Mostrando entradas con la etiqueta magia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta magia. Mostrar todas las entradas

jueves, 17 de mayo de 2012

“Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil.”

Hace poco, caminando de regreso a la casa un transeúnte volteó de pronto a mirarme con sorpresa y sólo entonces me di cuenta de que estaba hablando sola, en voz alta. Esa es quizás una buena forma de presentar mi retrato: a veces (muchas veces), me enredo tan intensamente en lo que ocurre dentro de mi propia cabeza que se me olvida el mundo, en público, en las banquetas tranquilas de Toronto. Las mejores de esas veces sostengo agudas discusiones existenciales conmigo misma, o sueño despierta. Las peores de esas veces, estoy preocupada por cotidianidades del orden conseguir trabajo, cambiarme de casa, alcanzarán los ahorros para pagar la renta.

Hace poco también, encontré por azar en la televisión “Beginners”, de Mike Mills. Es en parte el retrato de un hombre que participó en la segunda guerra mundial, y fue gay toda su vida, todo a lo largo de su matrimonio, todo a lo largo de los 40s y los 50s, y los 60s y los 70s… y no salió del closet sino hasta un par de años antes de morir de cáncer. Es el retrato de ese hombre, como padre, tal como lo recuerda su hijo, y es también la historia de amor entre ese hijo y una mujer llamada Ana. En una de mis escenas favoritas, Oliver (el hijo) dice  algo así como (soy una concienzuda atesoradora de frases que me gustan): “We didn’t have to go to this war. We didn’t have to hide to have sex. Our good fortune allowed us to feel a sadness our parents didn’t have time for.”  (Traducción defectuosa: “Nosotros no tuvimos que ir a esta Guerra. No tuvimos que escondernos para tener sexo. Nuestra buena fortuna nos permitió sentir una tristeza para la que nuestros padres no tuvieron tiempo.”) Me acuerdo también de los principios de este blog, cuando trabajaba cómodamente en una oficina, y escribía largos soliloquios en estas páginas virtuales. Dedicaba mucho a tiempo a pensar, por ejemplo, en la felicidad y en la tristeza. Recuerdo específicamente escuchar con asombro la historia de la abuela judío-alemana de una amiga en el trabajo: una mujer que escapó apenas de la Alemania nazi y perdió a casi toda su familia para enamorarse años después de un cubano justo antes de la revolución, que vivió ese amor con profundidad y un romanticismo de película o de novela, para perder después a su esposo y también a su único hijo. Podría contar aquí la historia completa, pero entonces como ahora, creo que el relato le pertenece por completo a la propia abuela, y a su nieta, quienes la están escribiendo juntas. El caso es que las pérdidas de esa abuela fueron monumentales, pero la abuela no es una persona triste. Escribí entonces: Y así, debilitando todas las respuestas, ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso, autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la beben con sed. Las preguntas son un lujo (así como la tristeza). Estaba pensando en todo esto porque cuando me encontré con el rostro sorprendido del transeúnte y me di cuenta de que estaba pensando en voz alta, no reflexionaba sobre la felicidad o el dolor humanos sino sobre los resultados improbables de mi última entrevista de trabajo. Y pensé con algo de nostalgia en los discursos interminables que escribía aquí con frecuencia, cuando vivía placenteramente en el DeEfe, yendo al cine varias veces por semana y pasando los sábados leyendo en la cama sorbiendo una tras otra tazas de café con mucho azúcar. Es como si mi lado más filosófico  (el lado que adora a las almas atormentadas de las novelas de Dostoievski) viviera sumergido ahora por el peso de la vida misma, la premura por sobrevivir de algún modo en un país al que llegué con mucha esperanza pero sin planes definidos. Pero entonces me doy cuenta de que si respiro profundo, en realidad está bien, luchar, preocuparse, vivir en un departamento diminuto, todo esto también es una forma de acercarse al mundo, y entenderlo mejor.

