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sábado, 5 de diciembre de 2020

Hermana


 

Nací en octubre y ella nació al año siguiente, en noviembre. Cuentan las historias familiares que eso no me hizo feliz y la empujé desde el tope de una cómoda una vez, otra vez le arañé la cara. Cuentan también las historias familiares que ella solía consolar a quien la llevaba en brazos: una bebé repitiendo en los adultos la dulzura del gesto que los adultos habían tenido con ella, dando golpecitos en la espalda y haciendo sonidos tranquilizadores ("ah-ah -ah- ah-ah"). Mi primer recuerdo de las dos es también mi primer recuerdo: caminamos juntas tomadas de la mano en el huerto de nogales atrás de la casa donde vivíamos. Mis papás rentaban la casa y el huerto no era nuestro así que teníamos prohibido tomar nueces de los árboles, sólo podíamos tomar las nueces caídas al suelo. Mi hermana y yo recolectábamos las nueces en una canasta pequeña. En mi recuerdo los árboles son enormes y no hay nubes, pero la luz es una forma de lluvia difuminando las hojas. Trabajadores jóvenes están trepados en las ramas y uno de ellos grita ¡Ya están aquí las niñas, sacudan los árboles para que les caigan más nueces! El recuerdo es más nítido en el momento en que las ramas comienzan a moverse. Recuerdo el sonido que hacían los árboles moviéndose juntos, el sonido de un río veloz o un millón de cigarras, el sonido de sus millones de alas, y recuerdo a los árboles meciéndose empujados hacia atrás y adelante mientras el pasto y nuestra ropa no se movían para nada, en la mañana sin viento. La memoria se detiene ahí. No recuerdo recoger las nueces después, o comerlas. Recuerdo caminar con la mano pequeña de mi hermana agarrando mi mano y recuerdo la luz, la belleza de los árboles y los trabajadores, asegurándose de que tuviéramos más nueces para nuestra canasta. Casi no tengo recuerdos de mi primera infancia en los que estoy sola, mi hermana está siempre conmigo. Otro recuerdo: ya no vivimos en Chihuahua, ahora vivimos en Pátzcuaro, Michoacán, es muy temprano y un temblor sacude ligeramente la casa. Mi hermana y yo descubrimos que saltar en la cama es mucho más divertido cuando la casa también salta, así que brincamos y reímos ella en un mameluco rojo y yo en uno azul (a mí siempre me tocaba la versión azul y a ella la versión roja de vestidos, pijamas o juguetes que era idénticos en todo lo demás). Mi papá nos mira desde la puerta y al menos en mi recuerdo no está alarmado o molesto, a lo mejor levemente entretenido, y nos deja brincar por unos segundos antes de hacernos salir de la casa, para estar a salvo. No sabíamos que ese temblor reverberaba en Michoacán a consecuencia del terremoto que devastó la Ciudad de México y mató a miles de personas en el 85. No hay ninguna aprensión o sentido de la tragedia en mis primeros años. Mi infancia fue sobre todo un universo inventado al lado de mi hermana. Vivíamos en calles solitarias, sin otras casas, y no había otros niños en nuestras tardes o nuestros sábados o nuestros domingos. La casa era modesta pero las puertas de la cochera al final del patio eran grandes, así que imaginábamos que eran las puertas de nuestro palacio, éramos princesas por supuesto y como no teníamos el resto del edificio, todos nuestros dramas ocurrían justo a la entrada del castillo. El vocho verde de mi papá era nuestra nave espacial, nos sentábamos por horas dentro del coche estacionado visitando planetas en otras galaxias y asegurándonos de que hubiera príncipes alienígenas o guerreros humanos en todas ellas. Nos imaginábamos acampando en la jungla y poníamos discos de Jorge Reyes mientras bailábamos alrededor de fogatas ficticias en la sala (con las puertas cerradas para que nadie nos viera). Imaginábamos que sabíamos hablar inglés y teníamos largas conversaciones en sonidos inventados que no significaban nada, pero se sentían bien en la boca. Teníamos nuestra propia versión de las luchitas, decidimos que cada combate debía comenzar con reverencias solemnes y un canto inventado (tres largas reverencias, cantando "saaaalaam"), luego había que inmovilizar al oponente por diez segundos, si ganas tres veces seguidas eres campeón del mundo, si ganas diez veces seguidas eres campeón del universo, y el juego se llamaba "salami" (por el canto del principio), y todo descendía inevitablemente hacia alguna variante de la violencia y acabábamos llorando.

