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martes, 29 de noviembre de 2011

Nostalgia

Desde acá, el trabajo se come inexorablemente espacios que deberían estar reservados sólo para la vida (aunque empujemos con los codos para llenar de vida nuestras horas asalariadas), y se nos tienta con la promesa de la estabilidad: una casa o un departamento propios, viajar con frecuencia (viajecitos cortos los fines de semana, viajes a otros países en las vacaciones), a lo mejor un coche, definitivamente dos habitaciones, y ventanas, y un balcón para fumar y mirar a la ciudad desplegándose abajo, comprar holgadamente libros o ropa o música o lujitos gourmet de supermercado, vino tinto o blanco, hijos (dos), un gato, conciertos y festivales, cenas en restaurantes una o dos veces por semana. La estabilidad aparece claramente asequible (o quizás es un espejismo, como casi todo), y el camino está, ahí, si uno se esfuerza en conseguir los diplomas y la experiencia necesarios, puede uno acceder a calidad de propietario, clase media, y haciendo algo disfrutable además, algo con un sentido profundo, una ocupación que llene cotidianamente los viejos anhelos del alma, esos quejidos suaves, esos reclamos que son invariablemente lo mejor de uno mismo. Todavía pienso en África (siempre), los mejores días, los días que estaban más cerca del mundo y de la vida, en mi historia, han sido los días que se parecían a África, a lo que sea que África evoca en mi cabeza. Son días cubiertos de polvo, días incómodos, días que exprimieron todo su jugo y en los que hubo que usar la fuerza entera de los brazos, la columna, la frente, el sudor de la frente y la cabeza y el corazón. Días impredecibles en los que lo más difícil era predecir el minuto en el que vendría la iluminación siguiente, un momento de belleza absoluta y absolutamente simple, un árbol y el sol entre las ramas, o seguir la figura de alguien más a través del bosque, o asistir a la generosidad, a los actos de generosidad de las personas. Días sin prestigio, sin dinero, días tejidos humildemente, con toda la luz del mundo.

¿Tiene razón Mafalda y si uno no se apura a cambiar al mundo entonces es el mundo el que lo cambia a uno? No se trata ni siquiera de renunciar a África, porque el sentido de esa imagen está en todas partes incluidos los países ricos y aquí también hay barrios donde viven los migrantes o los desempleados o los adictos. Tampoco se trata de renunciar al sentido de la felicidad (estar en el mundo, estar despierta en el mundo). Se trata de renunciar a una felicidad que llega en arranques violentos, a una felicidad que ocurre en los filos agudos, cortantes, de la vida. Una felicidad junto a un precipicio. Tengo ganas de México, tengo ganas de África, me retuerzo de impaciencia en esta geografía que se enfría con el invierno y en la que no hay de otra más que ser pacientes, sobrevivir mientras tanto aplicadamente, hacer lo que hay que hacer para pagar la renta (como todos), mientras trazamos las rutas que nos saquen del principio del laberinto. El espíritu se las arregla por lo pronto con dosis casi obsesivas de Radiohead, y Roberto Bolaño (Nocturno de Chile), y Julio Cortázar (Modelo para armar), y se siente bien leer en español, escribir en español en el día libre escuchando una y otra vez las últimas 4 canciones en “The King of limbs” mientras afuera llueve y las calles se enfrían cada vez más y aquí hay aire acondicionado y café con mucho azúcar. Lo único que se parece al precipicio, ahora, es que nadie ha dicho todavía la última palabra, el futuro espera a que lo adivinemos, secreto, paciente, el futuro no está dicho aún pero ha existido desde siempre, un camino mío que quiere ser revelado, como un mensaje con jugo de limón que espera a que le acerquen una flama.



