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jueves, 17 de mayo de 2012

“Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil.”

Hace poco, caminando de regreso a la casa un transeúnte volteó de pronto a mirarme con sorpresa y sólo entonces me di cuenta de que estaba hablando sola, en voz alta. Esa es quizás una buena forma de presentar mi retrato: a veces (muchas veces), me enredo tan intensamente en lo que ocurre dentro de mi propia cabeza que se me olvida el mundo, en público, en las banquetas tranquilas de Toronto. Las mejores de esas veces sostengo agudas discusiones existenciales conmigo misma, o sueño despierta. Las peores de esas veces, estoy preocupada por cotidianidades del orden conseguir trabajo, cambiarme de casa, alcanzarán los ahorros para pagar la renta.

Hace poco también, encontré por azar en la televisión “Beginners”, de Mike Mills. Es en parte el retrato de un hombre que participó en la segunda guerra mundial, y fue gay toda su vida, todo a lo largo de su matrimonio, todo a lo largo de los 40s y los 50s, y los 60s y los 70s… y no salió del closet sino hasta un par de años antes de morir de cáncer. Es el retrato de ese hombre, como padre, tal como lo recuerda su hijo, y es también la historia de amor entre ese hijo y una mujer llamada Ana. En una de mis escenas favoritas, Oliver (el hijo) dice  algo así como (soy una concienzuda atesoradora de frases que me gustan): “We didn’t have to go to this war. We didn’t have to hide to have sex. Our good fortune allowed us to feel a sadness our parents didn’t have time for.”  (Traducción defectuosa: “Nosotros no tuvimos que ir a esta Guerra. No tuvimos que escondernos para tener sexo. Nuestra buena fortuna nos permitió sentir una tristeza para la que nuestros padres no tuvieron tiempo.”) Me acuerdo también de los principios de este blog, cuando trabajaba cómodamente en una oficina, y escribía largos soliloquios en estas páginas virtuales. Dedicaba mucho a tiempo a pensar, por ejemplo, en la felicidad y en la tristeza. Recuerdo específicamente escuchar con asombro la historia de la abuela judío-alemana de una amiga en el trabajo: una mujer que escapó apenas de la Alemania nazi y perdió a casi toda su familia para enamorarse años después de un cubano justo antes de la revolución, que vivió ese amor con profundidad y un romanticismo de película o de novela, para perder después a su esposo y también a su único hijo. Podría contar aquí la historia completa, pero entonces como ahora, creo que el relato le pertenece por completo a la propia abuela, y a su nieta, quienes la están escribiendo juntas. El caso es que las pérdidas de esa abuela fueron monumentales, pero la abuela no es una persona triste. Escribí entonces: Y así, debilitando todas las respuestas, ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso, autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la beben con sed. Las preguntas son un lujo (así como la tristeza). Estaba pensando en todo esto porque cuando me encontré con el rostro sorprendido del transeúnte y me di cuenta de que estaba pensando en voz alta, no reflexionaba sobre la felicidad o el dolor humanos sino sobre los resultados improbables de mi última entrevista de trabajo. Y pensé con algo de nostalgia en los discursos interminables que escribía aquí con frecuencia, cuando vivía placenteramente en el DeEfe, yendo al cine varias veces por semana y pasando los sábados leyendo en la cama sorbiendo una tras otra tazas de café con mucho azúcar. Es como si mi lado más filosófico  (el lado que adora a las almas atormentadas de las novelas de Dostoievski) viviera sumergido ahora por el peso de la vida misma, la premura por sobrevivir de algún modo en un país al que llegué con mucha esperanza pero sin planes definidos. Pero entonces me doy cuenta de que si respiro profundo, en realidad está bien, luchar, preocuparse, vivir en un departamento diminuto, todo esto también es una forma de acercarse al mundo, y entenderlo mejor.

