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sábado, 5 de diciembre de 2020

Hermana


 

Nací en octubre y ella nació al año siguiente, en noviembre. Cuentan las historias familiares que eso no me hizo feliz y la empujé desde el tope de una cómoda una vez, otra vez le arañé la cara. Cuentan también las historias familiares que ella solía consolar a quien la llevaba en brazos: una bebé repitiendo en los adultos la dulzura del gesto que los adultos habían tenido con ella, dando golpecitos en la espalda y haciendo sonidos tranquilizadores ("ah-ah -ah- ah-ah"). Mi primer recuerdo de las dos es también mi primer recuerdo: caminamos juntas tomadas de la mano en el huerto de nogales atrás de la casa donde vivíamos. Mis papás rentaban la casa y el huerto no era nuestro así que teníamos prohibido tomar nueces de los árboles, sólo podíamos tomar las nueces caídas al suelo. Mi hermana y yo recolectábamos las nueces en una canasta pequeña. En mi recuerdo los árboles son enormes y no hay nubes, pero la luz es una forma de lluvia difuminando las hojas. Trabajadores jóvenes están trepados en las ramas y uno de ellos grita ¡Ya están aquí las niñas, sacudan los árboles para que les caigan más nueces! El recuerdo es más nítido en el momento en que las ramas comienzan a moverse. Recuerdo el sonido que hacían los árboles moviéndose juntos, el sonido de un río veloz o un millón de cigarras, el sonido de sus millones de alas, y recuerdo a los árboles meciéndose empujados hacia atrás y adelante mientras el pasto y nuestra ropa no se movían para nada, en la mañana sin viento. La memoria se detiene ahí. No recuerdo recoger las nueces después, o comerlas. Recuerdo caminar con la mano pequeña de mi hermana agarrando mi mano y recuerdo la luz, la belleza de los árboles y los trabajadores, asegurándose de que tuviéramos más nueces para nuestra canasta. Casi no tengo recuerdos de mi primera infancia en los que estoy sola, mi hermana está siempre conmigo. Otro recuerdo: ya no vivimos en Chihuahua, ahora vivimos en Pátzcuaro, Michoacán, es muy temprano y un temblor sacude ligeramente la casa. Mi hermana y yo descubrimos que saltar en la cama es mucho más divertido cuando la casa también salta, así que brincamos y reímos ella en un mameluco rojo y yo en uno azul (a mí siempre me tocaba la versión azul y a ella la versión roja de vestidos, pijamas o juguetes que era idénticos en todo lo demás). Mi papá nos mira desde la puerta y al menos en mi recuerdo no está alarmado o molesto, a lo mejor levemente entretenido, y nos deja brincar por unos segundos antes de hacernos salir de la casa, para estar a salvo. No sabíamos que ese temblor reverberaba en Michoacán a consecuencia del terremoto que devastó la Ciudad de México y mató a miles de personas en el 85. No hay ninguna aprensión o sentido de la tragedia en mis primeros años. Mi infancia fue sobre todo un universo inventado al lado de mi hermana. Vivíamos en calles solitarias, sin otras casas, y no había otros niños en nuestras tardes o nuestros sábados o nuestros domingos. La casa era modesta pero las puertas de la cochera al final del patio eran grandes, así que imaginábamos que eran las puertas de nuestro palacio, éramos princesas por supuesto y como no teníamos el resto del edificio, todos nuestros dramas ocurrían justo a la entrada del castillo. El vocho verde de mi papá era nuestra nave espacial, nos sentábamos por horas dentro del coche estacionado visitando planetas en otras galaxias y asegurándonos de que hubiera príncipes alienígenas o guerreros humanos en todas ellas. Nos imaginábamos acampando en la jungla y poníamos discos de Jorge Reyes mientras bailábamos alrededor de fogatas ficticias en la sala (con las puertas cerradas para que nadie nos viera). Imaginábamos que sabíamos hablar inglés y teníamos largas conversaciones en sonidos inventados que no significaban nada, pero se sentían bien en la boca. Teníamos nuestra propia versión de las luchitas, decidimos que cada combate debía comenzar con reverencias solemnes y un canto inventado (tres largas reverencias, cantando "saaaalaam"), luego había que inmovilizar al oponente por diez segundos, si ganas tres veces seguidas eres campeón del mundo, si ganas diez veces seguidas eres campeón del universo, y el juego se llamaba "salami" (por el canto del principio), y todo descendía inevitablemente hacia alguna variante de la violencia y acabábamos llorando.