sábado, 30 de octubre de 2010

allá abajo en el hueco en el boquete, nacen flores por ra-mi-lle-te

Se nota la diferencia entre quienes son de la Ciénega o los ranchos cercanos, y los que llegan de fuera a trabajar en las huertas de aguacate. Hay códigos implícitos, maneras de respetarse, maneras de mirar y de saludar y responder a los saludos. ¿Creció usted, amable lector cobijado por un código, por un lenguaje que no necesita hablarse? ¿Tiene usted raíces que lo atan a la belleza de un paisaje, la cadencia singular de unas calles, un ritmo pautado para el transcurrir del tiempo? En las orillas de los centros del mundo, en todas las orillas, la gente se cría bajo un paisaje, callecitas, callejones, abuelos y abuelas, camiones traqueteados anunciando productos de belleza a través de megáfonos prehistóricos, fervores y fiestas, peregrinaciones y santos. La gente en esas orillas tiene un lugar en el mundo, es un lugar dibujado claramente bajo las nubes y bajo las estrellas, es un lugar con coordenadas y símbolos irremplazables. En los centros se difuminan las coordenadas, se difuminan las raíces y las familias, la vida se ordena y se silencia, no hay música en las calles, las casas están pintadas con colores pálidos, casi mudos, y en los centros neurálgicos veloces todo se compra o se paga, se trabaja febrilmente para consumir febrilmente, la gente no tiene un lugar en el mundo, apenas tiene, con suerte, una imagen, que debe esculpir y re-esculpir de acuerdo al dictado del último anuncio en las revistas de moda . Lo único que le da sabor e identidad a esas ciudades de marquesina son sus propias orillas, sus migrantes, la gente que llega cargando sus códigos y sus recuerdos y sus perfumes y su música, y también aquellos que con libertad creativa se salen del eje para ser otra cosa, algo más parecido a ellos mismos. Con una especie de ceguera hostil, vueltos permanentemente hacia sí mismos, presos de una compulsión aséptica, hay quienes quieren imaginar su mundo como una línea suburbana que sea la repetición de sí misma en todas partes, casitas iguales, porches iguales, jardines frontales bien podados. Las reglas de la frontera dictan: productividad, corbata, portafolio, y de preferencia, dinero. Si por el contrario no tiene usted mucho más que ofrecer que la riqueza de sus colores y sus canciones, apriete los dientes. Ojalá no hubiera desesperación en las orillas, y la gente no tuviera que irse nunca a tocar la puerta de esas ciudades blancas, para que haya quienes los miren con desprecio, con racismo. Aquí estoy también, tocando la puerta. La única razón por la que me siento atraída hacia Toronto es porque está llena de migrantes, y gracias a eso, una vida y un alma le corren en las venas. Si no fuera así, encontraría insufribles el invierno y los horarios y las calles silenciosas y bien vigiladas.


Llegó nueva carta de la oficina de migración canadiense. Quieren más fotos de J. y yo en Canadá, y quieren alguna prueba escrita de que vivimos juntos, como una cuenta conjunta en el banco, o un contrato para rentar una casa. Esto último es imposible (y, chingá, ellos lo saben) porque nunca fui residente, y no tenía derecho a abrir cuentas de banco o firmar contratos. Fotos de J. y yo con alguna imagen reconocible de Canadá en el fondo hay muy pocas, porque nos gustaba tomar fotos de las escenas y los paisajes, pero no somos de los que se andan retratando enfrente. Había fotos con el invierno y la nieve, pero el primer día que regresé a la ciudad de México me asaltaron y junto con la cámara perdí imágenes que no había descargado en ningún lado. Apretando los dientes con coraje, ya les enviamos mails privados, todo tipo de fotos en las que aparecen también nuestros amigos y nuestras familias, radiografías, pruebas de orina, currículum detallado. No es suficiente. La carta dice que si no envío esas pruebas en los próximos 30 días, mi expediente será evaluado tal y como está, y corro el riesgo de que mi petición sea rechazada. Cuánta impotencia. Tengo ganas de decir, quédense con su pinche frontera, y su país (tan despoblado, además), que yo, desde siempre, tuve el mío, y ahí, hay abundancia de cielo, hay sol todo el año, hay fiestas y misterios, hay tradiciones y cuetes, hay procesiones y música, hay paisajes y hay, en cada comunidad y en cada barrio, un lenguaje cifrado. Sólo espero que mi esposo y yo podamos estar, el uno para el otro, por encima de la angustia y el desgaste y la espera.

