A post written in bad English, meant for my husband.

You are everything which is stroke by the wind

where the water brakes, where salt is amassed

but you never brake you are sweet

you fly, and you carry the sky     on your back.

You remind me of an ash’s seed,

in a sharp winter, in a cement crack

which springs a tender arm

and spreads out beauty

into gray, blind

nights.

domingo, 4 de julio de 2010

íntimo compás existencial

No es lo mismo ver todos los días la ciudad donde crecimos, por ejemplo, con su polvo, con el ruido de sus coches, sus tinacos y sus tendereros, que verla a través de la distancia. La memoria lo ilumina todo subjetivamente, y recordamos, más bien, la luz roja de una tarde sobre edificios viejos, madrugadas veloces, jacarandas en flor, rostros queridos. Conforme pasa el tiempo sobre nuestros recuerdos, los editamos delicadamente, sin darnos cuenta. Lo que pasa con la distancia es que enciende las cosas. Así ocurre con todo. No recuerdas los días en que no hay agua en el edificio, recuerdas la risa de tu vecina, una niña espléndida, y cuando piensas en ella, no la recuerdas cuando tenías mucha tarea y ella te interrumpía todo el tiempo, la recuerdas haciendo caras chistosas para que le tomes fotos. Así es nuestra naturaleza, los cristales de la ventana a veces son azules (a veces grises) a veces dorados. A mí, casi siempre, me gustan esas distorsiones. El amor es la más dulce de todas. Otros ven a un hombre de cabello oscuro, o una pelirroja, gracioso, o risueña, que trae el cabello revuelto, o jeans desgastados, pero tú ves en él, o en ella, por encima de todo, poesía. Si miráramos al mundo con frialdad matemática se nos escaparía una parte de su belleza.


Está también aquello que dijo Thoreau: “Rather than love, than money, than faith, than fame, than fairness… give me the truth” – no he leído a Thoreau, pero recuerdo la frase porque aparece en “Into the wild”, una película que adoro. Ahora, pensando en el significado de la verdad, me pregunto, por ejemplo, si el amor la descubre, o la disfraza. Como estoy enamorada, me respondo que la descubre. Me acuerdo, entonces, de una escena en “Belleza Americana”, Ricky (un personaje que también adoro) filma una bolsa de plástico que baila con el viento. La frialdad matemática diría: esa es una bolsa de plástico que empuja el viento. Ricky (el delicioso Wes Bentley), dice: eso es lo más hermoso que he filmado en mi vida. Y yo, romántica incorregible, le doy la razón a Ricky, y creo que la verdad está de su lado. Ricky dice: “sometimes there’s so much beauty in the world I feel like I can’t take it, like my heart is going to cave in”. Eso le ha de pasar a los que se enamoran, y también a los astrónomos bajo sus telescopios, o los químicos sobre sus microscopios, a los que escalan montañas, y a los que caminan por callejoncitos. Según yo, la verdad no es una deconstrucción indiferente, sino un descubrimiento que conmueve.

Ahora, la imagen, la voz de J., encendidas por el amor y además por la distancia, me traen todo el tiempo dulcemente oprimida. Me llama todos los días, incluso varias veces al día, y cada vez que suena el teléfono, sin excepciones, se me acelera el pecho, parezco adolescente. No cabe duda que los sentimientos son una luz intensa, lo que sentimos se proyecta sobre nuestras imágenes ampliándolas, cinematográficamente. Todo el mundo sabe que los sentimientos “nublan la razón”, y por algo son famosas frases como “ojos de mamá cuervito”, o “el amor es ciego”. Estoy consciente de que este enamoramiento cinematográfico de ahora, irá pasando con los años a algo mucho más cotidiano y mucho menos dramático. Y mi esperanza es que también entonces, todos los días, la verdad que descubrí en él me siga conmoviendo, llenando mi pecho hasta el tope, y que entonces como ahora, yo ande por ahí en todas partes, dulcemente oprimida.

Esas opresiones dulces, de hecho, son mi compás existencial. No sólo tienen que ver con el amor. Siempre y cuando pueda conmoverme, todavía, por una conexión con alguien, por un cachito de bosque o un edificio viejo, por un libro, o una película, por el enfrentamiento de algún David contra algún Goliat en el mundo, por la figura de la camioneta destartalada que pasa a vender pan todas las tardes, o por una canción que me gusta, sé que en el fondo, estoy bien.

