miércoles, 14 de diciembre de 2011

flechazo

Antier cumplimos dos años de casados. Fue un aniversario anticlimático, por razones mundanas (tuve un día frustrante en el trabajo, llegué exhausta a la casa en la noche) y por razones personales (que no voy a discutir en este blog). Pero eso importa poco. Lo que importa mucho es que hace dos años (en una boda apresurada que se planeó en dos semanas y que fue la culminación de un periodo en mi vida borroso y veloz y febril) celebramos la promesa de estar juntos hasta estar viejitos, y hoy, todavía sonreímos luminosamente pensando en nuestros cuerpos deshechos por el tiempo asidos firmemente el uno al otro, todavía queremos estar juntos por los siglos de los siglos amén. A veces miro a otras parejas, y todo desde el exterior se adivina estable y fácil y feliz, y me pregunto si mi esposo y yo somos una excepción atribulada a las reglas generales de los buenos matrimonios, o si en el fondo todas las relaciones de pareja son difíciles a su manera, pero nadie quiere admitirlo y todo es una cuestión de grados y matices. El amor que era un sueño tejido ingenuamente en mi cabeza, cuando todo era la silueta de alguien en la prepa y una timidez extraordinaria, no se parece al amor real de ahora. Yo miro a este amor, ahora, sobre todo, con infinita sorpresa. Me sorprende todo lo que ha resistido. Las imágenes que describirían a este amor se parecen a las imágenes que usé alguna vez para describir a mi esposo: boxeador noqueado muchas veces que regresa al round siguiente silbando o sonriendo, sin derrumbe definitivo, sin cicatrices, sin amargura, con inocencia. Llevamos juntos tres años y ninguno ha sido fácil, han transcurrido siempre como en el centro de una tormenta, una serie majestuosa de tormentas, agridulces, amarguísimas, dulcísimas. Tejidas desde más allá de nosotros, desde antes, desde que él era muy joven, tejidas también con la distancia entre dos países distintos y sus fronteras. Pero el amor no sólo está ahí, sino que además sigue siendo transparente, inocente, está entero, no tiene grietas. Nunca nos hemos traicionado, nos comunicamos abiertamente y sin mentiras, iniciamos y terminamos los días en los brazos del otro, inmersos en un mar infinito que sólo es nuestro y que se quiebra una y otra vez con una ternura tempestuosa y profunda y sin fisuras.

Quien haya leído las entradas más antiguas de este blog sabe que el amor ha sido un tema recurrente mucho antes de conocer a mi esposo. Dediqué mucho tiempo en mi vida a soñar despierta con el amor y a reflexionar acerca de su naturaleza. Cada quien elige sus propias redenciones, el tema recurrente de la propia alma, para algunos es la libertad, o la justicia, o la capacidad para crear, o el conocimiento, o la belleza (esto también lo dije antes), y a mí me fascina el amor (este blog ha sido siempre inocentón y cursi), el amor a la gente en general y a un grupo de personas cercanas en particular, y a una sola persona en específico. O sea que desde el principio intuí que mi corazón era fuerte, y resistente, porque aunque seamos inocentones y cursis todos sabemos que el amor se parece mucho a saltar a un desfiladero, y pocas cosas duelen tanto como el corazón cuando se rompe. Así que yo caminaba en el mundo como un velero dispuesto a hundirse por completo, y me preguntaba cómo sería el hombre que me movería a hundirme de una vez por todas, y cuándo lo iba a conocer, y dónde. Y me preguntaba (y todavía me pregunto), si algo parecido a la magia o el destino existe, y teje para nosotros los pequeños accidentes y pormenores que culminan en el amor. A veces, mirando todo hacia atrás, parece que sí, que algún ángel oculto en millones de coincidencias dibujó desde antes de que lo supiéramos nuestra historia. A veces me da por pensar que ese ángel no sólo existe sino que además me ofreció esta historia específica para que yo probara que mi vocación es verdadera y al hacerlo, tuviera la oportunidad de asomarme a toda la magnitud dorada y roja, azul y negra, del amor. Ese es, desde luego, el lado más soñador de mí misma (sin duda el lado dominante de mi vida). Otras veces, me da por pensar en que los ángeles no existen, o si existen, tienen ocupaciones más importantes, lejos de nosotros, lejos de este mundo, y lo que cuenta es que cada quien sepa elegir sabiamente sus batallas, y sepa protegerse, estar a salvo, estar bien.

Antes de regresar a la casa, la noche de nuestro aniversario, una compañera de la chamba me platicó cómo ella y su esposo están buscando una casa nueva, y en su cumpleaños tiene planeado sorprenderlo con una noche en una habitación lujosa en un hotelito cerca de las cataratas del Niágara. Sentí que mi vida estaba a un millón de años luz de esa vida. Pero no importa. Lo que importa es que después de todo, resulta que me siento orgullosa, del corazón de mi esposo, y de mi corazón. No es por presumir, pero son corazones valientes.

Por cierto, estaba releyendo cachitos de este blog, y me encontré con esta entrada - disculparán ustedes la irritante ausencia de eñes y de acentos, pero esas fueron crónicas escritas velozmente desde teclados extranjeros- en la que describo algunas de mis preguntas y obsesiones recurrentes, justo cuando decidí quedarme un mes extra en Toronto. Esa decisión fue el comienzo de la historia, entre J. y yo.  Viéndolo todo retrospectivamente, dan ganas de creer en ese ángel silencioso.




martes, 29 de noviembre de 2011

Nostalgia

Desde acá, el trabajo se come inexorablemente espacios que deberían estar reservados sólo para la vida (aunque empujemos con los codos para llenar de vida nuestras horas asalariadas), y se nos tienta con la promesa de la estabilidad: una casa o un departamento propios, viajar con frecuencia (viajecitos cortos los fines de semana, viajes a otros países en las vacaciones), a lo mejor un coche, definitivamente dos habitaciones, y ventanas, y un balcón para fumar y mirar a la ciudad desplegándose abajo, comprar holgadamente libros o ropa o música o lujitos gourmet de supermercado, vino tinto o blanco, hijos (dos), un gato, conciertos y festivales, cenas en restaurantes una o dos veces por semana. La estabilidad aparece claramente asequible (o quizás es un espejismo, como casi todo), y el camino está, ahí, si uno se esfuerza en conseguir los diplomas y la experiencia necesarios, puede uno acceder a calidad de propietario, clase media, y haciendo algo disfrutable además, algo con un sentido profundo, una ocupación que llene cotidianamente los viejos anhelos del alma, esos quejidos suaves, esos reclamos que son invariablemente lo mejor de uno mismo. Todavía pienso en África (siempre), los mejores días, los días que estaban más cerca del mundo y de la vida, en mi historia, han sido los días que se parecían a África, a lo que sea que África evoca en mi cabeza. Son días cubiertos de polvo, días incómodos, días que exprimieron todo su jugo y en los que hubo que usar la fuerza entera de los brazos, la columna, la frente, el sudor de la frente y la cabeza y el corazón. Días impredecibles en los que lo más difícil era predecir el minuto en el que vendría la iluminación siguiente, un momento de belleza absoluta y absolutamente simple, un árbol y el sol entre las ramas, o seguir la figura de alguien más a través del bosque, o asistir a la generosidad, a los actos de generosidad de las personas. Días sin prestigio, sin dinero, días tejidos humildemente, con toda la luz del mundo.