Mi papá hubiera querido un par de hijos, o al menos un hijo, y en lugar de eso le tocaron dos niñas delicadas, ni siquiera remotamente atléticas. Por un tiempo mantuvo la esperanza y nos compró un balón de basquetbol, luego uno de futbol, luego uno de voleibol, y nos sacaba al patio a jugar, pero nosotras no podíamos lanzar o cachar nada, y las pelotas fueron rápidamente abandonadas en un closet. Nos sacó a caminar al bosque y eso sí lo seguimos haciendo con él durante mucho tiempo. Mi mamá nos compró juegos de acuarela y nos enseñó a pintar.

Todo es injusto y aleatorio en el mundo. El mayor milagro, el golpe más grande de suerte fue esta infancia, con la mano pequeñita de mi hermana constantemente agarrada a mi mano.

¿Cuánto de quienes somos se decide cuando somos pequeños? Entonces, todo pasaba con mi hermana: la curiosidad, el miedo, lo que parecía hermoso, los sueños, el dolor delicioso de jadear por aire cuando no puedes dejar de reír, mis berrinches, todo mi llanto, cada vez que me cacharon en una mentira, o me encontraron después de escapar de la casa, cada vez que me castigaron y me hacían pararme en silencio frente a la pared, todo lo que era maravilloso, como un viaje al cine en Morelia una o dos veces al año y entonces, una visita al supermercado donde a lo mejor sí, a lo mejor no, nos tocaba un juguete nuevo, y una comida en un restaurante de pizzas (Pizza Real), o con más frecuencia una parada en el puesto de tortas cerca de la estación del tren, donde mi hermana y yo pedíamos siempre una torta de salchicha y nunca otra cosa. Las dos nos agarrábamos a la mano de mi mamá y éramos apéndices pequeñitos volando junto a su falda larga, una niña a la derecha, la otra niña a la izquierda. Las dos tratamos de seguirle el paso a la figura imponente de mi papá, tan alto, con sus zancadas enormes, quien a veces te tomaba la mano y a veces no, y las dos nos encontramos una o dos veces mirando hacia arriba y dándonos cuenta con pánico de que habíamos seguido al adulto equivocado por la banqueta.

Dormíamos en el mismo cuarto, en la misma cama. No había necesidad realmente de ninguna distancia, entre las dos. La respiración tranquila de la otra nos movía suavemente hacia el sueño.

Éramos muy parecidas. A mi abuela y a veces a mi mamá les costaba distinguir nuestras voces en el teléfono. A veces un extraño me detenía en medio de la calle en Pátzcuaro porque me había confundido con mi hermana, y a veces el mismo extraño hablaba un rato antes de darse cuenta de que yo era otra persona. Teníamos gustos similares en arte, música y películas (todavía). Nos visitábamos en los sueños (aún, a veces).

Y a pesar de todo ella es sociable y yo soy tímida. Ella tuvo siempre un talento natural para el dibujo y la pintura y su mano se mueve fácilmente, a mí me gusta dibujar también pero mi mano se mueve con menos ligereza y todos mis dibujos de cuando éramos niñas se ven tiesos junto a los suyos. Ella sabe hablar en público y yo me congelo frente a una audiencia. Ella tiene la figura femenina de mi mamá y yo tengo el cuerpo más largo y masculino de mi padre. Ella nació con una melena completa y yo nací completamente calva, y su cabello siguió siendo más abundante y espeso por el resto de nuestras vidas.

De todas las cualidades que ella tiene y a mí me faltan, la que más me gusta es su entereza en momentos de caos. Cuando éramos niñas, una rata entró en la casa. Me encerré en la cocina y lloré, de pronto triste por la muerte de la rata. Mi hermana y mi papá la mataron y yo lo miraba todo afligida pero también con alivio; era bueno después de todo que alguien pudiera hacer el trabajo difícil de matarla, un asunto secretamente necesario porque mi empatía por la rata no me alcanzaba para dejarla vivir en nuestra casa. Mi hermana estaba inmediatamente en el centro de la acción, persiguiendo a la rata con un palo o una escoba. Se me olvidó decir: ella es más elegante y su cabello siempre es perfecto (el mío es rizado y rebelde), pero cuando se acerca velozmente una crisis en forma de roedor o cualquier otra cosa, es intrépida y entera. Yo me encierro en la cocina. Ella persigue a la rata.

Algunos años después, nuestro perro tuvo que recibir una inyección por razones médicas urgentes. Era un perro encantador recogido de la calle (como todas nuestras mascotas), una mezcla grande y fuerte de dálmata y dóberman. Su nombre era Joe. Estaba asustado y no dejaba que nadie se le acercara, en su pánico trató de morder al veterinario o tal vez a mi mamá. El veterinario se dio por vencido. Mi hermana tomó la jeringa y respiró hondo, como respira uno justo antes de caer al agua, o como respiran  los doctores antes de hundir el bisturí, de la manera que respiramos justo antes de enfrentar lo que debe enfrentarse; un gesto que he visto en ella con frecuencia y está asociado con ella, para mí. Se acercó a Joe y le dio la inyección con mano firme y enorme autocontrol, mientras yo lo miraba todo desde lejos, maravillada. La he visto ejercer ese dominio de sí misma en momentos de emergencia muchas veces, y muchas veces me sentí como la hermana pequeña, aunque soy la hermana mayor.