Mi esposo y yo hemos vivido el último par de meses con más premura de la acostumbrada y sin embargo, hay más esperanza que nunca. Se desenreda poco a poco en nuestros días y nuestras noches una belleza incompleta. Como ya no podemos derrochar libremente el dinero en entradas para el museo, caminamos por la ciudad; en lugar de ir de la sala dedicada al Japón a la sala dedicada a Grecia mirando de paso los delicados artefactos históricos, nos detenemos enfrente de los árboles de lila y aspiramos el perfume de las flores, le tomamos fotos a las grietas que hace el agua en el barro cerca de la playa, sentimos felicidad arropados por los colores y los olores y los ruidos que se desbordan hasta las calles en el barrio hindú, que hacen a mi esposo sentirse orgulloso de las personalidades múltiples de su ciudad, y a mí me recuerdan irremediablemente a México.  Hasta eso, tuve la buena fortuna de caer en el desempleo justo cuando empieza el verano y todo florece en todas partes, y hay sol, y las calles de Toronto explotan con la vida que guardaron en reserva a lo largo del invierno y sus horas congeladas.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hubo una época en la que Mario Benedetti me gustaba mucho (y no es que ahora me guste menos, sino que el paso del tiempo y las transiciones biográficas me han empujado a otros escritores que son ahora los más cercanos), como siempre en el caso de la literatura (y la música, y las películas) hay frases o atmósferas o páginas o personajes que es como si nos estuvieran mirando, susurrando cosas que hacen un eco íntimo y profundo. En el caso de Benedetti, lo que más recuerdo es una página en “La Tregua” donde el personaje principal escribe que si pudiera ser cualquier cosa, cualquier profesión en el mundo, sería mesero, para asomarse todos los días a la humanidad; si pudiera admirarse y conmoverse cotidianamente con algo   no sería con cuadros ni ciudades ni monumentos, sino con el ir y venir apresurado de las personas y sus rostros. Algo así.  El caso es que cuando leí ese cachito del libro estuve profundamente de acuerdo, y mi vida ha cambiado desde entonces, y yo por supuesto he cambiado, y hace mucho que no leo a Benedetti, pero ese cachito del libro me sigue acompañando. De  hecho,  mi decisión de estudiar Antropología Social  es una respuesta, una manera de estar de acuerdo con ese cachito del libro. Y mis peores trabajos (incluido, literalmente, el de mesera en un café de la ciudad de México) han estado siempre redimidos por la oportunidad de asomarme a la humanidad. Ahora me encuentro pensando con mucha frecuencia en esa página  leída a los quince o los dieciséis años,  porque mi trabajo es precisamente asomarme a los rostros de las personas, y sus historias. Mi chamba consiste en detener a los que pasan y convencerlos a que donen dinero para ONGs tipo “Doctors Without Borders”: es un trabajo para jóvenes estudiantes o recién egresados, para gente que no tiene chance aún de hacer lo que realmente quiere hacer, pero que tampoco quiere trabajar en un café o en un McDonalds. En esa categoría caigo también, temporalmente, en lo que paso por los exámenes y las certificaciones y le voy encontrando las salidas a la vida pobretona y apenas sobreviviente de recién inmigrada.    Abundan los momentos frustrantes, sobre todo cuando no puedo convencer a la gente para que done dinero, y siento sobre mi cabeza la amenaza de un desempleo inmediato. Todos los días, sin embargo, la humanidad pasa frente a mi mesa, y se detiene junto a mí, y platica conmigo, y es tacaña y oscura, o generosa y brillante, y con mayor frecuencia de la que podría imaginarse, me cuenta sus historias. Mis compañeros de chamba son un grupo joven y original y maravilloso. Tienen hobbies como asistir a marchas de zombis; o memorizan el canto de cientos de aves para identificar su presencia detenida brevemente al filo de una sombra, en el mundo; o duermen sólo cuatro horas diarias para leer obsesivamente y no tienen más que un par de zapatos pero estantes opulentos, rebosantes de libros; o tocan el banjo; o les encanta la lucha libre; o van a convenciones de vikingos; o a convenciones de comics. Son todos muy jóvenes, y yo, a su lado, mucho mayor, me siento a ratos oficialmente perdida en todos mis comienzos, en todas las abruptas interrupciones de los últimos años de mi vida, mientras ellos parecen ir sin desviaciones hacia el futuro que han inventado para sí  mismos.   
 Todos los días platico con unos quince desconocidos (a veces muchos más), y me entero de cosas, y nunca sé de qué tamaño es la revelación siguiente, a veces es que han viajado desde la India para estudiar contabilidad en una universidad canadiense, a veces es que uno de sus hijos ha sobrevivido el cáncer (o lucha por doceava vez contra el cáncer), o que ellos mismos han sobrevivido la vida en un campo de refugiados en África. Hoy por ejemplo, conocí a un hombre que acaba de salir del hospital luego de un trasplante doble de pulmones (un hombre todavía joven que se movía lentamente por los pasillos con un andador), y a una mujer que con una sonrisa leyó para mí las letras pequeñas de los carteles para demostrar lo bien que le sirven las córneas que le llegaron en regalo desde los ojos de un muerto. Mi trabajo consiste en convencer a todos esos extraños para que donen dinero, y por unos meses fui muy buena, y ahora ya no mucho, así que en realidad no sé hasta cuándo me va a durar la gracia de este sueldo, y si hay que buscar otra forma de ganar la vida pues tampoco me da mucho miedo esa recurrente inseguridad (me he acostumbrado a recomenzar como en un espacio despejado). Respeto a la gente que no dona, porque tiene poco, o porque no cree en el asunto este de las donaciones. Los que son más bien cómicos son los que sí  creen, y lo miran a uno con una cara terriblemente compungida porque pues pobres de los niños, o los refugiados hambrientos, y ellos están ahí, blackberry en mano, de vuelta de sus vacaciones en las bermudas, y dicen que la verdad sí quisieran (a veces los ojos les lagrimean un poco mientras sostienen un vaso de café gourmet que cuesta el doble de lo que cuesta el café que bebemos el resto de los mortales), pero lo que pasa es que no les alcanza, no tienen dinero.  Ellos me recuerdan un texto en donde Guillermo Fadanelli compara esos gestos con  muecas de estreñimiento. Afortunadamente no son ellos de quienes quiero hablar porque resulta que hay muchos más (en mi memoria) de los otros, los que iluminan todo con una generosidad que se siente como una reconciliación, con la humanidad, o con el mundo (es verdad conocida que soy bien pinche romántica y bien pinche cursi). La generosidad es un acto resplandeciente, y casi nunca viene de los que tienen mucho, los más desprendidos son los que tienen muy poco (a veces casi nada), y quién sabe, es un misterio para mí  dónde están las cuerdas de esas almas que luego de luchar duramente por las cosas, las entregan sin  mayores aspavientos a alguien más. Tengo muchas historias favoritas,  migrantes ilegales con malas rodillas y sin seguro médico, mamás solteras, estudiantes extranjeros con deudas hasta el cuello, hombres y mujeres de una dulzura infinita. No me alcanza el espacio para todos, así que voy a escribir sólo de Don Jaime, porque es paisano (del mero Michoacán), y porque lo vi de nuevo este domingo. Lo conocí  hace muchos meses (Abril o algo así),  él era uno (el mayor) entre un grupo suave y tembloroso de mexicanos que se alegraron mucho que habláramos español, y de que fuéramos mexicanos, y además de Michoacán. Era un martes y ellos me contaron que ese mismo jueves les tocaba reunirse con el juez y saber si siempre sí o siempre no se podían quedar en Canadá. Yo les sonreí y les desee mucha suerte y así nos despedimos. La segunda vez fue un domingo, un mes después o algo así, Don Jaime se acercó a mi mesa, me dijo que se acordaba de mí,   y que gracias a Dios la jueza les había dado chance de quedarse, y luego en un torrente dulce me contó pedacitos de su vida, iba a ver si podía conseguir trabajo de cleaner, aunque fuera un part time, no podía trabajar de otra cosa porque no había podido aprender inglés, a lo mejor, me dijo, se le dificulta por los golpes que recibió una vez en la cabeza, en alguna de las muchas escenas de sus sufrimientos pasados, en México.  Así y todo, sin trabajo, me dijo que quería donar dinero, y no el mínimo que eran entonces 10 dólares, sino póngale usted veinte, mensuales. Luego lo vi moviéndose por algunas horas (al final le dieron el trabajo de cleaner), recogiendo los periódicos que se arrastraban en el estacionamiento, moviéndose ágilmente con su escoba y su recogedor en la mano (como yo me movía también, no hace demasiado tiempo). Antier lo vi otra vez, iba a cumplir con su turno de cleaner en el mall, se acercó a saludarme, me acuerdo de usted, Jimena, y yo me acuerdo de usted, Don Jaime, su preocupación era que le habían hablado los de Doctors without borders para una cita o algo parecido, pero él no pudo entender nada porque era puro inglés (va a la escuela entre semana, y aprende poco a poquito), fue a la oficina en el centro de Toronto, pero no se pudieron dar a entender, ni ellos ni él, me platicó una escena confusa que envolvía el uso o la falta de una identificación oficial. De nuevo, me enamoré de la sencillez resplandeciente y limpia de Don Jaime, haciendo sus esfuerzos, yendo por alguna razón oscura al centro de Toronto, donando sus veinte dólares sin falta  todos los meses. Y pienso que hay como un círculo abriéndose o cerrándose suavemente, que empieza con los michoacanos de allá,  gente que silbaba por ejemplo en las mañanas,  resistiendo el frío con los pies desprotegidos,  los 17 niños resplandecientes que dejé en la escuela de La Ciénega; y que alcanza ahora al rostro suave, el rostro dulce de Don Jaime, en un guiño o un puente invisible entre corazones similares que hacen señas desde países distintos mientras estoy ahí, para darme cuenta.     

Por lo pronto, los árboles son todavía un incendio que se desmorona poco a poco, y hace frío pero no mucho, y lo que necesito es cerrar los ojos, ahora, por un tiempo, y escuchar los rumores internos, la sangre viajando para arriba y para abajo, el alma sacudiéndose suavemente, el leve temblor de los pulmones mientras respiro, profundo, y encuentro la fortaleza para los saltos que siguen, cada vez más necesarios.  

jueves, 19 de noviembre de 2009

No sé si todos acaban gravitando en sus vidas alrededor de una o dos obsesiones (independencia, o conocimiento, o fama, o poder, o la creación, o la libertad). Sé que a mí, desde muy chica, me ha obsesionado el amor. En su expresión vaga y universal, como el amor a la humanidad, o al planeta, y en su dimensión más individual y egoísta: el amor a alguien que resulte el amor de mi vida. El primero me ha resultado menos problemático y misterioso que el segundo. Me gusta la gente, y me asomo a la naturaleza humana con más esperanza que escepticismo la mayor parte del tiempo. Pero el amor a una sola persona, un amor que dure para siempre, ha sido una idea mágica y llena de enigmas, una idea para visitarse en el silencio oscuro de las salas de cine y las novelas, en sueños, en lugares exóticos vagamente azules. ¿Existe el amor? ¿Es un acontecimiento accidental o un acto deliberado? ¿Ocurre gracias a la naturaleza interior de las personas o gracias a un solo golpe de la suerte? ¿Es el amor de nuestras vidas una sola alma que camina paralela a nosotros y que podemos o no encontrar a causa del destino? o todavía peor, del azar? ¿Y por qué nace el amor, y cómo? ¿Y por qué se extingue?