¿Tiene razón Mafalda y si uno no se apura a cambiar al mundo entonces es el mundo el que lo cambia a uno? No se trata ni siquiera de renunciar a África, porque el sentido de esa imagen está en todas partes incluidos los países ricos y aquí también hay barrios donde viven los migrantes o los desempleados o los adictos. Tampoco se trata de renunciar al sentido de la felicidad (estar en el mundo, estar despierta en el mundo). Se trata de renunciar a una felicidad que llega en arranques violentos, a una felicidad que ocurre en los filos agudos, cortantes, de la vida. Una felicidad junto a un precipicio. Tengo ganas de México, tengo ganas de África, me retuerzo de impaciencia en esta geografía que se enfría con el invierno y en la que no hay de otra más que ser pacientes, sobrevivir mientras tanto aplicadamente, hacer lo que hay que hacer para pagar la renta (como todos), mientras trazamos las rutas que nos saquen del principio del laberinto. El espíritu se las arregla por lo pronto con dosis casi obsesivas de Radiohead, y Roberto Bolaño (Nocturno de Chile), y Julio Cortázar (Modelo para armar), y se siente bien leer en español, escribir en español en el día libre escuchando una y otra vez las últimas 4 canciones en “The King of limbs” mientras afuera llueve y las calles se enfrían cada vez más y aquí hay aire acondicionado y café con mucho azúcar. Lo único que se parece al precipicio, ahora, es que nadie ha dicho todavía la última palabra, el futuro espera a que lo adivinemos, secreto, paciente, el futuro no está dicho aún pero ha existido desde siempre, un camino mío que quiere ser revelado, como un mensaje con jugo de limón que espera a que le acerquen una flama.



miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hubo una época en la que Mario Benedetti me gustaba mucho (y no es que ahora me guste menos, sino que el paso del tiempo y las transiciones biográficas me han empujado a otros escritores que son ahora los más cercanos), como siempre en el caso de la literatura (y la música, y las películas) hay frases o atmósferas o páginas o personajes que es como si nos estuvieran mirando, susurrando cosas que hacen un eco íntimo y profundo. En el caso de Benedetti, lo que más recuerdo es una página en “La Tregua” donde el personaje principal escribe que si pudiera ser cualquier cosa, cualquier profesión en el mundo, sería mesero, para asomarse todos los días a la humanidad; si pudiera admirarse y conmoverse cotidianamente con algo   no sería con cuadros ni ciudades ni monumentos, sino con el ir y venir apresurado de las personas y sus rostros. Algo así.  El caso es que cuando leí ese cachito del libro estuve profundamente de acuerdo, y mi vida ha cambiado desde entonces, y yo por supuesto he cambiado, y hace mucho que no leo a Benedetti, pero ese cachito del libro me sigue acompañando. De  hecho,  mi decisión de estudiar Antropología Social  es una respuesta, una manera de estar de acuerdo con ese cachito del libro. Y mis peores trabajos (incluido, literalmente, el de mesera en un café de la ciudad de México) han estado siempre redimidos por la oportunidad de asomarme a la humanidad. Ahora me encuentro pensando con mucha frecuencia en esa página  leída a los quince o los dieciséis años,  porque mi trabajo es precisamente asomarme a los rostros de las personas, y sus historias. Mi chamba consiste en detener a los que pasan y convencerlos a que donen dinero para ONGs tipo “Doctors Without Borders”: es un trabajo para jóvenes estudiantes o recién egresados, para gente que no tiene chance aún de hacer lo que realmente quiere hacer, pero que tampoco quiere trabajar en un café o en un McDonalds. En esa categoría caigo también, temporalmente, en lo que paso por los exámenes y las certificaciones y le voy encontrando las salidas a la vida pobretona y apenas sobreviviente de recién inmigrada.    Abundan los momentos frustrantes, sobre todo cuando no puedo convencer a la gente para que done dinero, y siento sobre mi cabeza la amenaza de un desempleo inmediato. Todos los días, sin embargo, la humanidad pasa frente a mi mesa, y se detiene junto a mí, y platica conmigo, y es tacaña y oscura, o generosa y brillante, y con mayor frecuencia de la que podría imaginarse, me cuenta sus historias. Mis compañeros de chamba son un grupo joven y original y maravilloso. Tienen hobbies como asistir a marchas de zombis; o memorizan el canto de cientos de aves para identificar su presencia detenida brevemente al filo de una sombra, en el mundo; o duermen sólo cuatro horas diarias para leer obsesivamente y no tienen más que un par de zapatos pero estantes opulentos, rebosantes de libros; o tocan el banjo; o les encanta la lucha libre; o van a convenciones de vikingos; o a convenciones de comics. Son todos muy jóvenes, y yo, a su lado, mucho mayor, me siento a ratos oficialmente perdida en todos mis comienzos, en todas las abruptas interrupciones de los últimos años de mi vida, mientras ellos parecen ir sin desviaciones hacia el futuro que han inventado para sí  mismos.   
 Todos los días platico con unos quince desconocidos (a veces muchos más), y me entero de cosas, y nunca sé de qué tamaño es la revelación siguiente, a veces es que han viajado desde la India para estudiar contabilidad en una universidad canadiense, a veces es que uno de sus hijos ha sobrevivido el cáncer (o lucha por doceava vez contra el cáncer), o que ellos mismos han sobrevivido la vida en un campo de refugiados en África. Hoy por ejemplo, conocí a un hombre que acaba de salir del hospital luego de un trasplante doble de pulmones (un hombre todavía joven que se movía lentamente por los pasillos con un andador), y a una mujer que con una sonrisa leyó para mí las letras pequeñas de los carteles para demostrar lo bien que le sirven las córneas que le llegaron en regalo desde los ojos de un muerto. Mi trabajo consiste en convencer a todos esos extraños para que donen dinero, y por unos meses fui muy buena, y ahora ya no mucho, así que en realidad no sé hasta cuándo me va a durar la gracia de este sueldo, y si hay que buscar otra forma de ganar la vida pues tampoco me da mucho miedo esa recurrente inseguridad (me he acostumbrado a recomenzar como en un espacio despejado). Respeto a la gente que no dona, porque tiene poco, o porque no cree en el asunto este de las donaciones. Los que son más bien cómicos son los que sí  creen, y lo miran a uno con una cara terriblemente compungida porque pues pobres de los niños, o los refugiados hambrientos, y ellos están ahí, blackberry en mano, de vuelta de sus vacaciones en las bermudas, y dicen que la verdad sí quisieran (a veces los ojos les lagrimean un poco mientras sostienen un vaso de café gourmet que cuesta el doble de lo que cuesta el café que bebemos el resto de los mortales), pero lo que pasa es que no les alcanza, no tienen dinero.  Ellos me recuerdan un texto en donde Guillermo Fadanelli compara esos gestos con  muecas de estreñimiento. Afortunadamente no son ellos de quienes quiero hablar porque resulta que hay muchos más (en mi memoria) de los otros, los que iluminan todo con una generosidad que se siente como una reconciliación, con la humanidad, o con el mundo (es verdad conocida que soy bien pinche romántica y bien pinche cursi). La generosidad es un acto resplandeciente, y casi nunca viene de los que tienen mucho, los más desprendidos son los que tienen muy poco (a veces casi nada), y quién sabe, es un misterio para mí  dónde están las cuerdas de esas almas que luego de luchar duramente por las cosas, las entregan sin  mayores aspavientos a alguien más. Tengo muchas historias favoritas,  migrantes ilegales con malas rodillas y sin seguro médico, mamás solteras, estudiantes extranjeros con deudas hasta el cuello, hombres y mujeres de una dulzura infinita. No me alcanza el espacio para todos, así que voy a escribir sólo de Don Jaime, porque es paisano (del mero Michoacán), y porque lo vi de nuevo este domingo. Lo conocí  hace muchos meses (Abril o algo así),  él era uno (el mayor) entre un grupo suave y tembloroso de mexicanos que se alegraron mucho que habláramos español, y de que fuéramos mexicanos, y además de Michoacán. Era un martes y ellos me contaron que ese mismo jueves les tocaba reunirse con el juez y saber si siempre sí o siempre no se podían quedar en Canadá. Yo les sonreí y les desee mucha suerte y así nos despedimos. La segunda vez fue un domingo, un mes después o algo así, Don Jaime se acercó a mi mesa, me dijo que se acordaba de mí,   y que gracias a Dios la jueza les había dado chance de quedarse, y luego en un torrente dulce me contó pedacitos de su vida, iba a ver si podía conseguir trabajo de cleaner, aunque fuera un part time, no podía trabajar de otra cosa porque no había podido aprender inglés, a lo mejor, me dijo, se le dificulta por los golpes que recibió una vez en la cabeza, en alguna de las muchas escenas de sus sufrimientos pasados, en México.  Así y todo, sin trabajo, me dijo que quería donar dinero, y no el mínimo que eran entonces 10 dólares, sino póngale usted veinte, mensuales. Luego lo vi moviéndose por algunas horas (al final le dieron el trabajo de cleaner), recogiendo los periódicos que se arrastraban en el estacionamiento, moviéndose ágilmente con su escoba y su recogedor en la mano (como yo me movía también, no hace demasiado tiempo). Antier lo vi otra vez, iba a cumplir con su turno de cleaner en el mall, se acercó a saludarme, me acuerdo de usted, Jimena, y yo me acuerdo de usted, Don Jaime, su preocupación era que le habían hablado los de Doctors without borders para una cita o algo parecido, pero él no pudo entender nada porque era puro inglés (va a la escuela entre semana, y aprende poco a poquito), fue a la oficina en el centro de Toronto, pero no se pudieron dar a entender, ni ellos ni él, me platicó una escena confusa que envolvía el uso o la falta de una identificación oficial. De nuevo, me enamoré de la sencillez resplandeciente y limpia de Don Jaime, haciendo sus esfuerzos, yendo por alguna razón oscura al centro de Toronto, donando sus veinte dólares sin falta  todos los meses. Y pienso que hay como un círculo abriéndose o cerrándose suavemente, que empieza con los michoacanos de allá,  gente que silbaba por ejemplo en las mañanas,  resistiendo el frío con los pies desprotegidos,  los 17 niños resplandecientes que dejé en la escuela de La Ciénega; y que alcanza ahora al rostro suave, el rostro dulce de Don Jaime, en un guiño o un puente invisible entre corazones similares que hacen señas desde países distintos mientras estoy ahí, para darme cuenta.     