Mi esposo y yo hemos vivido el último par de meses con más premura de la acostumbrada y sin embargo, hay más esperanza que nunca. Se desenreda poco a poco en nuestros días y nuestras noches una belleza incompleta. Como ya no podemos derrochar libremente el dinero en entradas para el museo, caminamos por la ciudad; en lugar de ir de la sala dedicada al Japón a la sala dedicada a Grecia mirando de paso los delicados artefactos históricos, nos detenemos enfrente de los árboles de lila y aspiramos el perfume de las flores, le tomamos fotos a las grietas que hace el agua en el barro cerca de la playa, sentimos felicidad arropados por los colores y los olores y los ruidos que se desbordan hasta las calles en el barrio hindú, que hacen a mi esposo sentirse orgulloso de las personalidades múltiples de su ciudad, y a mí me recuerdan irremediablemente a México.  Hasta eso, tuve la buena fortuna de caer en el desempleo justo cuando empieza el verano y todo florece en todas partes, y hay sol, y las calles de Toronto explotan con la vida que guardaron en reserva a lo largo del invierno y sus horas congeladas.


martes, 17 de marzo de 2009

Domingo y lunes

No voy a decir mucho, porque hay cosas que son mágicas y punto y no tiene caso describirlas o analizarlas. De pronto ocurre que una banda con la que sientes una conexión profunda y antigua está frente a ti. Son perfectos. Abrazas la cintura de tu hermana. Tienes el rostro húmedo y eres un poco ridícula y lo sabes pero NO IMPORTA. Estás en el cielo. Eres feliz.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Son altos los decibeles de estas experiencias, porque son nuevas, porque estoy sola. Todo ocurre a otro volumen, en el límite tembloroso de mis tímpanos, y mis pulmones, y todas las membranas de todas las células. Cuando una cotidianidad crece a lo largo de las situaciones y modifica la impresión del principio, encuentro a veces una indiferencia que me desconcierta. Respecto a C., por ejemplo, ya sólo siento algo de hueva. Me sorprende lo distante de él que me encuentro ahora y me sorprende que la ilusión de un contacto o una promesa haya sobrevivido tantas semanas. Las conexiones. Ching`a. Son de mis eventos favoritos en este mundo. A veces son espejismos, a veces no. Y los viajes lo deforman todo. No confío en nada de lo que siento. A lo mejor cuando regrese a México las sensaciones de ahora y todos sus acentos van a adormecerse bajo luces disminuidas, y todo se sentirá menos, en general. Hay magias, de pronto, hay, magias, que aparecen frágilmente por un acomodo inusual en todas las circunstancias. Estar sola en una nueva ciudad y un nuevo país. Estar hasta la madre de la comunicación en inglés. Estar hasta la madre de una sensación de esfuerzo permanente, y no-relajación. Que mi paisano, de Michoacán (no el que tiene una hija que se llama como yo, sino L., el otro, el que debe tener más o menos mi edad), me hable por teléfono. Que me diga que se regresa a México al día siguiente y yo decida que tengo que verlo, aunque no haya dormido nada la noche anterior (una noche que ocurrió dulce y entre neblinas y entre canadienses y en la que bailé en un bar, y en la banqueta, con los audífonos de alguien más sobre mis oídos), y aunque haya trabajado así un turno interminable de nueve horas, y esté en mi casa, calientita, con ganas infinitas de tenderme por fin en la cama. Me pongo la chamarra a las nueve de la noche y salgo a verlo, y me lleva a cenar a un lugarcito por su casa, y por primera vez desde que llegué a Canadá me siento relajada, y hay una conexión (milagro chiquito), y hablamos, sin silencios incómodos, sin momentos rígidos, de playas vírgenes y hongos y mares y viajes y maneras de estar en el mundo y caminos y posibilidades, África y Australia. Y descubro que me gusta la manera en la que L. está en el mundo, y me gusta la manera en la que está conmigo, sentado frente a mí, bebiendo una cerveza china (que por cierto no sabe nada mal). Y su manera de estar en el mundo se parece a su manera de estar conmigo. Y hay algo cálido y dulce, por fin, en mi panza. Algo cálido en la luz bajo la que estamos juntos, comiendo comida china deliciosa, cerca de Dundas West. Y a lo mejor todo es consecuencia de los decibeles del viaje, subiéndole el volumen a todas mis impresiones. En ese momento no estoy consciente de nada, ni siquiera de la intensidad. Estoy dejando que las cosas sucedan. `El tiene ganas de pasar más tiempo conmigo y yo me echo hacia atrás, decido regresar a mi casa mientras todavía hay metro y autobús que me lleven, atrapada en pensamientos mezquinos y prácticos como que no tengo dinero suficiente para un taxi después. L. me dice en broma que me vaya con `el a México. Sólo me río. Me dice en broma o en serio que vaya a su casa y lo ayude a empacar. No quiero convertirme en una especie de `ultima conquista en Toronto. Le digo que no. Me dice que si me puede besar y me dice que le gusto y me pregunta en voz baja si `el me gusta un poquito, y le digo que sí y dejo que me bese y todo se siente suave y en su lugar. Sin aspereza sin desajustes. Se siente bien. Y es muy breve. Y soy yo la que se va y le desea buena suerte, casi corriendo escaleras hacia abajo, hacia el metro.