sábado, 5 de junio de 2010

la cumbre del amor

Alguien que conozco dijo que en la vida uno puede ser muchas cosas, pero ser víctima, eso sí qué hueva. Cada vez que siento las olas de lo que parece un océano de tristeza quebrándose en mi pecho o detrás de mis globos oculares, recuerdo que ser víctima da mucha hueva. Ser autocompasiva, qué hueva. Tejer una letanía de quejas, qué hueva. Ser víctima en público, ante lectores más o menos anónimos, qué hueva. Pero sí. Hace casi cinco meses que no veo a mi marido, y extrañarlo es una tarea exhaustiva, que dura todo el día, todos los días, y no tiene fin, ningún fin claro y definido a la distancia, y cada vez que hacemos la cuenta parece que le debemos más tiempo a la burocracia migratoria de lo que creíamos, y el estómago se me cae hasta las rodillas y luego se me desploma otra vez. Y hay momentos, hoy, y ayer, por ejemplo, en que de veras no me queda energía para nada más y todo lo que quiero es acurrucarme un rato bajo las cobijas, como víctima apropiada de mis circunstancias. Y eso que si de algo he pecado en mi vida es de romántica-optimista, y podría decir por ejemplo que estamos creando la expectación perfecta para la más larga y deliciosa de las lunas de miel, una vez que tengamos derecho a hacer nuestra vida juntos. Voy a apreciar todo, todos los detalles diminutos, todas las pequeñas irritaciones. Porque extraño todo. La distancia ha coloreado todo intensamente. Alguna médula en el hueso del fémur o la pelvis o el omóplato, alguna parte inconfesable de mi cuerpo creyó desde el principio que el amor debía ser un poquito como ahora, un poquito de Cumbres Borrascosas, un poquito de Por quien doblan las campanas, y tres días rojos, sólo tres para siempre, para el guerrillero y su mujer. Alguna de mis partes más ingenuas sonrió, hace mucho tiempo, pensando en heroínas y héroes apasionados, cabalgando por campiñas inglesas, o España durante la guerra civil, y que se mueva la tierra cuando haces el amor con alguien que puede morir al día siguiente. Aunque creo todavía que esa intensidad y ese drama aparecen una y otra vez en un sinnúmero de historias reales, mi vocación amorosa está sin duda en otro lado. Yo lo que quiero, con toda el alma, es cotidianidad sin adornos. Cocinar la cena, masajear la espalda adolorida, remendar calcetines, ver películas viejas en la tele, oírlo silbar sin descanso, oírlo cantar en la regadera. Ésa, damas y caballeros, es la cumbre del amor, y todos estos meses intensos y dramáticos, son sólo su preludio.

viernes, 5 de marzo de 2010

Vivimos realidades paralelas. No puedo dejar de pensar en eso. Cuando tengo calor y salgo sin chamarra, a él se le moja el pie por un hoyito en su zapato mientras atraviesa una ciudad blanca, endurecida por el invierno. Cuando me siento sofocada y me muevo con lentitud a través de masas de gente, él camina con sus zancadas características a través de una calle desierta y bajo cero. Cuando me encojo entre las cobijas él fuma a la intemperie, bocanadas breves. Cuando me tiendo con languidez él se mueve nerviosamente haciendo recorridos circulares por su departamento. Mientras me recojo el cabello él se deja crecer la barba, y no podemos mirar nuestras metamorfosis en el espejo cotidiano del otro.

Cuando sueño despierta, cuando me gana la risa, cuando leo, cuando voy a bailar, cuando veo el bistec a la mexicana en el menú de cualquier restaurante, cuando miro juguetes pequeños, cuando me voy a la cama, cuando escucho a The Velvet Underground o The Clash o Burning Speer o una canción vieja de Bob Marley, cuando me arrullo con el resplandor azul de la tele, cuando hago buches con el enjuague bucal, cuando me tropiezo con las grietas en el suelo... siento un agudo dolor en un espacio vago del cuerpo, y me pregunto qué hace él, y me imagino sus gestos, y me pregunto si está bien, y cierro los ojos con ganas de un ángel, que se asegure, de que él esté bien, y siga estando bien, siempre. Y éste es un fervor distinto. No viene de una honda y humilde expansión en el pecho, sino de ese dolor agudo, que se clava brevemente quién sabe dónde, que me recuerda al miedo. A todos nos educan para saber de antemano que el amor no es miedo, sino entrega confiada, y fe resplandeciente en la persona que amamos. Pero el amor también está hecho de miedo. A todos los azares, al sufrimiento del otro. El amor también es cerrar los ojos con fuerza, y desear un ángel, pedirle a un ángel que lo cuide, Dios mío, si existe Dios, por favor por favor por favor que lo cuide, que le acaricie la cabeza, que le sople dulzura en el pecho, todas las mañanas, todas las noches, que lo proteja, que lo consuele, siempre, invisible, tierno, a su lado, fiel, inseparable, así como debería estar yo a su lado, ahora mismo por ejemplo, mientras escribo esto porque necesitaba escribirlo y sé de antemano que voy a tener insomnio también esta noche, y él duerme quizás oyendo de lejos a Los Simpsons, en su colchón de siempre, sobre el suelo.

