Escribo en una banca en una tarde gris. Es el final del otoño (el otoño es también una multitud de otoños). El de ahora, a finales de octubre, es mucho más monocromático y los árboles muestran sus huesos y las hojas que quedan son casi todas variaciones del cobre. Hace frío y escribo con prisa porque luego de un rato duelen los dedos fuera de los bolsillos de la chamarra. Son las 5:30 y el sol se ocultará en 40 minutos, pero el cielo está tan cubierto de nubes que todo parece desde ahora mismo sumirse en una especie de penumbra. Y contra esa penumbra brillan encendidos, casi fosforescentes, los parches amarillos de árboles que tiemblan irrepetibles, sólo por hoy, y sólo para mí en este momento.
miércoles, 28 de octubre de 2020
domingo, 27 de septiembre de 2020
LA BELLEZA VIOLENTA
Hay una
belleza que es apacible y hay una belleza que es violenta. La belleza apacible nos
promete suavemente más belleza. Podemos disfrutarla sin prisa y sin sobresaltos.
Podemos ignorarla y regresar a ella más tarde, si tenemos ganas. Es la
belleza de los primeros días de la primavera cuando no hemos usado la
cuota de nuestros días soleados y nuestros árboles verdes, y los tenemos nuevos
en el bolsillo, y nos sentimos ricos y generosos y para nada culpables si nos
quedamos en casa sin salir al mundo, porque sabemos que nos quedan meses y meses
tibios y azules sin estrenar.
La belleza
violenta llega brevemente junto al anuncio de su muerte. Es la belleza del
otoño, cuando ya hemos usado casi por completo nuestra cuota de sol, y cada día
tibio es un tesoro tembloroso y una celebración colectiva y las calles y los parques
están más llenos de gente, más llenos que en el verano, cuando éramos ricos y nos
podíamos dar el lujo de desperdiciar. Ahora nos asomamos con urgencia al
invierno y miramos los árboles encendidos con nostalgia.
Por eso el
otoño es la peor época del año para estar tristes. La mejor época del año para
la tristeza es el invierno, desde luego. Entonces podemos descender suavemente
en nuestro letargo sin una pizca de arrepentimiento. En el otoño, si
estamos tristes, es horrible mirar la belleza violenta del mundo tras la ventana,
el cielo azul, los árboles que tiemblan, una belleza que nos oprime y nos llena
de culpa cuando sólo queremos cerrar los ojos y dormir otro rato, poner el
cerebro en alcohol y poner el corazón en pausa. Pero si milagrosamente el mundo
de afuera gana la batalla del día y salimos, y caminamos en los parques bajo los
árboles, nos encontramos regresando à la casa por la noche sin tristeza. La
tristeza es un ovillo de pensamientos grises que acariciamos repetidamente. Si
nos agarra la tristeza en la primavera o en el verano podemos caminar bajo los
árboles verdes mirándolos de reojo, mientras nutrimos nuestros pensamientos.
Podemos estar en el mundo sin estar en el mundo. En el otoño eso es imposible. Tenemos
que mirar los árboles y grabarlos en la memoria. No podemos pensar en nada más que en la temperatura dulce del aire
y el olor dulce del bosque y la belleza breve del mundo.
Si hemos de
sentirnos tristes, quizás es bueno que nos agarre la melancolía en el otoño
porque entonces, la única batalla que hay que ganar es la del inicio del día para
salir de la casa. La otra batalla la gana el mundo sobre nosotros y no hay que
hacer nada, sólo caminar, en los parques, bajo los árboles.
jueves, 28 de septiembre de 2017
México lindo
martes, 10 de abril de 2012
...riqueza.