La intensidad y la magia de lo que ocurrió sólo me pegaron después. Todo el domingo, y ahora todo el lunes, estuve deseando que esté conmigo, que sea mi cómplice para la ciudad, y hay la promesa de otros hombres, de otros países, pero yo lo quiero a `el y hasta lo extraño, como si nos hubiéramos conocido mucho tiempo, pero sólo pasamos un par de horas solos y juntos, los `únicos dos clientes bajo la luz enrojecida de un restaurantito chino. Y `el ya está de vuelta en Michoacán. Y a lo mejor lo que sucede es sólo deformación y decibeles, soledad y Toronto. Tiene mi dirección y prometió visitarme en México pero quizás lo más mágico entre nosotros debía ocurrir ahora, y en este frío, en estas calles bajo la promesa de la nieve y todas las promesas de lo conocido y lo desconocido. Debí haberle pedido que se quedara en Canadá más días. O que de plano no cambiara su boleto, y que se quedara todo el mes, conmigo. M e pregunto si `el hubiera aceptado. Es curioso cómo lo extraño, y cómo me arrepiento de no haber pasado más tiempo con `el esa noche, haber seguido un impulso que nos abriera un espacio más amplio, a `el y a mí, juntos, en el volumen y el aire y la electricidad irrepetible de Toronto. Sospecho que en México nada se va a sentir tan dulce y cálido como se sintió aquí, pero habrá que ver. En fin en fin en fin. Hay un menú apetitoso y variado de hombres, de todos los rasgos y los tonos y los acentos. Y yo al que quiero y extraño es a mi paisano de Michoacán. Estuvimos juntos realmente sólo dos horas y ya van dos días que lo extraño.

martes, 8 de julio de 2008

Vivo muy cerca de mi trabajo, pero es un privilegio que no me sirve por las mañanas. Por las tardes casi siempre regreso caminando a mi casa, y es como media hora de introspección y movimiento y ciudad a un ritmo más pausado. Por las mañanas sin embargo soy un desastre, cuando consigo despertar temprano me las arreglo para acurrucarme en la cama con la taza de café y se me hace tarde de todos modos. El resultado es que desperdicio de manera infame una parte de mi reducido presupuesto en taxis, muchos más de los que debería. Me da coraje, por supuesto, dinero tirado a la basura, etcétera. Pero a veces no. A veces. Siempre me han asombrado los taxistas de esta ciudad, son magos, son virtuosos del tráfico; tanta ciudad y tantas calles y tan infinita distancia del norte al sur, del este al oeste, es demasiada información en la cabeza, y luego, hay los que están de buen humor, en medio del embotellamiento y la neurosis y las sensaciones de prisa y desesperación que parecen inevitablemente contagiosas, hay los que son felices. Creo que yo también podría ser feliz, viajando de un lado al otro de la ciudad todo el día, o la noche, escuchando las conversaciones de los pasajeros, enterándome de sus historias, espiando sobre los dolores y las alegrías, los enamoramientos y los desengaños, dando uno que otro consejo maternal, escuchando con empatía (yo sería de esos taxistas que resultan excelentes psicólogos). Y luego, una sensación saludable de incertidumbre, cada vez que alguien se baja del taxi, algo nuevo va a suceder, se puede subir una celebridad (quién quita, a muchos les ha pasado), se puede subir un ricachón que quiere que lo lleves lejísimos, a Puebla o Acapulco por ejemplo, y qué sé yo, alguna escena hollywoodense tipo siga ese auto, por qué no, hay por lo menos muchas más probabilidades de aventura que en un edificio de oficinas. Me acuerdo de una película que vi, francesa, no recuerdo el título ni el director ni los actores, pero era el retrato de un migrante que llega de África a París, y se dedica a vender rosas, en el metro, en los cafés, en las calles. Y le encanta, porque siente que viaja todo el tiempo que camina, de un lado a otro, por las placitas y los vagones y los restaurantes. Viajar, asomarse a la humanidad, a todos, a los Godínez apresurados y a los noviecitos de secundaria, a los filósofos con los ojos puestos en el cielo o en sí mismos, los ancianos pulcramente vestidos, y los seres nocturnos, las prostitutas, los vampiros, los que salen a las calles cuando el resto duerme. El espectáculo de las vías, los letreros iluminados, las escenas claroscuras. Yo sería buenísima de taxista si no fuera porque no tengo el más mínimo sentido de la orientación, y todos mis pasajeros acabarían en Xochimilco cuando iban rumbo a ciudad Satélite y desastres así por el estilo.