sábado, 13 de febrero de 2010

Si nos pusiéramos dramáticos (y eso a mí nunca me ha costado trabajo), y si además nos pusiéramos románticos (y me pinto solita para eso), y si tendiéramos ligeramente a la exageración de las cosas (pero sólo ligeramente), podríamos decir que él es mi Romeo, y yo, por supuesto, su Julieta. Que los Montesco son los países del primer mundo, los que se pueden dar el lujo de ser "receptores" de inmigrantes, y los Capuleto son los países del tercer mundo, a donde la gente no llega, sino desde donde la gente se va. Los dos grupos de personas, no es que se odien a muerte (más bien sucede a veces que no se odian en absoluto), pero no se supone que deban mezclarse. Por lo menos, eso dicen los Montesco. No se trata de una guerra declarada abiertamente, pero es, de todos modos, una guerra. La abogada se lo explicó claramente a J: si yo tuviera un pasaporte europeo, o gringo, las cosas avanzarían con gran rapidez y sin mayores contratiempos. Pero mi pasaporte es mexicano, estoy marcada irremediablemente con la marca de los Capuleto, los subdesarrollados del mundo, y eso me hace culpable de varios crímenes hasta que se demuestre lo contrario: que me caso por interés con un canadiense sólo para obtener la ciudadanía de un país que desde mi territorio violento y empobrecido se debe ver más o menos como el equivalente al paraíso, que sólo quiero abusar del gobierno para alimentarme del welfare, que llego como parásito de última calidad a contaminar un país de gente trabajadora y gracias a eso, próspera. Lo que se trasluce detrás de los argumentos y sobre todo detrás de las políticas migratorias es el convencimiento de que la gente ha de ser pobre porque no trabaja. La gente pobre ha de traer encima algún defecto cultural o congénito, y hay que escanearla cuidadosamente antes de permitirle franquear fronteras: que demuestre con pelos y señales qué ha hecho en los últimos diez años de su vida, que muestre todas sus credenciales, que no tenga antecedentes sospechosos, que no le duela ni una muela, que muestre su cartilla con todas las vacunas que ha tomado para protegerse de la pobreza, esa pandemia. Y que se inmole, frente a nosotros, por lo menos un poquito, que llore un poquito, que suplique un poquito. Que no se le ocurra opinar, decir por ejemplo que el proceso le parece injusto y desde cuando a acá las familias no tienen el derecho inalienable a estar juntas, porque entonces le ponemos un tache al expediente y lo mandamos de regreso al fondo de la torre interminable de carpetas. ¿Es usted Capuleto? Entonces entienda claramente que esta es nuestra fiesta, y usted no está invitado. Usted no tiene derecho a franquear las puertas de esta casa ni siquiera disfrazado, si usted quiere intentar la peligrosa alquimia que pretende transformar su devaluado plomo por nuestro brillante oro, entonces entienda de una vez que no tiene derecho a hacerlo, el amor no lo redime ante nosotros, hínquese, pague sus cuotas, llene todos los espacios en blanco de los cuestionarios, calladito se ve más bonito, y dentro de uno o dos años, si lo encontramos libre de toda culpa, si nos demuestra que es Capuleto más por accidente geográfico que por vocación verdadera, entonces lo dejamos entrar. Después de todo, somos buenas personas.

Que conste que no hablo de los canadienses, sino de su gobierno. Si algo me gustó de Toronto es la forma en que la gente no alzaba las cejas cuando me oía platicar en español, porque el de al lado platica en mandarín, y el de más allá en punjabi. Nunca me sentí extraña, en una ciudad tejida con extraños de todas partes. De hecho, lo que recuerdo son actos de una amabilidad deslumbrante ejecutados por extraños, hacia la extraña que era yo, en las calles, en los autobuses, en los pequeños supermercados.

En realidad, lo que está jodido no es ni siquiera el gobierno canadiense, sino el mundo.

Como explica Zygmunt Bauman (a quien he leído casi obsesivamente en las últimas semanas), el mundo está dividido por la movilidad. Los ricos tienen derecho a moverse, sin interrogatorios de por medio, a través de todas las fronteras y todas las aduanas. Tienen derecho a abrir compañías en países del tercer mundo para pagar salarios ínfimos y contaminar sin obstáculos legales los lagos o el subsuelo; si los trabajadores encuentran el trato injusto y se alebrestan, si el terreno ha sido explotado y contaminado más allá de todo remedio, entonces los ricos del mundo tienen derecho a recoger sus cachivaches e instalarse en algún otro país todavía más pobre y todavía menos regulado. Los pobres, están condenados a quedarse, junto al lago contaminado, bebiendo el agua infecta, y sin empleo.

Los pobres no tienen derecho a la alquimia que los transforme en habitantes de otros mundos (si nacieron en el tercero, en el tercero habrán de morir). Pueden intentarlo si pagan el precio incalculable de la ilegalidad. Puede ser que se mueran en el intento, mientras cruzan una frontera cada vez más vigilada. Puede ser que no vean a sus seres queridos hasta dentro de una o dos décadas. Puede ser que no los vuelvan a ver.

Mis encuentros dramáticos con esa realidad no fueron en Canadá, sino en los municipios de Pátzcuaro, Tiquicheo, Tzitzio, en Michoacán. Una vez, cuando era maestrita de primaria en "Las Palmitas", me tocó caminar detrás de un hombre que se iba despidiendo de todos, cargando una mochila y una chamarra azul, ya de camino al otro lado. La gente le estrechaba la mano y le decía que le vaya bien, y él respondía, Dios lo escuche, con una voz oscurecida por la incertidumbre y por una esperanza kamikaze. Cada apretón de manos y cada despedida estaban cargados con la solemnidad de los gestos que ocurren, por ejemplo, bajo el techo sagrado de una iglesia. En el interior de una casa de madera, a las faldas de una montaña todavía profundamente verde, una mujer lloraba de angustia. Mientras fui maestra rural, me encontré con muchas mujeres así, que lloraban frente a mí porque no sabían si sus maridos o sus hijos iban a cruzar, o regresar, algún día. Es que "ahora les disparan como si fueran venados", me decían, en tiempos anteriores al 11 de septiembre, y el muro fronterizo. Una de ellas me explicó con la voz hecha pedacitos que habían metido a su hijo a la cárcel en Estados Unidos, y que le llegaban cartas de él, pero que a él las cartas de ella no le llegaban, y no tenía forma de decirle que ahí seguía, al pendiente, queriéndolo.