sábado, 12 de febrero de 2011
Se me ocurrió comprar un ajedrez para el grupo, la semana pasada, y fue un éxito. Los niños aprendieron a jugar rápidamente y se abalanzaban sobre el tablero en cada resquicio libre del día, en todos los recreos, a la hora de la salida. Lupe me pidió permiso para llevárselo a su casa por las tardes. En su casa no hay televisión, porque en realidad tampoco hay electricidad, la planta solar alcanza a alimentar los focos por la noche, y la licuadora, pero nada más. La vez pasada que me tocó quedarme en su casa, hace más de cuatro meses, era época de lluvias, y recuerdo pasar la tarde con Lupe, y su mamá, y su hermano mayor y su hermana más chica, jugando inocentemente en un corredor, sentados en una banca de madera, ese juego en el que el primero que dice “si” o “no”, pierde. Ahora, su hermano Paco y él pasaban las tardes inclinados sobre el tablero. Por la noche, su mamá, una mujer dulce de ojos azules y cabello negro, nos reparte agüita de guayaba, o maicena caliente, pan, hace frío, los hermanos mayores de Lupe se sientan en silencio alrededor del fogón, las manos oscurecidas por la resina, las marcas del trabajo. El papá de Lupe usa guaraches en el aire helado, y tiene la misma limpieza y el mismo corazón que sus hijos, y la misma fuerza también. Un matón del que sólo algunas familias me han hablado confidencialmente, cargaba a todos lados un cuerno de chivo, y al emborracharse disparaba a la menor provocación, irracionalmente, y mató a muchas gentes, y todos en el rumbo le tenían miedo. El papá de Lupe se le enfrentó, y el matón no disparó sobre él, se fue diciendo “eres muy hombre”. Finalmente a aquel matón le cayó el ejército, y murió disparando de nuevo su cuerno de chivo, y ahora es sólo una historia que se hace lejana y de la que sólo algunas personas hablan, en voz baja. El papá de Lupe no habla desde luego sobre eso, platica con inocencia de otras cosas, del trabajo cuando fue para el norte, de la vez que cruzó por el desierto y pasó dos días sin comer ni tomar agua, de la peregrinación a la Basílica en la que caminan desde Michoacán hasta la ciudad de México, diez días, doce horas diarias, de su trabajo en la resina, de los venados que ven pasar a veces muy cerca y de cómo él nunca ha querido matar a ninguno. Si usted alguna vez siente una oscuridad palpitando por dentro, algún resentimiento o amargura, vaya a pasar un par de días en la casa de Lupe, en ese espacio limpio con sus malvas y sus duraznos sobre el que se extiende la protección de las montañas y sus árboles caudalosos durante el día, y una multitud de estrellas por la noche. Pase, si algo le duele internamente, una noche sentado alrededor de ese fogón, y asómese a la belleza de un mundo que late con ternura, un mundo sin sombras.
De regreso a Morelia en el camión traqueteado que se sacude con los baches, mirando por la ventana las huertas de aguacate, los pinos, recuerdo estar consciente de mi propia felicidad. Una felicidad sin aspavientos, incompleta, porque desde luego estoy incompleta; una conciencia suave que descansa en reservas incontenibles de dulzura, cuando pienso en la casa de Lupe y los hermanos mayores con las manos manchadas de resina, y la mamá de Lupe sacando fotos de un cajón para mostrarme la historia de su familia, y el papá de Lupe usando guaraches en el aire helado de la noche, y Lupe cargando mi mochila, y los niños jugando ajedrez en los recreos.
martes, 25 de enero de 2011
ÁFRICA
domingo, 24 de octubre de 2010
Hace poco me tocó quedarme con una de las familias más pobres. El papá camina con un zapato que tiene una abertura horizontal casi todo a lo largo y deja al descubierto el pie sin calcetines. A ese mismo hombre se le escucha silbar con deleite todas las mañanas, todas las tardes, canciones que él inventa, que sólo existen fugazmente. La gente del rumbo le dice, quién fuera usted, para vivir siempre tan alegre y despreocupado. Pero poniendo más atención, por los caminos casi siempre es posible escuchar a alguna mujer o algún hombre, un muchacho o un niño, que cantan a todo volumen, con gusto, en las mañanas, o en las tardes. Mis ojos excesivamente románticos tienden a obviar el drama y las carencias más evidentes, la gente trabaja todo el día, y sobrevive apenas sin lujos, muchas familias están divididas por la migración al norte, muchos de mis alumnos no van a estudiar más que la secundaria. Sucede de todos modos que por las mañanas, por las tardes, alguien silba, las personas cantan, animadas por claridades propias, alegrías secretas.