De alguna manera siempre supe que el amor no iba a ser para mí una zambullida rápida en aguas superficiales, sino una caída sin defensas hasta el centro del océano, una especie de hundimiento irrevocable.

Y ahora, quizás por primera vez en mi vida, no escribo acerca del amor, sino desde el amor. El amor ocurrió así nomás, de pronto, violento. Una tras otra he ido tomando decisiones irreparables sin pensarlas demasiado, y parece como si mi vida corriera un par de kilómetros por delante de mí, y yo fuera detrás apenas tomando aliento pidiendo que me espere tantito.

Y cuando puedo asirme a una pausa (cualquier pausa) me viene a la cabeza la imagen de Teresa y Tomás, en La insoportable Levedad del Ser. Creerán los lectores más antigüitos de este blog que ese libro es casi una biblia privada, pero Kundera no siempre me cae bien, y la verdad, Teresa y Tomás como ideal romántico están bastante jodidos. Tomás le pone el cuerno a Teresa hasta el infinito, y a Teresa le duele, y los dos lo saben. Pinche libro misógino (chingón, pero misógino). Pero con una cosa estoy de acuerdo, y es con la forma en que Kundera describe al nacimiento del amor. Teresa se parece a un niño abandonado a la corriente de un río, le toma la mano a Tomás mientras duerme y no la suelta para nada y ya estuvo, queda escrita la primer palabra en la memoria poética de Tomás.

Yo me imaginé muchas veces a mi príncipe encantado, y pensé en la lista maravillosa de todas sus cualidades. Y pácatelas. Resulta de pronto que el amor, para mí, no fue una lista de cualidades, una especie de intercambio más o menos equilibrado en el mercado libre de lo humano (tus virtudes, tu talento y tus logros, a cambio de los míos). El amor fue estar conmovida de manera irreparable, conmovida para siempre, por las imágenes que condensan a alguien, las metáforas que lo conjuran delante de mis ojos. Él es el menos ingenuo y el más inocente de los hombres que conozco. Se parece a un boxeador noqueado muchas veces que llega al round siguiente sin cicatrices, sin miedo, tarareando alguna canción suave, luminosa. Ha estado en la lona y muchos no le creen pero yo le tengo fe. Y no puedo enorgullecerme de muchas cosas pero me siento orgullosa de mi fe en él, como si mi habilidad para mirarlo y comprender su belleza me embelleciera también, sutilmente, aunque esa sea una historia privada entre mis ojos y yo (y ahora, los lectores de este blog, que leen una confesión parcial, incompleta).

Y así las cosas, para siempre.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Detras de cada cuerpo y cada rostro una realidad y en el centro, un espiritu azul o violeta, levantando los punios o sacudiendo los hombros y reclinandose con suavidad en el tiempo. Y yo ahi tambien entre los otros corazones, con mis propios dilemas y mis dedos delgados, temblando mis propios terremotos y reconstrucciones, aprendiendo a mirar, y asombrarme.

Escribo esto un domingo que se siente como domingo, con mi pijama de franela, sintiendome feliz. Creo que lo que siempre he querido es compartir mi corazon con un corazon que me asombre, todos los dias (searching for a heart of gold, como en la cancion de Neil Young). Y ahora estoy con alguien que no persigue titulos, ni fama, ni dinero, pero que regresa a la casa con ojos luminosos para platicarme las imagenes y las sensaciones de las calles, la forma en que la gente se reclina en el portal de sus casas al final de una tarde tibia, o la forma en que un ninito corre cargando un bote de basura sobre su cabeza para protegerse en el umbral de la lluvia. Canta en la regadera, canta en la cocina, canta mientras se pone los zapatos, mientras camina, canta para mi tambien todas las manianas, canciones que inventa sobre la marcha. Salta sin defensas sobre el oceano de nuestra cercania con la inocencia de los que se enamoran por primera vez. Ejerce una sonrisa inderrotable siempre, a pesar de su pasado sin refugios, durmiendo alguna vez en campos de maiz, y cada dia, ejerce una sonrisa sin oscuridad, inconsciente de toda su dulzura.

Todo lo que siempre he buscado es un corazon asi. Un alma inteligente y real que no viva para gravitar alrededor de su propio eje, sino para absorber el pulso claroscuro del universo.

Y todo entre nosotros es tambien dificil y dramatico y absolutamente imperfecto. Y mi ritmo cardiaco vuela, frecuentemente, y todos los dias estos ultimos meses puedo murmurar para mi misma que me siento afortunada.

De vez en cuando todavia me detengo para mirarme con incredulidad. Estoy en otro pais, estoy enamorada (y soy correspondida). Mi vida transcurre en otro idioma, en otra latitud, en otra frecuencia, y todo parece nacer de un solo impulso, una sola cadena de impulsos, un solo boleto de avion comprado a las prisas. Y quien sabe si todo esto es parte de alguna trama dibujada debilmente frente a nosotros, sobre la que cada quien navega inconscientemente, o de la que algunos se desvian para perderse en laberintos individuales, o si el disenio cambiante de nuestras vidas es accidental y tambien deliberado. El caso es que mi vida me sorprende, y esa sensacion me gusta. El futuro me parece ahora tan incierto como el ultimo anio de mi vida, susceptible a otros impulsos y otras metamorfosis aceleradas o pacientemente construidas. Y esa sensacion me gusta.

Y todo esta, como siempre, en mis manos. Mi vida tiembla (como siempre) entre mis dedos. Me pregunto si tengo la fuerza que necesito para cerrar los ciclos que han estado abiertos demasiado tiempo, y para sumergirme con firmeza en los ciclos que se abren.

Pero tengo que decir, hoy, a todos, no se preocupen por mi. Estoy bien.

sábado, 8 de agosto de 2009

Esperanza. La salida facil para los ingenuos. El vicio sucio de los que suenian. Somos siempre nuestro propio director de camara; rodeados por el mundo, por el universo, elegimos close ups o tomas panoramicas, elegimos desde el interior de la cabeza el esquema de la iluminacion en turno, y la esperanza no es mas que una forma de luz, inventada. Sol a traves de la ventana a las 9 de una maniana sin obligaciones, o tarde que cae a traves de arboles o nubes amarillas, o reflejos caleidoscopicos desde el agua, o quinques ambarinos en los rincones intimos de una habitacion sin frio, o galaxias de polvo flotando en horas rojas bajo techos de madera, o cielo infinito golpeado por el viento. En medio de la noche y del suenio me despierto a medias y el duerme a mi lado, bajo la luz azul de la tele encendida.

Nada alegra y nada entristece tanto como la esperanza. Pocos riesgos tan grandes como sentir esperanza, y empezar a creer, en algo o en alguien. Nada cura y nada enferma tanto como la esperanza. Pocas cosas se quiebran tan violentamente como una esperanza.

Cultivo mi esperanza porque no se hacer otra cosa. Si se rompe, me rompo, y nada mas que hacer.

Hace unos dias, camino al trabajo, a traves de la ventana, entre los arboles, junto a las vias del tren, dos venados. Una vez oi a un venado galopar junto a mi cierta noche a la intemperie en los cerritos de Michoacan, pero esta es la primera vez que los miro asi, vivos y despreocupados, viviendo su vida de venados en un cachito de bosque amenazado por los hombres. Ahi nada mas, esperanza. La esperanza es muy cursi, casi siempre.

