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miércoles, 28 de octubre de 2020

Un árbol nunca es sólo un árbol sino una multitud de árboles. Sobre todo en el norte, donde las estaciones traen consigo múltiples cambios violentos. En el otoño, un solo árbol es otro árbol de una semana a la que sigue, de un día al otro dependiendo de la luz y los colores del cielo, de un minuto al siguiente dependiendo del viento. Vengo cada vez que puedo a este parque y veo a los árboles cambiar constantemente. Hace una semana un grupo de árboles muy altos y casi desnudos, pero con hojas amarillas y delicadas en la copa, empezaron a moverse de un lado a otro empujados por una sola ola de viento. Había el silencio suficiente para escuchar al aire pasar por las hojas, mirando a las hojas moverse con suavidad contra el cielo. Quise tomar un video, pero pasó un grupo de jóvenes hablando ruidosamente y luego el viento se detuvo. Las hojas estaban inmóviles, y esos eran ya otros árboles. Los árboles son una multitud de momentos que desaparecen, y nacen, y desaparecen de nuevo. Mi papá sale a caminar todos los días al mismo cerro por las mañanas. Él sabe también que el cerro es una multitud de cerros, en las aguas y en las secas, con los cielos de enero, con las flores de octubre, en la madrugada bajo la luz de la luna, o bajo las estrellas. Si puede uno volver con frecuencia al mismo pedacito del mundo aprendemos que se puede viajar en el mismo lugar, a través del tiempo, y que todos los bosques son una multitud de bosques, así como el cielo es una multitud de cielos.

Escribo en una banca en una tarde gris. Es el final del otoño (el otoño es también una multitud de otoños). El de ahora, a finales de octubre, es mucho más monocromático y los árboles muestran sus huesos y las hojas que quedan son casi todas variaciones del cobre. Hace frío y escribo con prisa porque luego de un rato duelen los dedos fuera de los bolsillos de la chamarra. Son las 5:30 y el sol se ocultará en 40 minutos, pero el cielo está tan cubierto de nubes que todo parece desde ahora mismo sumirse en una especie de penumbra. Y contra esa penumbra brillan encendidos, casi fosforescentes, los parches amarillos de árboles que tiemblan irrepetibles, sólo por hoy, y sólo para mí en este momento.

domingo, 27 de septiembre de 2020

LA BELLEZA VIOLENTA



Hay una belleza que es apacible y hay una belleza que es violenta. La belleza apacible nos promete suavemente más belleza. Podemos disfrutarla sin prisa y sin sobresaltos. Podemos ignorarla y regresar a ella más tarde, si tenemos ganas. Es la belleza de los primeros días de la primavera cuando no hemos usado la cuota de nuestros días soleados y nuestros árboles verdes, y los tenemos nuevos en el bolsillo, y nos sentimos ricos y generosos y para nada culpables si nos quedamos en casa sin salir al mundo, porque sabemos que nos quedan meses y meses tibios y azules sin estrenar.

La belleza violenta llega brevemente junto al anuncio de su muerte. Es la belleza del otoño, cuando ya hemos usado casi por completo nuestra cuota de sol, y cada día tibio es un tesoro tembloroso y una celebración colectiva y las calles y los parques están más llenos de gente, más llenos que en el verano, cuando éramos ricos y nos podíamos dar el lujo de desperdiciar. Ahora nos asomamos con urgencia al invierno y miramos los árboles encendidos con nostalgia.

Por eso el otoño es la peor época del año para estar tristes. La mejor época del año para la tristeza es el invierno, desde luego. Entonces podemos descender suavemente en nuestro letargo sin una pizca de arrepentimiento. En el otoño, si estamos tristes, es horrible mirar la belleza violenta del mundo tras la ventana, el cielo azul, los árboles que tiemblan, una belleza que nos oprime y nos llena de culpa cuando sólo queremos cerrar los ojos y dormir otro rato, poner el cerebro en alcohol y poner el corazón en pausa. Pero si milagrosamente el mundo de afuera gana la batalla del día y salimos, y caminamos en los parques bajo los árboles, nos encontramos regresando à la casa por la noche sin tristeza. La tristeza es un ovillo de pensamientos grises que acariciamos repetidamente. Si nos agarra la tristeza en la primavera o en el verano podemos caminar bajo los árboles verdes mirándolos de reojo, mientras nutrimos nuestros pensamientos. Podemos estar en el mundo sin estar en el mundo. En el otoño eso es imposible. Tenemos que mirar los árboles y grabarlos en la memoria. No podemos pensar en nada más que en la temperatura dulce del aire y el olor dulce del bosque y la belleza breve del mundo.

Si hemos de sentirnos tristes, quizás es bueno que nos agarre la melancolía en el otoño porque entonces, la única batalla que hay que ganar es la del inicio del día para salir de la casa. La otra batalla la gana el mundo sobre nosotros y no hay que hacer nada, sólo caminar, en los parques, bajo los árboles.

jueves, 28 de septiembre de 2017

México lindo



Visitar México siempre me da un poco de miedo. No me da miedo México, pero me da miedo abrir el corazón y luego cerrarlo abruptamente en el regreso. Ese acto de expansión y encogimiento nunca es fácil. Todo el tiempo en mi país traigo el desasosiego de la despedida y la distancia atorada en la garganta (una distancia que también se encoge y luego se ensancha, al revés del corazón), resistiendo las ganas inaguantables de mandarlo todo a la chingada y quedarme nomás. 