Cuando llegó el momento de ir a la universidad, me fui a la Ciudad de México y mi hermana se quedó en Morelia. Mirando hacia atrás, yo fui siempre la que se iba, y ella era siempre la que se quedaba, y los kilómetros entre nosotras se hicieron cada vez más largos, diferentes ciudades en la prepa, diferentes estados en la universidad, diferentes países ahora.

Durante mis años universitarios en la Ciudad de México, a veces mi hermana me visitaba por algunas semanas. Yo rentaba un cuartito del tamaño de un baño con un catre apenas lo suficientemente ancho para acomodar a una persona muy flaca que duerme en completa inmovilidad, pero de alguna manera, dormíamos ahí juntas. Pasamos todos nuestros tiempos libres en el cine, viendo hasta 3 películas en una sola tarde, persiguiendo los mejores títulos por diferentes cines y diferentes rumbos de la ciudad. No sabíamos el lujo que era pasar juntas semanas enteras tan libremente, porque no sospechábamos que pronto la vida de cada una estaría ocupada, consumida en sus propios problemas y horarios.

La infancia creó para nosotras el mismo conjunto de recuerdos entrelazados, nacidas tan cerca en la edad (tan cerca en el tiempo), en nuestras calles solitarias, sin vecinos. Con los años acumulamos recuerdos diferentes, nos hicimos poco a poco individuos distintos. Ella siguió siendo religiosa, como mi mamá. Yo me volví agnóstica, como mi papá. Ella fue una excelente estudiante de Biología (se graduó con honores) que pasó a tener casi inmediatamente una brillante carrera en Difusión de la Ciencia. Yo cambié de carrera varias veces, viví mi vida dando saltos en zigzag. Perfeccioné el arte de irme mientras ella perfeccionaba el arte de quedarse. Me pregunto qué hubiera pasado si me hubiera quedado más, o si ella se hubiera ido más conmigo, a donde sea que yo me iba. Si hubiéramos podido vivir más de nuestras vidas adultas de la misma manera que vivimos nuestra infancia, tan cerquita la una de la otra, inventando juntas nuestros juegos, inventando juntas los mundos para esos juegos.

Es inevitable habitar al final un mundo propio, el mundo que construyes para tí mismo. Pero incluso ahora, viviendo tan lejos la una de la otra, separadas por miles de kilómetros y un par de fronteras nacionales, cuando veo un buen paisaje o un hermoso edificio o bailo algo que valga la pena bailar, me duele mi hermana como a un amputado le duele la extremidad que le falta, porque su mano todavía se siente como la extensión natural de mi mano.

domingo, 22 de noviembre de 2020

La Memoria/ Memory

Texto en Español primero. Text in English below.

Somos la historia que nos contamos acerca de nosotros mismos. Es una historia borrosa, hecha de memoria. Y los recuerdos, aunque se refieren al pasado, no dejan de cambiar y ensancharse con el tiempo. Cada recuerdo es infinito.

Mi abuelita Alicia murió hace ya varios años. Las memorias que atesoro de ella son muchas, unas nítidas y otras borrosas y otras (unas cuantas) son cristalinas, porque mi cerebro regresa a ellas con frecuencia y las pule hasta hacerlas brillar. Mi abuelita creció sin dinero, sin una casa propia. No pudo estudiar más que la secundaria, no tuvo cuando era chica un espacio que pudiera llamar suyo. Pero tenía mucha inteligencia y curiosidad y disfrutaba el arte y la literatura, y tenía buen ojo y oído para la belleza en el mundo. Cuando me fui a vivir a la ciudad de México a estudiar la universidad me gustaba visitarla en su departamento. Ese departamento, un espacio al fin completamente suyo, era un universo femenino y ordenado y luminoso, sin una pizca de polvo. Mi abuelita tenía siempre dos o tres libros en su recámara al lado de la cama, y otros dos libros en el baño. Nunca dejó de leer más de un libro, simultáneamente, pedacitos de papel marcando la página en cada uno, libros de filosofía, historia, muchísimas novelas (muchísimas revistas de National Geographic). Y un día, por esas épocas, me regaló un libro de pasta dura, color verde olivo. Era “Jane Eyre”. Es el único libro que me regaló. Un libro que ella atesoraba. Me gusta encontrar paralelos entre Jane Eyre y mi abuelita: las dos con infancias inciertas y sin un espacio que pudieran llamar propio, las dos con espíritus inteligentes, sensibles. Me imagino que mi abuelita cuando era adolescente tenía también la mirada inquieta y resuelta de un pájaro que se agita detrás de la jaula. Pero a diferencia de Jane Eyre, mi abuelita tenía una risa sonora y explosiva que se podía oír a la distancia.

