sábado, 14 de agosto de 2010

Sinda

El planeta, ya se sabe, es millones de mundos paralelos. Mientras estoy aquí, escribiendo en la cama, escuchando a Nina Simone, sé que hay lugares donde la gente amanece arropada entre las montañas, y camina mucho, todo el día, bajo el sol o bajo la lluvia, para llegar a cualquier parte, a la escuela, o los terrenos de labor, para buscar a las vacas y encerrarlas, para recoger la resina de los árboles o para ir a la capilla. A donde quiera que miren hay una espesura azul y verde. La sierra se oculta a veces en la densidad de los pinos y luego aparece otra vez: montañas infinitas. En los cerros más cercanos está el lugar que llaman “la charanda”, y se ve un manchón de tierra roja entre los bosques apretados entre sí suavemente, como rebaños abundantes, y si uno siguiera hacia la derecha el filo de las montañas, vería los rumbos de “San Diego”, tan lejanos que siempre son grises o azules. El mundo inmediato es un laberinto de brechas pero nadie se pierde, todos saben leer tan bien el camino como los cambios en el cielo y las voces de los animales. No hay luz eléctrica, en una o dos casas hay plantas solares que todavía funcionan y dan para un par de focos en la noche. Hay radios a pilas y una sola estación: “Radio Ranchito”. La gente come reunida en torno al fogón, y abraza a los niños y las niñas más pequeños. Frijoles, o una sopa de pasta, y ya estuvo, tortillas hechas a mano, de maíz molido a mano. Los cuartos de tablitas están pintados por fuera a veces, de rosa suave, de violeta o de verde, en los corredores hay siempre macetas floreadas, carpetas bordadas colgando en la pared, los patios de tierra están siempre barridos y limpios, ahí florean los rosales, y hay árboles de durazno, y de plátano, hay nopaleras opulentas y manzanos (todo lo que se siembra se da, en esa tierra y en ese clima). No hay tele, no hay internet, la realidad es esa espesura verde y azul, hundir los pies en el barro, subir y bajar una y otra vez los barrancos, de ida y de regreso, sentarse a platicar en el patio, jugar con los hermanos pequeños, jugar a las canicas en el recreo, comer con harta hambre, beber con harta sed, hundir la pica en el tronco de los pinos, echar las tortillas al comal encendido. Bromear con inocencia y de buena gana, reír con inocencia y de buena gana. Platicar afuera de la escuela con el muchacho que te gusta. Cargar a la bebé de meses y hacerla sonreír, y sonreír junto con ella. Jugar futbol. Ahí, tan cerca de la tierra, alimentados por lluvias como cortinas blancas, tan cerca de la belleza de un horizonte infinito que los acompaña siempre y que siempre es verde y blanco, azul y verde, que no está oculto por edificios ni concreto, ahí, sin deseos ni necesidades impuestos artificialmente, fortalecidos por el trabajo duro y la sencillez de los lujos, es natural que la gente sea buena. Y la gente es buena.


Los hombres, delgados, correosos, el cuerpo endurecido por el trabajo, las manos encallecidas, usando pantalones remendados muchas veces, calzando huaraches, nos abren su casa con dulzura, se apenan de lo que no tienen, no porque lo quieran o lo necesiten mucho, sino porque no pueden ofrecerlo a extraños como nosotros. Las mujeres, el cabello largo recogido en una sola trenza, se preocupan de que comamos bien, de que tengamos suficientes tortillas. Es imposible no enamorarse de todos, de la forma en que sonríen cuando les dices que donde viven es muy bonito, y la forma en que los papás cargan a la bebé de meses con ternura ilimitada. No hay poses, no hay necesidad de probar nada en las conversaciones, hay sólo buen humor, honestidad sin sombras.

Lo bueno de ir entre varios es que cualquier contratiempo se convierte de inmediato en una aventura. Las tres mujeres contamos además con Raymundo quien es un chavo delgadito y fuerte, y la persona más caballerosa que me pueda imaginar. Nos cuidó todo el tiempo, como hombre de armadura nacido en alguna narración fantástica. Alguna vez tendré que pintar aquí, con calma, su retrato, porque exuda casi demasiada limpieza.