Después de la descarga encorajinada, aquí les dejo un videíto. Calle trece no me hace muy feliz, pero esta canción, sí que sí.

https://www.youtube.com/watch?v=B0cVKmkYamU

sábado, 13 de febrero de 2010

Si nos pusiéramos dramáticos (y eso a mí nunca me ha costado trabajo), y si además nos pusiéramos románticos (y me pinto solita para eso), y si tendiéramos ligeramente a la exageración de las cosas (pero sólo ligeramente), podríamos decir que él es mi Romeo, y yo, por supuesto, su Julieta. Que los Montesco son los países del primer mundo, los que se pueden dar el lujo de ser "receptores" de inmigrantes, y los Capuleto son los países del tercer mundo, a donde la gente no llega, sino desde donde la gente se va. Los dos grupos de personas, no es que se odien a muerte (más bien sucede a veces que no se odian en absoluto), pero no se supone que deban mezclarse. Por lo menos, eso dicen los Montesco. No se trata de una guerra declarada abiertamente, pero es, de todos modos, una guerra. La abogada se lo explicó claramente a J: si yo tuviera un pasaporte europeo, o gringo, las cosas avanzarían con gran rapidez y sin mayores contratiempos. Pero mi pasaporte es mexicano, estoy marcada irremediablemente con la marca de los Capuleto, los subdesarrollados del mundo, y eso me hace culpable de varios crímenes hasta que se demuestre lo contrario: que me caso por interés con un canadiense sólo para obtener la ciudadanía de un país que desde mi territorio violento y empobrecido se debe ver más o menos como el equivalente al paraíso, que sólo quiero abusar del gobierno para alimentarme del welfare, que llego como parásito de última calidad a contaminar un país de gente trabajadora y gracias a eso, próspera. Lo que se trasluce detrás de los argumentos y sobre todo detrás de las políticas migratorias es el convencimiento de que la gente ha de ser pobre porque no trabaja. La gente pobre ha de traer encima algún defecto cultural o congénito, y hay que escanearla cuidadosamente antes de permitirle franquear fronteras: que demuestre con pelos y señales qué ha hecho en los últimos diez años de su vida, que muestre todas sus credenciales, que no tenga antecedentes sospechosos, que no le duela ni una muela, que muestre su cartilla con todas las vacunas que ha tomado para protegerse de la pobreza, esa pandemia. Y que se inmole, frente a nosotros, por lo menos un poquito, que llore un poquito, que suplique un poquito. Que no se le ocurra opinar, decir por ejemplo que el proceso le parece injusto y desde cuando a acá las familias no tienen el derecho inalienable a estar juntas, porque entonces le ponemos un tache al expediente y lo mandamos de regreso al fondo de la torre interminable de carpetas. ¿Es usted Capuleto? Entonces entienda claramente que esta es nuestra fiesta, y usted no está invitado. Usted no tiene derecho a franquear las puertas de esta casa ni siquiera disfrazado, si usted quiere intentar la peligrosa alquimia que pretende transformar su devaluado plomo por nuestro brillante oro, entonces entienda de una vez que no tiene derecho a hacerlo, el amor no lo redime ante nosotros, hínquese, pague sus cuotas, llene todos los espacios en blanco de los cuestionarios, calladito se ve más bonito, y dentro de uno o dos años, si lo encontramos libre de toda culpa, si nos demuestra que es Capuleto más por accidente geográfico que por vocación verdadera, entonces lo dejamos entrar. Después de todo, somos buenas personas.

Que conste que no hablo de los canadienses, sino de su gobierno. Si algo me gustó de Toronto es la forma en que la gente no alzaba las cejas cuando me oía platicar en español, porque el de al lado platica en mandarín, y el de más allá en punjabi. Nunca me sentí extraña, en una ciudad tejida con extraños de todas partes. De hecho, lo que recuerdo son actos de una amabilidad deslumbrante ejecutados por extraños, hacia la extraña que era yo, en las calles, en los autobuses, en los pequeños supermercados.