Llevo menos de un mes lejos de J, y ya me encuentro desmadejada por el insomnio. Es que, la mera verdad, para la gente medianamente normal y medianamente egoísta, como yo, las tragedias ajenas siguen siendo ajenas hasta que nos tocan, aunque sea tangencialmente. Tenía que enamorarme de un canadiense y cometer el error de casarme con él en México, para entender todo el peso de las fronteras que nos dividen en buenos y malos, Montesco y Capuleto, ricos y pobres, deseables o indeseables. Tenía que enfrentarme con incredulidad absoluta a que me dijeran, usted no tiene derecho a visitar a su esposo, hasta que le demos la residencia, si es que se la damos. Le dicen lo mismo a las madres que tienen a sus hijos pequeños en otro país, y a los hijos que quieren llevar a Canadá a madres o padres ancianos y débiles, y si se les mueren en el camino de la espera, pues ya ni modo. Si son Capuleto, por supuesto, si vienen de países como Ecuador o Polonia. Si son Montesco, si vienen de Inglaterra o Francia, entonces es probable que ni siquiera necesiten una visa para entrar al país. Cada quien carga con la marca imborrable de su apellido, expuesto ahí, claramente, en el color de su pasaporte.

Por eso es que ahora, en un blog dedicado a los tropiezos románticos de una mujer que tiende a soñar en exceso, aparecen por primera vez (y demasiado tarde) palabras como ricos, y pobres, al más puro estilo chairo. Lo que hay debajo no es compromiso político, ni siquiera ideología. Sino una realidad que duele porque de pronto, sin que uno lo creyera posible, se hizo cercana.

J me telefoneó hace rato, para explicarme los resultados de su entrevista con una abogada experta en asuntos migratorios. Resulta que no tengo derecho a visitarlo, ni por razones humanitarias, porque el amor no es una razón humanitaria de peso. Pero él sí tiene derecho a venir para acá. Y él, sin dudarlo, se viene para acá, conmigo, a México. Después de todo, él es mi Romeo, no faltaba más. Esperemos sólamente que el símil termine antes del desenlace trágico propuesto por Shakespeare.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Nos casamos con increíble ingenuidad. Hasta ahora voy aquilatando lo estúpidos que fuimos. Pensamos que estar casados nos daba el derecho a estar juntos (¿no es para estar juntos que la gente se casa?). Pues no. Para el gobierno canadiense, no. El proceso para obtener la residencia tarda entre año y medio y dos años. Yo pensé que podía decirles: estoy casada, quiero tramitar la residencia, y quiero estar con mi esposo mientras el trámite concluye. Pues no. Hasta entonces, tengo que quedarme en el país, y él tiene que estar en Canadá, probándole a su gobierno que trabaja y puede mantenerme. O sea que tampoco tenemos derecho a estar juntos en México. Yo ya sabía, porque todo el mundo sabe, que oficiales gubernamentales nos iban a entrevistar innumerables veces para asegurarse de que nuestro matrimonio es real y no un arreglo por conveniencia, sabía que iban a meter su nariz hasta los últimos rincones de nuestra vida privada, y la idea nunca me hizo feliz pero entendí que era una manera de asegurarse de que no haya fraude, porque los fraudes son comunes.

Esto no lo entiendo. Me parece tortura emocional sin sentido. El gobierno canadiense no gana nada manteniéndonos separados, y mientras tanto, nosotros perdemos un chingo. J. habló con gente de una ong que ofrece asesoría gratuita (porque además, no tenemos dinero para abogados ni nada parecido), y le dijeron que mi opción más factible era pedir el derecho a visitarlo por razones humanitarias. Si me encuentro con alguien compasivo, me dan el permiso, si se levantó de malas esa mañana, estamos jodidos, y no nos queda de otra más que apretar los dientes. Si me dan el permiso, puedo estar con él por algo así como dos meses, los restantes 8 o 12 o 15 meses, los tengo que apechugar de nuevo lejos de mi marido. Así como usted hay millones, usted nomás sea paciente, es un proceso frustrante. Eso le dijeron.

Si no estuviéramos casados, tendríamos más posibilidades de estar juntos.

Yo ni siquiera quiero ser residente. Yo no quería vivir en Canadá. A mí me gusta mucho México. Así, jodido, país de la periferia, del tercer mundo. Yo lo único que quería, desde el principio, era estar con mi esposo.

Tengo insomnio desde que se fue. No puedo dormir sin sentir su cuerpo a mi lado.

viernes, 15 de enero de 2010

mo-no-te-má-ti-ca

Pues resulta que sí, que yo, quien alguna vez dije que desconfiaba del matrimonio tanto como del capitalismo o los dogmas religiosos, me casé. La boda ocurrió tan vertiginosamente como todo lo demás el año pasado. Se planeó en dos semanas. La noche anterior todavía estábamos mi familia-ángel, amigas-ángeles, mi hermana-ángel, y yo, pelando zanahorias para la cena, y cosas parecidas. Todo se arregló (como siempre) a última hora, y a final de cuentas J y yo tuvimos nuestro momento mágico para prometernos el corazón, el uno para el otro. Me la pasé muy bien. Me sentí muy agradecida por la presencia tangible de mis ángeles guardianes de carne y hueso. Sentí que fue la celebración perfecta para el amor, que es, a fin de cuentas, algo que vale la pena celebrar.

