jueves, 28 de agosto de 2008

carta a los reyes magos, o a los magos de cualquier tipo

En cuanto un príncipe aparezca, ya sé cómo lo voy a reconocer:

* Será el poseedor de una seguridad serena. Es decir, será fuerte sin necesidad de aspavientos. Será de esos que sientes cuando están, en el espacio, sin necesidad de que hagan ruido o digan algo. De los que no pierden fácilmente la compostura, no hacen berrinches, ni necesitan ser todo el tiempo el centro de atención, y mantienen la calma en medio de las tensiones, y dan la impresión constante de refugio, brazos y espalda para fortificarse en ellos y resistir las tormentas, y el frío, y las tristezas, o la angustia. Con la fuerza de los que no necesitan presumir que son fuertes, y no necesitan asestar golpes sobre alguien más débil. Una gravedad silenciosa, que atrae sin necesidad de adornos, o llamados.

* Será cálido y generoso y ejercerá cotidianamente una conciencia que lo vincule de muchas formas al mundo. Será capaz de mirar y sentir a los demás, porque estará interesado, porque le gustarán los enigmas humanos, y los enigmas cósmicos. Es decir, no vivirá con los ojos cocidos al ombligo. Es decir, a su lado habrá diálogos en vez de monólogos, en los terrenos del espíritu, o los de la carne.

* Será muy intenso y muy vital. Disfrutará la música, la comida, los viajes, o los libros o el cine o los encuentros o una idea. Se entusiasmará hablando de algo, defenderá acaloradamente un nombre, una canción, o una postura.

* Será inteligente, y sensible.

* Será íntegro. Sin discursos, a la manera dulce y sin estrépito de León Muichkine, el príncipe idiota, porque no puedo concebir un príncipe que no se parezca en algo a ese príncipe.

* Tendrá sentido del humor, a veces ácido y corrosivo y negro y afilado; a veces infantil y bobo.

* Será impulsivo y valiente. Creativo y flexible.

Y además de todo lo anterior, hay otras cosas que un príncipe puede tener o no tener, cosas que me derriten: me derriten los hombres que bailan, y no precisamente los que bailan salsa porque se aprendieron los pasos y los giros, sino los que brincan y agitan la cabeza porque están disfrutando una canción. Me derriten los hombres extrovertidos y alegres (a lo mejor porque yo soy más bien muy tímida). Me derriten los hombres altos. Me derriten las manos grandes. Me derriten los hombres que andan en bicicleta. Me derriten algunas patas de gallo producto de algunas sonrisas, en algunos hombres. Me derriten ciertos timbres de voz, me derriten las voces graves cuando se llenan de matices protectores, o cuando se enronquecen ligeramente por un impulso voluptuoso, me encanta la forma en que cambia una voz varonil cuando le habla a una mujer que le gusta. Me derriten los hombres que hacen chistes tontos y se burlan de sí mismos.

Según esto, porque, por supuesto, el amor es otra cosa, y nunca es una lista de cualidades, y nunca depende de las buenas o las malas notas, y las palomitas en el examen o la estrellita dorada en la frente.

Sólo estoy repasando la lección, como niña aplicada, dos por uno dos señorita profesora, seguridad serena más sentido del humor igual a príncipe, sobre todo si se le multiplica por voz grave y carácter abierto, y se le resta el egoísmo, y uno más uno dos.

Chingá. Yo no sé por qué me obsesiona una poesía tan azarosa y tan impredecible. Debería coleccionar estampas o piedras de colores, y en lugar de eso. En días como hoy, de pronto, muchas ganas de poesía, aunque sea una sola línea, contundente. Aunque sea una silueta lejana, o un sueño, para soñar con él.

Creerán ustedes que estoy así porque no hay príncipes. Pero no es cierto. Los hay, los veo to-dos-los-dí-as, felizmente casados, felizmente enamorados, o fracturados y decididos a no enamorarse de nadie, nunca. Si todo fuera cuestión de calificar a los hombres de acuerdo a un examen universal, a lo mejor todo parecería menos imposible. Pero la magia siempre ha sido otra cosa, a veces una lengua azul (no me pregunten cómo), a veces los ojos cerrados de alguien que cierra los ojos para oír una canción que le gusta, a veces alguien silbando, o alguien balanceando de cierta manera la espalda, o la impresión de un cuerpo esbelto y muy alto, a mi lado, o los tonos a veces un poco más roncos de una voz, a veces todo lo que hace falta es la línea de un cuello y una piel blanca enrojecida por el sol y el espacio en el que inicia la nuca, de alguien, alguien que por ejemplo, huele bien sin oler a perfume, y está limpio sin ser pulcro, y no se rasuró esa mañana.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Espero que tu grito al viento sea recogido por un ser sensible y amoroso; por un príncipe. Agradezco tus palabras que permiten vislumbrar un poco de esperanza, y que me hicieron recordar esta noche la palabra princesa.

Gracias, princesa. Algún día, la vida, quizás.