En realidad, lo que está jodido no es ni siquiera el gobierno canadiense, sino el mundo.

Como explica Zygmunt Bauman (a quien he leído casi obsesivamente en las últimas semanas), el mundo está dividido por la movilidad. Los ricos tienen derecho a moverse, sin interrogatorios de por medio, a través de todas las fronteras y todas las aduanas. Tienen derecho a abrir compañías en países del tercer mundo para pagar salarios ínfimos y contaminar sin obstáculos legales los lagos o el subsuelo; si los trabajadores encuentran el trato injusto y se alebrestan, si el terreno ha sido explotado y contaminado más allá de todo remedio, entonces los ricos del mundo tienen derecho a recoger sus cachivaches e instalarse en algún otro país todavía más pobre y todavía menos regulado. Los pobres, están condenados a quedarse, junto al lago contaminado, bebiendo el agua infecta, y sin empleo.

Los pobres no tienen derecho a la alquimia que los transforme en habitantes de otros mundos (si nacieron en el tercero, en el tercero habrán de morir). Pueden intentarlo si pagan el precio incalculable de la ilegalidad. Puede ser que se mueran en el intento, mientras cruzan una frontera cada vez más vigilada. Puede ser que no vean a sus seres queridos hasta dentro de una o dos décadas. Puede ser que no los vuelvan a ver.

Mis encuentros dramáticos con esa realidad no fueron en Canadá, sino en los municipios de Pátzcuaro, Tiquicheo, Tzitzio, en Michoacán. Una vez, cuando era maestrita de primaria en "Las Palmitas", me tocó caminar detrás de un hombre que se iba despidiendo de todos, cargando una mochila y una chamarra azul, ya de camino al otro lado. La gente le estrechaba la mano y le decía que le vaya bien, y él respondía, Dios lo escuche, con una voz oscurecida por la incertidumbre y por una esperanza kamikaze. Cada apretón de manos y cada despedida estaban cargados con la solemnidad de los gestos que ocurren, por ejemplo, bajo el techo sagrado de una iglesia. En el interior de una casa de madera, a las faldas de una montaña todavía profundamente verde, una mujer lloraba de angustia. Mientras fui maestra rural, me encontré con muchas mujeres así, que lloraban frente a mí porque no sabían si sus maridos o sus hijos iban a cruzar, o regresar, algún día. Es que "ahora les disparan como si fueran venados", me decían, en tiempos anteriores al 11 de septiembre, y el muro fronterizo. Una de ellas me explicó con la voz hecha pedacitos que habían metido a su hijo a la cárcel en Estados Unidos, y que le llegaban cartas de él, pero que a él las cartas de ella no le llegaban, y no tenía forma de decirle que ahí seguía, al pendiente, queriéndolo.

Llevo menos de un mes lejos de J, y ya me encuentro desmadejada por el insomnio. Es que, la mera verdad, para la gente medianamente normal y medianamente egoísta, como yo, las tragedias ajenas siguen siendo ajenas hasta que nos tocan, aunque sea tangencialmente. Tenía que enamorarme de un canadiense y cometer el error de casarme con él en México, para entender todo el peso de las fronteras que nos dividen en buenos y malos, Montesco y Capuleto, ricos y pobres, deseables o indeseables. Tenía que enfrentarme con incredulidad absoluta a que me dijeran, usted no tiene derecho a visitar a su esposo, hasta que le demos la residencia, si es que se la damos. Le dicen lo mismo a las madres que tienen a sus hijos pequeños en otro país, y a los hijos que quieren llevar a Canadá a madres o padres ancianos y débiles, y si se les mueren en el camino de la espera, pues ya ni modo. Si son Capuleto, por supuesto, si vienen de países como Ecuador o Polonia. Si son Montesco, si vienen de Inglaterra o Francia, entonces es probable que ni siquiera necesiten una visa para entrar al país. Cada quien carga con la marca imborrable de su apellido, expuesto ahí, claramente, en el color de su pasaporte.