No es la comida (aunque daría lo que fuera, en cualquier momento, por una tortilla hecha a mano salidita del comal, o la visión de las montañas de fruta en los mercados, o un bolillo recién horneado, o un taquito de la esquina, o un plato de pozole o un tamal rosa de dulce  y un atole de cajeta y la lista es interminable). No es el clima (aunque hay que saber del pinche invierno, gris, oscuro a las 4 de la tarde, pelón y muerto, y hay que saber de la lluvia helada a tres o dos grados centígrados y un paraguas que no puede con las ráfagas de viento, y hay que saber del frío que duele en la piel y te encierra en espacios con calefacción para entender el lujo indescriptible del sol que no se acaba todo el año). No son las playas ni los paisajes ni los edificios coloniales (aunque me gusta cómo en México germinan los mejores cuadros de las escenas más modestas: un horizonte montañoso encima de los tinacos de cemento, o un cerrito verde detrás de un tendedero, o una calle empedrada y estrecha subiendo hacia una catedral amarilla o rosa). 

Lo que aprieta más fuerte al corazón cuando estoy lejos es una multitud de otras cosas: quiero escuchar el lenguaje de los chiflidos en las calles y en los portones y debajo de las ventanas, quiero escuchar ese chiflido fuerte y corto con el que los mexicanos le piden a alguien que voltee o que se asome. Quiero escuchar los llamados del afilador y el señor de los camotes. Quiero que la gente escuche el radio en las fondas, y en las tienditas y en los microbuses. Quiero la variedad y hondura de un mundo hecho de una multitud de mundos: el son jarocho o el son de tierra caliente o el abajeño o el huapango; el violín de los mariachis o de las pirecuas o de la huasteca potosina; el mole rojo o verde o negro o amarillo o coloradito (o blanco o rosa o de olla o almendrado); cada rincón sus máscaras y sus danzas y sus maneras de pedir la novia o celebrar un santo o recordar sus muertos o atesorar la imagen de un niño Dios o  peregrinar hasta una iglesia o una virgen. Quiero ver, de vez en cuando, chingá, una casa pintada de morado o verde brillante, quiero esa belleza chillona que es también una forma de alegría. Quiero que en la tienda me pregunten “¿qué te doy güerita?” y quiero que el taxista me cuente toda la historia de su vida y me pregunte la historia de mi vida. Quiero la familiaridad y la irreverencia con la que los mexicanos tratan a los desconocidos para crear intimidad y cercanía. Los canadienses son mundialmente famosos por su amabilidad y sí que son amables pero también observan siempre una distancia respetuosa que los mexicanos saben cómo romper de golpe y esa manera de hablarte de tú y hacerte un chiste no es necesariamente amabilidad sino calidez y esa calidez es irremplazable y dulce. Quiero la generosidad sin aspavientos que nace de tener por fuerza que apoyarse en la familia y en el barrio. Quiero las reuniones familiares multitudinarias. Quiero las fiestas escandalosas que se la siguen. Quiero que a veces la voluntad para ser felices y pasarla bien pueda más que las obligaciones. Quiero esa profunda, inexplicable capacidad para la alegría. Quiero el sentido del humor, negro y políticamente incorrecto, y esa manera de usar el humor para hacerle frente también a la muerte y la tragedia. Quiero esa fuerza. Es una fuerza indescriptible, sin medida, que sostiene a los migrantes a través del desierto y sostiene a la gente que trabaja duramente y sin descanso, en el campo y en las fábricas y bajo el rayito de sol en los semáforos. Más que otras cosas duele particularmente ver esa lucha, y saber que esa lucha es particularmente difícil, pero quiero la fuerza que nace cotidianamente ahí y la manera en la que la gente es fuerte sin ser áspera ni dura.
Porque quiero saber también que, si la tierra tiembla y mi casa se sacude, va a haber una multitud de manos extendiéndose hacia el derrumbe. 

Estuve en Michoacán los días del último temblor pero tuve que regresar a Toronto casi de inmediato. Y asistí desde la distancia, por televisión y redes sociales y crónicas individuales a la explosión generosa, a la solidaridad como maremoto de los mexicanos: un mar de manos, un mar de maneras de hacer cercanos a los desconocidos. En todos los países donde hay un desastre o una tragedia la gente hace lo posible por ayudar pero esto es distinto. Es espontáneo, auto-organizado (y bien organizado), es multitudinario y omnipresente, está hecho con ingenio y con imaginación, está tejido con actos de gran desprendimiento, de generosidad y calidez enormes. Así como los pueblos de pronto se levantan para hacer revoluciones, ahora en México se ha levantado el pueblo en un abrazo colectivo. Las dos cosas nacen quizás del mismo instinto, de una conciencia que vuelve a los problemas de los extraños tan importantes como los problemas propios. 