Por lo pronto, los árboles son todavía un incendio que se desmorona poco a poco, y hace frío pero no mucho, y lo que necesito es cerrar los ojos, ahora, por un tiempo, y escuchar los rumores internos, la sangre viajando para arriba y para abajo, el alma sacudiéndose suavemente, el leve temblor de los pulmones mientras respiro, profundo, y encuentro la fortaleza para los saltos que siguen, cada vez más necesarios.  

miércoles, 12 de octubre de 2011

Una breve lista para las nostalgias futuras, cuando ya no viva en Canadá (curioso, de pronto me doy cuenta de que no me imagino viviendo el resto absoluto de mi futuro aquí, y vivo este presente segura de que voy a regresar a México y aun así , una lista creciente para una nostalgia imaginaria también creciente) :

• Funnel cake (una masa deliciosa y luego frita, para colmo cubierta con salsa de chocolate, o helado de vainilla),

• Beaver tale (la misma masa deliciosa, cubierta con azúcar y canela, copeteada con fresas y chocolate al gusto).

• Pay de calabaza con muchísima crema batida.

Lo bueno de estas maravillosas invenciones culinarias es que están reservadas para ocasiones especiales, las venden en las ferias y los festivales, o se sirven (en el caso del pay) en cenas familiares como el Thanksgiving. Gracias al cielo, porque si las vendieran en la tienda de la esquina yo pesaría ya como doscientos kilos. Las listas para la nostalgia, por cierto, empiezan siempre con la comida.

• El otoño. El otoño no dura tres meses, es un evento mágico que se extiende a través del espacio y el tiempo por algunas semanas nada más; todo lo verdaderamente hermoso es muy breve. Su eco mexicano son las jacarandas floreadas entre marzo y abril, una explosión que se enciende y termina pronto, y que llega aquí acompañada de cuervos y calabazas, sonidos como las hojas acumulándose en la banqueta, y días que son inesperadamente soleados en los que los árboles se encienden doblemente, y días que son fríos pero apenas lo necesario. El otoño es siempre una metáfora perfecta, y a uno le dan ganas de estar muy vivo y vivir mucho, y salir al mundo y sentir en el rostro las sombras de los árboles, porque siempre sabemos pero es bajo los árboles del otoño cuando nos damos cuenta, de que todo es breve, incluidos nosotros, incluidos todos los minutos de nuestra vida.

• Las bibliotecas de barrio. Cada barrio tiene la suya, aunque algunas son realmente diminutas. Sacar la credencial es muy rápido y no cuesta nada y es posible acceder entonces a muchos pequeños tesoros. Gracias a mi credencial puedo leer ahora sin pagar un centavo “Big Sur”, de Jack Kerouac. Y es perfecto. La primera vez que leí algo suyo fue el manuscrito original de “On the Road”, y entonces también fue perfecto, las vidas de esos hombres en ese libro se parecían, ligeramente, sutilmente, a mi vida, porque yo estaba sola y sin planes definidos en un país nuevo. Ahora Kerouac vuelve a sacudirme con una prosa intensa sin pausas, pero es menos joven, ya famoso, y se encuentra en una crisis entre las nieblas del alcoholismo. Y es perfecto porque he pensado mucho a últimas fechas en el carácter general de nuestras adicciones, cada quien las suyas, y porque el otoño (efímero-hermoso) es una luminosa invitación para las crisis existenciales. Así que ahora voy en el metro y en los autobuses encorvada sobre las páginas de mi libro (mío por veintiún días, sin recargos), y luego alzo los ojos para ver por la ventana, a las explosiones rojas y amarillas que cuelgan por un hilo de los árboles, a punto de caer y dejarnos con los esqueletos del invierno, y pienso en mi vida, desde luego. Estamos aquí (esto ya lo sabe todo el mundo), fugazmente, vivos, y si estamos condenados a ser breves deberíamos, al menos, tejer con nuestro tiempo días tan sugerentes y encendidos como el otoño. Días, y noches, que valga la pena mirar desde lejos, que nos muevan a pegar la nariz a los cristales de nuestra memoria. Y pienso, también, que los comienzos, todos los comienzos, son buenos, porque ofrecen (con más o menos suavidad, o más o menos violencia) el aliento musculoso de la libertad, y mientras las cosas aún no se definen por completo, TO-DO es posible, otra vez (esta es una ilusión, desde luego, porque si miráramos más atentamente sabríamos que TO DO es posible TODO EL TIEMPO). Y si por cuarta o quinta vez (ahora me doy cuenta de que eso es un regalo), estoy ante mi vida como ante un espacio en blanco que necesita inventarse, no queda de otra más que tomar las decisiones más valientes, tomar la brocha o las crayolas de colores vigorosamente y con el espíritu salvaje de los niños.