No me alcanza este espacio para hacer una crónica completa y detallada de la semana, pero aquí van algunos flashes breves, tal como dicta la costumbre en este blog:

-Nos hundimos en la brecha, en las montañas, cargados de mochilas y cobijas. En algún punto llegó hasta nosotros un perrito salchicha, y decidió ser nuestro compañero. Cuando avanzábamos, se adelantaba ligeramente como si fuera nuestro guía, y cuando nos deteníamos a descansar, se sentaba bajo un árbol igual que nosotros. Alma lo miró pensativa y dijo, ¿ustedes creen en los nahuales? Daban ganas de creer en los nahuales, y agradecer a quienquiera que fuera la sensación protectora, la compañía.

- Nos alumbramos en la cocina con un ocote encendido, comemos tortillas de harina recién hechas, y bebemos nescafé caliente. Sentada junto al fogón está la familia que nos abrió su casa, Don Gregorio lleva en los brazos a su hija más chiquita, Celina, y le habla con dulzura. Esa bebé nunca llora por más de dos segundos porque siempre hay brazos que la arropan y la consuelan de inmediato.

-Amanece. Todo es azul y gris. Frente a nosotros, justo detrás del marco de la puerta se despliegan las montañas, húmedas por la lluvia nocturna. Se levanta la neblina en bocanadas ligeras flotando por encima de los bosques, que son racimos verdes.

-Los niños juegan a las canicas en el recreo. Es dificilísimo tomarles fotos porque se mueven constantemente de un lado a otro siguiendo las jugadas de sus compañeros. Se dan cuenta de que traigo la cámara y sonríen. Quieren ver las fotos, se mueren de la risa viéndose a sí mismos. En menos de un minuto tengo alrededor a un grupo curioso de niños y niñas, les pregunto si quieren que les tome fotos y aceptan con una sonrisa abierta, o con un gesto tímido, después corren a verse en la pantallita de la cámara y se mueren de la risa otra vez. Es muy fácil divertir a niños como estos.

-Raymundo acaba de explicar a una alumna de secundaria eso de las unidades de millar y de millón. Voltea a verme con los ojos muy brillantes y una sonrisa indescriptible y me dice, “yo creo que sí me va a gustar esto de ser maestro”.

- Nos toca quedarnos en casa de Doña María Mercedes, su casa está a 45 minutos caminando de la escuela. Estamos sentados en el corredor, preparando material para la clase del día siguiente. Lupita le enseña a Itzel, una niña de dos años, cómo se hace con los dedos la sombra de un conejo. Itzel juega a imitar la sombra con sus dedos chiquitos, y a perseguirla por el suelo y pisarla con un zapatito blanco. Se acerca el esposo de Doña Mercedes y se apoya en el barandal de madera para platicar con nosotros. Es un hombre muy alto y delgado, los huesos de su rostro son fuertes y están bien delineados, tiene la piel morena y los ojos brillantes. Le gusta hablar de sus experiencias en el norte. Conoce mejor el otro lado de lo que conoce México. Trabajó en California, en Chicago, en Washington, en Florida, en Nueva York. Antes era relativamente fácil cruzar y él iba y venía sin sufrir demasiado. La última vez sí estuvo canijo, tuvo que atravesar el desierto, caminó día y noche por tres días, pero sólo llevaban agua y comida para dos días. Se acuerda de una mujer que cargaba a una niña chiquita, la gente se turnaba para ayudar a cargarla. No se murió nadie esa vez, pero desde entonces él prefirió no intentarlo de nuevo. Estaba en Nueva York, no muy lejos de la ciudad, cuando fue el atentado a las torres gemelas, no dejaban salir del país a los ilegales, les decían que a lo mejor les iba a tocar ir a pelear a la guerra, les ofrecían papeles si se iban de soldados.

-Nos acompañan Imelda y Bernarda, hermanas que rozan los dieciocho años y van en segundo y tercero de secundaria. Nos toca comer en su casa. Para llegar ahí hay que bajar por senderitos lodosos un barranco profundo y luego subirlo de nuevo. Lo que a ellas les toma treinta minutos a nosotros nos lleva casi una hora de camino. Raymundo hunde un pie sin querer en el lodo y pierde su zapato. Nos reímos mucho, todo el tiempo, por cosas como esa.

-Nos agarra la lluvia cuando regresamos hacia la escuela. No tiene caso defenderse del agua, en unos segundos estamos completamente mojados. El bosque es azul alrededor nuestro. Caen los rayos, muy cerca. En algún punto el camino se ilumina por una luz blanca y rosa y el estruendo es profundo; ése ha caído demasiado cerca.