Y mientras la esperanza se recupera y se recupera mi talento para soniar, todo esta bien y estoy viva. Me gusta la ciudad, el pais, la gente. Canto a todo volumen en la regadera, me peino cuidadosamente en las visperas de mi domingo, me tomo fotos borrosas frente al vapor del espejo, y corro escaleras arriba hacia el proximo tren y el volumen dulce de este dia que nada mas por hoy, suena al Siamese Dream de los Smashing Pumpkins.

Desde el rabillo de mis propios ojos mi escepticismo respira lentamente y murmura entre dientes: a ver cuanto dura esta vez, la alegria. Y sin fe pero con esperanza, el lado mas salvaje de mis decisiones reclina la cabeza hacia atras, desprende las manos hacia la incertidumbre de los anios, todo el tiempo que se extiende por delante, y suenia: para siempre.

lunes, 30 de marzo de 2009

feliz (idiota)

Las imágenes que me gustan se repiten muchas veces aquí. Los saltos al vacío, por ejemplo. Tomar impulso, empezar a correr y no detenernos hasta que el suelo ya no esté debajo y sólo quede la caída y el hoyo negro en el estómago. Si dudamos a medio camino, si hacemos una pausa, cualquier pausa, entonces ya no hay más salto y el umbral se cierra y ya estuvo. Ese es el único método que conozco para ser valiente (o idiota). Las decisiones irreflexivas. En el momento en el que empiezan los cálculos, y la búsqueda de operaciones exactas y equilibradas, todos los impulsos se adormecen y ya no hay más movimiento. Lo único que nos garantiza seguridad es quedarnos donde estamos, entre coordenadas familiares desde las que es posible sumar o restar y multiplicar o dividir por adelantado. Los saltos al vacío son inciertos y todo puede acabar en lastimaduras sin remedio. Hay gente que apuesta con sus ahorros, con su quincena, y hay gente que apuesta con su vida. Cada decisión es una apuesta y una torcedura irreparable sobre el tejido de nuestro futuro. Estoy convencida de que nuestras decisiones lo cambian todo, para siempre. Y las mías, son casi todas decisiones de último minuto. La distancia entre mi vida apacible en la ciudad de México y el aterrizaje en blanco sobre Toronto fue de dos semanas (dos semanas para renunciar al trabajo, comprar el boleto de avión, sacar el pasaporte y estar de pronto a unas doce de la noche atravesando el cielo sin posibilidad para el arrepentimiento). Y mi vida es distinta, para siempre. Ahora estoy enamorada de un hombre delgadísimo y dulce que espera mi regreso. Y una vez que ya estamos en el territorio del amor, las coordenadas y los cálculos se desvanecen. Los seres románticos (especie deslumbrada) nos dejamos seducir fácilmente y preferimos la fe en ideas hermosas al convencimiento basado en cálculos realistas. Idiotas. Queremos poesía, no definiciones. Queremos carreteras sin fin, y nos decimos en silencio una y otra vez palabras como: la magia la magia la magia, los instantes milagrosos, el horizonte. Los saltos. Al vacío. Los románticos sabemos apreciar la dulce embriaguez de una caída. Poco después viene la realidad, por supuesto, a despertarnos, y probar hasta dónde llegan nuestras fuerzas más allá de todas las promesas y las palabras que nos gusta murmurar a veces. Y todo es terrible entonces, y agridulce, y la luz de los días se afila y se congela, y el tiempo duele y también hay dulzura sin límites y horas indescriptibles en las que extendemos nuestras alas por completo. Y puede ser que a los románticos nos gusten también esas tormentas majestuosas.

El amor es un accidente. Una noche de nieve y ventisca y un departamento revuelto, y discos de Junior Murvin y un hombre que hace florecer su dulzura entre callejones y whisky, en el invierno. Nada que hacer. A los románticos todo se nos hace borroso mientras el corazón se inflama para prometernos (idiota) la belleza. No se crean, a veces tenemos instantes de lucidez adolorida y sentimos pánico. Apretamos el milagro contra el pecho mientras la realidad se acerca a cabalgarnos y ver si nos quiebra o nos paraliza.

Entonces repito en silencio las líneas de un libro famoso (el amor todo lo sabe, todo lo puede). Sonrío porque, quién lo diría. Tan escéptica yo, con respecto a casi todo y ahora, esta fe resplandeciente en J., y en mí.

Me voy a Toronto, de regreso. Todo es complicado y agridulce y no va de acuerdo a ningún plan. Mi vida antes era tranquila. Ahora sólo es veloz, y afortunada.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Hoy me he estado portando bien: avanzando a la tesis, cumpliendo pendientes de la chamba, pero me acaba de ocurrir algo delicioso, y me dieron ganas de escribir aquí otra vez, mierda. Puse el disco de Illinoise, de Sufjan Stevens, y cuando llegué a “Chicago”, le subí a todo el volumen (con los audífonos puestos), y me puse a cantar (haciendo puro playback, y extendiendo los brazos a lo largo de mi cubículo), y tuve un ataque de euforia. Más allá de todo, me siento feliz-feliz. Esa canción siempre se ha sentido como un himno para los caminos inciertos. Pero cada vez que la oía, era en los entornos incorrectos: en lugares familiares, o carreteras conocidas, en mi recámara, o este cubículo (el menos justo de todos los posibles contextos para una canción así). Y me di cuenta, ahorita, de que me estoy ganando el derecho a cantarla como se debe. Pero todavía no, digo, eso es evidente si sólo puedes mover los labios en silencio, mientras llamadas serias y oficinescas ocurren alrededor, y sacudes la cabeza y los brazos desde una silla con respaldo flexible.

A veces me acometen las dudas. En las condiciones en las que me voy, todo puede pasar, pero nada que no sea fundamentalmente más grave que lo que puede ocurrir viviendo en una ciudad como chilangolandia en un país como México, en una colonia como la Portales, a lo largo de innumerables madrugadas.

Me acuerdo de algo más, otra sensación que me dejó pensando desde hace años. Cuando vi “Cielo sobre Berlín”, me enamoré por supuesto de los ángeles que sobrevuelan un mundo a blanco y negro, haciendo listas de los momentos más poéticos de cada día en sus libretas para comentar anotaciones desde el asiento delantero de un coche espléndido, pero me enamoré también, muchísimo, de la mujer que es artista de circo. Me enamoré de la forma que tenía ella de estar en el mundo, viviendo en una casa rodante, moviéndose constantemente, oyendo a Nick Cave, flotando desde un trapecio, con alas artificiales. Me acuerdo que luego de ver la película, me preguntaba por qué la gente no hace simplemente eso, por lo menos una vez: dedicarse a estar libremente en el mundo, en lugar de acumular escalones y trofeos y diplomas y responsabilidades cada vez más serias, sin detenerse a respirar, sin salir de líneas claramente estipuladas. Y bueno, yo no soy tan valiente. Yo también sigo líneas estipuladas, apenas dispuesta a flotar ligeramente por encima del renglón. Pero aunque sea sólo eso, esa promesa se siente bien. Muy bien.