Eso lo traigo atorado como un nudo o una astilla y no hay manera de sacudir de adentro tanta distancia. Porque no es la comida, ni el clima, ni la arquitectura colonial ni las playas o los paisajes. Es la gente. Chingá. La gente chingona de México. Y esto es desde luego un error. Es un engaño del corazón que colorea las cosas libremente,  el corazón de todos es así y el mío mucho, desde siempre: una distorsión romántica tras otra. México tiene muchas cosas feas, muchas cosas malas, mucha gente chingona pero también una bola de lacras. Y acá en Canadá no hay que preocuparse por esconder el celular o la cartera y se vive en paz y sin tanto sobresalto. Pero si el corazón nos engaña es porque estamos enamorados. Y el amor no es por completo una distorsión sino también una manera de entender bien, de mirar por encima de la superficie y acceder a algo que sabemos cierto, y bueno. Estoy enamorada de México. Es mi tierra. Ahora hay que volver, de una vez por todas. Hay que volver a México. Hay que volver a vivir con los compatriotas y poner el corazón y el alma en casa, estar con la gente querida. No hay de otra.

martes, 10 de abril de 2012

...riqueza.


Existimos, ahora, a la sombra de una pobreza primermundista. Es decir, podemos pagar comida china de vez en cuando, internet, cable. Pero vivimos en un departamento diminuto, en un sótano, por ejemplo, y no compramos cosas libremente con frecuencia, y a veces sentimos un sobresalto de incertidumbre, sobre todo si nos dan menos horas en el trabajo, o si hay la posibilidad de quedarnos sin trabajo. No hace mucho sin embargo, yo pasé muchos meses al lado de personas que tenían menos todavía, mucho menos, pero más de cualquier forma, mucho más. Hay personas así, familias así. Trabajan aplicadamente, con sus manos, con la fuerza de sus brazos, todo el día, todos los días, y viven sin lujos, sin cable, sin internet, sin comida china. Pero están en el mundo, en el centro mismo de la enormidad del mundo, están bajo las estrellas, bajo los árboles, se echan a correr libremente, en lugares sin asfalto, sin tráfico, sin semáforos. A veces, caminando por estas calles de acá, me imagino en cuál de todas las casas me gustaría vivir: una casa bien iluminada, con muchas ventanas, con un jardincito, con un  árbol gigante en la parte trasera. Aplicando obsesivamente para trabajos administrativos en organizaciones no gubernamentales (para los únicos para los que tengo certificados suficientes, de acuerdo a las reglas canadienses), me imagino un mejor sueldo, una vida más holgada, un departamento con más luz. En realidad no es eso lo que quiero. Desde el principio, lo que siempre he querido, es el mundo. Los árboles, las estrellas, las carreras de niños en lugares sin semáforos.

sábado, 12 de febrero de 2011

José Guadalupe tiene los ojos claros, color miel. Es alto, su voz es profunda, tiene 14 años. Va en segundo de secundaria, para llegar a la escuela camina todos los días casi una hora, en medio del bosque. Su casa también está en medio del bosque, es un espacio limpio, agradable, cuartos de madera, malvas, duraznos. Alrededor de él se forma todo el tiempo una complicidad protectora, el grupo de segundo, toda la escuela, todos los que lo conocen, adultos y niños, saltarían en un segundo a defenderlo, y lo defienden, y lo quieren. Hay algo en él, carismático y limpio, que mueve al mundo entero a cerrar filas a su alrededor, y nadie, nunca, habla mal de Lupe, nadie lo delata cuando hace travesuras, nadie se burla de sus errores. A todos nos gusta estar cerca de Lupe, porque derrama aplomo y sentido del humor, y porque le late en el pecho un corazón radiante, noble. La semana pasada me tocó quedarme en su casa. El camino para salir de “La Ciénega” es polvoso y seco, y luego, nos metemos al monte y pisamos alfombras de huinumo, y disfrutamos de la sombra de los árboles. Hay que pasar tres o cuatro cercas de alambre de púas en el trayecto, “es lo malo, que hay muchas cercas” se disculpa Lupe, como si fuera su culpa, me ayuda a cruzar, me pide que le pase la mochila, constata que está pesada, porque cargo un montón de libros para preparar las clases del día siguiente, y sin decir palabra, continúa caminando y se cuelga mi mochila al hombro, no importa cuánto le pida que me la devuelva, sólo sonríe y sigue caminando. Cuando llegamos a las afueras de su casa, pesa mi mochila en la báscula que usan para la resina: 8 kilos y medio, “siempre sí es algo”. Desde entonces, ya nunca más me deja cargar mi mochila, sin importar cuánto proteste o me avergüence.