Voy en la página 60, y algunas de mis páginas favoritas están al inicio del libro, donde Kerouac describe su retiro por tres semanas a una cabaña cerca del mar y del bosque. Relata, por ejemplo, un día en el que pasa el tiempo construyendo con piedras una pequeña presa en el arroyo para tener agua limpia para beber, y después, describe objetos pequeños y baratos y su valor enorme comparado con la inutilidad de las cosas caras y las escenas rimbombantes de su propia vida. Y es una página hermosa que tengo que transcribir ahora:

…Always so wonderful in fact to get away from that and back to the more human woods and come to the cabin where the fire’s still red and you can see the Bodhisattva’s lamp, the glass of ferns on the table, the box of Jasmine tea nearby, all so gentle and human after that rocky deluge out there – So I make an excellent pan of muffins and tell myself “Blessed is the man can make his own bread”- Like that, the whole three weeks, happiness- And I’m rolling my own cigarettes, too- And as I say sometimes I meditate how wonderful the fantastic use I’ve gotten out of cheap little articles like the scourer, but in this instance I think of the marvelous belongings in my rucksack like my 25 cent plastic shaker with which I’ve just made the muffin batter but also I’ve used it in the past to drink hot tea, wine, coffee, whisky and even stored clean handkerchiefs in it when I traveled- The top part of the shaker, my holy cup, and had it for five years now- And other belongings so valuable compared to the worthlessness of expensive things I’d bought and never used- Like my black soft sleeping sweater also five years which I was now wearing in the damp Sur summer night and day, over a flannel shirt in the cold, and just the sweater for the night’s sleep in the bag- Endless use and virtue of it!- And because the expensive things were of ill use, like the fancy pants I’d bought for recent recording dates in New York and other television appearances and never even wore again, useless things like $40 raincoat I never wore because it didn’t even have slits in the side pockets (you pay for the label and the so called “tailoring”)- Also an expensive tweed jacket bought for TV and never worn again- Two silly sports shirts bought for Hollywood never worn again and were 9 bucks each!- And it’s almost tearful to realize and remember the old green T-shirt I’d found, mind you, eight years ago, mind you, on the DUMP in Watsonville California mind you, and got fantastic use and comfort from it- Like working to fix that new stream in the creek to flow through the convenient deep new waterhole near the wood platform on the bank, and losing myself in this like a kid playing, it’s the little things that count (clichés are truisms and all truisms are true)- On my deathbed I could be remembering that creek day and forgetting the day MGM bought my book, I could be remembering the old lost green dump T-shirt and forgetting the sapphire robes- Mebbe the best way to get into Heaven.

Lo que deseo para mi vida ahora es eso que está ahí desde el principio, la playera verde, el día en el arroyo (días en bici, parques, mi credencial de biblioteca). Lo que necesito es estar viva y atenta, en el mundo en la calle bajo los árboles, a la felicidad que ya es mía y que aparece fugazmente como la visión de un animal salvaje que pasa veloz entre dos nubes o entre dos ramas, o en los huecos del bosque.



martes, 27 de septiembre de 2011

antes de que el río se congele

Palabras repetitivas en este blog: la felicidad es una manera de estar despiertos, y su antítesis es el adormecimiento. Mi compás íntimo para la salud existencial son los momentos cotidianos de lucidez y de contacto, las imágenes y las sensaciones que adquieren claridad y permanencia para transformarse luego en un recuerdo; porque usamos la memoria para recortar con márgenes claros los fragmentos de realidad que nos importan de entre todos aquellos que pueden simplemente diluirse, y desaparecer para siempre. Si mi cotidianidad alcanza para conmoverme, sé que pese a los raspones o los descalabros, en el fondo estoy bien. Si pasan las semanas diluyéndose en una sola masa sin contornos definibles, si no hay todos los días momentos lúcidos que valga la pena recortar para volverlos permanentes, entonces algo anda mal. Y no es que las cosas anden mal, ahora, ni que mi memoria haya dejado de generar recuerdos; hay todavía hermosos instantes que merecen celebrarse. Pero en general, han aumentado mis niveles diarios de somnolencia, y se dispara entonces la señal de alarma. No es que la vida sea unas veces buena y otras veces mala, es que a veces es clara y a veces es borrosa, a veces vivimos en una vida de dimensiones cinematográficas, y a veces la vida nos pasa desde lejos, como la luz de la tele mientras nos vamos quedando dormidos. Me acuerdo de algo que escribí en este blog mientras mi esposo y yo vivíamos separados por la burocracia migratoria: mi cumbre para el amor no necesita el dramatismo romántico de las novelas (a pesar de mi naturaleza, que se pinta solita para sueños de esa especie), mi cumbre es mucho más cotidiana; oírlo cantar en la regadera, pegar un botón, compartir la cama, despertar a su lado. Es ese pequeño tejido de luces y momentos lo que enriquece ahora mi vida de todos los días, en una ciudad que en muchos sentidos sigue siendo un lugar extraño. Nuestra relación ha pasado por obstáculos enormes pero al final de cada túnel palpita siempre el mismo amor, el mismo amor con la misma fuerza. Esa es ahora mi fortuna. Pero aunque mi felicidad (esa manera de estar despierta) se alimenta sin duda del amor, necesita también de resortes internos para abrir los ojos al mundo, abrirlos casi dolorosamente, proyectando en pantallas gigantescas las imágenes que me sacuden y me atan al presente. Lo que me enciende, lo que me mueve a abrir ojos deslumbrados, es una sensación cotidiana de sentido, una conexión profunda con el mundo. Creo que ahí está la raíz para esta somnolencia. Tengo un trabajo que no está del todo bien o del todo mal, que a veces sufro y a veces disfruto, y eso me mantiene en piloto automático de supervivencia, pero no me acerca a la vida. Los lugares nuevos requieren de muchísima energía, nada está dado de antemano, hay que pelear por todo, construir todo desde los cimientos, batalla tras batalla. Y qué manía la que me cargo, saltando a lo kamikaze, empezando y volviendo a empezar, sin planes definidos ni proyectos a largo plazo, estrellándome de golpe en realidades para las que nunca estoy lista.