jueves, 7 de agosto de 2008

una sola cosa

No acabo por tomarme ninguna idea seriamente. Pero sí. Hay algo en lo que creo con una fe desbordada como la de los católicos o los marxistas leninistas (los que sigan resistiendo por ahí). Es cursi y es así. Creo en el amor (no vomiten todavía). Es decir, puede uno creer en muchísimas cosas, como la gravedad, y que la tierra gira alrededor del sol, y que hace mucho se levantaron sobre la tierra otros imperios, y eso parece tan indiscutible que no requiere de ningún esfuerzo, nos lo enseñan en la primaria, y lo repetimos muchas veces para pasar exámenes. No hay mérito alguno en aceptar lo que nos inculcan como sentencias evidentes. El chiste de la vida, y de cualquier búsqueda individual, está en las líneas y los dibujos que la gente hace en los márgenes de las libretas cuadriculadas. Está en todo lo impalpable y todo lo improbable. No está, por lo menos para mí no está en los que usan los saberes probados y prácticos para erigir pequeñas torres y pequeños imperios a la medida de la realidad. Está en los héroes trágicos, y en todos los que se atreven a creer en algo que no es incuestionable. Y no me refiero a los del tipo self made man with a dream, porque no me refiero a las ambiciones más o menos egoístas de los que quieren a toda costa ser ganadores en un juego, de acuerdo a las reglas universalmente aceptadas por los jugadores. Yo hablo de algo que ocurre de acuerdo a un espíritu profético o un espíritu de sacrificio. Me gustan los que se las arreglan para creer en alguna forma de prodigio o encantamiento, aunque sea a la manera más objetiva de los astrónomos; cualquiera que viva sorprendido por fronteras inimaginables y por posibilidades infinitas. Y respeto a los religiosos, cuando no hay un espíritu cómodo o autocomplaciente detrás de la fe. Hace poco vi un documental acerca de monjes en una orden, no recuerdo cuál, en Francia, que dedican su vida a la oración y el silencio. No hablan los unos con los otros más que los domingos, se dedican a cantar, a orar, a leer, y a tareas manuales sencillas, como plantar hortalizas, y componer zapatos. La película es lentísima y se llama “En el gran silencio”, y hay que estar en un ánimo muy especial para disfrutarla y aguantarla hasta que acaba, de hecho cuando fui, la mitad de los asistentes abandonaron la sala. Pero a mí me conmovió. Me sorprendió la fuerza de mundos individuales que deben ser muy ricos, para vivir con tanto desprendimiento, tan recluidos en sí mismos, preocupados sólo por lo más profundo y lo más interior en sí mismos. Yo no soy religiosa, no me gustan los dogmas. Pero estoy segura de que esos monjes hacen contacto con lo que sea que buscan contactar, con algo divino o mágico, por eso tienen los rostros que tienen (inocentes y encendidos a la manera de un quinqué antiguo o algo así, alguna luz ámbar y cálida y temblorosa), inmersos en una vida repetitiva y sin lujos, hecha de placeres simples, como darle de comer a los gatos, o comer sentado en el marco de una puerta que da a un patio de piedra, o resbalar jugando como niño por una pendiente nevada.

Supongo que me gusta la fe cuando equivale a algo extraordinario por lo que la gente paga cuotas extraordinarias. A lo mejor, las grandes recompensas corren en dirección contraria a toda sensación de comodidad. O corren en dirección contraria a todas las direcciones, punto. Un ritual que se repite más o menos cíclicamente entre mi papá mi hermana y yo, es ir a caminar a algún cerro, cuando estamos en Michoacán. Si nos da sed en el camino, mi papá tiene la filosofía de que no hay que correr a buscar agua, sino aguantar la sed en la boca, incluso hasta el punto en que empieza a ser un poco dolorosa. Después, les prometo los vasos de agua o las botellas de refresco más deliciosos que hayan probado en sus vidas. Una de las comidas que más he disfrutado fue una especie de dulce de leche que empezaba a perder su consistencia sólida, sin cucharas, con las manos llenas de tierra del camino, al lado de dos amigos, un día que nos perdimos en la sierra y caminamos por horas y horas y eso era todo lo que teníamos a la mano para comer. La gente ahorra para probar las combinaciones elegantes de chefs talentosos en restaurantes caros, y estoy segura de que esas son cenas exquisitas, pero a veces todo lo que hace falta es un poco de hambre y un poco de cansancio, y un dulce de leche camino a descomponerse.

No sé por qué me da por pensar así a veces. A lo mejor es porque las épocas más intensas de mi vida han estado encendidas por un sentido cotidiano de incomodidad o privación que me obligaba a estar despierta. Y todo, entonces, estaba iluminado por una sensación irrepetible y significativa. Y no es que las privaciones signifiquen algo por sí solas, había otros significados abrillantando el tiempo cotidiano de esas épocas, pero también, no hay nada como el hambre para saborear un plato de frijoles, y no hay nada como la ausencia de tele y radio y comunicaciones para perderse por completo en la belleza de un paisaje modesto, una ladera con árboles, un campo con niebla.

Pero a lo que iba hace muchas palabras: yo sí creo en algo a la manera desmesurada en que esos monjes franceses creen en Dios. Es mi concesión, mi margen para una esperanza ciega.

lunes, 23 de junio de 2008

orilla

Todo está a punto. Cualquier confort, cualquier seguridad precaria, suave, conocida, se balancea a punto de perder el equilibrio y se nos viene encima un rompimiento, como otros, pero más profundo a lo mejor esta vez, más definitivo, si abrimos bien los ojos y extendemos las yemas de los dedos.

Hay quienes están en la vida como peces en el agua, y en la realidad como en el elemento para el que fueron hechos. No son más ni menos, sólo son, se dedican a ser, están. A veces, yo también. Una calle por la que no había caminado, y ciertas fachadas o letreros pegados en las ventanas, o un pedacito del mercado y el hombre viejo hundiendo las manos en una canasta de capulines. Y el café en la cama la mañana del domingo, con la música a un lado y la novela que no podemos soltar aunque es la tercera vez que la leemos, y el cuarto en desorden y la luz detrás de la cortina anaranjada. O una canción en el radio, o una película en el cine que es de pronto una comunidad anónima de personas que comulgan bajo el mismo ataque de risa o la misma exclamación de sorpresa. Y la ciudad. La magia efímera de la segunda paloma sin escarcha y una de James Brown y la pista como un campo de nubes para volar y flotar y un hombre que nos mira y que nos gusta y que nos gusta cómo nos mira. Andrea de tres años platicando conmigo, diciéndome hola vecina y metiéndose sin permiso a mi casa, y Haydeé preparando la comida, y yo sé que no estoy sola y que hay la dulzura y el calor apenas necesarios. Y el café con mucha azúcar entre las cobijas con los ojos desvelados es la felicidad, y no hay que preguntarse nada, sólo sorber con aplicación y ronronear un poco en el edificio, en la ciudad, bajo el cielo que adivinamos azul, y es azul, esa otra magia breve antes de la lluvia.

Pero algo más. Siempre, algo más. Por debajo del café y las cobijas y la cortina y su luz sabemos que hay una tristeza minuciosamente construida, delicadamente armada, hecha de silencios y de ausencias impuestas como castigos. No sabemos muy bien por qué, y hay mucho que todavía no sabemos. No queremos tener 30 o 40 años y seguir preguntando, bajo la luz de ventanas más elegantes y quizás en camas matrimoniales pero en la coyuntura de un hueso o la línea transparente de las manos, ese silencio ahí, esa sombra húmeda, ese reclamo o ese castigo.

Si hay algo subterráneo que cotidianamente nos ha hundido las uñas queremos invocarlo a la luz, al sol. Será quizás la existencia o una fragilidad que nos da miedo o una inocencia que protegemos como si nos protegiera del mundo.

No soy hormiga. No soy ordenada. No elaboro ni cargo en fila india. No tengo disciplina. Dejo que el trabajo se acumule y me distraigo a conciencia hasta que empieza a ser demasiado tarde y entonces hago las cosas de un jalón, empujada por la angustia y la adrenalina de la noche antes. Siempre fue así. Mi vida no es un camino construido metódicamente. Es una languidez tras otra, bajo un disco o la sombra de un libro o la de un árbol y luego tres o cuatro sprints nerviosos y la salvación del último minuto. Siempre, la salvación.