Mi papá hubiera querido un par de hijos, o al menos un hijo, y en lugar de eso le tocaron dos niñas delicadas, ni siquiera remotamente atléticas. Por un tiempo mantuvo la esperanza y nos compró un balón de basquetbol, luego uno de futbol, luego uno de voleibol, y nos sacaba al patio a jugar, pero nosotras no podíamos lanzar o cachar nada, y las pelotas fueron rápidamente abandonadas en un closet. Nos sacó a caminar al bosque y eso sí lo seguimos haciendo con él durante mucho tiempo. Mi mamá nos compró juegos de acuarela y nos enseñó a pintar.

Todo es injusto y aleatorio en el mundo. El mayor milagro, el golpe más grande de suerte fue esta infancia, con la mano pequeñita de mi hermana constantemente agarrada a mi mano.

¿Cuánto de quienes somos se decide cuando somos pequeños? Entonces, todo pasaba con mi hermana: la curiosidad, el miedo, lo que parecía hermoso, los sueños, el dolor delicioso de jadear por aire cuando no puedes dejar de reír, mis berrinches, todo mi llanto, cada vez que me cacharon en una mentira, o me encontraron después de escapar de la casa, cada vez que me castigaron y me hacían pararme en silencio frente a la pared, todo lo que era maravilloso, como un viaje al cine en Morelia una o dos veces al año y entonces, una visita al supermercado donde a lo mejor sí, a lo mejor no, nos tocaba un juguete nuevo, y una comida en un restaurante de pizzas (Pizza Real), o con más frecuencia una parada en el puesto de tortas cerca de la estación del tren, donde mi hermana y yo pedíamos siempre una torta de salchicha y nunca otra cosa. Las dos nos agarrábamos a la mano de mi mamá y éramos apéndices pequeñitos volando junto a su falda larga, una niña a la derecha, la otra niña a la izquierda. Las dos tratamos de seguirle el paso a la figura imponente de mi papá, tan alto, con sus zancadas enormes, quien a veces te tomaba la mano y a veces no, y las dos nos encontramos una o dos veces mirando hacia arriba y dándonos cuenta con pánico de que habíamos seguido al adulto equivocado por la banqueta.

Dormíamos en el mismo cuarto, en la misma cama. No había necesidad realmente de ninguna distancia, entre las dos. La respiración tranquila de la otra nos movía suavemente hacia el sueño.

Éramos muy parecidas. A mi abuela y a veces a mi mamá les costaba distinguir nuestras voces en el teléfono. A veces un extraño me detenía en medio de la calle en Pátzcuaro porque me había confundido con mi hermana, y a veces el mismo extraño hablaba un rato antes de darse cuenta de que yo era otra persona. Teníamos gustos similares en arte, música y películas (todavía). Nos visitábamos en los sueños (aún, a veces).

Y a pesar de todo ella es sociable y yo soy tímida. Ella tuvo siempre un talento natural para el dibujo y la pintura y su mano se mueve fácilmente, a mí me gusta dibujar también pero mi mano se mueve con menos ligereza y todos mis dibujos de cuando éramos niñas se ven tiesos junto a los suyos. Ella sabe hablar en público y yo me congelo frente a una audiencia. Ella tiene la figura femenina de mi mamá y yo tengo el cuerpo más largo y masculino de mi padre. Ella nació con una melena completa y yo nací completamente calva, y su cabello siguió siendo más abundante y espeso por el resto de nuestras vidas.

De todas las cualidades que ella tiene y a mí me faltan, la que más me gusta es su entereza en momentos de caos. Cuando éramos niñas, una rata entró en la casa. Me encerré en la cocina y lloré, de pronto triste por la muerte de la rata. Mi hermana y mi papá la mataron y yo lo miraba todo afligida pero también con alivio; era bueno después de todo que alguien pudiera hacer el trabajo difícil de matarla, un asunto secretamente necesario porque mi empatía por la rata no me alcanzaba para dejarla vivir en nuestra casa. Mi hermana estaba inmediatamente en el centro de la acción, persiguiendo a la rata con un palo o una escoba. Se me olvidó decir: ella es más elegante y su cabello siempre es perfecto (el mío es rizado y rebelde), pero cuando se acerca velozmente una crisis en forma de roedor o cualquier otra cosa, es intrépida y entera. Yo me encierro en la cocina. Ella persigue a la rata.

