miércoles, 9 de enero de 2013

Cambiando...


Toronto es una ciudad de transformaciones violentas. Enmudece y queda oscura, dormida, en el invierno. Explota en un solo incendio que parece interminable pero termina y se desmorona poco a poco y vuela caleidoscópicamente, en el otoño. Se humedece en la primavera. Despierta y desfila y retumba a lo largo de días infinitos y noches sofocantes y dulces en el verano. Y si a usted (amabilísimo lector) le atraen las preguntas y las crisis existenciales, esta ciudad es buena porque se ofrece siempre como un espejo cambiante en el que con algo de imaginación se pueden leer  las astillas interiores. Todo es breve, aquí. Las hojas amarillas y luego rojas y luego secas que llueven suavemente en el otoño. Los copos de nieve que caen una mañana gris y se derriten contra la banqueta. La brusquedad de una ráfaga de viento que nos hace encoger el cuerpo dolorosamente y hundir las manos heladas en los bolsillos. Una hora de sol en el centro del cielo en el centro de un invierno que se abre transitoriamente. Todo es una colección de umbrales a punto de cerrarse (igualito que en la existencia misma, si a usted, amabilísimo lector, le gustan ese tipo de comparaciones).  La vida de cada quien es una cadena  ininterrumpida de comienzos y finales, y comienzos otra vez, una serie de momentos que se abren y luego se cierran, y luego se abren una vez más. Ninguna dulzura y ninguna aspereza duran para siempre. Tal como en la ciudad, la belleza incandescente del otoño tiene fin, y el frío opaco del invierno, también.

Hablando de comienzos y finales, acabo de inaugurar una reluciente etapa estudiantil. Creo que entre eso y el trabajo tendré apenas el tiempo suficiente para necesidades básicas (bañarme, comer, medio dormir…). Estoy en mi primera semana de clases, y me siento ligeramente asustada, y decididamente feliz.