Poco antes de morir mi abuelita se asomó por la ventana y vio que las jacarandas floreaban en la ciudad con sus parches violetas. Estábamos solas en su departamento, y subimos a la azotea del edificio para ver las jacarandas mejor. Esa memoria no tiene fin, es cíclica: regresa siempre entre marzo y abril, cuando las flores vuelven a los árboles. Es una memoria suave y dulce porque la sé de antemano, y la espero, todos los años.

Jane Eyre es una memoria aguda y punzante. Hace poquito vi la película con Michael Fassbender y Mia Wasikowska, y de pronto me acordé del libro, con su color verde y su tapa dura, y la ausencia de mi abuelita, quien dejó esta tierra hace más de 15 años, se hizo otra vez por un rato una ausencia enorme, imposible. La historia de mi abuelita Alicia es parte de mi historia y está al mismo tiempo en mi pasado y en mi futuro, porque no sé cuándo, ni cómo, su memoria me va a golpear poderosamente y por sorpresa, sin que yo pueda aprevenir mi corazón para el asalto.

Los recuerdos no brotan en un jardín ordenado. Florecen silvestremente en el campo, impredecibles. Y a veces llevan el hilo de una historia clara, esa historia que nos contamos acerca de nosotros mismos, pero otras veces son sólo espasmos. Este otoño he ido mucho al bosque, y lo he visto transformarse y ser una explosión vívida y multicolor al principio y un cuadro monocromático, todo amarillo y cobre, al final. Ese cuadro del bosque color cobre se parece mucho al tapiz de los sillones en la sala que teníamos cuando era niña. Se parece al estampado de una blusa que usaba mi mamá, hace mucho. Guardamos sin saberlo imágenes que nunca terminan. Nuestra memoria es una colección de ecos que se ensanchan y multiplican, las nuevas imágenes del presente y las viejas imágenes del pasado se tocan y reverberan y resuenan entre sí; nuestros recuerdos son un ovillo desordenado que se enreda y desenreda en el mundo.

Ahora oscurece muy temprano. Si no llueve, salgo a caminar al bosque los fines de semana, aunque ya no hay hojas y los árboles son sólo sus huesos. Casi siempre se me hace de noche al regreso. Me encanta caminar en el bosque en la hora en la que el día se mueve hacia la noche y los colores de todo se encienden o enmudecen por unos minutos, antes de oscurecerse por completo. Los esqueletos masivos de los árboles de maple fueron hechos para esa hora de penumbra. Es su hora más poderosa. Y cuando miro al cielo vibrar eléctricamente y miro a la luz descender en la noche, y miro al bosque en estos lugares del norte, y siento la aguja del frío en mi cara, pienso en otra Alicia, hija de mi abuelita Alicia, quien también dejó este mundo, hace poco, pero sigue en el mundo, en los minutos entre el día y la noche (su hora favorita), en el bosque y el frío (que ella disfrutaba), mientras sigamos aquí los que la recordamos. Todos mis recuerdos de ellas, las dos Alicias, y todos mis recuerdos, están vivos y crecen y cambian, y harán ecos que no adivino en futuros que no conozco, y son a veces como la sombra de un gato escurriéndose por la orilla del ojo, y son a veces como una lluvia que cae sobre nosotros igual que cae sobre la tierra y las plantas, sin que podamos defendernos.

We are the story we tell ourselves about ourselves. It’s a blurry story, made from memory. And while memories refer to the past, they never stop changing and expanding. Each memory is infinite.

My grandma Alicia died several years ago. I cherish many memories of her, some are clear, and some are blurry and others (a few) are crystalline, because my brain goes back to them often and polishes them until they shine. My grandma grew up without money, without a house of her own. She couldn’t study High School; she didn’t have a space she could claim for herself when she was young. But she was very intelligent and curious, and enjoyed art and literature, and had a good eye and ear for beauty in the world. When I lived in Mexico City to study college, I liked visiting her in her apartment. That apartment, a space at last completely hers, was a feminine and tidy and bright universe, without a speck of dust. My grandma always had two or three books in her bedroom next to the bed, and two more books in the bathroom. She never stopped reading more than one book simultaneously, a piece of paper marking the page in each of them, books on philosophy, history, many novels (many National Geographic magazines). And one day, around that time, she gave me a hardcover, olive green book. It was "Jane Eyre." It’s the only book she ever gave me. A book she treasured. I like finding parallels between Jane Eyre and my grandma: both with unpredictable childhoods in houses that belonged to someone else, both intelligent, sensitive spirits. I imagine that my grandma as a teenager also had the restless and resolute glance of a bird that flutters behind the closed set bars of a cage. But unlike Jane Eyre, my grandma had a loud, explosive laughter you could hear from a distance.