Algunos años después, nuestro perro tuvo que recibir una inyección por razones médicas urgentes. Era un perro encantador recogido de la calle (como todas nuestras mascotas), una mezcla grande y fuerte de dálmata y dóberman. Su nombre era Joe. Estaba asustado y no dejaba que nadie se le acercara, en su pánico trató de morder al veterinario o tal vez a mi mamá. El veterinario se dio por vencido. Mi hermana tomó la jeringa y respiró hondo, como respira uno justo antes de caer al agua, o como respiran  los doctores antes de hundir el bisturí, de la manera que respiramos justo antes de enfrentar lo que debe enfrentarse; un gesto que he visto en ella con frecuencia y está asociado con ella, para mí. Se acercó a Joe y le dio la inyección con mano firme y enorme autocontrol, mientras yo lo miraba todo desde lejos, maravillada. La he visto ejercer ese dominio de sí misma en momentos de emergencia muchas veces, y muchas veces me sentí como la hermana pequeña, aunque soy la hermana mayor.

Cuando llegó el momento de ir a la universidad, me fui a la Ciudad de México y mi hermana se quedó en Morelia. Mirando hacia atrás, yo fui siempre la que se iba, y ella era siempre la que se quedaba, y los kilómetros entre nosotras se hicieron cada vez más largos, diferentes ciudades en la prepa, diferentes estados en la universidad, diferentes países ahora.

Durante mis años universitarios en la Ciudad de México, a veces mi hermana me visitaba por algunas semanas. Yo rentaba un cuartito del tamaño de un baño con un catre apenas lo suficientemente ancho para acomodar a una persona muy flaca que duerme en completa inmovilidad, pero de alguna manera, dormíamos ahí juntas. Pasamos todos nuestros tiempos libres en el cine, viendo hasta 3 películas en una sola tarde, persiguiendo los mejores títulos por diferentes cines y diferentes rumbos de la ciudad. No sabíamos el lujo que era pasar juntas semanas enteras tan libremente, porque no sospechábamos que pronto la vida de cada una estaría ocupada, consumida en sus propios problemas y horarios.

La infancia creó para nosotras el mismo conjunto de recuerdos entrelazados, nacidas tan cerca en la edad (tan cerca en el tiempo), en nuestras calles solitarias, sin vecinos. Con los años acumulamos recuerdos diferentes, nos hicimos poco a poco individuos distintos. Ella siguió siendo religiosa, como mi mamá. Yo me volví agnóstica, como mi papá. Ella fue una excelente estudiante de Biología (se graduó con honores) que pasó a tener casi inmediatamente una brillante carrera en Difusión de la Ciencia. Yo cambié de carrera varias veces, viví mi vida dando saltos en zigzag. Perfeccioné el arte de irme mientras ella perfeccionaba el arte de quedarse. Me pregunto qué hubiera pasado si me hubiera quedado más, o si ella se hubiera ido más conmigo, a donde sea que yo me iba. Si hubiéramos podido vivir más de nuestras vidas adultas de la misma manera que vivimos nuestra infancia, tan cerquita la una de la otra, inventando juntas nuestros juegos, inventando juntas los mundos para esos juegos.

Es inevitable habitar al final un mundo propio, el mundo que construyes para tí mismo. Pero incluso ahora, viviendo tan lejos la una de la otra, separadas por miles de kilómetros y un par de fronteras nacionales, cuando veo un buen paisaje o un hermoso edificio o bailo algo que valga la pena bailar, me duele mi hermana como a un amputado le duele la extremidad que le falta, porque su mano todavía se siente como la extensión natural de mi mano.

domingo, 22 de noviembre de 2020

La Memoria/ Memory

Texto en Español primero. Text in English below.

Somos la historia que nos contamos acerca de nosotros mismos. Es una historia borrosa, hecha de memoria. Y los recuerdos, aunque se refieren al pasado, no dejan de cambiar y ensancharse con el tiempo. Cada recuerdo es infinito.