Así que no puedo ser taxista, ni modo. Me limito a viajar en taxi a veces, lujo inútil de la impuntualidad. Y de vez en cuando, hay una deliciosa sensación de contacto. Es de por sí un poco incómodo, dos extraños obligados a compartir el espacio privado de un coche a lo largo de varios kilómetros, a veces el pasajero o el conductor sumidos en sí mismos, sin demasiadas ganas de hablar trivialidades con alguien a quien no escogieron para una conversación. También, pobres taxistas, cuántas conversaciones insulsas han de aguantar todos los días. Y a veces, pobres de nosotros, frente a taxistas muy elocuentes con los que no congeniamos en lo absoluto. Media hora de trayecto abstrayéndote mentalmente y deseando en silencio que el otro se calle. Pero, a veces, hay un poquito de magia, ese poquitito con el que la ciudad nos atrapa, destellos breves nomás, para los adictos perdidos, como yo. Hoy por ejemplo. El taxista que me trajo a la chamba es de Guerrero, de algún ranchito, del campo. Yo, pues soy de Michoacán, y recuerdo bastante bien el campo y los ranchitos, por una época en la que fui maestrita rural. Los dos nos entregamos a la memoria. Él habló de las lluvias, de cómo le gustan las lluvias en su rancho, porque todo se pone verde. Y yo recuerdo que sí, las lluvias son otra cosa cuando en lugar de caer sobre el asfalto caen sobre los cerros, y todo huele, y no es un solo verde, sino muchísimos, el monte se enciende de día con un montón de linternas verdes, brillantes. Él recuerda que ahorita ya se viene la época de los elotes y los melones, los melones crecen junto al ajonjolí en los terrenos de la labor, y a él se le entrecierran los ojos de pura felicidad evocada. Le gustaban las lluvias cuando era chamaco, porque en esos días no se podía trabajar, eran como vacaciones, llovía día y noche sin pausas, y ellos se quedaban con la canela caliente acurrucados en la casa, cuatro o cinco días, hasta que se abría el cielo y era hora de regresar al trabajo pesado del campo una vez más. Yo me acuerdo también, de la canela entre paredes de adobe, y la lluvia como un sonido espeso que ocurre fuera, lejos del rincón calientito donde unas manos nos arropan. Me acuerdo de mujeres desconocidas, con la vela en la mano, acercándose a la cama donde dormía en noches de tormenta, y cubriéndome con las cobijas, con el gesto tierno que tienen las madres hacia sus hijas. Él dice, es que allá no hay maldad. Y estoy de acuerdo. Las casas no tienen candado, la gente no se hace daño, es generosa. Por lo menos yo me acuerdo de la sensación constante de que manos desconocidas me arropaban, siempre. Él se acuerda del rumor de una víbora bajo el petate donde se había sentado con su mujer, bajo un árbol. Yo me acuerdo del rumor de un venado, una noche a la intemperie, y me acuerdo de las estrellas entre las ramas de un encino. Y así, como quince minutos, los dos contentos de poder hablar y recordar con el otro cosas que nos han hecho felices. Nos despedimos con gusto, como si fuéramos amigos, y no nos volveremos a ver, pero estamos sonriendo. Ha sido un momento bonito, me dice mientras le pago, y estoy de acuerdo mientras cruzo la calle, hacia la oficina.