Se me ocurrió comprar un ajedrez para el grupo, la semana pasada, y fue un éxito. Los niños aprendieron a jugar rápidamente y se abalanzaban sobre el tablero en cada resquicio libre del día, en todos los recreos, a la hora de la salida. Lupe me pidió permiso para llevárselo a su casa por las tardes. En su casa no hay televisión, porque en realidad tampoco hay electricidad, la planta solar alcanza a alimentar los focos por la noche, y la licuadora, pero nada más. La vez pasada que me tocó quedarme en su casa, hace más de cuatro meses, era época de lluvias, y recuerdo pasar la tarde con Lupe, y su mamá, y su hermano mayor y su hermana más chica, jugando inocentemente en un corredor, sentados en una banca de madera, ese juego en el que el primero que dice “si” o “no”, pierde. Ahora, su hermano Paco y él pasaban las tardes inclinados sobre el tablero. Por la noche, su mamá, una mujer dulce de ojos azules y cabello negro, nos reparte agüita de guayaba, o maicena caliente, pan, hace frío, los hermanos mayores de Lupe se sientan en silencio alrededor del fogón, las manos oscurecidas por la resina, las marcas del trabajo. El papá de Lupe usa guaraches en el aire helado, y tiene la misma limpieza y el mismo corazón que sus hijos, y la misma fuerza también. Un matón del que sólo algunas familias me han hablado confidencialmente, cargaba a todos lados un cuerno de chivo, y al emborracharse disparaba a la menor provocación, irracionalmente, y mató a muchas gentes, y todos en el rumbo le tenían miedo. El papá de Lupe se le enfrentó, y el matón no disparó sobre él, se fue diciendo “eres muy hombre”. Finalmente a aquel matón le cayó el ejército, y murió disparando de nuevo su cuerno de chivo, y ahora es sólo una historia que se hace lejana y de la que sólo algunas personas hablan, en voz baja. El papá de Lupe no habla desde luego sobre eso, platica con inocencia de otras cosas, del trabajo cuando fue para el norte, de la vez que cruzó por el desierto y pasó dos días sin comer ni tomar agua, de la peregrinación a la Basílica en la que caminan desde Michoacán hasta la ciudad de México, diez días, doce horas diarias, de su trabajo en la resina, de los venados que ven pasar a veces muy cerca y de cómo él nunca ha querido matar a ninguno. Si usted alguna vez siente una oscuridad palpitando por dentro, algún resentimiento o amargura, vaya a pasar un par de días en la casa de Lupe, en ese espacio limpio con sus malvas y sus duraznos sobre el que se extiende la protección de las montañas y sus árboles caudalosos durante el día, y una multitud de estrellas por la noche. Pase, si algo le duele internamente, una noche sentado alrededor de ese fogón, y asómese a la belleza de un mundo que late con ternura, un mundo sin sombras.

De regreso a Morelia en el camión traqueteado que se sacude con los baches, mirando por la ventana las huertas de aguacate, los pinos, recuerdo estar consciente de mi propia felicidad. Una felicidad sin aspavientos, incompleta, porque desde luego estoy incompleta; una conciencia suave que descansa en reservas incontenibles de dulzura, cuando pienso en la casa de Lupe y los hermanos mayores con las manos manchadas de resina, y la mamá de Lupe sacando fotos de un cajón para mostrarme la historia de su familia, y el papá de Lupe usando guaraches en el aire helado de la noche, y Lupe cargando mi mochila, y los niños jugando ajedrez en los recreos.

martes, 25 de enero de 2011

ÁFRICA

África. O sea, un continente a la vez hermoso y lejano. Un lugar con el que siempre he querido hacer contacto, desde veredas de tierra, rodeada de niños. Cuando pienso en eso, cuando pienso en África como un territorio a ratos verde y a ratos de un polvo rojizo, un territorio deslumbrante en el que se despliegue una cercanía construida poco a poco, no desde un avión ni desde un hotel ni desde un jeep sino al ras de la tierra misma,  pienso en la comunidad donde doy clases. Voy por veredas de tierra, rodeada de niños, y regreso a la ciudad cubierta de un polvo rojizo… así que mi trabajo, después de todo, se parece a mis sueños. No renuncio, desde luego, a África, pero pienso una y otra vez en una frase que oí precisamente en una película acerca de África: “algunos lugares tienen la propiedad de despertarnos”, y siento que mi destino en el mundo no es una sola raíz o un solo horizonte, sino un caleidoscopio de lugares en los que sea posible estar atentamente atada al presente, despierta. Así que estoy bien. Los espacios en los que transcurre mi vida me mantienen alerta y en la punta de los pies. Enamorada. Puedo decir que no sólo hay lugares con la propiedad de despertarnos, sino que hay lugares con propiedades curativas, y sólo desde donde estoy ahora era posible sobrevivir al desgaste que implica despedirse en el aeropuerto, sin saber cuándo llegará el permiso para que él y yo vivamos la vida que nos corresponde, juntos, como esposo y esposa que somos. Él, mi esposo (no pensé que yo, escéptica inicialmente ante la idea general del matrimonio, iba a disfrutar tanto decir una y otra vez “mi esposo”), estuvo conmigo en México por alrededor de un mes, y el paréntesis que se abrió entonces para él y para mí, en medio de la espera, queda desde luego sólo para él y para mí, lejos de todo lo demás, lejos de las crónicas desnudas de este blog. Todo se asienta nuevamente en las llamadas de larga distancia y la punzada en el estómago y el qué estará haciendo en estos momentos. Hace mucho, aquí, escribí que yo no le tenía verdadera fe a nada, pero que estúpidamente, cursimente, decidía de todos modos tenerle fe al amor. Ahora, luego de que he cumplido un año de matrimonio, 11 de esos 12 meses lejos de mi esposo, sigo creyendo en el amor, sobre todo el nuestro. De alguna forma, segura de mi corazón y del suyo (aunque nadie está nunca del todo seguro), arropada en el bálsamo de mis días como maestra rural de secundaria, encuentro que a esta época de mi vida no le falta luz. Después de todo, deseo profundamente para mí esa África con la que siempre he soñado, y deseo que mi vida de todos los días, también se parezca a África.