Mi abuelita Alicia murió hace ya varios años. Las memorias que atesoro de ella son muchas, unas nítidas y otras borrosas y otras (unas cuantas) son cristalinas, porque mi cerebro regresa a ellas con frecuencia y las pule hasta hacerlas brillar. Mi abuelita creció sin dinero, sin una casa propia. No pudo estudiar más que la secundaria, no tuvo cuando era chica un espacio que pudiera llamar suyo. Pero tenía mucha inteligencia y curiosidad y disfrutaba el arte y la literatura, y tenía buen ojo y oído para la belleza en el mundo. Cuando me fui a vivir a la ciudad de México a estudiar la universidad me gustaba visitarla en su departamento. Ese departamento, un espacio al fin completamente suyo, era un universo femenino y ordenado y luminoso, sin una pizca de polvo. Mi abuelita tenía siempre dos o tres libros en su recámara al lado de la cama, y otros dos libros en el baño. Nunca dejó de leer más de un libro, simultáneamente, pedacitos de papel marcando la página en cada uno, libros de filosofía, historia, muchísimas novelas (muchísimas revistas de National Geographic). Y un día, por esas épocas, me regaló un libro de pasta dura, color verde olivo. Era “Jane Eyre”. Es el único libro que me regaló. Un libro que ella atesoraba. Me gusta encontrar paralelos entre Jane Eyre y mi abuelita: las dos con infancias inciertas y sin un espacio que pudieran llamar propio, las dos con espíritus inteligentes, sensibles. Me imagino que mi abuelita cuando era adolescente tenía también la mirada inquieta y resuelta de un pájaro que se agita detrás de la jaula. Pero a diferencia de Jane Eyre, mi abuelita tenía una risa sonora y explosiva que se podía oír a la distancia.

Poco antes de morir mi abuelita se asomó por la ventana y vio que las jacarandas floreaban en la ciudad con sus parches violetas. Estábamos solas en su departamento, y subimos a la azotea del edificio para ver las jacarandas mejor. Esa memoria no tiene fin, es cíclica: regresa siempre entre marzo y abril, cuando las flores vuelven a los árboles. Es una memoria suave y dulce porque la sé de antemano, y la espero, todos los años.

Jane Eyre es una memoria aguda y punzante. Hace poquito vi la película con Michael Fassbender y Mia Wasikowska, y de pronto me acordé del libro, con su color verde y su tapa dura, y la ausencia de mi abuelita, quien dejó esta tierra hace más de 15 años, se hizo otra vez por un rato una ausencia enorme, imposible. La historia de mi abuelita Alicia es parte de mi historia y está al mismo tiempo en mi pasado y en mi futuro, porque no sé cuándo, ni cómo, su memoria me va a golpear poderosamente y por sorpresa, sin que yo pueda aprevenir mi corazón para el asalto.

Los recuerdos no brotan en un jardín ordenado. Florecen silvestremente en el campo, impredecibles. Y a veces llevan el hilo de una historia clara, esa historia que nos contamos acerca de nosotros mismos, pero otras veces son sólo espasmos. Este otoño he ido mucho al bosque, y lo he visto transformarse y ser una explosión vívida y multicolor al principio y un cuadro monocromático, todo amarillo y cobre, al final. Ese cuadro del bosque color cobre se parece mucho al tapiz de los sillones en la sala que teníamos cuando era niña. Se parece al estampado de una blusa que usaba mi mamá, hace mucho. Guardamos sin saberlo imágenes que nunca terminan. Nuestra memoria es una colección de ecos que se ensanchan y multiplican, las nuevas imágenes del presente y las viejas imágenes del pasado se tocan y reverberan y resuenan entre sí; nuestros recuerdos son un ovillo desordenado que se enreda y desenreda en el mundo.

Ahora oscurece muy temprano. Si no llueve, salgo a caminar al bosque los fines de semana, aunque ya no hay hojas y los árboles son sólo sus huesos. Casi siempre se me hace de noche al regreso. Me encanta caminar en el bosque en la hora en la que el día se mueve hacia la noche y los colores de todo se encienden o enmudecen por unos minutos, antes de oscurecerse por completo. Los esqueletos masivos de los árboles de maple fueron hechos para esa hora de penumbra. Es su hora más poderosa. Y cuando miro al cielo vibrar eléctricamente y miro a la luz descender en la noche, y miro al bosque en estos lugares del norte, y siento la aguja del frío en mi cara, pienso en otra Alicia, hija de mi abuelita Alicia, quien también dejó este mundo, hace poco, pero sigue en el mundo, en los minutos entre el día y la noche (su hora favorita), en el bosque y el frío (que ella disfrutaba), mientras sigamos aquí los que la recordamos. Todos mis recuerdos de ellas, las dos Alicias, y todos mis recuerdos, están vivos y crecen y cambian, y harán ecos que no adivino en futuros que no conozco, y son a veces como la sombra de un gato escurriéndose por la orilla del ojo, y son a veces como una lluvia que cae sobre nosotros igual que cae sobre la tierra y las plantas, sin que podamos defendernos.