Así que ahora, la respuesta, el camino, la vieja promesa, la promesa que prevalece (porque yo iba a ser bailarina de circo, y luego iba a ser escritora, y luego maestra de primaria pero lo único que sobrevive ahora, como si en la lejanía estuviera contenida la verdad, es el nombre repetido del mismo continente). Y no importa en realidad si acabamos en Zimbabue o sólo en Haití o Guatemala. Queremos la lejanía. Una lejanía al ras de la tierra y el dolor de los hombres. Intuimos ahí una curación. La sabemos. Cerramos los ojos (los abrimos hacia adentro) con la convicción de que eso por lo menos sí lo sabemos. Por lo menos, en esta vida hecha de contemplación y sueños, con sus excepciones como épocas rojas y como noches rojas, buscamos un salto al vacío que nos obligue a volar. Lo más importante es estar sola, lejos de todos los refugios y todos los paraguas, viviendo bajo la lluvia, hasta que el agua nos cale el estómago y el pecho, y nos despierte para siempre.

Así que empiezas por anunciarlo a los amigos, a la hermana, dices, este año. Dices, ya casi. Y ahora lo dices también aquí, para que sea inevitable. Para que cualquier permanencia sea como una afrenta para el honor cuando ya se hizo la promesa solemne de la aventura. Este es el testimonio, la promesa, el juramento. Y ya.
No hay reversa.

viernes, 20 de junio de 2008

sol

Todo azul. Por lo menos hoy. Y mañana también. Y pasado mañana. El lunes ya veremos. No importa si en el inter nos llueve o hace frío. Estos son días para ser ligera y noches para flotar por completo...

viernes, 13 de junio de 2008

el amor y la debilidad...

Dicen por ahí que no hay que enamorarse cuando nos sentimos vulnerables y débiles. No debemos enamorarnos de nadie si estamos tristes. Y los que lo dicen han de tener toda la razón, porque que yo recuerde, esas historias nunca han tenido un buen final, por lo menos en mi caso. Uno está dispuesto a entregar mucho, y hay hombres que tienen olfato para eso, uno tiene cara de víctima, y hay hombres que tienen vocación de victimario, aunque por supuesto todo es inconsciente y no nos damos de topes contra la pared sino hasta muchos meses después, cuando vamos recuperando poco a poco la cordura y las funciones neuronales. Pero bueno, ese asunto de los quereres nunca ha sido una cuestión de botoncitos que encendemos o apagamos si decidimos que sí o decidimos que mejor siempre no. Y la tristeza nos hace propensos a los peores accidentes amorosos, los que nos harán (ay, pero mucho mucho tiempo después) retorcernos de pura bilis y arrepentimiento. A lo mejor, todas las relaciones son asimétricas, unas un poquito y otras un chingo. Pero nadie quiere estar del lado débil, si siempre hay alguien que quiere más y alguien que quiere menos, todos preferimos que nos quieran más, preferimos el lado que sostiene el mango del sartén, el lado que va a salir menos chamuscado cuando todo truene como cáscara de nuez con gusanitos.

Ojalá la práctica pudiera apegarse a la teoría y uno decidira matemáticamente sus operaciones sentimentales: dar sólo en la medida de lo que recibimos, sin números rojos, y sin superávit. Aunque en el fondo, qué hueva.

Hay por ahí una especie rara de seres afortunados que se encuentran mutuamente. Se encuentran. Y saltan al abismo a la cuenta de tres agarraditos de la mano. For better or for worse in sicknes and health por los siglos de los siglos amén; los que se quedan por los siglos de los siglos hasta que la muerte los separa (y no me refiero al matrimonio, sino al amor) son una especie de milagro ambulante, que a las mujeres cursilientas como yo nos refuerzan la esperanza en que el prodigio existe y podemos creer, el túnel está re gacho y ay cómo nos hemos raspado en el camino pero ahí viene, refulgente con toda la luz del final del camino, el príncipe que no sólo nos rescatará en corcel y toda la cosa, sino que envejecerá y nos agarrará de la mano arrugadita y nos mirará todavía con dulzura el rostro canoso y chimuelo y medio senil. Y la tristeza, lo hondo del túnel, nos hace desear un rescate a toda costa. Pero uno en casos así no atrae nunca al príncipe en cuestión, sino con mucha frecuencia a alimañas de la peor especie, corsarios de los túneles emocionales, que se aprovechan de la debilidad para asumir el lado más cómodo y seguro de la relación, son los que se recargan en el sillón y se frotan la panza con el corazón del otro, hasta que se aburren, o hasta que el otro y/o otra reacciona, recupera la lucidez, y los manda cual debe ser a la chingada.

Yo, creo que en mis épocas más tristes cometí simultáneamente y de manera acelerada todos los errores que me cabían en la caja torácica. Y ahora sigo siendo infantil y rosa cuando sueño, pero ya dejé de creer con el fervor de antes en los príncipes. Y dejé de creer en los rescates. Y la neta, pues sí creo que existen los milagros, y en que un porcentaje de los mortales vive amores inmortales, pero las probabilidades de caer en ese grupito selecto son mínimas. Los milagros ocurren por accidente, y le ocurren a muy pocos, y no creo que tengan nada que ver con el fervor con el que la gente les reza para que ocurran. La eternidad es una cosa rarísima, y si llega a eternidad, nunca es perfecta. Pero hay magia. De eso sí estoy completamente segura. La magia entre dos también es un accidente, pero es menos improbable que la eternidad.

Y como todo es accidental, las reglas no sirven para nada. Hay muchas reglas; sé siempre la perseguida y nunca la perseguidora es una de las más universales, sostenida por siglos de cultura sobre lo femenino y lo masculino. En el fondo, creo que no importa. Cada corazón tiene un detonador distinto y estoy casi segura de que las explosiones, las explosiones luminosas, dependen de un conjunto de coincidencias circunstanciales. La luz o la música o la atmósfera de un momento nos favorecen, nos pintan con colores poéticos, nos vinculan a alguna imagen arcaica en la memoria del otro que nos hace parecer irremplazables. Yo por lo menos nunca me enamoro de una lista de cualidades, me enamoro de imágenes, de la impresión general de un momento que se parece a una promesa. Y ya está, es el instante de la caída, una especie de salto mortal que nos atrae porque no hay nada más romántico que lanzarse al abismo en nombre del amor.

Lo malo es que cada raspón y cada fractura sumada a las anteriores nos van haciendo distantes y fríos, y en esas circunstancias la magia no hace acto de presencia. Porque la magia sí debe ser invocada en silencio, y si no la invocamos, llegan otras cosas, pero no la luz que se ocupa para que todo parezca, aunque sea por un instante, insustituible. Uno está cada vez menos dispuesto a dar saltos ciegos, y reemplazamos la fe que nos traicionó una y otra vez por reglas cada vez más pragmáticas, por supersticiones del comportamiento cada vez más rígidas. Las revistas del supermercado están llenas de esas recetas que enumeran, en diez sencillos pasos o menos, el camino adecuado para atraer al hombre perfecto y sostener con él la relación perfecta. Iaj.

