lunes, 18 de agosto de 2008

oda sin consecuencias al hombre de la semana pasada

Hace mucho que no sentía esto: entró un hombre a la oficina, para una entrevista con mis jefes, y cuando lo vi, altísimo (los hombres muy altos me atraen de manera irresistible), y sin la cara de oficinista que pulula por aquí, sin corbata, sin traje, sin portafolio, caminando por el pasillo frente a mí, entrando a la sala de juntas, me dolió el estómago, me puse toda colorada de puro enamoramiento súbito. Hace mucho que no me ponía tan nerviosa, casi sin aliento. Entró, estuvo en la entrevista. Cuando salió decidí, muerta de pánico, seguirlo hasta la planta baja con cualquier pretexto, sólo para acompañarlo en el elevador, pero hubo una pausa indecisa, y cuando salí al pasillo escuché el sonido de las puertas mientras se cerraban. No sé nada sobre él. Si el destino existe, no importa. Pero si no existe (y estoy casi segura de que no existe), a lo mejor esa brevísima pausa antes de salir de la oficina representa una distancia insalvable entre dos futuros posibles. En uno, yo iba a llegar al elevador antes de que se cerraran las puertas, y ese era el primer eslabón en una larga y significativa cadena de acontecimientos. En el segundo, no llegué a tiempo, bajé, no lo vi en ningún lado, regresé a mi lugar, y me sentí triste, como si acabara de despedirme para siempre de algo dulce y extraordinario. Mi corazón se sentía como si acabara de recibir una de esas cargas eléctricas con las que resucitan a los recién muertos, pero poco a poco fue recuperando su ritmo habitual, sin taquicardias, y en paz. (Pinche paz)

También puede ser por supuesto, que esta historia no tenga ninguna importancia, porque él es un feliz hombre casado, o un hombre enamorado sin remedio de una hermosísima mujer, alguna rubia de ojos azules 90 60 90 con la que no tengo posibilidad alguna de competir, o simplemente, lo que sea que ocurre cuando dos personas se encuentran no iba a ocurrir entre él y yo, aunque hubiéramos compartido el elevador y otras cosas, y la ola de calor que sentí cuando entró a la oficina es apenas un síntoma hormonal.

Pero de todos modos podría llorar, de puro cansancio, no frente al mundo sino frente a mí. Soy agnóstica con respecto a la idea del destino, pero cada vez me inclino más a no creer. Me parece que las vidas que vivimos no son conjuntos ordenados de acontecimientos, ni las proyecciones de alguien o de algo sobre nosotros, y que quizás lo más importante ocurre, no en las grandes decisiones, sobre las que reflexionamos, sino en nuestros instantes más irreflexivos. Ocurre en las pequeñas pausas indecisas o los arranques audaces de los que se echan a correr y no se detienen hasta que ya se sienten cayendo hacia el vacío, o hacia la diminuta incertidumbre de un elevador.

Y mi redención privada, la mía, ante nadie, sólo para mí, no depende de ninguna idea y ninguna certidumbre y ninguna esperanza y ninguna fe. Depende de mis saltos, al vacío.

1 comentario:

Gustavo Abascal dijo...

Abrir y cerrar puertas. Hay más posts por acá. Nomás aviso.