jueves, 17 de mayo de 2012
“Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil.”
martes, 17 de marzo de 2009
Domingo y lunes
lunes, 1 de diciembre de 2008
La intensidad y la magia de lo que ocurrió sólo me pegaron después. Todo el domingo, y ahora todo el lunes, estuve deseando que esté conmigo, que sea mi cómplice para la ciudad, y hay la promesa de otros hombres, de otros países, pero yo lo quiero a `el y hasta lo extraño, como si nos hubiéramos conocido mucho tiempo, pero sólo pasamos un par de horas solos y juntos, los `únicos dos clientes bajo la luz enrojecida de un restaurantito chino. Y `el ya está de vuelta en Michoacán. Y a lo mejor lo que sucede es sólo deformación y decibeles, soledad y Toronto. Tiene mi dirección y prometió visitarme en México pero quizás lo más mágico entre nosotros debía ocurrir ahora, y en este frío, en estas calles bajo la promesa de la nieve y todas las promesas de lo conocido y lo desconocido. Debí haberle pedido que se quedara en Canadá más días. O que de plano no cambiara su boleto, y que se quedara todo el mes, conmigo. M e pregunto si `el hubiera aceptado. Es curioso cómo lo extraño, y cómo me arrepiento de no haber pasado más tiempo con `el esa noche, haber seguido un impulso que nos abriera un espacio más amplio, a `el y a mí, juntos, en el volumen y el aire y la electricidad irrepetible de Toronto. Sospecho que en México nada se va a sentir tan dulce y cálido como se sintió aquí, pero habrá que ver. En fin en fin en fin. Hay un menú apetitoso y variado de hombres, de todos los rasgos y los tonos y los acentos. Y yo al que quiero y extraño es a mi paisano de Michoacán. Estuvimos juntos realmente sólo dos horas y ya van dos días que lo extraño.
martes, 8 de julio de 2008
Vivo muy cerca de mi trabajo, pero es un privilegio que no me sirve por las mañanas. Por las tardes casi siempre regreso caminando a mi casa, y es como media hora de introspección y movimiento y ciudad a un ritmo más pausado. Por las mañanas sin embargo soy un desastre, cuando consigo despertar temprano me las arreglo para acurrucarme en la cama con la taza de café y se me hace tarde de todos modos. El resultado es que desperdicio de manera infame una parte de mi reducido presupuesto en taxis, muchos más de los que debería. Me da coraje, por supuesto, dinero tirado a la basura, etcétera. Pero a veces no. A veces. Siempre me han asombrado los taxistas de esta ciudad, son magos, son virtuosos del tráfico; tanta ciudad y tantas calles y tan infinita distancia del norte al sur, del este al oeste, es demasiada información en la cabeza, y luego, hay los que están de buen humor, en medio del embotellamiento y la neurosis y las sensaciones de prisa y desesperación que parecen inevitablemente contagiosas, hay los que son felices. Creo que yo también podría ser feliz, viajando de un lado al otro de la ciudad todo el día, o la noche, escuchando las conversaciones de los pasajeros, enterándome de sus historias, espiando sobre los dolores y las alegrías, los enamoramientos y los desengaños, dando uno que otro consejo maternal, escuchando con empatía (yo sería de esos taxistas que resultan excelentes psicólogos). Y luego, una sensación saludable de incertidumbre, cada vez que alguien se baja del taxi, algo nuevo va a suceder, se puede subir una celebridad (quién quita, a muchos les ha pasado), se puede subir un ricachón que quiere que lo lleves lejísimos, a Puebla o Acapulco por ejemplo, y qué sé yo, alguna escena hollywoodense tipo siga ese auto, por qué no, hay por lo menos muchas más probabilidades de aventura que en un edificio de oficinas. Me acuerdo de una película que vi, francesa, no recuerdo el título ni el director ni los actores, pero era el retrato de un migrante que llega de África a París, y se dedica a vender rosas, en el metro, en los cafés, en las calles. Y le encanta, porque siente que viaja todo el tiempo que camina, de un lado a otro, por las placitas y los vagones y los restaurantes. Viajar, asomarse a la humanidad, a todos, a los Godínez apresurados y a los noviecitos de secundaria, a los filósofos con los ojos puestos en el cielo o en sí mismos, los ancianos pulcramente vestidos, y los seres nocturnos, las prostitutas, los vampiros, los que salen a las calles cuando el resto duerme. El espectáculo de las vías, los letreros iluminados, las escenas claroscuras. Yo sería buenísima de taxista si no fuera porque no tengo el más mínimo sentido de la orientación, y todos mis pasajeros acabarían en Xochimilco cuando iban rumbo a ciudad Satélite y desastres así por el estilo.