Otra metáfora interna para medir mi propia felicidad: extender las alas, no necesariamente a través del mundo, sino a través del tiempo. Extender las alas, por ejemplo, a través de un solo minuto irrenunciable. Todavía, a veces, extiendo mis alas. Por primera vez en mi vida soy dueña sin reservas de una bicicleta. Con ella, cuando hay tiempo libre, puedo ir a los parques. Aquí, los parques son como lagunas en las que uno puede sumergirse, y todos tienen caminitos especiales para echar a volar la bicicleta. Por fragmentos en medio de la ruta es posible estar en el bosque, por ejemplo, al lado de un rio, y nada más. Entonces, no hace falta nada, y todo está bien. Además, vivo al lado de un hombre delgado, (esto también lo escribí ya hace tiempo)  los huesos de su espalda  me recuerdan a las vértebras de un ave, y estar a su lado, bajo la luz azul del departamento diminuto donde vivimos, o bajo la luz roja y dorada del mundo, todos los días, es otra manera de extender las alas. Así que la vida sigue aquí, palpitando con fuerza, invitándonos a que le demos largas mordidas.

Encontré este poema en un cartel del metro:

Spring Forward, Fall Back

Troy Jollimore

In November the hours are slower:


winding-down weather, the fresh lather


of a first snow. The winter,


with its months of hospital afternoons


waits huddled just over the border.


And ice will make all the distances


that much further. Speak now, kiss now


before the river freezes altogether.

No es Noviembre, sino apenas el final de Septiembre, pero de cualquier forma, no falta mucho tiempo para que este lado del mundo se congele y sin duda, no queda de otra más que aceptar la generosidad del presente, y ser felices, ahora.

domingo, 31 de julio de 2011

Algunos (la mayoría) pertenecen al mundo, y a favor de algunas cosas y puede ser que en contra de muchas otras, forman parte, sin mayores tristezas ni grandes desmoronamientos, parecidos a una gota de agua que se disuelve suavemente en el agua.


Otros no pueden, oscura o claramente el mundo les duele y no son capaces de formar parte sin que algo al mismo tiempo se derrumbe. Son piedras que caen sin remedio hasta el fondo, son superficies afiladas cortando el contorno de las cosas. Se hunden, está claro que se hunden, y yo sé por qué, y los entiendo. De todos los seres humanos que respiran en el planeta, son ellos, los de las orillas, los adictos, los encarcelados, los que no saben cómo adaptarse a la superficie blanda de todas las rutinas, los que se vuelven locos, los que piensan en la muerte, los que están infinitamente tristes, ellos, son los que más quiero, los que más me gustan. No me pregunten por qué. Así es. Mi corazón late por casi todos, y más por ellos. A lo mejor algunas de las almas más grandes son también las más tristes. No puede haber conciencia sin profundo embelesamiento, sin temblor en los dedos, y tampoco puede haber conciencia sin alguna forma de tristeza.

Desde esa otra orilla, desde algún descenso, alguna fractura, cuartos que se desbaratan, colchones sobre el suelo, ellos también (a veces) miran al mundo con deseo y con nostalgia. Y piensan, quizás, en los sueños pequeñitos que casi todos soñamos: una casa iluminada y un árbol, el amor, o las manos perfectas de un bebé.

Yo también, desde luego, atesoro a veces esos sueños pequeñitos. No quiero olvidar sin embargo que la realidad es mucho más que el molde en el que calzan los viajes circulares del reloj.

jueves, 16 de junio de 2011

Visions of J...

Hace mucho que no escribo, me he desconectado paulatinamente de todas las personas que están lejos, y a las que quiero. Todos los días pienso en las cartas que deseo escribir y los paquetes que me gustaría enviar. Tengo un par de dibujos, por ejemplo, uno para Chihuahua y otro para la Colonia Doctores en el DeEfe; un par de aretes con destinatario en Calgary; una dirección en Morelia a donde puedo mandar postales para mis alumnos (sus fotos me sonríen todos los días desde la pared). No tengo energía, a veces, para mandar noticias telegráficas anunciando que estoy bien, aún viva, para responder a los mails de personas queridas o usar los breves caracteres del facebook, mucho menos para escribir crónicas detalladas de mi vida canadiense. No es que no tenga tiempo (aunque muchas veces no tengo tiempo), lo que me ocurre es una oscura especie de cansancio a consecuencia de estirar y comprimir el corazón en exceso. El corazón, pobre globito metafórico, se infla insensatamente de esperanza, y todo está maravillosamente bien por unas horas o por unos días, soy una esfera roja encima del mundo hasta que, irremediable, llega el derrumbe, que no es como el cadencioso descenso de un globo, sino como el resquebrajamiento de una ciudad entera, gritos atrapados para siempre entre las piedras de los edificios, pesos infinitos aplastando la espalda. No puedo jugar a flotar y derrumbarme sin acabar de alguna forma deshecha, simplemente adolorida. Llorar es como abrir una fuente, así que parpadeo rápidamente y con fuerza para alejar las avalanchas. El corazón se queja y se endurece, así que trato de meterlo en formol, por un rato.


No sé si alguna vez me he animado a vivir sin esperanza. A lo mejor nunca, mi naturaleza es romántica, siempre he soñado en exceso. Pero ya no tengo la fuerza de siempre para aventurarme a creer, a sentir fe. Me queda eso sí el amor, y es todavía un amor muy grande.

Visions of Johana, de Bob Dylan, es una de mis canciones favoritas (de todos los tiempos). Hay una frase que me hace pensar siempre en mi esposo: The ghost of electricity howls in the bones of her  his face. Innumerables veces he mirado a J., y los poderosos fantasmas eléctricos que aúllan en los huesos de su rostro. Se encienden, casi siempre, por razones pequeñas: hace calor, está lista la cena, hay un mapache tras la puerta de la cocina, despiertan los primeros insectos o florecen los primeros árboles después del invierno. Se encienden y aúllan desde su rostro cada vez que aprende algo nuevo, y se encienden cuando su sentido del humor también se ilumina. Los espectros de electricidad pocas veces duermen, y el rostro de mi esposo aúlla desde el interior de sí mismo con una violencia dulce, casi todo el tiempo. Creo que nunca he mirado realmente la oscuridad de J., porque desde el primer día y desde nuestra primer conversación lo que me deslumbró fue su limpieza, una claridad que sólo se hizo más sonora cuando supe las tormentas que ha sobrevivido; él debería exhibir cicatrices amargas, banderas negras, dientes afilados, en lugar de eso en su rostro los fantasmas de electricidad aúllan con la honestidad de los niños (niños salvajes) por un montón de milagros que la mayoría pasa de largo. Así que (ay, romántica de mí) me enamoré de esa luz acentuada por una oscuridad que no lo corrompió ni lo deshizo, me enamoré de todo lo que en él está completo, sin fisuras. Pero todos llevamos nubes, cargadas de agua y relámpagos, que se estiran y encogen entre las membranas del corazón y los pulmones. Las de mi marido son descomunales, y su corazón, su corazón hermoso, su corazón aún sutil y frágil y valiente, las ha resistido, todas. Nos ha llegado la hora, sin embargo. Las pesadillas, los dientes afilados de todas las pesadillas se alinean ahora bajo el párpado cansado. Hay que enfrentar la oscuridad, ahora, y dejar que llueva.

