jueves, 7 de agosto de 2008

una sola cosa

No acabo por tomarme ninguna idea seriamente. Pero sí. Hay algo en lo que creo con una fe desbordada como la de los católicos o los marxistas leninistas (los que sigan resistiendo por ahí). Es cursi y es así. Creo en el amor (no vomiten todavía). Es decir, puede uno creer en muchísimas cosas, como la gravedad, y que la tierra gira alrededor del sol, y que hace mucho se levantaron sobre la tierra otros imperios, y eso parece tan indiscutible que no requiere de ningún esfuerzo, nos lo enseñan en la primaria, y lo repetimos muchas veces para pasar exámenes. No hay mérito alguno en aceptar lo que nos inculcan como sentencias evidentes. El chiste de la vida, y de cualquier búsqueda individual, está en las líneas y los dibujos que la gente hace en los márgenes de las libretas cuadriculadas. Está en todo lo impalpable y todo lo improbable. No está, por lo menos para mí no está en los que usan los saberes probados y prácticos para erigir pequeñas torres y pequeños imperios a la medida de la realidad. Está en los héroes trágicos, y en todos los que se atreven a creer en algo que no es incuestionable. Y no me refiero a los del tipo self made man with a dream, porque no me refiero a las ambiciones más o menos egoístas de los que quieren a toda costa ser ganadores en un juego, de acuerdo a las reglas universalmente aceptadas por los jugadores. Yo hablo de algo que ocurre de acuerdo a un espíritu profético o un espíritu de sacrificio. Me gustan los que se las arreglan para creer en alguna forma de prodigio o encantamiento, aunque sea a la manera más objetiva de los astrónomos; cualquiera que viva sorprendido por fronteras inimaginables y por posibilidades infinitas. Y respeto a los religiosos, cuando no hay un espíritu cómodo o autocomplaciente detrás de la fe. Hace poco vi un documental acerca de monjes en una orden, no recuerdo cuál, en Francia, que dedican su vida a la oración y el silencio. No hablan los unos con los otros más que los domingos, se dedican a cantar, a orar, a leer, y a tareas manuales sencillas, como plantar hortalizas, y componer zapatos. La película es lentísima y se llama “En el gran silencio”, y hay que estar en un ánimo muy especial para disfrutarla y aguantarla hasta que acaba, de hecho cuando fui, la mitad de los asistentes abandonaron la sala. Pero a mí me conmovió. Me sorprendió la fuerza de mundos individuales que deben ser muy ricos, para vivir con tanto desprendimiento, tan recluidos en sí mismos, preocupados sólo por lo más profundo y lo más interior en sí mismos. Yo no soy religiosa, no me gustan los dogmas. Pero estoy segura de que esos monjes hacen contacto con lo que sea que buscan contactar, con algo divino o mágico, por eso tienen los rostros que tienen (inocentes y encendidos a la manera de un quinqué antiguo o algo así, alguna luz ámbar y cálida y temblorosa), inmersos en una vida repetitiva y sin lujos, hecha de placeres simples, como darle de comer a los gatos, o comer sentado en el marco de una puerta que da a un patio de piedra, o resbalar jugando como niño por una pendiente nevada.

Supongo que me gusta la fe cuando equivale a algo extraordinario por lo que la gente paga cuotas extraordinarias. A lo mejor, las grandes recompensas corren en dirección contraria a toda sensación de comodidad. O corren en dirección contraria a todas las direcciones, punto. Un ritual que se repite más o menos cíclicamente entre mi papá mi hermana y yo, es ir a caminar a algún cerro, cuando estamos en Michoacán. Si nos da sed en el camino, mi papá tiene la filosofía de que no hay que correr a buscar agua, sino aguantar la sed en la boca, incluso hasta el punto en que empieza a ser un poco dolorosa. Después, les prometo los vasos de agua o las botellas de refresco más deliciosos que hayan probado en sus vidas. Una de las comidas que más he disfrutado fue una especie de dulce de leche que empezaba a perder su consistencia sólida, sin cucharas, con las manos llenas de tierra del camino, al lado de dos amigos, un día que nos perdimos en la sierra y caminamos por horas y horas y eso era todo lo que teníamos a la mano para comer. La gente ahorra para probar las combinaciones elegantes de chefs talentosos en restaurantes caros, y estoy segura de que esas son cenas exquisitas, pero a veces todo lo que hace falta es un poco de hambre y un poco de cansancio, y un dulce de leche camino a descomponerse.

No sé por qué me da por pensar así a veces. A lo mejor es porque las épocas más intensas de mi vida han estado encendidas por un sentido cotidiano de incomodidad o privación que me obligaba a estar despierta. Y todo, entonces, estaba iluminado por una sensación irrepetible y significativa. Y no es que las privaciones signifiquen algo por sí solas, había otros significados abrillantando el tiempo cotidiano de esas épocas, pero también, no hay nada como el hambre para saborear un plato de frijoles, y no hay nada como la ausencia de tele y radio y comunicaciones para perderse por completo en la belleza de un paisaje modesto, una ladera con árboles, un campo con niebla.

Pero a lo que iba hace muchas palabras: yo sí creo en algo a la manera desmesurada en que esos monjes franceses creen en Dios. Es mi concesión, mi margen para una esperanza ciega.

2 comentarios:

Gustavo Abascal dijo...

como el Vacío de Bootes. No somos nada...

Haydeeakin dijo...

Creo ya me tome un poquito en serio una idea, pero no se si deberia tener fe en ella, jaja, ya inaguré el blog. Te mando muchos abrazos, te extraño!!!