domingo, 24 de octubre de 2010

Cada semana, me toca vivir con una familia distinta. A veces hay que caminar una hora para llegar a la escuela, a veces 40 minutos, a veces hay luz, a veces no, a veces hay letrina, a veces no, a veces toca bañarse con agua fría, a veces con agua caliente. Cada semana vivo con la familia de uno de mis alumnos, y eso quiere decir que en el camino platicamos, y me asomo más de cerca a sus vidas, a veces alcanzo a tocar alguno de sus secretos, todos tan diferentes. Cada semana las imágenes cotidianas cambian, y todos los días o las noches hay alguna sorpresa, un caballo iluminado por el sol de las 5 de la tarde, un grupo de gallinas durmiendo en la copa de los encinos, constelaciones levantándose por encima del horizonte que es la cima suave de un monte, y sus árboles.


Hace poco me tocó quedarme con una de las familias más pobres. El papá camina con un zapato que tiene una abertura horizontal casi todo a lo largo y deja al descubierto el pie sin calcetines. A ese mismo hombre se le escucha silbar con deleite todas las mañanas, todas las tardes, canciones que él inventa, que sólo existen fugazmente. La gente del rumbo le dice, quién fuera usted, para vivir siempre tan alegre y despreocupado. Pero poniendo más atención, por los caminos casi siempre es posible escuchar a alguna mujer o algún hombre, un muchacho o un niño, que cantan a todo volumen, con gusto, en las mañanas, o en las tardes. Mis ojos excesivamente románticos tienden a obviar el drama y las carencias más evidentes, la gente trabaja todo el día, y sobrevive apenas sin lujos, muchas familias están divididas por la migración al norte, muchos de mis alumnos no van a estudiar más que la secundaria. Sucede de todos modos que por las mañanas, por las tardes, alguien silba, las personas cantan, animadas por claridades propias, alegrías secretas.

Mis alumnos son el producto de ese mundo, esas tardes y esas mañanas en las que una claridad o una incógnita suave mueven a la gente a cantar. Entre más los conozco, más los quiero. Y así llego a uno de mis mejores secretos, una de mis verdades más claras. Sonrío con agradecimiento, porque sí, soy bien pinche cursi, y bien pinche rosa, y además, siento ganas de cantar, y sé que todo está bien, y las carencias empequeñecen bajo la luz de una belleza sin complicaciones, imágenes, pinos verdes contra nubes blancas, Jessica usando por primera vez el teclado de la computadora, buscando la “e” y luego la “m”…

sábado, 11 de septiembre de 2010

luz-hasta-el-tope

semana número uno

Se llega a la comunidad tomando un camión que sale a las seis de la mañana y cruje y se bambolea mientras avanza. Saliendo de Morelia el camión se mete en la neblina, en la sierra húmeda, no hay paisajes, sólo una densidad gris y la silueta de los árboles más cercanos. El agua flota y con el frío se condensa suavemente en todas las cosas. El chofer es un chavo simpático, irreverente, nos asusta diciendo que la carcachita a lo mejor no avanza hasta donde vamos y nosotras, las dos nuevas “maestras” de La Ciénega, miramos con angustia nuestros mochilones. Pero el camión sube y nos deja a la entrada de la escuela, así que el asunto es mucho menos heroico de lo acostumbrado en el conafe; no hay que subir montañas a pie, no hay que atravesar la sierra por 8 horas para avanzar luego a caballo por 4 horas más. Hay luz, hay dos salones de concreto (uno para la primaria y otro para la secundaria), hay baños, hay lo que se siente como una medida de opulencia. Tengo 17 alumnos, de los tres grados, y soy la única maestra. El Instructor que estuvo ahí el año pasado era un tipazo, no lo conozco, pero se ve que era un tipazo, los chavos no dejan de hablar de él, son un grupo disciplinado, muy despierto, se nota que han aprendido, se nota que tuvieron un maestro chingón. Se me hace un hoyito en la panza pensando en que ahora son mi responsabilidad y no quiero echar nada a perder. Muchos vienen de otros ranchos donde no hay secundaria, y caminan una hora todos los días para llegar a la escuela. Ni uno solo llega tarde. Si les pido que investiguen algo en la biblioteca, investigan de una vez 5 cosas más; quieren retos, me van a traer en vilo. Me he dormido tarde todas las noches preparando las clases del día siguiente, me falta mucho por aprender, quiero ser una buena maestra, aunque sea una maestra más o menos digna de estos alumnos, brillantes, llenos de luz hasta el tope. No hay descanso. Es un trabajo de todo el día, y parte de la noche. Me tiemblan las manos y sueño, muchísimo, sueños modestos: conseguir libros para la biblioteca (que los chavos tengan la oportunidad de disfrutar una buena novela), conseguir documentales, conseguir de algún modo que suba hasta allá una noche un telescopio y que puedan ver algo así como los anillos de Saturno.