domingo, 1 de mayo de 2011

No es que haga las cosas en nombre del amor, el amor no es una bandera, hago las cosas arrastrada por el amor, el amor es la violenta corriente de un río, el amor se parece algunas veces a la pesadilla de una sola ola, gigantesca, que remueve cimientos y arrastra ciudades. El amor es un puño demasiado grande, oprime mi pecho, y nada hay más insensato y hermoso que rendirnos a esa completa fragilidad. Pienso en lo que he hecho a causa del amor, y no son las decisiones del guerrillero que pone su vida en la línea de sus ideas, las mías son ensoñaciones mucho más ciegas y absolutas, se parecen a la locura de los heroinómanos. Mi adicción no es el amor, es J. Han existido desde el inicio de nuestra historia secretos oscuros (quizás un solo secreto), una sola mariposa negra que a veces está ahí, en la esquina, extendiendo unas alas de enorme tristeza. Mi amor por J., desde la primer noche y la primer mañana, fue una apuesta ejecutada febrilmente, con abismos a uno y otro lado de un delgadísimo hilo, que brilla.



Hoy he pensado mucho en Dostoievsky. Es mi escritor favorito. Sus libros hablan del corazón de los hombres y están escritos con profunda empatía, están escritos desde un profundo amor por los hombres. A lo mejor porque para entender hay que amar primero, creo que nadie nunca ha dibujado tan bien en sus libros a la naturaleza humana. Pienso en `el ahora porque recuerdo la manera en que León Muichkine (el príncipe idiota), y Ragogine amaron a Anastasia Filipovna. El amor puede redimirnos, o destruirnos. Muichkine se enamoró de Anastasia Filipovna antes de conocerla, la primera vez que vio su retrato. Todo lo que dijo entonces fue "se nota que esta mujer ha sufrido". Entiendo a Muichkine (nunca he querido a un personaje ficticio tanto como a ese príncipe), entiendo lo que es amar el rostro de alguien que ha sufrido. Pero amar a alguien que sufre es como asistir impotentes a un lento naufragio. A veces, yo también podría hundirme. Pero no quiero.



Hay también, desde el principio hubo una belleza seductora, una dulzura sin límites. Eso también es este amor. El hilo que nos une lo ilumina todo de una manera que me desarma.

viernes, 15 de abril de 2011

Regresan los teclados sin acentos, las cronicas transcritas desde una libreta profesional y los asientos... de un avion, del metro, o un autobus con anuncios parsimoniosos en ingles.

En el avion...

Milan Kundera dice que quienes se van, quienes abandonan por ejemplo un pais para empezar a vivir en otro, son los infelices. Quienes estan satisfechos no tienen razon alguna para partir. Pero yo no me voy para dejar Mexico. Mexico me hace feliz. Y no es que ame por puro nacionalismo ciego un pedacito de tierra limitado al norte por los Estados Unidos y al sur por Guatemala, pero ahi, en ese pedacito, esta mi familia. Y mi familia se parece, siempre, a la sombra protectora de los arboles. En ese pedacito esta mi historia. Esta un tejido profundo que va de mi corazon a otros corazones, y no es que ahora esos hilos se rompan, pero se estiran como las falanges de los dedos cuando queremos tocar algo que esta lejos, y ese estiramiento duele.
El ultimo dia de clases con mis alumnos de secundaria nos fuimos de paseo a las cascadas de "El Tejocote". Fue un buen dia, los ninios posaron muchas veces, para muchas fotos, y jugaron guerritas de agua y titiritaron de frio y se entregaron a dulces ataques de risa. La despedida fue un golpe mas violento de lo que esperaba. Yessica, quien hundia la cara entre los brazos sobre la mesa cada vez que le decia un cumplido, esta vez la hundio largamente para llorar, y eso me rompio el corazon. Y duele despedirse, pero es bueno que duela, porque eso quiere decir que el tejido de los hilos esta ahi, jalando, obligando a que se estiren las falanges, sin romperse, mostrandonos que ocurrio la magia que nos une a otras personas.

En ese cachito de tierra al Sur de los Estados Unidos y al Norte de Guatemala hay, ahora, jacarandas brevemente violetas, hay una camioneta destartalada que anuncia donas y bolillos con una cancion de Tin Tan. Hay tiroteos, levantados, descabezados, desaparecidos, una brutalidad creciente. Hay cadenas sin fin de montanias azules. Hay decenas de millones de pobres. Hay geranios floreando en  corredores y patios de tierra recien barridos, en medio del mundo mismo, lejos de casi todo lo demas. Hay familias comprando elotes en los puestos de la Alameda, y hay estatuas vivientes en la calle de Motolinia. En ese cachito de tierra esta tambien mi mama, regando plantas, salvando gatos, mirando al mundo con dulzura. Esta mi papa, hundiendo sus pasos en el bosque con movimientos de samurai. Esta mi hermana, mi angel, manos cuadraditas, rostro lleno de luz. Ahi estan mis amigos (y sobre todo, mis amigas), esperando bebes, acabando la escuela, moviendose en el mundo con esperanza. Esta mi prima Ari mostrandome con orgullo su primer diente flojo. Esta mi abuelita, riendose de su propio cabello al despertar por la maniana, poniendose de perfil para que admiremos su "look punk". La lista no es muy larga, pero se hunde con enorme profundidad, y ahora incluye tambien a mis alumnos y sus familias.

El corazon se desgarra por un lado y por el otro, al fin se cura, al fin se completa. Despues de estar casados por mas de un anio, mi esposo y yo empezaremos, al fin, a estar casados. Y eso, ahora, compensa la distancia que crece, mientras el avion avanza inexorablemente hacia Toronto.

En el metro...

La primera vez que llegue aqui lo hice como kamikasse, como piloto estrellando el avion en un solo arranque decisivo, en un solo grito continuo. Mis primeros dias estaban dominados por el miedo y la belleza. Yo leia a Kerouac y pensaba romanticamente en la incertidumbre.

La segunda vez que llegue aqui lo hice en nombre del amor. Tambien hubo belleza, y miedo, porque J. y yo tuvimos qe caminar por la cuerda floja, en medio del vacio, para acercarnos.

Esta es la tercera vez que llego aqui. Mientras el avion se acercaba a la tierra, y vi las casas y los parques y las torres y el lago, me pregunte muhcas veces, en silencio, si Toronto iba algun dia a ser mia, asi como el D.F. fue mio, y "La Cienega" fue mia, y los rincones de Michoacan fueron mios. Esa noche, contra todos los pronosticos, nevo. Hacia un frio de la chingada, y todavia, a veces, hace un frio de la chingada, y pienso con nostalgia en los cielos azules de mi pais. Pero la nieve, desde el principio, fue mi complice en estas tierras. La nieve llego siempre para recordarme el poder de la belleza, aunque el miedo nos ande mordiendo los talones.

