miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hubo una época en la que Mario Benedetti me gustaba mucho (y no es que ahora me guste menos, sino que el paso del tiempo y las transiciones biográficas me han empujado a otros escritores que son ahora los más cercanos), como siempre en el caso de la literatura (y la música, y las películas) hay frases o atmósferas o páginas o personajes que es como si nos estuvieran mirando, susurrando cosas que hacen un eco íntimo y profundo. En el caso de Benedetti, lo que más recuerdo es una página en “La Tregua” donde el personaje principal escribe que si pudiera ser cualquier cosa, cualquier profesión en el mundo, sería mesero, para asomarse todos los días a la humanidad; si pudiera admirarse y conmoverse cotidianamente con algo   no sería con cuadros ni ciudades ni monumentos, sino con el ir y venir apresurado de las personas y sus rostros. Algo así.  El caso es que cuando leí ese cachito del libro estuve profundamente de acuerdo, y mi vida ha cambiado desde entonces, y yo por supuesto he cambiado, y hace mucho que no leo a Benedetti, pero ese cachito del libro me sigue acompañando. De  hecho,  mi decisión de estudiar Antropología Social  es una respuesta, una manera de estar de acuerdo con ese cachito del libro. Y mis peores trabajos (incluido, literalmente, el de mesera en un café de la ciudad de México) han estado siempre redimidos por la oportunidad de asomarme a la humanidad. Ahora me encuentro pensando con mucha frecuencia en esa página  leída a los quince o los dieciséis años,  porque mi trabajo es precisamente asomarme a los rostros de las personas, y sus historias. Mi chamba consiste en detener a los que pasan y convencerlos a que donen dinero para ONGs tipo “Doctors Without Borders”: es un trabajo para jóvenes estudiantes o recién egresados, para gente que no tiene chance aún de hacer lo que realmente quiere hacer, pero que tampoco quiere trabajar en un café o en un McDonalds. En esa categoría caigo también, temporalmente, en lo que paso por los exámenes y las certificaciones y le voy encontrando las salidas a la vida pobretona y apenas sobreviviente de recién inmigrada.    Abundan los momentos frustrantes, sobre todo cuando no puedo convencer a la gente para que done dinero, y siento sobre mi cabeza la amenaza de un desempleo inmediato. Todos los días, sin embargo, la humanidad pasa frente a mi mesa, y se detiene junto a mí, y platica conmigo, y es tacaña y oscura, o generosa y brillante, y con mayor frecuencia de la que podría imaginarse, me cuenta sus historias. Mis compañeros de chamba son un grupo joven y original y maravilloso. Tienen hobbies como asistir a marchas de zombis; o memorizan el canto de cientos de aves para identificar su presencia detenida brevemente al filo de una sombra, en el mundo; o duermen sólo cuatro horas diarias para leer obsesivamente y no tienen más que un par de zapatos pero estantes opulentos, rebosantes de libros; o tocan el banjo; o les encanta la lucha libre; o van a convenciones de vikingos; o a convenciones de comics. Son todos muy jóvenes, y yo, a su lado, mucho mayor, me siento a ratos oficialmente perdida en todos mis comienzos, en todas las abruptas interrupciones de los últimos años de mi vida, mientras ellos parecen ir sin desviaciones hacia el futuro que han inventado para sí  mismos.   
 Todos los días platico con unos quince desconocidos (a veces muchos más), y me entero de cosas, y nunca sé de qué tamaño es la revelación siguiente, a veces es que han viajado desde la India para estudiar contabilidad en una universidad canadiense, a veces es que uno de sus hijos ha sobrevivido el cáncer (o lucha por doceava vez contra el cáncer), o que ellos mismos han sobrevivido la vida en un campo de refugiados en África. Hoy por ejemplo, conocí a un hombre que acaba de salir del hospital luego de un trasplante doble de pulmones (un hombre todavía joven que se movía lentamente por los pasillos con un andador), y a una mujer que con una sonrisa leyó para mí las letras pequeñas de los carteles para demostrar lo bien que le sirven las córneas que le llegaron en regalo desde los ojos de un muerto. Mi trabajo consiste en convencer a todos esos extraños para que donen dinero, y por unos meses fui muy buena, y ahora ya no mucho, así que en realidad no sé hasta cuándo me va a durar la gracia de este sueldo, y si hay que buscar otra forma de ganar la vida pues tampoco me da mucho miedo esa recurrente inseguridad (me he acostumbrado a recomenzar como en un espacio despejado). Respeto a la gente que no dona, porque tiene poco, o porque no cree en el asunto este de las donaciones. Los que son más bien cómicos son los que sí  creen, y lo miran a uno con una cara terriblemente compungida porque pues pobres de los niños, o los refugiados hambrientos, y ellos están ahí, blackberry en mano, de vuelta de sus vacaciones en las bermudas, y dicen que la verdad sí quisieran (a veces los ojos les lagrimean un poco mientras sostienen un vaso de café gourmet que cuesta el doble de lo que cuesta el café que bebemos el resto de los mortales), pero lo que pasa es que no les alcanza, no tienen dinero.  