Mis alumnos son el producto de ese mundo, esas tardes y esas mañanas en las que una claridad o una incógnita suave mueven a la gente a cantar. Entre más los conozco, más los quiero. Y así llego a uno de mis mejores secretos, una de mis verdades más claras. Sonrío con agradecimiento, porque sí, soy bien pinche cursi, y bien pinche rosa, y además, siento ganas de cantar, y sé que todo está bien, y las carencias empequeñecen bajo la luz de una belleza sin complicaciones, imágenes, pinos verdes contra nubes blancas, Jessica usando por primera vez el teclado de la computadora, buscando la “e” y luego la “m”…
sábado, 11 de septiembre de 2010
semana número uno
La Ciénega está ubicada en una meseta en lo más alto de una montaña. Otras montañas la rodean pero casi nunca se ven porque día y noche en tiempo de aguas todo está cubierto por las nubes, no hay horizonte, ninguna línea, sólo humedad gris. A los diez minutos de estar ahí ya tenía los tenis empapados y los calcetines hechos una sopa. Anda uno siempre con la sensación de estar mojado y tener frío. Pero los últimos dos días salió el sol un ratito y mis pies estuvieron secos, y aparecieron pedazos de la sierra, azules, lejanos. Cada semana una familia diferente se hará cargo de mi alimentación y hospedaje. Esta semana me trataron como reina, me quedé en casa de Doña Juventina, quien tiene un corazón oceánico, generoso. La semana que viene me toca quedarme con una familia de “El Laurel”, que está como a una hora de camino. Todos dicen que ahí está muy bonito. A mí La Ciénega me pareció preciosa así que ahora me muero de curiosidad, habrá que aprevenirse la cámara y tomar muchas fotos.
Estoy enamorada de todos mis alumnos. También estoy enamorada de Doña Juventina.Estoy exhausta. Me siento feliz.
sábado, 14 de agosto de 2010
Sinda
Los hombres, delgados, correosos, el cuerpo endurecido por el trabajo, las manos encallecidas, usando pantalones remendados muchas veces, calzando huaraches, nos abren su casa con dulzura, se apenan de lo que no tienen, no porque lo quieran o lo necesiten mucho, sino porque no pueden ofrecerlo a extraños como nosotros. Las mujeres, el cabello largo recogido en una sola trenza, se preocupan de que comamos bien, de que tengamos suficientes tortillas. Es imposible no enamorarse de todos, de la forma en que sonríen cuando les dices que donde viven es muy bonito, y la forma en que los papás cargan a la bebé de meses con ternura ilimitada. No hay poses, no hay necesidad de probar nada en las conversaciones, hay sólo buen humor, honestidad sin sombras.
Lo bueno de ir entre varios es que cualquier contratiempo se convierte de inmediato en una aventura. Las tres mujeres contamos además con Raymundo quien es un chavo delgadito y fuerte, y la persona más caballerosa que me pueda imaginar. Nos cuidó todo el tiempo, como hombre de armadura nacido en alguna narración fantástica. Alguna vez tendré que pintar aquí, con calma, su retrato, porque exuda casi demasiada limpieza.
No me alcanza este espacio para hacer una crónica completa y detallada de la semana, pero aquí van algunos flashes breves, tal como dicta la costumbre en este blog:
-Nos hundimos en la brecha, en las montañas, cargados de mochilas y cobijas. En algún punto llegó hasta nosotros un perrito salchicha, y decidió ser nuestro compañero. Cuando avanzábamos, se adelantaba ligeramente como si fuera nuestro guía, y cuando nos deteníamos a descansar, se sentaba bajo un árbol igual que nosotros. Alma lo miró pensativa y dijo, ¿ustedes creen en los nahuales? Daban ganas de creer en los nahuales, y agradecer a quienquiera que fuera la sensación protectora, la compañía.