Yo, soy cursi. Ando suspire que te suspire. Pero tengo mis horas lúcidas, y entonces no suspiro, nomás sonrío de lado con un poquito de ironía, porque aunque usted, lector uno dos o tres, no lo crea, aunque haya leído usted este blog que es un homenaje rosa a lo rosa, tengo mis momentos de lucidez y de ironía. He conocido demasiados hombres egocéntricos. Y también sé que no todos los hombres son iguales. Sé que la magia es un accidente, y por lo tanto lo mejor que podemos hacer es no preocuparnos demasiado por ella. Hagamos lo que hagamos, la magia aparecerá en el momento en que a la magia se le pegue la gana. No hay reglas. En algún momento, el momento que nos parezca el momento perfecto, vamos a tener que cerrar los ojos y creer. Otra vez. Las mujeres somos así, no nos rendimos tan fácil, tenemos el corazón grandote y generoso.

Todo va a ser perfecto como por tres segundos, y luego tendrá que ser imperfecto. Si la luz que lo detonó todo sigue estando ahí, no importará que a él le huelan los pies o que ella sea horriblemente impuntual. Seguirán ocurriendo los momentos impregnados de poesía o cosas parecidas, como monumentos para la memoria que lo irán sosteniendo todo por un tiempo. Y en la medida en que todo sea más real, será más profundo, en una de esas, cada vez un poco más irrevocable. Y ciegos, cada vez más ciegos y más dulces, seguirán así, balanceándose con el milagro de la eternidad por un lado y la oscuridad sin remedio de la fractura por el otro. Y en esto sí soy irreductiblemente rosa: si estoy dispuesta a saltar no es porque crea que haya muchas probabilidades de salir ilesa, sino porque me cautiva la belleza de las caídas y los vuelos, aunque sean fugaces.

Yo para todo tengo mis discursos. Como éste. En el fondo sí sé que no sé casi nada. Sé poquitisísimas cosas: no te enamores de los egocéntricos, y nunca te enamores cuando estás triste. Lo demás queda en manos del destino o el azar, a los dos les doy chance de jugar con mi futuro.

Estos son momentos vulnerables. Momentos para concentrarme en mi propio rescate. Esos rescates nadie mejor que uno solito para ejecutarlos. Ni modo. Cuando andamos tristes nos carcomen las ganas por un par de brazos robustos que nos abracen y una voz que nos arrulle hasta que se nos pase el berrinche. He ahí la paradoja (mierda). Cuando somos débiles es cuando no nos queda más remedio que ser fuertes, y resistir la tentación del vértigo, con todas sus promesas.

viernes, 6 de junio de 2008

luz

A veces, sólo hay milagros. Niños que sonríen de regreso. Se me olvida que la vida resiste contra el concreto de la ciudad, y que hay gorriones machos danzando para atraer a gorriones hembras, y palomas gordas que susurran sobre sus hijos, y gatos caminando con sigilo por las noches, y libélulas atravesando las avenidas mientras sus alas suavizan el sol que cae en el metal de los coches. Las aves migran de regreso a sus árboles cuando anochece y sus siluetas iluminan los edificios y los tinacos y los anuncios públicos y los cables eléctricos. Aunque a veces, sólo hay crímenes. Niños jaloneados por sus padres. Rostros fríos frente a rostros desamparados, cadenas interminables de pequeños atropellos, y fracturas ejercidas con alevosía y ventaja, jóvenes flacos, limpiando con celeridad los parabrisas de gente que los mira con enojo, y chavitos rompiéndose la espalda contra el vidrio de botellas.


Pero sobre mí (sobre nosotros), el milagro se despliega, clemente, sin límites, la gente que amamos no está condenada todavía, la vemos moverse y reír, sentimos sus manos invencibles entre las manos, sentimos su frente cálida bajo nuestro beso, sabemos que todo está bien, y sentimos ganas de llorar cuando vemos sus siluetas moviéndose a lo largo de una casa que conocemos desde siempre.


A veces me doy cuenta de mi fortuna, y me dan vergüenza las veces en que no me doy cuenta, y sé que ese es mi único crimen pero el más espantoso, cometido en mi contra, y que mis manos están manchadas con espacios vacíos y blancos. Pero a veces no puedo hacer nada, estoy muy cansada como para pelear contra mis propios instintos criminales. Soy culpable del crimen de la limpieza, cuando en realidad quiero manchar mis manos con un poco de mi sangre, con algo más que lágrimas débiles, con el rastro oscuro de muchas noches.


Sin embargo, a veces no tengo vergüenza, sino esperanza, y ni siquiera mi esperanza me avergüenza.


Hubo un tiempo en el que no sabía nada. Ahora tampoco sé nada, pero tengo una promesa. La llevo entre las manos como una niña guarda con cuidado a un insecto luminoso. Es mía. Es una promesa que me hice. Es una promesa a punto de encenderse. Me tengo aquí, lluvia a punto de caer, luz, fresno bajo la tierra y
me aprieto
contra el pecho.

lunes, 2 de junio de 2008

Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Muerta de frío y llena de sal. Colgando por la punta de las uñas, por hilos de sangre adelgazada, de oasis que tiemblan en el desierto, que se diluyen, y desaparecen. Siempre resultan falsos, y son todo lo que tengo. Y aquí estoy, sostenida por hebras frágiles, de todos mis espejismos, como artista de las acrobacias, del trapecio y la cuerda floja, pedaleando el monociclo y jugando con la boca de los leones, ofreciendo el corazón a los paseantes, a los desconocidos.

Yo sé cómo estar sola. En el fondo, nunca he dejado de estar sola. Alrededor de mí está siempre la visión del oasis tembloroso, aislándome, protegiéndome, del mundo. Yo he llegado ahí innumerables veces, he bebido néctares y me he hartado de dátiles, y me he hundido en ojos como ojos de agua, y en pechos como lagos quietos. Ni siquiera cuando, una y otra vez, todo es de nuevo sólo el gusto seco de la arena, ni siquiera entonces deja de ser dulce. Ni siquiera entonces me alejo. Con fe estúpida, con esperanza deslumbrada, sigo creyendo, ofreciendo el corazón a los transeúntes, a los extraños.

Hace muchos días que quiero acurrucarme. Quiero dejar que me consuelen. Que acaricien mi cabeza.

Pero no me estoy muriendo. Estoy al margen del camino, viviendo. Recuperando espejos, cuentas de vidrio, canicas, monedas, piedritas, pequeños tesoros. No soy pobre, lo tengo todo. El cielo completo, encima de mi cabeza, y los bosques de rostros humanos, donde me pierdo cada vez que puedo. El único problema es mi corazón ciego. Corre y se estrella, una y otra vez, embiste las paredes, los árboles, los postes de luz en la banqueta. Una y otra vez, se empeña en creer, y se ofrece al azar, a los pasajeros del microbús, a los vagabundos, a los conocidos de la niñez, a voces sin cuerpo que deambulan en el aire, a rostros indefinidos que aparecen en los sueños.

Hace muchos días que quiero darme a beber.

Nada de esto importa, decirlo tampoco importa. Todo lo que podemos hacer es cerrar los ojos, o abrir los ojos. Llorar si queremos, con nuestras propias cortinas, azules o grises. Orar en silencio, si queremos, o aullar o cantar como locos, si queremos. Pedirle al corazón que por favor por favor por favor se duerma. Que se hunda en un sueño mudo, sin sueños. Que no murmure, que no exija, que nos deje en paz, que se quede callado.

Danos hoy, corazón, el sosiego nuestro de cada día, la tranquilidad de los que no se entregan, y no necesitan entregarse. Los que no quieren volar, y se resguardan, intactos. Los que caminan al ras de la tierra y vigilan sus pasos, y nunca se tropiezan, y nunca se desgarran una rodilla o el pecho, nunca se rompen el alma o los huesos. Danos hoy el desierto sin sed de los satisfechos. Aquellos que se beben a sí mismos, y con eso les basta, y nunca tienen frío, nunca tiemblan, y tampoco tienen fiebre. Danos hoy ese desierto sin espejismos, ese silencio.