We are the story we tell ourselves about ourselves. It’s a blurry story, made from memory. And while memories refer to the past, they never stop changing and expanding. Each memory is infinite.

My grandma Alicia died several years ago. I cherish many memories of her, some are clear, and some are blurry and others (a few) are crystalline, because my brain goes back to them often and polishes them until they shine. My grandma grew up without money, without a house of her own. She couldn’t study High School; she didn’t have a space she could claim for herself when she was young. But she was very intelligent and curious, and enjoyed art and literature, and had a good eye and ear for beauty in the world. When I lived in Mexico City to study college, I liked visiting her in her apartment. That apartment, a space at last completely hers, was a feminine and tidy and bright universe, without a speck of dust. My grandma always had two or three books in her bedroom next to the bed, and two more books in the bathroom. She never stopped reading more than one book simultaneously, a piece of paper marking the page in each of them, books on philosophy, history, many novels (many National Geographic magazines). And one day, around that time, she gave me a hardcover, olive green book. It was "Jane Eyre." It’s the only book she ever gave me. A book she treasured. I like finding parallels between Jane Eyre and my grandma: both with unpredictable childhoods in houses that belonged to someone else, both intelligent, sensitive spirits. I imagine that my grandma as a teenager also had the restless and resolute glance of a bird that flutters behind the closed set bars of a cage. But unlike Jane Eyre, my grandma had a loud, explosive laughter you could hear from a distance.

Shortly before dying, my grandma looked out the window and saw the jacaranda trees blooming in the city with their purple patches. We were alone in her apartment and went up to the roof of the building to see the jacarandas better. That memory has no end, it is cyclical: it returns between March and April, when the flowers return to the trees. It’s a soft and sweet memory because I expect it, and look forward to it, every year.

Jane Eyre is a sharp and piercing memory. I just saw the movie with Michael Fassbender and Mia Wasikowska and suddenly remembered the book, and the olive green hardcover, and the absence of my grandma, who left this earth more than 15 years ago, was for a while again an enormous, impossible absence. The story of my grandma Alicia is part of my story and is simultaneously in my past and in my future, because I don't know when or how her memory will hit me hard and by surprise, without a chance to prepare my heart for the assault.

Memories don't bloom in a neat garden. They blossom in the wilderness, unpredictable. Sometimes they carry the thread of a clear story, the story we tell ourselves about ourselves, but sometimes they’re just spasms. This fall I’ve been to the forest a lot, and I’ve seen it change from a vivid, multicolor explosion in the beginning to a monochromatic picture, all yellow and copper, at the end. That copper image of the forest looks a lot like the tapestry on the armchairs we had in the living room when I was a child. It looks like the print on a blouse my mom wore long ago. We keep, unknowingly, images that are never-ending. Our memory is a collection of echoes that widen and multiply, the new images of the present and the old images of the past touch and reverberate and ring on each other; our memories are a messy ball of thread getting tangled and untangled in the world.

It gets dark very early now. I go for walks in the forest on the weekends when it isn’t raining, although the leaves are gone, and the trees are just their bones. Usually I return at nightfall. I love walking in the woods at dusk when the colors of everything get brighter or muted for a few minutes, before going completely dark. The massive skeletons of the maple trees were made for the twilight. It is their most powerful hour. And when I see the electric vibrations on the sky and I see the light descend into the night, and I look at the forest in these northern places, and I feel a needle of cold on my face, I think of another Alicia, daughter of my grandma Alicia, who also left this world, recently, but is still in the world, in the minutes between day and night (her favorite time), in the forest and the cold (which she enjoyed), as long as those of us who can are still here to remember her. All my memories of them, the two Alicias, and all my memories, are alive and grow and change and will make echoes I can’t guess in futures I don’t know, and are sometimes like a cat’s shadow slipping from the corner of the eye, and sometimes like rain that falls on us, defenseless, the same way it falls on the plants and the earth.

jueves, 29 de octubre de 2020

Notes for the log kept by Wim Wenders’ angels/ Anotaciones en la bitácora para los ángeles de Wim Wenders