Así que yo, mujer desconfiada, que iba adormecida en las corrientes del mundo, sin asirme a una ideología, ni una religión, ni una superstición, ni una teoría científica, ni una corriente académica, que me sentaba todos los días en el cubículo de una oficina pensando en la belleza que se enciende brevemente, en los espasmos luminosos de las luciérnagas o el cielo, y que a veces, cerraba los ojos fervorosamente para desear el amor, y creer en el amor, como el personaje más rosa de la más rosa de las novelas, me encontré, de pronto, y de una vez por todas, practicando esa fe indecisa con la convicción de los discípulos o los profetas. Con los ojos muy abiertos y el cuerpo adolorido por el esfuerzo.

A lo mejor, otros iniciados están de acuerdo conmigo en que ese es apenas el principio, que el amor es luminoso y agridulce, y que para sobrevivir tiene que ser un amor en guardia, que demanda la mejor versión de nosotros mismos, casi siempre. Lo fundamental ocurre en secreto, en la determinación silenciosa de seguir amando cuando al otro se le caiga el cabello y luego los dientes y la piel se le llene de pecas, seguir amando todos los días el retrato completo y cambiante, imperfecto, después de que la realidad haya cincelado toda la superficie para mostrarnos la otra belleza, profunda y claroscura. Mientras uno esta ahí, igual de desnudo, esperando también que nos acepten y nos quieran de todos modos. Sin cuentos de hadas. Todo lo contrario. Y a pesar de eso, un chingo de esperanza, mientras nos dejamos dominar por la ternura, y la empatía, para resistir la irritación y el cansancio alimentándonos con poesía cotidiana, tejida con minutos, diálogos y silencios, sutiles actos de magia, sombras y aleteos, la alquimia perfecta que transforma a la cercanía en más cercanía.

Él tomó un avión de regreso a Canadá, ayer a las dos de la tarde. Se abre así (por segunda vez) una distancia física impuesta sobre nosotros por las burocracias respectivas de nuestros países. Esta vez, no sé exactamente cuándo voy a poder alcanzarlo allá, en su región fría y suave bajo la sombra de los árboles y los parques, porque todo depende de un montón de elementos que no puedo controlar, incluyendo el buen o mal humor de un montón de oficiales de gobierno. Ahora no queda de otra más que ir purgando la distancia, un día a la vez, un minuto a la vez, hasta que se acabe. Y no tengo derecho al dramatismo porque como siempre, estoy aún en alguna orilla más cómoda y más fácil. He pensado mucho en las esposas de los migrantes ilegales que cruzan la frontera arriesgando la vida, y que no regresan sino hasta después de varios años, cuando sus hijos ya están grandes, y ya no los conocen. Y las esposas de los soldados, que no saben si les va a regresar un hombre vivo o muerto, y qué tan herido o incompleto.

Comparar las desgracias propias con desgracias mayores ayuda con la perspectiva pero no mucho, porque a fin de cuentas uno es muy egocéntrico y acaba gravitando alrededor de su propio conjunto insignificante de dificultades - el sufrimiento nos vuelve egoístas, escribió Chejov en uno de sus cuentos; guiño-guiño para Haydeéakin Skyfire quien me lo platicó una vez con el entusiasmo que define a esa mujer cascabelito.

En fin en fin. Si el año pasado lo que hice fue saltar hacia el vacío, echando la cabeza hacia atrás y relajando las manos, el año que comienza requiere de que incline la cabeza como los toros a punto de la embestida, resistiendo el golpe del viento, poniendo un pie delante del otro cuesta arriba hasta que la cuesta se suavice, y nos deje descansar.

jueves, 19 de noviembre de 2009

No sé si todos acaban gravitando en sus vidas alrededor de una o dos obsesiones (independencia, o conocimiento, o fama, o poder, o la creación, o la libertad). Sé que a mí, desde muy chica, me ha obsesionado el amor. En su expresión vaga y universal, como el amor a la humanidad, o al planeta, y en su dimensión más individual y egoísta: el amor a alguien que resulte el amor de mi vida. El primero me ha resultado menos problemático y misterioso que el segundo. Me gusta la gente, y me asomo a la naturaleza humana con más esperanza que escepticismo la mayor parte del tiempo. Pero el amor a una sola persona, un amor que dure para siempre, ha sido una idea mágica y llena de enigmas, una idea para visitarse en el silencio oscuro de las salas de cine y las novelas, en sueños, en lugares exóticos vagamente azules. ¿Existe el amor? ¿Es un acontecimiento accidental o un acto deliberado? ¿Ocurre gracias a la naturaleza interior de las personas o gracias a un solo golpe de la suerte? ¿Es el amor de nuestras vidas una sola alma que camina paralela a nosotros y que podemos o no encontrar a causa del destino? o todavía peor, del azar? ¿Y por qué nace el amor, y cómo? ¿Y por qué se extingue?

De alguna manera siempre supe que el amor no iba a ser para mí una zambullida rápida en aguas superficiales, sino una caída sin defensas hasta el centro del océano, una especie de hundimiento irrevocable.

Y ahora, quizás por primera vez en mi vida, no escribo acerca del amor, sino desde el amor. El amor ocurrió así nomás, de pronto, violento. Una tras otra he ido tomando decisiones irreparables sin pensarlas demasiado, y parece como si mi vida corriera un par de kilómetros por delante de mí, y yo fuera detrás apenas tomando aliento pidiendo que me espere tantito.