- Nos alumbramos en la cocina con un ocote encendido, comemos tortillas de harina recién hechas, y bebemos nescafé caliente. Sentada junto al fogón está la familia que nos abrió su casa, Don Gregorio lleva en los brazos a su hija más chiquita, Celina, y le habla con dulzura. Esa bebé nunca llora por más de dos segundos porque siempre hay brazos que la arropan y la consuelan de inmediato.
-Amanece. Todo es azul y gris. Frente a nosotros, justo detrás del marco de la puerta se despliegan las montañas, húmedas por la lluvia nocturna. Se levanta la neblina en bocanadas ligeras flotando por encima de los bosques, que son racimos verdes.
-Los niños juegan a las canicas en el recreo. Es dificilísimo tomarles fotos porque se mueven constantemente de un lado a otro siguiendo las jugadas de sus compañeros. Se dan cuenta de que traigo la cámara y sonríen. Quieren ver las fotos, se mueren de la risa viéndose a sí mismos. En menos de un minuto tengo alrededor a un grupo curioso de niños y niñas, les pregunto si quieren que les tome fotos y aceptan con una sonrisa abierta, o con un gesto tímido, después corren a verse en la pantallita de la cámara y se mueren de la risa otra vez. Es muy fácil divertir a niños como estos.
-Raymundo acaba de explicar a una alumna de secundaria eso de las unidades de millar y de millón. Voltea a verme con los ojos muy brillantes y una sonrisa indescriptible y me dice, “yo creo que sí me va a gustar esto de ser maestro”.
- Nos toca quedarnos en casa de Doña María Mercedes, su casa está a 45 minutos caminando de la escuela. Estamos sentados en el corredor, preparando material para la clase del día siguiente. Lupita le enseña a Itzel, una niña de dos años, cómo se hace con los dedos la sombra de un conejo. Itzel juega a imitar la sombra con sus dedos chiquitos, y a perseguirla por el suelo y pisarla con un zapatito blanco. Se acerca el esposo de Doña Mercedes y se apoya en el barandal de madera para platicar con nosotros. Es un hombre muy alto y delgado, los huesos de su rostro son fuertes y están bien delineados, tiene la piel morena y los ojos brillantes. Le gusta hablar de sus experiencias en el norte. Conoce mejor el otro lado de lo que conoce México. Trabajó en California, en Chicago, en Washington, en Florida, en Nueva York. Antes era relativamente fácil cruzar y él iba y venía sin sufrir demasiado. La última vez sí estuvo canijo, tuvo que atravesar el desierto, caminó día y noche por tres días, pero sólo llevaban agua y comida para dos días. Se acuerda de una mujer que cargaba a una niña chiquita, la gente se turnaba para ayudar a cargarla. No se murió nadie esa vez, pero desde entonces él prefirió no intentarlo de nuevo. Estaba en Nueva York, no muy lejos de la ciudad, cuando fue el atentado a las torres gemelas, no dejaban salir del país a los ilegales, les decían que a lo mejor les iba a tocar ir a pelear a la guerra, les ofrecían papeles si se iban de soldados.
-Nos acompañan Imelda y Bernarda, hermanas que rozan los dieciocho años y van en segundo y tercero de secundaria. Nos toca comer en su casa. Para llegar ahí hay que bajar por senderitos lodosos un barranco profundo y luego subirlo de nuevo. Lo que a ellas les toma treinta minutos a nosotros nos lleva casi una hora de camino. Raymundo hunde un pie sin querer en el lodo y pierde su zapato. Nos reímos mucho, todo el tiempo, por cosas como esa.
-Nos agarra la lluvia cuando regresamos hacia la escuela. No tiene caso defenderse del agua, en unos segundos estamos completamente mojados. El bosque es azul alrededor nuestro. Caen los rayos, muy cerca. En algún punto el camino se ilumina por una luz blanca y rosa y el estruendo es profundo; ése ha caído demasiado cerca.