(Text in English first, texto en español más abajo)

Memory is our way to rescue something from the stream of weeks and months. All our days and nights are moving fast, filled with information we forget, and we lose entire blocks of time forever. Sometimes our memory acts unconsciously and sometimes it’s deliberate: we stop and look carefully and touch with our fingers the outline of a moment because we don’t want our brain to forget it (sometimes we silently repeat to ourselves the decision to remember the things we don’t want to be diluted), it’s similar to the decision of taking a photo; out of the repetitive or anodyne haze of all that is common and ordinary, an instant acquires distinct and defined contours, and we save it. The problem with my life is that it’s ordinary every day, every month of the year. I find comfort, however, in the angels of Wim Wenders. In the movie "Wings of Desire", a pair of angels tour Berlin (in black and white) and meet at the end of each day to compare notes in their personal logs (they carry tiny notebooks). Being angels, they can look at all of humanity, all the great dramas and tragedies, all the conquests, inventions, triumphs and wars, all the love stories, all the losses, all the art and all the science, and they choose instead to record small events in their notebooks, such as: "a woman closed her umbrella in the rain."

So I, just a regular office worker, go out into the world and walk on the streets and under the sky and find salvation in notes for a log I invent for myself. And when I do, I imagine that I’m the distant cousin of those angels and that my tiny regular life manages however to touch the outline of something that deserves to be written down in a notebook and be saved, somehow. The world is generous that way, after all.

These are my notes for today’s log:

I walked in the forest among copper trees against a gray sky. I saw an older man approach a tree, carefully open a ziploc bag, and sweetly place on the ground nuts for the squirrels. I didn’t know if they were gifts for any squirrel and all squirrels, or for a specific squirrel the man visits regularly, always at the foot of the same tree, on the same spot in the road. I saw a toddler in a blue snow suit walk clumsily and pick up a maple leaf, marveled. He immediately gifted it to his mother, who thanked him. I saw a man and a woman embrace for a long time in complete stillness and silence, and I couldn't guess if that was just deep love or if it was also sadness. I saw a man close his eyes with pleasure inside a hair salon, while a woman washed his hair. I saw from the street, through a window, a young employee of a grocery store, and his mouth and nose were covered by the mask that we must now wear everywhere, but his eyes laughed, amused, looking at something or listening to something hidden from me, beyond the contours of the window, and his young face was illuminated and full of beauty.

Lastly: a cat approached me in the street and let me pet it.

En español:

La memoria es nuestro mecanismo para rescatar cosas de la corriente de las semanas y los meses. Todos nuestros días y nuestras noches se mueven velozmente llenos de información que olvidamos, y perdemos para siempre bloques enteros de tiempo. A veces la memoria actúa de manera inconsciente y a veces es deliberada: miramos con atención y nos detenemos y pasamos los dedos a lo largo de un momento porque no queremos que nuestro cerebro lo olvide (a veces nos repetimos silenciosamente la decisión de recordar eso que no queremos que se diluya), es algo parecido a la decisión de tomar una foto; de entre la neblina repetitiva o anodina de lo común y lo corriente, un instante adquiere contornos distintos y definidos, y lo salvamos. Lo malo de mi vida es que es común y corriente todos los días, todos los meses del año. Pero encuentro consuelo en los ángeles de Wim Wenders. En la película “Las alas del deseo” un par de ángeles recorren Berlín (a blanco y negro) y luego se reúnen al final del día para comparar notas en sus bitácoras personales (en cuadernos pequeñitos). Como ángeles que son pueden asomarse a la humanidad entera, a todos los grandes dramas y tragedias, a todas las conquistas, invenciones, triunfos y guerras, a todas las historias de amor, todas las pérdidas, todo el arte y toda la ciencia, y eligen en lugar de eso registrar en sus libretas eventos sencillos, como: “una mujer cerró su paraguas bajo la lluvia”.

Así que yo, simple empleada de oficina, salgo al mundo y camino en las calles y bajo el cielo y encuentro salvación en notas para la bitácora que invento para mí misma. Y cuando lo hago, me imagino que soy la prima distante de esos ángeles y que mi vida, así de común y corriente, alcanza a tocar el contorno de algo que merece anotarse en una libreta y salvarse, de algún modo. El mundo, después de todo, es generoso en ese sentido.