Shortly before dying, my grandma looked out the window and saw the jacaranda trees blooming in the city with their purple patches. We were alone in her apartment and went up to the roof of the building to see the jacarandas better. That memory has no end, it is cyclical: it returns between March and April, when the flowers return to the trees. It’s a soft and sweet memory because I expect it, and look forward to it, every year.

Jane Eyre is a sharp and piercing memory. I just saw the movie with Michael Fassbender and Mia Wasikowska and suddenly remembered the book, and the olive green hardcover, and the absence of my grandma, who left this earth more than 15 years ago, was for a while again an enormous, impossible absence. The story of my grandma Alicia is part of my story and is simultaneously in my past and in my future, because I don't know when or how her memory will hit me hard and by surprise, without a chance to prepare my heart for the assault.

Memories don't bloom in a neat garden. They blossom in the wilderness, unpredictable. Sometimes they carry the thread of a clear story, the story we tell ourselves about ourselves, but sometimes they’re just spasms. This fall I’ve been to the forest a lot, and I’ve seen it change from a vivid, multicolor explosion in the beginning to a monochromatic picture, all yellow and copper, at the end. That copper image of the forest looks a lot like the tapestry on the armchairs we had in the living room when I was a child. It looks like the print on a blouse my mom wore long ago. We keep, unknowingly, images that are never-ending. Our memory is a collection of echoes that widen and multiply, the new images of the present and the old images of the past touch and reverberate and ring on each other; our memories are a messy ball of thread getting tangled and untangled in the world.

It gets dark very early now. I go for walks in the forest on the weekends when it isn’t raining, although the leaves are gone, and the trees are just their bones. Usually I return at nightfall. I love walking in the woods at dusk when the colors of everything get brighter or muted for a few minutes, before going completely dark. The massive skeletons of the maple trees were made for the twilight. It is their most powerful hour. And when I see the electric vibrations on the sky and I see the light descend into the night, and I look at the forest in these northern places, and I feel a needle of cold on my face, I think of another Alicia, daughter of my grandma Alicia, who also left this world, recently, but is still in the world, in the minutes between day and night (her favorite time), in the forest and the cold (which she enjoyed), as long as those of us who can are still here to remember her. All my memories of them, the two Alicias, and all my memories, are alive and grow and change and will make echoes I can’t guess in futures I don’t know, and are sometimes like a cat’s shadow slipping from the corner of the eye, and sometimes like rain that falls on us, defenseless, the same way it falls on the plants and the earth.

jueves, 29 de octubre de 2020

Notes for the log kept by Wim Wenders’ angels/ Anotaciones en la bitácora para los ángeles de Wim Wenders

(Text in English first, texto en español más abajo)

Memory is our way to rescue something from the stream of weeks and months. All our days and nights are moving fast, filled with information we forget, and we lose entire blocks of time forever. Sometimes our memory acts unconsciously and sometimes it’s deliberate: we stop and look carefully and touch with our fingers the outline of a moment because we don’t want our brain to forget it (sometimes we silently repeat to ourselves the decision to remember the things we don’t want to be diluted), it’s similar to the decision of taking a photo; out of the repetitive or anodyne haze of all that is common and ordinary, an instant acquires distinct and defined contours, and we save it. The problem with my life is that it’s ordinary every day, every month of the year. I find comfort, however, in the angels of Wim Wenders. In the movie "Wings of Desire", a pair of angels tour Berlin (in black and white) and meet at the end of each day to compare notes in their personal logs (they carry tiny notebooks). Being angels, they can look at all of humanity, all the great dramas and tragedies, all the conquests, inventions, triumphs and wars, all the love stories, all the losses, all the art and all the science, and they choose instead to record small events in their notebooks, such as: "a woman closed her umbrella in the rain."

So I, just a regular office worker, go out into the world and walk on the streets and under the sky and find salvation in notes for a log I invent for myself. And when I do, I imagine that I’m the distant cousin of those angels and that my tiny regular life manages however to touch the outline of something that deserves to be written down in a notebook and be saved, somehow. The world is generous that way, after all.