Ellos me recuerdan un texto en donde Guillermo Fadanelli compara esos gestos con  muecas de estreñimiento. Afortunadamente no son ellos de quienes quiero hablar porque resulta que hay muchos más (en mi memoria) de los otros, los que iluminan todo con una generosidad que se siente como una reconciliación, con la humanidad, o con el mundo (es verdad conocida que soy bien pinche romántica y bien pinche cursi). La generosidad es un acto resplandeciente, y casi nunca viene de los que tienen mucho, los más desprendidos son los que tienen muy poco (a veces casi nada), y quién sabe, es un misterio para mí  dónde están las cuerdas de esas almas que luego de luchar duramente por las cosas, las entregan sin  mayores aspavientos a alguien más. Tengo muchas historias favoritas,  migrantes ilegales con malas rodillas y sin seguro médico, mamás solteras, estudiantes extranjeros con deudas hasta el cuello, hombres y mujeres de una dulzura infinita. No me alcanza el espacio para todos, así que voy a escribir sólo de Don Jaime, porque es paisano (del mero Michoacán), y porque lo vi de nuevo este domingo. Lo conocí  hace muchos meses (Abril o algo así),  él era uno (el mayor) entre un grupo suave y tembloroso de mexicanos que se alegraron mucho que habláramos español, y de que fuéramos mexicanos, y además de Michoacán. Era un martes y ellos me contaron que ese mismo jueves les tocaba reunirse con el juez y saber si siempre sí o siempre no se podían quedar en Canadá. Yo les sonreí y les desee mucha suerte y así nos despedimos. La segunda vez fue un domingo, un mes después o algo así, Don Jaime se acercó a mi mesa, me dijo que se acordaba de mí,   y que gracias a Dios la jueza les había dado chance de quedarse, y luego en un torrente dulce me contó pedacitos de su vida, iba a ver si podía conseguir trabajo de cleaner, aunque fuera un part time, no podía trabajar de otra cosa porque no había podido aprender inglés, a lo mejor, me dijo, se le dificulta por los golpes que recibió una vez en la cabeza, en alguna de las muchas escenas de sus sufrimientos pasados, en México.  Así y todo, sin trabajo, me dijo que quería donar dinero, y no el mínimo que eran entonces 10 dólares, sino póngale usted veinte, mensuales. Luego lo vi moviéndose por algunas horas (al final le dieron el trabajo de cleaner), recogiendo los periódicos que se arrastraban en el estacionamiento, moviéndose ágilmente con su escoba y su recogedor en la mano (como yo me movía también, no hace demasiado tiempo). Antier lo vi otra vez, iba a cumplir con su turno de cleaner en el mall, se acercó a saludarme, me acuerdo de usted, Jimena, y yo me acuerdo de usted, Don Jaime, su preocupación era que le habían hablado los de Doctors without borders para una cita o algo parecido, pero él no pudo entender nada porque era puro inglés (va a la escuela entre semana, y aprende poco a poquito), fue a la oficina en el centro de Toronto, pero no se pudieron dar a entender, ni ellos ni él, me platicó una escena confusa que envolvía el uso o la falta de una identificación oficial. De nuevo, me enamoré de la sencillez resplandeciente y limpia de Don Jaime, haciendo sus esfuerzos, yendo por alguna razón oscura al centro de Toronto, donando sus veinte dólares sin falta  todos los meses. Y pienso que hay como un círculo abriéndose o cerrándose suavemente, que empieza con los michoacanos de allá,  gente que silbaba por ejemplo en las mañanas,  resistiendo el frío con los pies desprotegidos,  los 17 niños resplandecientes que dejé en la escuela de La Ciénega; y que alcanza ahora al rostro suave, el rostro dulce de Don Jaime, en un guiño o un puente invisible entre corazones similares que hacen señas desde países distintos mientras estoy ahí, para darme cuenta.     

Por lo pronto, los árboles son todavía un incendio que se desmorona poco a poco, y hace frío pero no mucho, y lo que necesito es cerrar los ojos, ahora, por un tiempo, y escuchar los rumores internos, la sangre viajando para arriba y para abajo, el alma sacudiéndose suavemente, el leve temblor de los pulmones mientras respiro, profundo, y encuentro la fortaleza para los saltos que siguen, cada vez más necesarios.  

2 comentarios:

Isa Gómez dijo...

Me da gusto que sigas por aquí... gracias por el relato de este mes, saludos y buena vibra

Jimena dijo...

A mi me da todavia mas gusto que sigas por aqui :)