Estas son mis anotaciones para la bitácora de hoy:

Caminé en el bosque y los árboles eran de cobre contra un cielo gris. Vi a un hombre mayor acercarse a un árbol, abrir con cuidado una bolsita ziploc, y colocar dulcemente nueces en el suelo, para las ardillas. No supe si eran regalos para cualquier ardilla y todas las ardillas, o para una ardilla específica a la que el hombre visita regularmente, siempre al pie del mismo árbol, en la misma curva del camino. Vi a un niñito de año y medio embutido en un traje azul para el invierno, caminar torpemente y recoger encantado una hoja de maple. La tomó en sus manos y la regaló de inmediato a su madre, quien le dio las gracias. Vi a un hombre y una mujer abrazarse largamente en completa inmovilidad y silencio, y no pude adivinar si eso era sólo amor profundo o si era también tristeza. Vi a un hombre cerrar los ojos con placer al interior de una peluquería, mientras una mujer le lavaba el cabello. Vi desde la calle, a través de la ventana, a un empleado joven de una tienda de supermercado, y su boca y nariz estaban cubiertos por la máscara que debemos usar ahora en todas partes, pero sus ojos reían divertidos mirando o escuchando algo oculto para mí, más allá de los contornos de la ventana, y su rostro joven estaba iluminado y lleno de belleza.

Por último: Un gato se me acercó en la calle y me dejó acariciarlo.

miércoles, 9 de junio de 2010

punto cero cero cero cero cero dos por ciento

Hoy por la mañana, salí con mi papá a caminar al “Estribo Chico”. Desde que mi hermana y yo éramos niñas, mi papá nos llevaba hasta la punta de ese cerro, a través de caminitos de tierra colorada, y lomas que se desmoronaban bajo los pies, para descansar en un claro en la cima, sobre un conjunto de piedras planas, siempre las mismas. Me gustó caminar y al mismo tiempo caminar a través de la memoria, por un trayecto que es el mismo y es distinto, y que empezó siguiendo la silueta de mi padre cuando había que dar muchos pasitos rápidos por cada zancada suya. Por muchos años no volví, hasta esta mañana.

No crean que no me doy cuenta de lo inocente que resulta mi vida, sobre todo ahora. No crecí en una pintura perfecta, pero sí tuve una infancia feliz. Mañanas como la de hoy se sienten llenas de luz, y traen encima una felicidad serena que se multiplica en caminos que se multiplican en el reflejo del reflejo del recuerdo del recuerdo del último déja vú. Este blog sería sin duda más entretenido si describiera madrugadas veloces y claroscuras en lugar de mañanas claras con reminiscencias de mi niñez. Ya lo sé. Sólo tenía ganas de escribir: estoy bien, he decidido bajar el volumen a los discursos de auto-flagelación. Prometo posts más interesantes en el futuro, próximo. No pierda usted la fe ni la esperanza, amabilísimo lector. Después de todo, ahora me doy cuenta, yo tampoco pierdo la fe, ni la esperanza (lo cual me mantiene bastante cursi, ad infinitum). Como se sabe, todos los átomos de nuestros cuerpos vienen de los átomos de la explosión con la que inició el universo. Así que en esencia, estamos hechos de materia vieja, más que milenaria; alguien famoso dijo que somos polvo de estrellas. La reencarnación de las almas quién sabe si existe, pero podemos contar al menos con la reencarnación de la materia. A veces, me da por fantasear con los orígenes de mi conjunto específico de átomos, algo así como: 1.5% de los restos de algún venado, 3% de cometa, 1.4 % de mamut, 3.1% de un gitano, 0.3% de trilobite, 2% de supernova, 1% de fresno o jacaranda, 0.3% de alguno de esos atunes que nadan cuesta arriba, 2% de una bailarina de ballet, o de un marinero. ¿Y si me hubiera tocado el .000002 % de algún artista del pasado? Hay días en que me miro muy generosamente y sueño con un milimétrico porcentaje de Rimbaud o Kerouac, un poquito de alguna de sus uñas o sus pulmones, por ejemplo, pero hay otros, como hoy, en que me da miedo que mi .000002% venga de Norman Rockwell: una tras otra, puras escenas de bondad idílica. Creo más bien que en el hígado o la vena cava, cargo con unos poquitos átomos de algún músico vagabundo, que nunca se hizo famoso, y que no se definía a sí mismo sólo como músico, pero a veces, la gente en la calle se detenía para oírlo tocar.