These are my notes for today’s log:

I walked in the forest among copper trees against a gray sky. I saw an older man approach a tree, carefully open a ziploc bag, and sweetly place on the ground nuts for the squirrels. I didn’t know if they were gifts for any squirrel and all squirrels, or for a specific squirrel the man visits regularly, always at the foot of the same tree, on the same spot in the road. I saw a toddler in a blue snow suit walk clumsily and pick up a maple leaf, marveled. He immediately gifted it to his mother, who thanked him. I saw a man and a woman embrace for a long time in complete stillness and silence, and I couldn't guess if that was just deep love or if it was also sadness. I saw a man close his eyes with pleasure inside a hair salon, while a woman washed his hair. I saw from the street, through a window, a young employee of a grocery store, and his mouth and nose were covered by the mask that we must now wear everywhere, but his eyes laughed, amused, looking at something or listening to something hidden from me, beyond the contours of the window, and his young face was illuminated and full of beauty.

Lastly: a cat approached me in the street and let me pet it.

En español:

La memoria es nuestro mecanismo para rescatar cosas de la corriente de las semanas y los meses. Todos nuestros días y nuestras noches se mueven velozmente llenos de información que olvidamos, y perdemos para siempre bloques enteros de tiempo. A veces la memoria actúa de manera inconsciente y a veces es deliberada: miramos con atención y nos detenemos y pasamos los dedos a lo largo de un momento porque no queremos que nuestro cerebro lo olvide (a veces nos repetimos silenciosamente la decisión de recordar eso que no queremos que se diluya), es algo parecido a la decisión de tomar una foto; de entre la neblina repetitiva o anodina de lo común y lo corriente, un instante adquiere contornos distintos y definidos, y lo salvamos. Lo malo de mi vida es que es común y corriente todos los días, todos los meses del año. Pero encuentro consuelo en los ángeles de Wim Wenders. En la película “Las alas del deseo” un par de ángeles recorren Berlín (a blanco y negro) y luego se reúnen al final del día para comparar notas en sus bitácoras personales (en cuadernos pequeñitos). Como ángeles que son pueden asomarse a la humanidad entera, a todos los grandes dramas y tragedias, a todas las conquistas, invenciones, triunfos y guerras, a todas las historias de amor, todas las pérdidas, todo el arte y toda la ciencia, y eligen en lugar de eso registrar en sus libretas eventos sencillos, como: “una mujer cerró su paraguas bajo la lluvia”.

Así que yo, simple empleada de oficina, salgo al mundo y camino en las calles y bajo el cielo y encuentro salvación en notas para la bitácora que invento para mí misma. Y cuando lo hago, me imagino que soy la prima distante de esos ángeles y que mi vida, así de común y corriente, alcanza a tocar el contorno de algo que merece anotarse en una libreta y salvarse, de algún modo. El mundo, después de todo, es generoso en ese sentido.

Estas son mis anotaciones para la bitácora de hoy:

Caminé en el bosque y los árboles eran de cobre contra un cielo gris. Vi a un hombre mayor acercarse a un árbol, abrir con cuidado una bolsita ziploc, y colocar dulcemente nueces en el suelo, para las ardillas. No supe si eran regalos para cualquier ardilla y todas las ardillas, o para una ardilla específica a la que el hombre visita regularmente, siempre al pie del mismo árbol, en la misma curva del camino. Vi a un niñito de año y medio embutido en un traje azul para el invierno, caminar torpemente y recoger encantado una hoja de maple. La tomó en sus manos y la regaló de inmediato a su madre, quien le dio las gracias. Vi a un hombre y una mujer abrazarse largamente en completa inmovilidad y silencio, y no pude adivinar si eso era sólo amor profundo o si era también tristeza. Vi a un hombre cerrar los ojos con placer al interior de una peluquería, mientras una mujer le lavaba el cabello. Vi desde la calle, a través de la ventana, a un empleado joven de una tienda de supermercado, y su boca y nariz estaban cubiertos por la máscara que debemos usar ahora en todas partes, pero sus ojos reían divertidos mirando o escuchando algo oculto para mí, más allá de los contornos de la ventana, y su rostro joven estaba iluminado y lleno de belleza.