-Hay que dejar salir a los niños temprano porque vino el sacerdote y habrá misa. Toda la comunidad está en la capilla. Dan mucha ternura, vestidos con sus mejores ropas, recién bañados, escuchando con una atención completa, inocente.
-A base de “raites”, viajando en la parte trasera de las camionetas, de pie, agarrados a los barrotes de metal, comiendo el paisaje, llegamos al filo de la noche a Villa Madero. Ahí desemboca la sierra, se juntan las tierras calientes y las frías, hay pinos y también huizaches. Hay trocas cuatro por cuatro en todas las calles. Narcocorridos a todo volumen. Adolescentes en moto y en cuatrimoto. Tomamos un taxi destartalado hasta Morelia. El chofer es un ser irreverente, simpatiquísimo. Viaja con un amigo suyo en el asiento delantero. Le explica que vino a Villa Madero “a echar rostro nomás”. Ya demasiado tarde nos damos cuenta de que al coche le falta un faro adelante y otro atrás y que las llantas están a punto de salir de su eje, así y todo él hace la mímica de unas carreritas rebasando por la derecha a un camionetón negro del año.
-Entramos a Morelia. Asfalto, casas de cemento apretadas entre sí. Hace mucho, un hombre de una comunidad me dijo que Morelia es muy feo, y después de estar en la sierra, de acostumbrarme a ver verde en todos lados, de tener alrededor un horizonte deslumbrante, les doy toda la razón. Las ciudades nunca van a ser tan bonitas como el campo, sobre todo ese campo monumental que se hunde en las montañas, sin cambiarlas demasiado.
sábado, 7 de agosto de 2010
Mi reino por una letrina
Ayer, mientras hablaba por teléfono escuché maullidos roncos en la calle. Poco después vi con alivio a mi mamá entrar al cuarto con un gato arropado contra su pecho. Es la cosa más flaca, más triste, más dulce, que he visto en mi vida. Mi mamá lo rescató, literalmente, de las fauces de un perro. Se le sienten todos los huesos del cuerpo, tiene un ojo infectado y amarillento, y ronronea todo el tiempo.
Y además, si alguien estaba interesado en saber, a mi marido ya le llegó una carta oficial donde la burocracia migratoria lo acepta como mi sponsor, así que las cosas avanzan y la frustración retrocede un poquito y la esperanza respira con alivio y da tres pasos cautelosos hacia el frente.
Este es el post más optimista que me había dado el lujo de escribir, desde enero, y era ya una cuestión de supervivencia darle chance al corazón de que se agite, y esté vivo. Y aquí estoy, arropada en el mediodía nublado de este sábado a principios de agosto, nerviosa y feliz, agitada y feliz. Espero que todo salga bien, que no nos muerda una víbora, que no nos salgan los narcos, y que por favor por favor por favor haya una letrina allá a donde vamos. Nada me preocupa tanto como eso. La vez pasada que fui instructora, nada me preocupaba tanto como eso. Hay lugares donde el baño es todo el monte, y cualquiera puede interrumpir sin querer el momento en que andamos con el trasero al viento tratando de cumplir con funciones fisiológicas impostergables. Tenía pesadillas al respecto, seguí teniendo sueños angustiosos sobre la necesidad de ir al baño incluso cuando ya no era instructora comunitaria y había a mi alcance retretes y comodidades urbanas y modernas. Según lo que recuerda nuestro capacitador, Sinda (así se llama la comunidad a donde vamos) tiene por lo menos una letrina cerca de la escuela, pero la última vez que él estuvo ahí, había un panal de avispas abajo. Posición más vulnerable al piquete de las avispas no me puedo imaginar. No sé qué es peor, las avispas o la falta de privacidad. En fin en fin, si todo sale bien (y no es éste un eufemismo escatológico), aquí estaré de regreso en una semana.