Así que no puedo ser taxista, ni modo. Me limito a viajar en taxi a veces, lujo inútil de la impuntualidad. Y de vez en cuando, hay una deliciosa sensación de contacto. Es de por sí un poco incómodo, dos extraños obligados a compartir el espacio privado de un coche a lo largo de varios kilómetros, a veces el pasajero o el conductor sumidos en sí mismos, sin demasiadas ganas de hablar trivialidades con alguien a quien no escogieron para una conversación. También, pobres taxistas, cuántas conversaciones insulsas han de aguantar todos los días. Y a veces, pobres de nosotros, frente a taxistas muy elocuentes con los que no congeniamos en lo absoluto. Media hora de trayecto abstrayéndote mentalmente y deseando en silencio que el otro se calle. Pero, a veces, hay un poquito de magia, ese poquitito con el que la ciudad nos atrapa, destellos breves nomás, para los adictos perdidos, como yo. Hoy por ejemplo. El taxista que me trajo a la chamba es de Guerrero, de algún ranchito, del campo. Yo, pues soy de Michoacán, y recuerdo bastante bien el campo y los ranchitos, por una época en la que fui maestrita rural. Los dos nos entregamos a la memoria. Él habló de las lluvias, de cómo le gustan las lluvias en su rancho, porque todo se pone verde. Y yo recuerdo que sí, las lluvias son otra cosa cuando en lugar de caer sobre el asfalto caen sobre los cerros, y todo huele, y no es un solo verde, sino muchísimos, el monte se enciende de día con un montón de linternas verdes, brillantes. Él recuerda que ahorita ya se viene la época de los elotes y los melones, los melones crecen junto al ajonjolí en los terrenos de la labor, y a él se le entrecierran los ojos de pura felicidad evocada. Le gustaban las lluvias cuando era chamaco, porque en esos días no se podía trabajar, eran como vacaciones, llovía día y noche sin pausas, y ellos se quedaban con la canela caliente acurrucados en la casa, cuatro o cinco días, hasta que se abría el cielo y era hora de regresar al trabajo pesado del campo una vez más. Yo me acuerdo también, de la canela entre paredes de adobe, y la lluvia como un sonido espeso que ocurre fuera, lejos del rincón calientito donde unas manos nos arropan. Me acuerdo de mujeres desconocidas, con la vela en la mano, acercándose a la cama donde dormía en noches de tormenta, y cubriéndome con las cobijas, con el gesto tierno que tienen las madres hacia sus hijas. Él dice, es que allá no hay maldad. Y estoy de acuerdo. Las casas no tienen candado, la gente no se hace daño, es generosa. Por lo menos yo me acuerdo de la sensación constante de que manos desconocidas me arropaban, siempre. Él se acuerda del rumor de una víbora bajo el petate donde se había sentado con su mujer, bajo un árbol. Yo me acuerdo del rumor de un venado, una noche a la intemperie, y me acuerdo de las estrellas entre las ramas de un encino. Y así, como quince minutos, los dos contentos de poder hablar y recordar con el otro cosas que nos han hecho felices. Nos despedimos con gusto, como si fuéramos amigos, y no nos volveremos a ver, pero estamos sonriendo. Ha sido un momento bonito, me dice mientras le pago, y estoy de acuerdo mientras cruzo la calle, hacia la oficina.