La Ciénega está ubicada en una meseta en lo más alto de una montaña. Otras montañas la rodean pero casi nunca se ven porque día y noche en tiempo de aguas todo está cubierto por las nubes, no hay horizonte, ninguna línea, sólo humedad gris. A los diez minutos de estar ahí ya tenía los tenis empapados y los calcetines hechos una sopa. Anda uno siempre con la sensación de estar mojado y tener frío. Pero los últimos dos días salió el sol un ratito y mis pies estuvieron secos, y aparecieron pedazos de la sierra, azules, lejanos. Cada semana una familia diferente se hará cargo de mi alimentación y hospedaje. Esta semana me trataron como reina, me quedé en casa de Doña Juventina, quien tiene un corazón oceánico, generoso. La semana que viene me toca quedarme con una familia de “El Laurel”, que está como a una hora de camino. Todos dicen que ahí está muy bonito. A mí La Ciénega me pareció preciosa así que ahora me muero de curiosidad, habrá que aprevenirse la cámara y tomar muchas fotos.

Estoy enamorada de todos mis alumnos. También estoy enamorada de Doña Juventina.Estoy exhausta. Me siento feliz.

sábado, 14 de agosto de 2010

Sinda

El planeta, ya se sabe, es millones de mundos paralelos. Mientras estoy aquí, escribiendo en la cama, escuchando a Nina Simone, sé que hay lugares donde la gente amanece arropada entre las montañas, y camina mucho, todo el día, bajo el sol o bajo la lluvia, para llegar a cualquier parte, a la escuela, o los terrenos de labor, para buscar a las vacas y encerrarlas, para recoger la resina de los árboles o para ir a la capilla. A donde quiera que miren hay una espesura azul y verde. La sierra se oculta a veces en la densidad de los pinos y luego aparece otra vez: montañas infinitas. En los cerros más cercanos está el lugar que llaman “la charanda”, y se ve un manchón de tierra roja entre los bosques apretados entre sí suavemente, como rebaños abundantes, y si uno siguiera hacia la derecha el filo de las montañas, vería los rumbos de “San Diego”, tan lejanos que siempre son grises o azules. El mundo inmediato es un laberinto de brechas pero nadie se pierde, todos saben leer tan bien el camino como los cambios en el cielo y las voces de los animales. No hay luz eléctrica, en una o dos casas hay plantas solares que todavía funcionan y dan para un par de focos en la noche. Hay radios a pilas y una sola estación: “Radio Ranchito”. La gente come reunida en torno al fogón, y abraza a los niños y las niñas más pequeños. Frijoles, o una sopa de pasta, y ya estuvo, tortillas hechas a mano, de maíz molido a mano. Los cuartos de tablitas están pintados por fuera a veces, de rosa suave, de violeta o de verde, en los corredores hay siempre macetas floreadas, carpetas bordadas colgando en la pared, los patios de tierra están siempre barridos y limpios, ahí florean los rosales, y hay árboles de durazno, y de plátano, hay nopaleras opulentas y manzanos (todo lo que se siembra se da, en esa tierra y en ese clima). No hay tele, no hay internet, la realidad es esa espesura verde y azul, hundir los pies en el barro, subir y bajar una y otra vez los barrancos, de ida y de regreso, sentarse a platicar en el patio, jugar con los hermanos pequeños, jugar a las canicas en el recreo, comer con harta hambre, beber con harta sed, hundir la pica en el tronco de los pinos, echar las tortillas al comal encendido. Bromear con inocencia y de buena gana, reír con inocencia y de buena gana. Platicar afuera de la escuela con el muchacho que te gusta. Cargar a la bebé de meses y hacerla sonreír, y sonreír junto con ella. Jugar futbol. Ahí, tan cerca de la tierra, alimentados por lluvias como cortinas blancas, tan cerca de la belleza de un horizonte infinito que los acompaña siempre y que siempre es verde y blanco, azul y verde, que no está oculto por edificios ni concreto, ahí, sin deseos ni necesidades impuestos artificialmente, fortalecidos por el trabajo duro y la sencillez de los lujos, es natural que la gente sea buena. Y la gente es buena.


Los hombres, delgados, correosos, el cuerpo endurecido por el trabajo, las manos encallecidas, usando pantalones remendados muchas veces, calzando huaraches, nos abren su casa con dulzura, se apenan de lo que no tienen, no porque lo quieran o lo necesiten mucho, sino porque no pueden ofrecerlo a extraños como nosotros. Las mujeres, el cabello largo recogido en una sola trenza, se preocupan de que comamos bien, de que tengamos suficientes tortillas. Es imposible no enamorarse de todos, de la forma en que sonríen cuando les dices que donde viven es muy bonito, y la forma en que los papás cargan a la bebé de meses con ternura ilimitada. No hay poses, no hay necesidad de probar nada en las conversaciones, hay sólo buen humor, honestidad sin sombras.