Y cuando puedo asirme a una pausa (cualquier pausa) me viene a la cabeza la imagen de Teresa y Tomás, en La insoportable Levedad del Ser. Creerán los lectores más antigüitos de este blog que ese libro es casi una biblia privada, pero Kundera no siempre me cae bien, y la verdad, Teresa y Tomás como ideal romántico están bastante jodidos. Tomás le pone el cuerno a Teresa hasta el infinito, y a Teresa le duele, y los dos lo saben. Pinche libro misógino (chingón, pero misógino). Pero con una cosa estoy de acuerdo, y es con la forma en que Kundera describe al nacimiento del amor. Teresa se parece a un niño abandonado a la corriente de un río, le toma la mano a Tomás mientras duerme y no la suelta para nada y ya estuvo, queda escrita la primer palabra en la memoria poética de Tomás.

Yo me imaginé muchas veces a mi príncipe encantado, y pensé en la lista maravillosa de todas sus cualidades. Y pácatelas. Resulta de pronto que el amor, para mí, no fue una lista de cualidades, una especie de intercambio más o menos equilibrado en el mercado libre de lo humano (tus virtudes, tu talento y tus logros, a cambio de los míos). El amor fue estar conmovida de manera irreparable, conmovida para siempre, por las imágenes que condensan a alguien, las metáforas que lo conjuran delante de mis ojos. Él es el menos ingenuo y el más inocente de los hombres que conozco. Se parece a un boxeador noqueado muchas veces que llega al round siguiente sin cicatrices, sin miedo, tarareando alguna canción suave, luminosa. Ha estado en la lona y muchos no le creen pero yo le tengo fe. Y no puedo enorgullecerme de muchas cosas pero me siento orgullosa de mi fe en él, como si mi habilidad para mirarlo y comprender su belleza me embelleciera también, sutilmente, aunque esa sea una historia privada entre mis ojos y yo (y ahora, los lectores de este blog, que leen una confesión parcial, incompleta).

Y así las cosas, para siempre.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Detras de cada cuerpo y cada rostro una realidad y en el centro, un espiritu azul o violeta, levantando los punios o sacudiendo los hombros y reclinandose con suavidad en el tiempo. Y yo ahi tambien entre los otros corazones, con mis propios dilemas y mis dedos delgados, temblando mis propios terremotos y reconstrucciones, aprendiendo a mirar, y asombrarme.

Escribo esto un domingo que se siente como domingo, con mi pijama de franela, sintiendome feliz. Creo que lo que siempre he querido es compartir mi corazon con un corazon que me asombre, todos los dias (searching for a heart of gold, como en la cancion de Neil Young). Y ahora estoy con alguien que no persigue titulos, ni fama, ni dinero, pero que regresa a la casa con ojos luminosos para platicarme las imagenes y las sensaciones de las calles, la forma en que la gente se reclina en el portal de sus casas al final de una tarde tibia, o la forma en que un ninito corre cargando un bote de basura sobre su cabeza para protegerse en el umbral de la lluvia. Canta en la regadera, canta en la cocina, canta mientras se pone los zapatos, mientras camina, canta para mi tambien todas las manianas, canciones que inventa sobre la marcha. Salta sin defensas sobre el oceano de nuestra cercania con la inocencia de los que se enamoran por primera vez. Ejerce una sonrisa inderrotable siempre, a pesar de su pasado sin refugios, durmiendo alguna vez en campos de maiz, y cada dia, ejerce una sonrisa sin oscuridad, inconsciente de toda su dulzura.

Todo lo que siempre he buscado es un corazon asi. Un alma inteligente y real que no viva para gravitar alrededor de su propio eje, sino para absorber el pulso claroscuro del universo.

Y todo entre nosotros es tambien dificil y dramatico y absolutamente imperfecto. Y mi ritmo cardiaco vuela, frecuentemente, y todos los dias estos ultimos meses puedo murmurar para mi misma que me siento afortunada.

De vez en cuando todavia me detengo para mirarme con incredulidad. Estoy en otro pais, estoy enamorada (y soy correspondida). Mi vida transcurre en otro idioma, en otra latitud, en otra frecuencia, y todo parece nacer de un solo impulso, una sola cadena de impulsos, un solo boleto de avion comprado a las prisas. Y quien sabe si todo esto es parte de alguna trama dibujada debilmente frente a nosotros, sobre la que cada quien navega inconscientemente, o de la que algunos se desvian para perderse en laberintos individuales, o si el disenio cambiante de nuestras vidas es accidental y tambien deliberado. El caso es que mi vida me sorprende, y esa sensacion me gusta. El futuro me parece ahora tan incierto como el ultimo anio de mi vida, susceptible a otros impulsos y otras metamorfosis aceleradas o pacientemente construidas. Y esa sensacion me gusta.

Y todo esta, como siempre, en mis manos. Mi vida tiembla (como siempre) entre mis dedos. Me pregunto si tengo la fuerza que necesito para cerrar los ciclos que han estado abiertos demasiado tiempo, y para sumergirme con firmeza en los ciclos que se abren.