Hasta aqui llego porque hasta aqui llega mi credito en el cafe internet. Todo es precario de nuevo, pero en cuanto las cosas se compongan, prometo mas tiempo y mas calma en este espacio.

sábado, 19 de marzo de 2011

a punto del desmayo

Estaba en la casa de Doña Josefina, sacando junto con ella una mesita de plástico para preparar mis clases en el corredor de la cocina, cuando llegó Lupe. Él caminó cuarenta minutos desde su casa para avisarme que mi hermana había hablado acerca de una llamada urgente del gobierno canadiense. Luego de malabar y medio para conseguir un teléfono que funcionara, y alguien dispuesto a llevarme en camioneta hasta Morelia, llegué a Pátzcuaro en la noche, para estar ahí y esperar, según instrucciones de la oficina de migración, junto al teléfono. Esperé el jueves todo el día y el teléfono nunca sonó. Luego de malabar y medio para avisarle a mis alumnos que tampoco habría clases al día siguiente (pero sin poder contactar a todos, así que hubo quienes caminaron cuarenta minutos hasta la escuela para encontrarla vacía), me dispuse a esperar de nuevo junto al teléfono. Esta vez sí sonó, en la mañana. Me dijeron que había sido aceptada (eeeeeh!!!!) pero que tenía las siguientes dos opciones: irme a Canadá de inmediato, porque mi visa de residente expira al año de comenzados mis exámenes médicos, o sea, el 7 de Abril… o tomar mis exámenes médicos de nuevo, e irme sin tanta prisa, pero sujeta de nuevo a la arbitrariedad de los tiempos burocráticos de la embajada. Cuando pienso retrospectivamente en esa conversación telefónica (y es todo lo que he hecho este día), me doy cuenta de que debí haber dicho, me voy, de inmediato, sin lugar a ninguna duda. Pero en el momento de la llamada no supe qué contestar, sobre todo porque me duele dejar sin maestro y tan intempestivamente a 17 alumnos que son 17 personas a las que quiero, mucho. La señorita que habló conmigo esperaba una respuesta en el instante mismo de la llamada, y yo no sabía cómo responder, así que ella me dijo: hablo hoy por la tarde. En cuanto tuve un par de minutos para pensarlo me di cuenta de que lo que quiero hacer es irme, aunque sea así, de pronto, abandonándolo todo sin preparativos, y abrazar a mi esposo, empezar la vida que nos corresponde y que todavía no empieza. Es egoísta pero es así, es lo que quiero, quiero escapar de la presión asfixiante del sistema burocrático, quiero dejar de esperar. Quiero a mi esposo a mi lado en las noches, en las mañanas, sin la presión en el pecho (una presión que no se disuelve) de la despedida en el aeropuerto luego de un mes, o  una semana. Pero el teléfono no volvió a sonar, ayer.
Mi estómago es un caldo en el que se cultivan todas las emociones, me da miedo que por no responder de manera certera a la pregunta que me hicieron el viernes por la mañana todo se derrumbe de algún modo, que el umbral se cierre, que deba volver a la asfixia de la mano presionando el cuello esperando esperando esperando sin derecho a demandar una respuesta, me hace feliz la idea de que todo puede resolverse pronto, a lo mejor muy pronto, pienso en J., pienso en su espalda y en sus omóplatos y en sus manos grandes y en su piel (suaaave), pienso en José Guadalupe caminando cuarenta minutos hasta casa de Doña Josefina, pienso en él, y en Jessica, Andrés, Marco, Brisa, Nancy, Jazmín, Fernando, Jorge, José Armando, Gerardo, Vladimir, Pablo, Yalit, José Luis, Dulce y Selene. Doña Juventina aprendiendo a leer, la voz de Doña Juventina leyendo párrafos de un libro de primaria, siguiendo las letras con el dedo, despacio. Espero que otro maestro, mucho mejor que yo, llegue pronto a terminar lo que estoy dejando tan incompleto. A mi mamá se le humedecieron los ojos con la noticia. Mi hermana y yo ya no tendremos tiempo de hacer el viaje juntas que nos hemos prometido, faltó subir al San Miguel de nuevo, con mi papá, me han hecho falta muchas conversaciones, todavía, con amigas a las que quiero y a las que casi no he visto. Faltó llevar a mis alumnos al planetario, terminar de montar nuestras obras de teatro, construir un barco de vapor. Despedirse. Empezar de nuevo. Toronto una masa de luces que se mueven velozmente, una masa de promesas. Nostalgia sin fin. La nostalgia por adelantado que llega cuando sobreviene una despedida es una luz muy clara, que ofrece cuadros invaluables, todo es valioso, todo, dan ganas de abrazar largamente a una multitud de personas. Pero nada es real todavía. Falta la llamada telefónica y mientras, ando por ahí a través de los minutos, a punto del desmayo.

sábado, 12 de febrero de 2011

José Guadalupe tiene los ojos claros, color miel. Es alto, su voz es profunda, tiene 14 años. Va en segundo de secundaria, para llegar a la escuela camina todos los días casi una hora, en medio del bosque. Su casa también está en medio del bosque, es un espacio limpio, agradable, cuartos de madera, malvas, duraznos. Alrededor de él se forma todo el tiempo una complicidad protectora, el grupo de segundo, toda la escuela, todos los que lo conocen, adultos y niños, saltarían en un segundo a defenderlo, y lo defienden, y lo quieren. Hay algo en él, carismático y limpio, que mueve al mundo entero a cerrar filas a su alrededor, y nadie, nunca, habla mal de Lupe, nadie lo delata cuando hace travesuras, nadie se burla de sus errores. A todos nos gusta estar cerca de Lupe, porque derrama aplomo y sentido del humor, y porque le late en el pecho un corazón radiante, noble. La semana pasada me tocó quedarme en su casa. El camino para salir de “La Ciénega” es polvoso y seco, y luego, nos metemos al monte y pisamos alfombras de huinumo, y disfrutamos de la sombra de los árboles. Hay que pasar tres o cuatro cercas de alambre de púas en el trayecto, “es lo malo, que hay muchas cercas” se disculpa Lupe, como si fuera su culpa, me ayuda a cruzar, me pide que le pase la mochila, constata que está pesada, porque cargo un montón de libros para preparar las clases del día siguiente, y sin decir palabra, continúa caminando y se cuelga mi mochila al hombro, no importa cuánto le pida que me la devuelva, sólo sonríe y sigue caminando. Cuando llegamos a las afueras de su casa, pesa mi mochila en la báscula que usan para la resina: 8 kilos y medio, “siempre sí es algo”. Desde entonces, ya nunca más me deja cargar mi mochila, sin importar cuánto proteste o me avergüence.