miércoles, 9 de julio de 2008

abuelita Isabel



Ayer fue su cumpleaños. Tenía que presumirla, a poco no está guapísima, si parece actriz de cine, nomás. Aquí estamos ella y yo, hace... algún tiempo, frente al lago Arareco, muy cerquita de Creel.

jueves, 22 de mayo de 2008

kitsch

Dice Milan Kundera que todos tenemos una imagen kitsch arraigada consciente o inconscientemente, por más anti-kitsch que seamos. Para mí eso no es problema porque no tengo casi nada de anti-, de hecho, la lista privada de imágenes que reconozco como kitsch es inmensa. Las más poderosas tienen que ver con mi familia. Ni modo, así es.

Una casa sin número en una calle sin pavimento. Árboles de nísperos, gatas grises de ojos amarillos, una chimenea, el sonido del tren, y un tlacuache que vivía en el techo y asustaba a las visitas. Un vocho verde escarabajo. Un portón negro. Una hamaca anaranjada.

Falkor, nuestro primer perro (adoptado de la calle, como todos los que siguieron). El pelo nunca se lo pudimos arreglar, así que del inicio al fin de su vida tuvo rastas que le llegaban hasta el piso y hacían un sonido como de muchas escobillas. Recuerdo mejor de lo que recuerdo un millón de otras cosas el sonido de Falkor al moverse, con sus patas suaves, y las escobillas del pelo barriendo el suelo. Es un sonido que encapsula dulzura sin matices, dulzura limpia y nada más. El rostro era idéntico al del dragón en “historia sin fin”, y el carácter era muy tímido. Pero Falkor era valiente. Fue el protagonista de una pelea con dos bull terriers que llegaron a desafiar el territorio de nuestra casa. Falkor, pequeña masa blanca de rastas, salió disparado a la calle, a defendernos. Se lo estaban madreando, pero en un ataque de coraje que también pasó a los anales legendarios de la familia, nuestra gata gris salió a la batalla. Y entre los dos, expulsaron a los invasores.

Falkor se murió de cáncer y ahora está enterrado en uno de mis territorios kitsch por excelencia, el “estribo chico”, en Pátzcuaro.

Esta es la imagen: es sábado o domingo, y mi hermana y yo caminamos detrás de la figura serena de mi padre, a través de senderos de charanda que nos llevan al bosque. Mi papá es muy alto, y delgado, da pasos rítmicos y largos (nosotras damos pasos cortos y rápidos, para no quedarnos atrás). Usa camisas de franela, a cuadros, botas sencillas de montaña, con agujetas, y jeans. Mi papá muy pocas veces, y sólo por obligación, ha usado corbata. Camina como samurái, se mueve lo indispensable, y casi no hace ruido. Lleva la espalda derecha y los brazos y las manos cerca del cuerpo. No choca, no resbala, no lo rasguñan las ramas. Se mueve con elegancia a través del bosque. En el fondo de todo, el bosque es su medio natural. Puede cortar camino en zonas sin camino y no perderse. Puede caminar por muchas horas, puede subir pendientes pronunciadas sin pausas, sin que se acelere el ritmo suave de su respiración. Vamos en silencio, hablamos y reímos un poco y regresamos al silencio. Yo nunca lo logré, fui y soy una figura desgarbada en el bosque, que resopla, se detiene, se distrae. Pero la misión sería siempre caminar como él, ser una presencia esbelta y sin ruido, que deja al bosque estar presente todo el tiempo.

La imagen del silencio incluye una mirada profunda y dulce. Dudo que se dé cuenta de que a veces se le dulcifica la mirada, porque él sí es una persona anti-kitsch, y tiene el espíritu inteligente y escéptico, y el humor negro y seco. Además, se mira en el espejo sólo lo indispensable para funciones prácticas. Para rasurarse y pasar el peine sobre el cabello mojado dos o tres veces y ya. Los ojos a veces son muy dulces, evidencia de un corazón que no se da cuenta de su propia inmensidad.

Supongo que en el fondo, desde siempre he tratado de caminar igual que él. Una vez comparé nuestras sombras reflejadas en la arena de la playa. Dos siluetas largas, moviéndose con las manos cerca del cuerpo y una ligera inclinación del torso a la derecha, como si camináramos por un desnivel imaginario.

Entre las imágenes que se repiten muchas veces en mis sueños, está la sensación protectora de los árboles.