Pero tengo que decir, hoy, a todos, no se preocupen por mi. Estoy bien.

domingo, 5 de julio de 2009

Primer flash.
Necesito tiempo, que sea mio, mas tiempo, que no pueda ser comprado ni vendido, que no este sujeto a la vigilancia de nadie, sin obligaciones, ni cargas. Tiempo LIBRE, para disfrutar de la tenue luminosidad de estas horas tan extranias, en estas calles verdes, caleidoscopicas, estas horas como capullos de ternura que germinan violentamente, horas como dulces choques electricos para el alma.
Hace mucho que no era tan feliz; a veces solo hay que caer en minutos de una suavidad sin limites, mientras se tejen imagenes para apretar contra mi pecho, luciernagas temblando, para siempre. Tambien, hace mucho que no me sentia tan triste. Triste sin matices, oscuramente triste. La silueta, las manos y la voz de este hombre me quiebran por completo, me parten en dos, me iluminan y me redimen. Lo que pasa es que nunca habia estado enamorada asi, tan dulce y tormentosamente.

Segundo flash.
Pasamos la tarde en la casa de los abuelos de J. No se como, yo estaba de pronto tocando el piano, jugueteando con las notas torpemente, y J. tocaba un pandero, y Oma (la dulce abuela alemana) tocaba la armonica. Y todo sonaba seguramente a musica de ninios, porque los tres eramos ninios, y el momento era un aleteo dulce y torpe, y perfecto.

Sin Flash.
Hay tambien una semilla oscura germinando en algun lugar dentro de mi estomago. Algo negro, lleno de miedo, que a veces se infla como una nube y cae en lloviznas heladas. Y soy entonces todos los gatos sin casa, todos los hombres y mujeres que caminan sin reposo, sin zapatos. Hay dias que son como flechas que dan en el blanco y nada ocurre pero la esperanza toma formas grises. Entonces, solo ocurre que mis parpados se inflaman de un cansancio moribundo. Y una luz parecida a la punta de los instrumentos punzantes va revelando la cara menos atractiva de todo, de lo que tengo en las manos y entre mis brazos, de los suenios que me he predicado y de los saltos mortales que a veces practico.

Yo, la dulce y letargica tejedora de ciudades y escenarios, estoy practicando la realidad concienzudamente, estoy mirando con tristeza como se hunde el escalpelo en la superficie rosada de las promesas que cultivo.

A veces, en dias asi, no hay salida, ni respuesta, ni perseverancia posible. No importa si uno es fuerte o si uno es debil. No hay discursos que nos salven. Nomas ahi, el corazon, completamente roto.

jueves, 4 de junio de 2009

Cronica intermitente que empieza al final de un mal dia en el trabajo y termina varios dias despues.

Siento al mundo encima, justo sobre mi espalda. A veces daria lo que fuera por una isla o un pedacito de monte lejos de los explotadores y los explotados. Es dificil sentir la menor empatia por la humanidad en dias como hoy. Hay gente a la que podria odiar, si valiera la pena. No odio a nadie, pero me siento descorazonada, exhausta. Hago lo posible por concentrarme en cosas como la esperanza que tiembla entre J. y yo. El. Musculos fuertes, cabello revuelto para siempre, la disposicion de un ninio impaciente con respecto al universo. Un corazon que lo ha resistido todo limpiamente. Un corazon que se inclina sobre mi con la suavidad de los arboles, y el tacto y las conversaciones nos van tejiendo cada vez mas juntos, y hay puertas interiores que se abren y entonces hay tambien un respeto creciente a lo que en el es cristalino. Sin amargura. Quizas, a veces solo un cansancio que lo moveria a dormir cien anios, como en la cancion de Velvet Underground (solo para soniar diferentes colores hechos con lagrimas). Todo lo que quiero es pasar mi mano por su espalda y asi se diluye la desesperanza de la jornada y recuerdo que hay ejemplares de la humanidad que me gustan, muchisimo, mientras el duerme, a mi lado.

Hay tambien otras redenciones. Las ventanas del tren cuando sale a la superficie de Toronto siguen siendo mi escape favorito. Entonces, a mi derecha todo lo que hay es bosque, sin banquitas ni caminos, ni puestos de comida ni letreros, solo arboles, esbeltos, y luz . Todo es asi, inevitablemente rosa como siempre y diminutas metamorfosis. De un dia para otro, el pasto se cubre con flores amarillas, y entonces de pronto, una maniana, tiembla contra el sol un oceano sin fin de esferas blancas, fragiles, que se desmoronan (suena bonito el nombre en ingles: dandylions). Tengo un nuevo vecino de dos anios que dice WOOOW con entusiasmo honesto, cuando me pongo unos aretes rojos, o J. toca un par de acordes en su guitarra. Le gusta tomarme de la mano por el jardin de atras de la casa y decir “look” senialando y nombrando a cosas en el mundo, a tree, the sun, a wagon; y se alegra cuando me ve, aunque apenas me conoce. El lunes fue Victoria Day, dia feriado para todos, tambien para J. y para mi. Me trajo a este parque donde ahora escribo, un parque del este estrecho y largo, con arroyitos y puentes de madera. En la noche fuimos a la playa a ver los fuegos artificiales. Las familias se acercaban a la orilla del lago cargando sillas plegables y mantas y termos con bebidas calientes. La gente encendia versiones domesticas de los cohetes y las luces, que explotaban casi sin descanso a lo largo de la playa. Un ninito mirando a una luz de bengala enterrada en la arena le pedia “Go up, Go up!”. A nuestro lado habia tres figuras silenciosas: un hombre de mediana edad, moreno, con sus dos hijos, de alrededor de 11 y 8 anios. Habia una severidad austera en el hombre y su silencio y algo enternecedor en los dos ninios, esperando callados y de pie, en la primera fila frente al agua. Tres figuras sobre la arena, sin luces fluorescentes ni sillas plegables ni risas o musica, solo la promesa de los fuegos en el cielo. A ellos los quise, y a J., a mi lado, silencioso tambien, sonriendo.