Por último: Un gato se me acercó en la calle y me dejó acariciarlo.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Un árbol nunca es sólo un árbol sino una multitud de árboles. Sobre todo en el norte, donde las estaciones traen consigo múltiples cambios violentos. En el otoño, un solo árbol es otro árbol de una semana a la que sigue, de un día al otro dependiendo de la luz y los colores del cielo, de un minuto al siguiente dependiendo del viento. Vengo cada vez que puedo a este parque y veo a los árboles cambiar constantemente. Hace una semana un grupo de árboles muy altos y casi desnudos, pero con hojas amarillas y delicadas en la copa, empezaron a moverse de un lado a otro empujados por una sola ola de viento. Había el silencio suficiente para escuchar al aire pasar por las hojas, mirando a las hojas moverse con suavidad contra el cielo. Quise tomar un video, pero pasó un grupo de jóvenes hablando ruidosamente y luego el viento se detuvo. Las hojas estaban inmóviles, y esos eran ya otros árboles. Los árboles son una multitud de momentos que desaparecen, y nacen, y desaparecen de nuevo. Mi papá sale a caminar todos los días al mismo cerro por las mañanas. Él sabe también que el cerro es una multitud de cerros, en las aguas y en las secas, con los cielos de enero, con las flores de octubre, en la madrugada bajo la luz de la luna, o bajo las estrellas. Si puede uno volver con frecuencia al mismo pedacito del mundo aprendemos que se puede viajar en el mismo lugar, a través del tiempo, y que todos los bosques son una multitud de bosques, así como el cielo es una multitud de cielos.

Escribo en una banca en una tarde gris. Es el final del otoño (el otoño es también una multitud de otoños). El de ahora, a finales de octubre, es mucho más monocromático y los árboles muestran sus huesos y las hojas que quedan son casi todas variaciones del cobre. Hace frío y escribo con prisa porque luego de un rato duelen los dedos fuera de los bolsillos de la chamarra. Son las 5:30 y el sol se ocultará en 40 minutos, pero el cielo está tan cubierto de nubes que todo parece desde ahora mismo sumirse en una especie de penumbra. Y contra esa penumbra brillan encendidos, casi fosforescentes, los parches amarillos de árboles que tiemblan irrepetibles, sólo por hoy, y sólo para mí en este momento.

domingo, 27 de septiembre de 2020

LA BELLEZA VIOLENTA



Hay una belleza que es apacible y hay una belleza que es violenta. La belleza apacible nos promete suavemente más belleza. Podemos disfrutarla sin prisa y sin sobresaltos. Podemos ignorarla y regresar a ella más tarde, si tenemos ganas. Es la belleza de los primeros días de la primavera cuando no hemos usado la cuota de nuestros días soleados y nuestros árboles verdes, y los tenemos nuevos en el bolsillo, y nos sentimos ricos y generosos y para nada culpables si nos quedamos en casa sin salir al mundo, porque sabemos que nos quedan meses y meses tibios y azules sin estrenar.

La belleza violenta llega brevemente junto al anuncio de su muerte. Es la belleza del otoño, cuando ya hemos usado casi por completo nuestra cuota de sol, y cada día tibio es un tesoro tembloroso y una celebración colectiva y las calles y los parques están más llenos de gente, más llenos que en el verano, cuando éramos ricos y nos podíamos dar el lujo de desperdiciar. Ahora nos asomamos con urgencia al invierno y miramos los árboles encendidos con nostalgia.

Por eso el otoño es la peor época del año para estar tristes. La mejor época del año para la tristeza es el invierno, desde luego. Entonces podemos descender suavemente en nuestro letargo sin una pizca de arrepentimiento. En el otoño, si estamos tristes, es horrible mirar la belleza violenta del mundo tras la ventana, el cielo azul, los árboles que tiemblan, una belleza que nos oprime y nos llena de culpa cuando sólo queremos cerrar los ojos y dormir otro rato, poner el cerebro en alcohol y poner el corazón en pausa. Pero si milagrosamente el mundo de afuera gana la batalla del día y salimos, y caminamos en los parques bajo los árboles, nos encontramos regresando à la casa por la noche sin tristeza. La tristeza es un ovillo de pensamientos grises que acariciamos repetidamente. Si nos agarra la tristeza en la primavera o en el verano podemos caminar bajo los árboles verdes mirándolos de reojo, mientras nutrimos nuestros pensamientos. Podemos estar en el mundo sin estar en el mundo. En el otoño eso es imposible. Tenemos que mirar los árboles y grabarlos en la memoria. No podemos pensar en nada más que en la temperatura dulce del aire y el olor dulce del bosque y la belleza breve del mundo.

Si hemos de sentirnos tristes, quizás es bueno que nos agarre la melancolía en el otoño porque entonces, la única batalla que hay que ganar es la del inicio del día para salir de la casa. La otra batalla la gana el mundo sobre nosotros y no hay que hacer nada, sólo caminar, en los parques, bajo los árboles.

jueves, 28 de septiembre de 2017

México lindo



Visitar México siempre me da un poco de miedo. No me da miedo México, pero me da miedo abrir el corazón y luego cerrarlo abruptamente en el regreso. Ese acto de expansión y encogimiento nunca es fácil. Todo el tiempo en mi país traigo el desasosiego de la despedida y la distancia atorada en la garganta (una distancia que también se encoge y luego se ensancha, al revés del corazón), resistiendo las ganas inaguantables de mandarlo todo a la chingada y quedarme nomás. 