Por eso es que ahora, en un blog dedicado a los tropiezos románticos de una mujer que tiende a soñar en exceso, aparecen por primera vez (y demasiado tarde) palabras como ricos, y pobres, al más puro estilo chairo. Lo que hay debajo no es compromiso político, ni siquiera ideología. Sino una realidad que duele porque de pronto, sin que uno lo creyera posible, se hizo cercana.

J me telefoneó hace rato, para explicarme los resultados de su entrevista con una abogada experta en asuntos migratorios. Resulta que no tengo derecho a visitarlo, ni por razones humanitarias, porque el amor no es una razón humanitaria de peso. Pero él sí tiene derecho a venir para acá. Y él, sin dudarlo, se viene para acá, conmigo, a México. Después de todo, él es mi Romeo, no faltaba más. Esperemos sólamente que el símil termine antes del desenlace trágico propuesto por Shakespeare.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Nos casamos con increíble ingenuidad. Hasta ahora voy aquilatando lo estúpidos que fuimos. Pensamos que estar casados nos daba el derecho a estar juntos (¿no es para estar juntos que la gente se casa?). Pues no. Para el gobierno canadiense, no. El proceso para obtener la residencia tarda entre año y medio y dos años. Yo pensé que podía decirles: estoy casada, quiero tramitar la residencia, y quiero estar con mi esposo mientras el trámite concluye. Pues no. Hasta entonces, tengo que quedarme en el país, y él tiene que estar en Canadá, probándole a su gobierno que trabaja y puede mantenerme. O sea que tampoco tenemos derecho a estar juntos en México. Yo ya sabía, porque todo el mundo sabe, que oficiales gubernamentales nos iban a entrevistar innumerables veces para asegurarse de que nuestro matrimonio es real y no un arreglo por conveniencia, sabía que iban a meter su nariz hasta los últimos rincones de nuestra vida privada, y la idea nunca me hizo feliz pero entendí que era una manera de asegurarse de que no haya fraude, porque los fraudes son comunes.

Esto no lo entiendo. Me parece tortura emocional sin sentido. El gobierno canadiense no gana nada manteniéndonos separados, y mientras tanto, nosotros perdemos un chingo. J. habló con gente de una ong que ofrece asesoría gratuita (porque además, no tenemos dinero para abogados ni nada parecido), y le dijeron que mi opción más factible era pedir el derecho a visitarlo por razones humanitarias. Si me encuentro con alguien compasivo, me dan el permiso, si se levantó de malas esa mañana, estamos jodidos, y no nos queda de otra más que apretar los dientes. Si me dan el permiso, puedo estar con él por algo así como dos meses, los restantes 8 o 12 o 15 meses, los tengo que apechugar de nuevo lejos de mi marido. Así como usted hay millones, usted nomás sea paciente, es un proceso frustrante. Eso le dijeron.

Si no estuviéramos casados, tendríamos más posibilidades de estar juntos.

Yo ni siquiera quiero ser residente. Yo no quería vivir en Canadá. A mí me gusta mucho México. Así, jodido, país de la periferia, del tercer mundo. Yo lo único que quería, desde el principio, era estar con mi esposo.

Tengo insomnio desde que se fue. No puedo dormir sin sentir su cuerpo a mi lado.

viernes, 15 de enero de 2010

mo-no-te-má-ti-ca

Pues resulta que sí, que yo, quien alguna vez dije que desconfiaba del matrimonio tanto como del capitalismo o los dogmas religiosos, me casé. La boda ocurrió tan vertiginosamente como todo lo demás el año pasado. Se planeó en dos semanas. La noche anterior todavía estábamos mi familia-ángel, amigas-ángeles, mi hermana-ángel, y yo, pelando zanahorias para la cena, y cosas parecidas. Todo se arregló (como siempre) a última hora, y a final de cuentas J y yo tuvimos nuestro momento mágico para prometernos el corazón, el uno para el otro. Me la pasé muy bien. Me sentí muy agradecida por la presencia tangible de mis ángeles guardianes de carne y hueso. Sentí que fue la celebración perfecta para el amor, que es, a fin de cuentas, algo que vale la pena celebrar.