Hoy el trabaja y yo soy libre. El dia es tibio, hay por fin sol, en porciones generosas. Corrientes tranquilas de agua atras de mi, pajaros carpinteros, arboles de maple, enormes, opulentos de nuevo. Todo es dulce en este momento, mientras una catarina blanca camina sobre mi pierna. Y por supuesto mi corazon tiembla un poco, ojala estuviera el aqui conmigo, quedandose dormido con la cabeza sobre mi panza. Asi las cosas y asi la belleza limpia del parque y de la hora. Y este pinche blog que cada dia es mas cursi pero que le vamos a hacer. Hay otros dias y otras noches de acentos mas oscuros, pero este dia y esta pagina acaban aqui, en el parque, junto al agua.

lunes, 30 de marzo de 2009

feliz (idiota)

Las imágenes que me gustan se repiten muchas veces aquí. Los saltos al vacío, por ejemplo. Tomar impulso, empezar a correr y no detenernos hasta que el suelo ya no esté debajo y sólo quede la caída y el hoyo negro en el estómago. Si dudamos a medio camino, si hacemos una pausa, cualquier pausa, entonces ya no hay más salto y el umbral se cierra y ya estuvo. Ese es el único método que conozco para ser valiente (o idiota). Las decisiones irreflexivas. En el momento en el que empiezan los cálculos, y la búsqueda de operaciones exactas y equilibradas, todos los impulsos se adormecen y ya no hay más movimiento. Lo único que nos garantiza seguridad es quedarnos donde estamos, entre coordenadas familiares desde las que es posible sumar o restar y multiplicar o dividir por adelantado. Los saltos al vacío son inciertos y todo puede acabar en lastimaduras sin remedio. Hay gente que apuesta con sus ahorros, con su quincena, y hay gente que apuesta con su vida. Cada decisión es una apuesta y una torcedura irreparable sobre el tejido de nuestro futuro. Estoy convencida de que nuestras decisiones lo cambian todo, para siempre. Y las mías, son casi todas decisiones de último minuto. La distancia entre mi vida apacible en la ciudad de México y el aterrizaje en blanco sobre Toronto fue de dos semanas (dos semanas para renunciar al trabajo, comprar el boleto de avión, sacar el pasaporte y estar de pronto a unas doce de la noche atravesando el cielo sin posibilidad para el arrepentimiento). Y mi vida es distinta, para siempre. Ahora estoy enamorada de un hombre delgadísimo y dulce que espera mi regreso. Y una vez que ya estamos en el territorio del amor, las coordenadas y los cálculos se desvanecen. Los seres románticos (especie deslumbrada) nos dejamos seducir fácilmente y preferimos la fe en ideas hermosas al convencimiento basado en cálculos realistas. Idiotas. Queremos poesía, no definiciones. Queremos carreteras sin fin, y nos decimos en silencio una y otra vez palabras como: la magia la magia la magia, los instantes milagrosos, el horizonte. Los saltos. Al vacío. Los románticos sabemos apreciar la dulce embriaguez de una caída. Poco después viene la realidad, por supuesto, a despertarnos, y probar hasta dónde llegan nuestras fuerzas más allá de todas las promesas y las palabras que nos gusta murmurar a veces. Y todo es terrible entonces, y agridulce, y la luz de los días se afila y se congela, y el tiempo duele y también hay dulzura sin límites y horas indescriptibles en las que extendemos nuestras alas por completo. Y puede ser que a los románticos nos gusten también esas tormentas majestuosas.

El amor es un accidente. Una noche de nieve y ventisca y un departamento revuelto, y discos de Junior Murvin y un hombre que hace florecer su dulzura entre callejones y whisky, en el invierno. Nada que hacer. A los románticos todo se nos hace borroso mientras el corazón se inflama para prometernos (idiota) la belleza. No se crean, a veces tenemos instantes de lucidez adolorida y sentimos pánico. Apretamos el milagro contra el pecho mientras la realidad se acerca a cabalgarnos y ver si nos quiebra o nos paraliza.

Entonces repito en silencio las líneas de un libro famoso (el amor todo lo sabe, todo lo puede). Sonrío porque, quién lo diría. Tan escéptica yo, con respecto a casi todo y ahora, esta fe resplandeciente en J., y en mí.

Me voy a Toronto, de regreso. Todo es complicado y agridulce y no va de acuerdo a ningún plan. Mi vida antes era tranquila. Ahora sólo es veloz, y afortunada.

lunes, 9 de marzo de 2009

qué cursi soy no tengo remedio

A muchos kilómetros de aquí hay alguien que me hace sonreír y todo es tan simple y automático como exhalar el aire contenido, hay alguien que me duele y cuando cierro los ojos puedo ver con claridad las vértebras de su espalda y es como mirar el esqueleto de un ave, y quiero descansar ahí mi cabeza y susurrar para él, siempre, el cielo. Es todo lo que quiero. Plantar un beso en la raíz de su nuca y susurrar el cielo, para él.