Lo bueno de ir entre varios es que cualquier contratiempo se convierte de inmediato en una aventura. Las tres mujeres contamos además con Raymundo quien es un chavo delgadito y fuerte, y la persona más caballerosa que me pueda imaginar. Nos cuidó todo el tiempo, como hombre de armadura nacido en alguna narración fantástica. Alguna vez tendré que pintar aquí, con calma, su retrato, porque exuda casi demasiada limpieza.

No me alcanza este espacio para hacer una crónica completa y detallada de la semana, pero aquí van algunos flashes breves, tal como dicta la costumbre en este blog:

-Nos hundimos en la brecha, en las montañas, cargados de mochilas y cobijas. En algún punto llegó hasta nosotros un perrito salchicha, y decidió ser nuestro compañero. Cuando avanzábamos, se adelantaba ligeramente como si fuera nuestro guía, y cuando nos deteníamos a descansar, se sentaba bajo un árbol igual que nosotros. Alma lo miró pensativa y dijo, ¿ustedes creen en los nahuales? Daban ganas de creer en los nahuales, y agradecer a quienquiera que fuera la sensación protectora, la compañía.

- Nos alumbramos en la cocina con un ocote encendido, comemos tortillas de harina recién hechas, y bebemos nescafé caliente. Sentada junto al fogón está la familia que nos abrió su casa, Don Gregorio lleva en los brazos a su hija más chiquita, Celina, y le habla con dulzura. Esa bebé nunca llora por más de dos segundos porque siempre hay brazos que la arropan y la consuelan de inmediato.

-Amanece. Todo es azul y gris. Frente a nosotros, justo detrás del marco de la puerta se despliegan las montañas, húmedas por la lluvia nocturna. Se levanta la neblina en bocanadas ligeras flotando por encima de los bosques, que son racimos verdes.

-Los niños juegan a las canicas en el recreo. Es dificilísimo tomarles fotos porque se mueven constantemente de un lado a otro siguiendo las jugadas de sus compañeros. Se dan cuenta de que traigo la cámara y sonríen. Quieren ver las fotos, se mueren de la risa viéndose a sí mismos. En menos de un minuto tengo alrededor a un grupo curioso de niños y niñas, les pregunto si quieren que les tome fotos y aceptan con una sonrisa abierta, o con un gesto tímido, después corren a verse en la pantallita de la cámara y se mueren de la risa otra vez. Es muy fácil divertir a niños como estos.

-Raymundo acaba de explicar a una alumna de secundaria eso de las unidades de millar y de millón. Voltea a verme con los ojos muy brillantes y una sonrisa indescriptible y me dice, “yo creo que sí me va a gustar esto de ser maestro”.

- Nos toca quedarnos en casa de Doña María Mercedes, su casa está a 45 minutos caminando de la escuela. Estamos sentados en el corredor, preparando material para la clase del día siguiente. Lupita le enseña a Itzel, una niña de dos años, cómo se hace con los dedos la sombra de un conejo. Itzel juega a imitar la sombra con sus dedos chiquitos, y a perseguirla por el suelo y pisarla con un zapatito blanco. Se acerca el esposo de Doña Mercedes y se apoya en el barandal de madera para platicar con nosotros. Es un hombre muy alto y delgado, los huesos de su rostro son fuertes y están bien delineados, tiene la piel morena y los ojos brillantes. Le gusta hablar de sus experiencias en el norte. Conoce mejor el otro lado de lo que conoce México. Trabajó en California, en Chicago, en Washington, en Florida, en Nueva York. Antes era relativamente fácil cruzar y él iba y venía sin sufrir demasiado. La última vez sí estuvo canijo, tuvo que atravesar el desierto, caminó día y noche por tres días, pero sólo llevaban agua y comida para dos días. Se acuerda de una mujer que cargaba a una niña chiquita, la gente se turnaba para ayudar a cargarla. No se murió nadie esa vez, pero desde entonces él prefirió no intentarlo de nuevo. Estaba en Nueva York, no muy lejos de la ciudad, cuando fue el atentado a las torres gemelas, no dejaban salir del país a los ilegales, les decían que a lo mejor les iba a tocar ir a pelear a la guerra, les ofrecían papeles si se iban de soldados.

-Nos acompañan Imelda y Bernarda, hermanas que rozan los dieciocho años y van en segundo y tercero de secundaria. Nos toca comer en su casa. Para llegar ahí hay que bajar por senderitos lodosos un barranco profundo y luego subirlo de nuevo. Lo que a ellas les toma treinta minutos a nosotros nos lleva casi una hora de camino. Raymundo hunde un pie sin querer en el lodo y pierde su zapato. Nos reímos mucho, todo el tiempo, por cosas como esa.

-Nos agarra la lluvia cuando regresamos hacia la escuela. No tiene caso defenderse del agua, en unos segundos estamos completamente mojados. El bosque es azul alrededor nuestro. Caen los rayos, muy cerca. En algún punto el camino se ilumina por una luz blanca y rosa y el estruendo es profundo; ése ha caído demasiado cerca.

-Hay que dejar salir a los niños temprano porque vino el sacerdote y habrá misa. Toda la comunidad está en la capilla. Dan mucha ternura, vestidos con sus mejores ropas, recién bañados, escuchando con una atención completa, inocente.