Se me ocurrió comprar un ajedrez para el grupo, la semana pasada, y fue un éxito. Los niños aprendieron a jugar rápidamente y se abalanzaban sobre el tablero en cada resquicio libre del día, en todos los recreos, a la hora de la salida. Lupe me pidió permiso para llevárselo a su casa por las tardes. En su casa no hay televisión, porque en realidad tampoco hay electricidad, la planta solar alcanza a alimentar los focos por la noche, y la licuadora, pero nada más. La vez pasada que me tocó quedarme en su casa, hace más de cuatro meses, era época de lluvias, y recuerdo pasar la tarde con Lupe, y su mamá, y su hermano mayor y su hermana más chica, jugando inocentemente en un corredor, sentados en una banca de madera, ese juego en el que el primero que dice “si” o “no”, pierde. Ahora, su hermano Paco y él pasaban las tardes inclinados sobre el tablero. Por la noche, su mamá, una mujer dulce de ojos azules y cabello negro, nos reparte agüita de guayaba, o maicena caliente, pan, hace frío, los hermanos mayores de Lupe se sientan en silencio alrededor del fogón, las manos oscurecidas por la resina, las marcas del trabajo. El papá de Lupe usa guaraches en el aire helado, y tiene la misma limpieza y el mismo corazón que sus hijos, y la misma fuerza también. Un matón del que sólo algunas familias me han hablado confidencialmente, cargaba a todos lados un cuerno de chivo, y al emborracharse disparaba a la menor provocación, irracionalmente, y mató a muchas gentes, y todos en el rumbo le tenían miedo. El papá de Lupe se le enfrentó, y el matón no disparó sobre él, se fue diciendo “eres muy hombre”. Finalmente a aquel matón le cayó el ejército, y murió disparando de nuevo su cuerno de chivo, y ahora es sólo una historia que se hace lejana y de la que sólo algunas personas hablan, en voz baja. El papá de Lupe no habla desde luego sobre eso, platica con inocencia de otras cosas, del trabajo cuando fue para el norte, de la vez que cruzó por el desierto y pasó dos días sin comer ni tomar agua, de la peregrinación a la Basílica en la que caminan desde Michoacán hasta la ciudad de México, diez días, doce horas diarias, de su trabajo en la resina, de los venados que ven pasar a veces muy cerca y de cómo él nunca ha querido matar a ninguno. Si usted alguna vez siente una oscuridad palpitando por dentro, algún resentimiento o amargura, vaya a pasar un par de días en la casa de Lupe, en ese espacio limpio con sus malvas y sus duraznos sobre el que se extiende la protección de las montañas y sus árboles caudalosos durante el día, y una multitud de estrellas por la noche. Pase, si algo le duele internamente, una noche sentado alrededor de ese fogón, y asómese a la belleza de un mundo que late con ternura, un mundo sin sombras.

De regreso a Morelia en el camión traqueteado que se sacude con los baches, mirando por la ventana las huertas de aguacate, los pinos, recuerdo estar consciente de mi propia felicidad. Una felicidad sin aspavientos, incompleta, porque desde luego estoy incompleta; una conciencia suave que descansa en reservas incontenibles de dulzura, cuando pienso en la casa de Lupe y los hermanos mayores con las manos manchadas de resina, y la mamá de Lupe sacando fotos de un cajón para mostrarme la historia de su familia, y el papá de Lupe usando guaraches en el aire helado de la noche, y Lupe cargando mi mochila, y los niños jugando ajedrez en los recreos.

domingo, 6 de febrero de 2011

lotería

De todas las magias que con discreción nos acompañan todos los días, de todos nuestros breves asombros, nada es tan deslumbrante para mí como el poder de las casualidades. Todas las cosas que deben ocurrir, y que deben dejar de ocurrir, para que se dibuje el contorno de nuestra historia. Impulsos infinitesimales, décimas de segundo en las que todo cambia para siempre, y vuelve a cambiar para siempre, y cambia para siempre otra vez. Somos la suma de una serie de accidentes de una fragilidad casi aterradora. [¿O será al revés? ¿Existen los accidentes para corregir los impulsos que nos lanzan a una historia que no es la nuestra?] Hay muchas cosas que no me gustan de mi pasado. Pero no cambiaría ni una sola, no porque carezca de arrepentimientos (me arrepiento de muchísimas cosas), sino porque alterar la trama minuciosa de ese conjunto de casualidades me enviaría lejos, para siempre, sin remedio, de mi esposo. Y no sé si somos “el uno para el otro”, no sé si seremos “felices para siempre”, no sé si exista algo así como la media naranja, una sola media naranja que nos complete, me inclino a pensar por el contrario  que existen en el mundo muchas personas con las que nos sería posible tejer historias significativas, y que incluso el instante mismo en que el amor inicia su viaje hacia la superficie es la consecuencia de accidentes microscópicos.  ¿Pero, quién iba a pelear por él, saltar en su defensa, y quién me iba a proteger, si no nos hubiéramos conocido? ¿Habríamos encontrado consuelo de todos modos? … Cuando me imagino esas historias posibles que ya no nacieron, historias en las que no está él sino alguien más, siempre las imagino cubiertas por una sombra de desamparo. El amor, este amor específico, esta historia de amor, este accidente cuidadosamente construido con años de otros accidentes, parece tan insustituible, tan irrenunciable, como el rostro de un hijo.

martes, 25 de enero de 2011

ÁFRICA

África. O sea, un continente a la vez hermoso y lejano. Un lugar con el que siempre he querido hacer contacto, desde veredas de tierra, rodeada de niños. Cuando pienso en eso, cuando pienso en África como un territorio a ratos verde y a ratos de un polvo rojizo, un territorio deslumbrante en el que se despliegue una cercanía construida poco a poco, no desde un avión ni desde un hotel ni desde un jeep sino al ras de la tierra misma,  pienso en la comunidad donde doy clases. Voy por veredas de tierra, rodeada de niños, y regreso a la ciudad cubierta de un polvo rojizo… así que mi trabajo, después de todo, se parece a mis sueños. No renuncio, desde luego, a África, pero pienso una y otra vez en una frase que oí precisamente en una película acerca de África: “algunos lugares tienen la propiedad de despertarnos”, y siento que mi destino en el mundo no es una sola raíz o un solo horizonte, sino un caleidoscopio de lugares en los que sea posible estar atentamente atada al presente, despierta. Así que estoy bien. Los espacios en los que transcurre mi vida me mantienen alerta y en la punta de los pies. Enamorada. Puedo decir que no sólo hay lugares con la propiedad de despertarnos, sino que hay lugares con propiedades curativas, y sólo desde donde estoy ahora era posible sobrevivir al desgaste que implica despedirse en el aeropuerto, sin saber cuándo llegará el permiso para que él y yo vivamos la vida que nos corresponde, juntos, como esposo y esposa que somos. Él, mi esposo (no pensé que yo, escéptica inicialmente ante la idea general del matrimonio, iba a disfrutar tanto decir una y otra vez “mi esposo”), estuvo conmigo en México por alrededor de un mes, y el paréntesis que se abrió entonces para él y para mí, en medio de la espera, queda desde luego sólo para él y para mí, lejos de todo lo demás, lejos de las crónicas desnudas de este blog. Todo se asienta nuevamente en las llamadas de larga distancia y la punzada en el estómago y el qué estará haciendo en estos momentos. Hace mucho, aquí, escribí que yo no le tenía verdadera fe a nada, pero que estúpidamente, cursimente, decidía de todos modos tenerle fe al amor. Ahora, luego de que he cumplido un año de matrimonio, 11 de esos 12 meses lejos de mi esposo, sigo creyendo en el amor, sobre todo el nuestro. De alguna forma, segura de mi corazón y del suyo (aunque nadie está nunca del todo seguro), arropada en el bálsamo de mis días como maestra rural de secundaria, encuentro que a esta época de mi vida no le falta luz. Después de todo, deseo profundamente para mí esa África con la que siempre he soñado, y deseo que mi vida de todos los días, también se parezca a África.