Duerme de una vez, corazón. Deja de buscar. Sé un monumento frío. Si quieren venir, que vengan las palomas, los gorriones, les daremos sólo la superficie helada de la piel, los tomaremos con el puño y los dejaremos caer al suelo. Que se quiebren los otros, nosotros, corazón, nunca más nos romperemos. Vamos a ser como una estatua en un jardín, corazón, vamos a dejar que nos admiren desde lejos.

Sin sacrificios inútiles, corazón. Dejemos de latir, dejemos de escribir malos poemas. Concentrémonos en la ciencia exacta de la realidad y los balances, y hagamos transacciones equilibradas con el mundo. Hay que reír, gozar, comer en abundancia, ir a las fiestas, acariciar a las palomas o los gatos que se acerquen. Sin sacrificios inútiles, sin caídas, sin raspones, sin cielo, sin viento en las alas, sin lágrimas. Sin dolores que lleguen de improviso, corazón, esos dolores que nos pueden romper para siempre, por completo. Sin abismos. Sin galaxias. Sin vía láctea. Sin laberintos. Hay que seguir la línea recta de la carretera, sin desviaciones, sin sorpresas, sin caminitos de tierra que nos saquen de improviso hasta el mar. Sin el mar, sólo el desierto, plano, sensato, satisfecho.

Pero mi corazón no escucha. Hace su propia voluntad, no me hace caso. Anda por ahí en el mundo, como víctima propicia, como sacrificio ambulante, tembloroso, agarrado por la punta de los dedos a la imagen de una luna o la promesa de una nube. Murmurando ciegamente el nombre de ciudades.

A veces quiero darle la espalda, por estúpido, pero la mayoría de las veces sólo lo miro con mucha tristeza. No puede ser de otro modo. No quiere morirse, quiere latir. No quiere dormirse, quiere con terquedad que lo dejen estar despierto, con la boca seca, lleno de sal y muerto de frío, a punto de romperse, colgando de palabras murmuradas por accidente, y la visión de la sombra de un ave cruzando el suelo.

Cierro los ojos. Escucho al corazón latiendo con el frío y la esperanza sin raciocinio de siempre. Me gustaría acariciarle y decirle, todo está bien, no te preocupes, yo te consuelo. Pero por supuesto, no puedo. Soy yo la que tiene frío. Soy yo la que anda colgando de ficciones como hilos delgados. Soy yo la que quiere un pecho para recargar ahí la cabeza, rendida.

En el fondo, siempre me he inclinado al bando de los que están vivos, los que sufren por las estrellas, los que se pierden y se mueren sin dejar de buscar el mar.

También sé que esto es lo que dicen los que todavía no saben. Nada. Los que olvidan toda la amargura de los sabores amargos y todo el ácido que remueve huesos. Yo sufrí una vez solamente. Y ya no recuerdo nada. Por eso me inclino a favor de mis latidos, y pienso con ingenuidad en mis alas abiertas. Y sigo queriendo. Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Al primer descuido, voy a dejar que me rompan por completo.

POSDATA

A los que han logrado con éxito arrullar su corazón para dormirlo, y no se inmolan inútilmente, y evitan con cuidado los abismos. A algunos de ustedes, no sé muy bien por qué, los quiero. A los que no vuelan porque les rompieron una por una las fibras de las alas, y es por eso que renunciaron al cielo, y se predican a sí mismos la contención y el silencio. Estaría dispuesta a creer en algunos, los más dulces, los más frágiles, los más cálidos, los más honestos de ustedes. Creo que llevan firmamento interminable, y cúmulos de galaxias, y cúmulos de aves, migratorias, que son valientes y atraviesan muchas veces el mar, por dentro.

Desde lejos. Con esperanza distante. Con mi propia frialdad. Sin cercanía y sin desprecio. Ustedes son el límite de mi corazón (mi corazón es estúpido, pero tiene límites). Sé de antemano que no se van a enamorar de mí. De antemano les digo que no me voy a enamorar de ustedes. Pero les podría acariciar la cabeza lacerada, un momento. Me gustaría decirles (pero qué caso tiene), que la vida es un túnel de luciérnagas breves. Y no hay nada más dulce que el momento en que nos encendemos.

viernes, 16 de mayo de 2008

otra vez

Hoy por la mañana, casi sin pretexto, se aceleró mi pecho. Estúpida. Y la esperanza, ese animal sediento, bebió un poquito de ficciones usadas, como si a la posibilidad le hubiera crecido tierra. A veces me miro objetivamente y me doy un poco de pena, por tanta ilusión tan gratuita y tan rosa. La mayor parte del tiempo sin embargo, yo, como todo el mundo, me miro subjetivamente, desde mis propias trampas, desde todos mis deseos, incapaz hasta la médula de renunciar a las historias que invento, con sus trayectos, apariciones, y coincidencias. Hago esfuerzos honestos por aniquilar ese lado mío, pero en cualquier descuido me gana el lado deshonesto. Casi siempre.

Conforme pasan los años voy adquiriendo mis dosis correspondientes de escepticismo y criterio, aunque a un ritmo más lento que el resto de la gente. Renunciar a la esperanza duele, y a mí, a veces, me duele mucho, y entonces, aplazo las muertes definitivas de los sueños y los dejo permanecer como virus dormidos en el cuerpo. Lo malo es que a la primer baja de defensas los virus despiertan. Se convierten en enfermedades crónicas, y nunca quieren morir de muerte de natural. Hay que asesinarlos, con golpes definitivos, con hachazos. Y yo, carajo, tengo una especie de incapacidad congénita para la violencia y las confrontaciones. No digamos ya con el mundo sino conmigo, con mis vicios secretos, con mis engaños dulcemente cultivados.

La esperanza es un animal sediento. No razona. No dialoga. Nunca entiende. Sólo respira y obedece instintos de sobrevivencia. Cuando le lanzan un hueso, que nunca es ni siquiera un hueso sino la sombra de un hueso, la promesa de un hueso, se abalanza y muerde. Pobre, siempre tiene hambre, siempre le falta algo.

A mí, cuando no estoy en sus garras, cuando no tengo alas sino pies como la gente razonable, me gusta pronunciar decretos. Creo que se parecen a medidas desesperadas pero entre más contundentes, entre más se parezcan a un hachazo, entre más nos acerquen a la ilusión de asesinar a la ilusión, mejor. Y entonces me da por renunciar. Casi nunca renuncio a mis caminos o a mis promesas interiores (esos sueños me mantienen viva, y me gustan). Casi siempre renuncio a personas. Me digo, con porte de verdugo satisfecho: “la idea de A o B está muerta, para siempre, y no hay resurrección posible”.

Pero he aquí que hoy por la mañana, Lázaro.

Lo peor es que esas breves resurrecciones me entristecen. Son como detonar otra vez una caída.

lunes, 7 de abril de 2008

última vez

¿Por qué tengo esperanza? Esperanza. Esperar. Ya no la quiero. A medio camino de cualquier certeza. Tibia, blanda. Es algo que está ahí para mantener los latidos, que nos mantiene latiendo, sólo eso. Es algo menos que aire, menos que sombra. No puede asirse nunca, no se refiere al presente, sino al futuro, que no existe. Es un discurso interno, solamente. Es una evasión. Una más, y a mí me sobran.Quiero contundencia. Ahora. Decisiones definitivas. Fe absoluta.

Se cumplieron todos los últimos plazos, todas las últimas esperanzas para la esperanza.

El último temblor, la última angustia. La sangre circula con su violencia habitual, un poco más rápido a lo mejor, un poco más ligera.