Así que yo, mujer desconfiada, que iba adormecida en las corrientes del mundo, sin asirme a una ideología, ni una religión, ni una superstición, ni una teoría científica, ni una corriente académica, que me sentaba todos los días en el cubículo de una oficina pensando en la belleza que se enciende brevemente, en los espasmos luminosos de las luciérnagas o el cielo, y que a veces, cerraba los ojos fervorosamente para desear el amor, y creer en el amor, como el personaje más rosa de la más rosa de las novelas, me encontré, de pronto, y de una vez por todas, practicando esa fe indecisa con la convicción de los discípulos o los profetas. Con los ojos muy abiertos y el cuerpo adolorido por el esfuerzo.

A lo mejor, otros iniciados están de acuerdo conmigo en que ese es apenas el principio, que el amor es luminoso y agridulce, y que para sobrevivir tiene que ser un amor en guardia, que demanda la mejor versión de nosotros mismos, casi siempre. Lo fundamental ocurre en secreto, en la determinación silenciosa de seguir amando cuando al otro se le caiga el cabello y luego los dientes y la piel se le llene de pecas, seguir amando todos los días el retrato completo y cambiante, imperfecto, después de que la realidad haya cincelado toda la superficie para mostrarnos la otra belleza, profunda y claroscura. Mientras uno esta ahí, igual de desnudo, esperando también que nos acepten y nos quieran de todos modos. Sin cuentos de hadas. Todo lo contrario. Y a pesar de eso, un chingo de esperanza, mientras nos dejamos dominar por la ternura, y la empatía, para resistir la irritación y el cansancio alimentándonos con poesía cotidiana, tejida con minutos, diálogos y silencios, sutiles actos de magia, sombras y aleteos, la alquimia perfecta que transforma a la cercanía en más cercanía.

Él tomó un avión de regreso a Canadá, ayer a las dos de la tarde. Se abre así (por segunda vez) una distancia física impuesta sobre nosotros por las burocracias respectivas de nuestros países. Esta vez, no sé exactamente cuándo voy a poder alcanzarlo allá, en su región fría y suave bajo la sombra de los árboles y los parques, porque todo depende de un montón de elementos que no puedo controlar, incluyendo el buen o mal humor de un montón de oficiales de gobierno. Ahora no queda de otra más que ir purgando la distancia, un día a la vez, un minuto a la vez, hasta que se acabe. Y no tengo derecho al dramatismo porque como siempre, estoy aún en alguna orilla más cómoda y más fácil. He pensado mucho en las esposas de los migrantes ilegales que cruzan la frontera arriesgando la vida, y que no regresan sino hasta después de varios años, cuando sus hijos ya están grandes, y ya no los conocen. Y las esposas de los soldados, que no saben si les va a regresar un hombre vivo o muerto, y qué tan herido o incompleto.

Comparar las desgracias propias con desgracias mayores ayuda con la perspectiva pero no mucho, porque a fin de cuentas uno es muy egocéntrico y acaba gravitando alrededor de su propio conjunto insignificante de dificultades - el sufrimiento nos vuelve egoístas, escribió Chejov en uno de sus cuentos; guiño-guiño para Haydeéakin Skyfire quien me lo platicó una vez con el entusiasmo que define a esa mujer cascabelito.

En fin en fin. Si el año pasado lo que hice fue saltar hacia el vacío, echando la cabeza hacia atrás y relajando las manos, el año que comienza requiere de que incline la cabeza como los toros a punto de la embestida, resistiendo el golpe del viento, poniendo un pie delante del otro cuesta arriba hasta que la cuesta se suavice, y nos deje descansar.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Estoy de regreso.