-Hay que dejar salir a los niños temprano porque vino el sacerdote y habrá misa. Toda la comunidad está en la capilla. Dan mucha ternura, vestidos con sus mejores ropas, recién bañados, escuchando con una atención completa, inocente.

-A base de “raites”, viajando en la parte trasera de las camionetas, de pie, agarrados a los barrotes de metal, comiendo el paisaje, llegamos al filo de la noche a Villa Madero. Ahí desemboca la sierra, se juntan las tierras calientes y las frías, hay pinos y también huizaches. Hay trocas cuatro por cuatro en todas las calles. Narcocorridos a todo volumen. Adolescentes en moto y en cuatrimoto. Tomamos un taxi destartalado hasta Morelia. El chofer es un ser irreverente, simpatiquísimo. Viaja con un amigo suyo en el asiento delantero. Le explica que vino a Villa Madero “a echar rostro nomás”. Ya demasiado tarde nos damos cuenta de que al coche le falta un faro adelante y otro atrás y que las llantas están a punto de salir de su eje, así y todo él hace la mímica de unas carreritas rebasando por la derecha a un camionetón negro del año.

-Entramos a Morelia. Asfalto, casas de cemento apretadas entre sí. Hace mucho, un hombre de una comunidad me dijo que Morelia es muy feo, y después de estar en la sierra, de acostumbrarme a ver verde en todos lados, de tener alrededor un horizonte deslumbrante, les doy toda la razón. Las ciudades nunca van a ser tan bonitas como el campo, sobre todo ese campo monumental que se hunde en las montañas, sin cambiarlas demasiado.

6 comentarios:

EL PACIENTE BIPOLAR dijo...

HOLA BUEN DÍA, ME GUSTA TU BLOG, ES MUY ORIGINAL Y SUSTANCIOSO!!! ESPERO TE PUEDAS DAR UNA PASEADA POR EL MÍO, ES MUY OSCURO, TRISTE, DEPRESIVO Y MINIMALISTA. DAME TUS MÁS SINCERAS IMPRESIONES POR FAVOR,,, ESPERO ESTES BIEN!!!

todavia dijo...

Debe existir un justo medio entre lo que tenemos en la horrenda ciudad y lo que hay en la sierra y el campo, porque si no tuvieramos lo que tenemos aqui, yo, por ejemplo, no habria podido ver a traves de tus ojos las maravillas que viste, no sabria ni de ti, ni de Raymundo, ni de una familia que les abre las puertas a su casa viva. Ojalá los humanos tuvieramos la inteligencia para encontrar ese justo medio en que los avances y los privilegios de la tecnologia y la civilizacion no fulminaran nuestra parte natural, nuestra conexion con la tierra y con los otros, nuestra humanidad.

Gracias, no sabes cuantas.

D. dijo...

Hola Jimena:

Qué decir de lo que cuentas?
Qué agregar de esas fotos?
Solo admiración por tu trabajo y empeño; por las personas que tienes al lado; por los sacrificios y provaciones.
En las ciudades hay otras genes que padecen otras suertes, con otras problemáticas.
Sea en descampados o en los túneles de las ciudades, hay que pensar siempre en las personas necesitadas.
Te felicito, nos haces ver un lado distinto de la realidad.

Jimena dijo...

Todavía,
Estoy completamente de acuerdo contigo. A veces me imagino contándole a unos nietos imaginarios acerca de cómo visité alguna vez mundos tan aislados que parecían congelados en el tiempo. Y aún no sé si aquilatar esa desaparición será muy bueno, o muy triste. A mí me ha gustado estar ahí, y verlo todo desde una mirada que siempre es demasiado romántica; ellos agradecerían la electricidad, la tele, el internet, de eso estoy segura.
Muchísimas gracias a tí, ísimas ísimas :)

Jimena dijo...

Gracias crónicas, lo mismo siento cuando leo tus relatos urbanos, se abren ventanas a otros ángulos de la realidad.
Será bonito acompañarnos desde lejos, desde la trinchera urbana y la trinchera rural, y asomarnos a lo que ve el otro en el camino :)

Isa Gómez dijo...

Hola hola hace un tiempo no te leo jiji, te mando un saludo me estoy actualizando buena suerte y sigue adelante...