-A base de “raites”, viajando en la parte trasera de las camionetas, de pie, agarrados a los barrotes de metal, comiendo el paisaje, llegamos al filo de la noche a Villa Madero. Ahí desemboca la sierra, se juntan las tierras calientes y las frías, hay pinos y también huizaches. Hay trocas cuatro por cuatro en todas las calles. Narcocorridos a todo volumen. Adolescentes en moto y en cuatrimoto. Tomamos un taxi destartalado hasta Morelia. El chofer es un ser irreverente, simpatiquísimo. Viaja con un amigo suyo en el asiento delantero. Le explica que vino a Villa Madero “a echar rostro nomás”. Ya demasiado tarde nos damos cuenta de que al coche le falta un faro adelante y otro atrás y que las llantas están a punto de salir de su eje, así y todo él hace la mímica de unas carreritas rebasando por la derecha a un camionetón negro del año.

-Entramos a Morelia. Asfalto, casas de cemento apretadas entre sí. Hace mucho, un hombre de una comunidad me dijo que Morelia es muy feo, y después de estar en la sierra, de acostumbrarme a ver verde en todos lados, de tener alrededor un horizonte deslumbrante, les doy toda la razón. Las ciudades nunca van a ser tan bonitas como el campo, sobre todo ese campo monumental que se hunde en las montañas, sin cambiarlas demasiado.

sábado, 7 de agosto de 2010

Mi reino por una letrina

Casi se me había olvidado cómo se siente esta forma específica de agitación sanguínea. Los dedos se estiran como queriendo desprender sus falanges para alcanzar lo más pronto posible la otra orilla del umbral siguiente, dan ganas de hacer tantas cosas, y de empezar a hacerlas de inmediato. Sueño despierta sin querer y sin descanso, tejiendo proyectos unos sobre otros en torres inclinadas, que culminan en alguna lámpara suave, una vela arropada en un quinqué. Esto también es la felicidad. Ahora me acuerdo. La vez pasada que estuve en conafe, hace ya varios años, también fui feliz. Todavía no me asignan una comunidad, pero este lunes salgo tempranito para la sierra en viaje de prácticas. Somos cuatro, y sólo sabemos que a donde vamos no hay luz eléctrica, y que hay que subir y bajar un cerro a pie, para llegar a la escuelita donde daremos clases durante la semana. Conozco la brecha que se abre paso en la sierra, pero me cuesta trabajo recordarla. De ese camino sólo recuerdo una sensación general de deslumbre, y alegría. Recuerdo con más detalle momentos muy específicos, por ejemplo, ir a caballo por un sendero en lo alto de una montaña a la hora del atardecer en que todo es rojo, y encontrarme en medio de un bosque completamente rojo, y mis manos y las correas de la silla, y las orejas del caballo y las siluetas de mis compañeros y de los campesinos que nos acompañaban eran rojas, y el horizonte gigantesco, interminable, mostraba una tras otra hileras de montañas que también eran rojas.


Ayer, mientras hablaba por teléfono escuché maullidos roncos en la calle. Poco después vi con alivio a mi mamá entrar al cuarto con un gato arropado contra su pecho. Es la cosa más flaca, más triste, más dulce, que he visto en mi vida. Mi mamá lo rescató, literalmente, de las fauces de un perro. Se le sienten todos los huesos del cuerpo, tiene un ojo infectado y amarillento, y ronronea todo el tiempo.

Y además, si alguien estaba interesado en saber, a mi marido ya le llegó una carta oficial donde la burocracia migratoria lo acepta como mi sponsor, así que las cosas avanzan y la frustración retrocede un poquito y la esperanza respira con alivio y da tres pasos cautelosos hacia el frente.

Este es el post más optimista que me había dado el lujo de escribir, desde enero, y era ya una cuestión de supervivencia darle chance al corazón de que se agite, y esté vivo. Y aquí estoy, arropada en el mediodía nublado de este sábado a principios de agosto, nerviosa y feliz, agitada y feliz. Espero que todo salga bien, que no nos muerda una víbora, que no nos salgan los narcos, y que por favor por favor por favor haya una letrina allá a donde vamos. Nada me preocupa tanto como eso. La vez pasada que fui instructora, nada me preocupaba tanto como eso. Hay lugares donde el baño es todo el monte, y cualquiera puede interrumpir sin querer el momento en que andamos con el trasero al viento tratando de cumplir con funciones fisiológicas impostergables. Tenía pesadillas al respecto, seguí teniendo sueños angustiosos sobre la necesidad de ir al baño incluso cuando ya no era instructora comunitaria y había a mi alcance retretes y comodidades urbanas y modernas. Según lo que recuerda nuestro capacitador, Sinda (así se llama la comunidad a donde vamos) tiene por lo menos una letrina cerca de la escuela, pero la última vez que él estuvo ahí, había un panal de avispas abajo. Posición más vulnerable al piquete de las avispas no me puedo imaginar. No sé qué es peor, las avispas o la falta de privacidad. En fin en fin, si todo sale bien (y no es éste un eufemismo escatológico), aquí estaré de regreso en una semana.