Despedida en el aeropuerto, ojos húmedos. El mundo era blanco y helado por mucho tiempo a través de la ventana del avión. Poco a poco hacia el sur reapareció la tierra parda y hubo todo tipo de cosas, lagos enormes y azules y ríos que eran líneas inmóviles y sinuosas. Me fascinaban las casas solas a la orilla de un bosque o un campo o cualquier inmensidad y apenas podía imaginarme las vidas de esas personas en el centro del mundo y lejos de todo. Compartí la ventana con un niño de cuatro años que se emocionaba con los lagos y se decepcionó porque no había barcos de papel flotando encima. Yo sólo adiviné a medias acerca de la geografía debajo, pero creo que reconocí a México de inmediato por una sensación desordenada y libre en los trazos humanos sobre la superficie del planeta. Montañas. Una línea de humo, un bosque en llamas. Luego, la ciudad. Más infinita que el lago Ontario, casi tan interminable como el mar.

De pronto, de nuevo, en mi ciudad. Todos hablando español con acento y gestos como los míos. Las pequeñas idiosincrasias de nosotros, evidentes en la manera en que dos azafatas murmuraban con complicidad femenina algún chisme, algún drama.

Bienvenida, abrazos. Yo estaba despierta casi desde la noche anterior y veía a la ciudad desenvolverse enfrente desde una burbuja adormilada, incrédula. Se desplegaba la violencia del contraste y la distancia que separa al invierno blanco de este invierno violeta y tibio, y al primer mundo con sus cortes limpios y sus árboles abundantes, sus porches y su simetría, de este mundo pobre, casas feas y cuadradas apretándose entre sí a lo largo de calles pelonas, tendederos en los techos, tinacos de concreto. Una sensación sucia y picante en el aire. Y luz, sol, jacarandas.

La casa de mi abuela. Taquitos de rajas con crema, y aguacate, y una cerveza, y la gloria.

Decidimos ir al cine (yo llevaba cuatro meses de abstinencia) y vimos “Benjamin Button”, y yo estuve de acuerdo con Benjamín cuando regresa a su casa luego de un viaje prolongado y encuentra que todo es igual pero él es distinto, así que nada es igual. Hay una secuencia (de mis favoritas) en la que se teje azarosamente una colisión que inicia cuando una mujer olvida su paraguas. Vi la colisión en la pantalla sin saber que iba en camino a mi propia colisión y quizás todo empezó con un olvido o una indecisión tan insignificante y tan significativa como la mujer y su sombrilla.

Salimos del cine. Fuimos a un cibercafé y le escribí a J. quien ya me había escrito la mañana de ese día, desde su paisaje blanco y frío.

Caminábamos hacia el metro y nos salieron 3 adolescentes en bici, con pistolas. Cortaron cartucho. Se llevaron la cartera de mi hermana, con el dinero que ella tenía para regresar a Michoacán, y se llevaron mi cámara. La cámara era mi único lujo, mi única evidencia tangible del tiempo transcurrido y las horas trabajadas. Yo pasé meses solitarios caminando en aquel mundo nuevo y lo único que hice fue tomar fotos. Las fotos estaban en la memoria de la cámara y no las había descargado en ningún lado así que se perdieron para siempre.

Apenas 5 horas de regreso en México ya no tenía nada. Era romántico pensar en que iba a ahorrar dinero suficiente para África y que iba a hacer toda una tesis mientras trabajaba seis días a la semana. La verdad es que sólo regresé con mi cámara, mis fotos, y dinero suficiente para regresar en el verano y abrazar a J., otro rato.

Ahora sólo tengo mis cicatrices. Y cuando lo pienso, cicatrices eran lo que yo quería. La certeza de que he vivido, que me tembló el pecho, que algunas veces se me aceleró el pulso y se me hincharon los pulmones como las velas de los barcos sobre el mar.

Estoy triste. Me falta J. Me duele México, su violencia, su crisis, sus chavitos de 16 años cortando cartucho, nerviosos.

No sé en qué medida soy distinta. El viaje se irá sedimentando en mí y yo entenderé poco a poco. Ahora el agua está todavía revuelta y la ola que me revuelca sigue rompiéndose.

Creo que toqué la realidad. Toqué el anti-romanticismo desde mis ojos permanentemente románticos. Toqué la imperfección claroscura y punzante de todas las cosas.

Ni siquiera el amor es romántico ahora. Mi historia de amor ha sido desde el principio casi tan triste como ha sido dulce y hermosa.