No es la comida (aunque daría lo que fuera, en cualquier momento, por una tortilla hecha a mano salidita del comal, o la visión de las montañas de fruta en los mercados, o un bolillo recién horneado, o un taquito de la esquina, o un plato de pozole o un tamal rosa de dulce  y un atole de cajeta y la lista es interminable). No es el clima (aunque hay que saber del pinche invierno, gris, oscuro a las 4 de la tarde, pelón y muerto, y hay que saber de la lluvia helada a tres o dos grados centígrados y un paraguas que no puede con las ráfagas de viento, y hay que saber del frío que duele en la piel y te encierra en espacios con calefacción para entender el lujo indescriptible del sol que no se acaba todo el año). No son las playas ni los paisajes ni los edificios coloniales (aunque me gusta cómo en México germinan los mejores cuadros de las escenas más modestas: un horizonte montañoso encima de los tinacos de cemento, o un cerrito verde detrás de un tendedero, o una calle empedrada y estrecha subiendo hacia una catedral amarilla o rosa). 

Lo que aprieta más fuerte al corazón cuando estoy lejos es una multitud de otras cosas: quiero escuchar el lenguaje de los chiflidos en las calles y en los portones y debajo de las ventanas, quiero escuchar ese chiflido fuerte y corto con el que los mexicanos le piden a alguien que voltee o que se asome. Quiero escuchar los llamados del afilador y el señor de los camotes. Quiero que la gente escuche el radio en las fondas, y en las tienditas y en los microbuses. Quiero la variedad y hondura de un mundo hecho de una multitud de mundos: el son jarocho o el son de tierra caliente o el abajeño o el huapango; el violín de los mariachis o de las pirecuas o de la huasteca potosina; el mole rojo o verde o negro o amarillo o coloradito (o blanco o rosa o de olla o almendrado); cada rincón sus máscaras y sus danzas y sus maneras de pedir la novia o celebrar un santo o recordar sus muertos o atesorar la imagen de un niño Dios o  peregrinar hasta una iglesia o una virgen. Quiero ver, de vez en cuando, chingá, una casa pintada de morado o verde brillante, quiero esa belleza chillona que es también una forma de alegría. Quiero que en la tienda me pregunten “¿qué te doy güerita?” y quiero que el taxista me cuente toda la historia de su vida y me pregunte la historia de mi vida. Quiero la familiaridad y la irreverencia con la que los mexicanos tratan a los desconocidos para crear intimidad y cercanía. Los canadienses son mundialmente famosos por su amabilidad y sí que son amables pero también observan siempre una distancia respetuosa que los mexicanos saben cómo romper de golpe y esa manera de hablarte de tú y hacerte un chiste no es necesariamente amabilidad sino calidez y esa calidez es irremplazable y dulce. Quiero la generosidad sin aspavientos que nace de tener por fuerza que apoyarse en la familia y en el barrio. Quiero las reuniones familiares multitudinarias. Quiero las fiestas escandalosas que se la siguen. Quiero que a veces la voluntad para ser felices y pasarla bien pueda más que las obligaciones. Quiero esa profunda, inexplicable capacidad para la alegría. Quiero el sentido del humor, negro y políticamente incorrecto, y esa manera de usar el humor para hacerle frente también a la muerte y la tragedia. Quiero esa fuerza. Es una fuerza indescriptible, sin medida, que sostiene a los migrantes a través del desierto y sostiene a la gente que trabaja duramente y sin descanso, en el campo y en las fábricas y bajo el rayito de sol en los semáforos. Más que otras cosas duele particularmente ver esa lucha, y saber que esa lucha es particularmente difícil, pero quiero la fuerza que nace cotidianamente ahí y la manera en la que la gente es fuerte sin ser áspera ni dura.
Porque quiero saber también que, si la tierra tiembla y mi casa se sacude, va a haber una multitud de manos extendiéndose hacia el derrumbe. 

Estuve en Michoacán los días del último temblor pero tuve que regresar a Toronto casi de inmediato. Y asistí desde la distancia, por televisión y redes sociales y crónicas individuales a la explosión generosa, a la solidaridad como maremoto de los mexicanos: un mar de manos, un mar de maneras de hacer cercanos a los desconocidos. En todos los países donde hay un desastre o una tragedia la gente hace lo posible por ayudar pero esto es distinto. Es espontáneo, auto-organizado (y bien organizado), es multitudinario y omnipresente, está hecho con ingenio y con imaginación, está tejido con actos de gran desprendimiento, de generosidad y calidez enormes. Así como los pueblos de pronto se levantan para hacer revoluciones, ahora en México se ha levantado el pueblo en un abrazo colectivo. Las dos cosas nacen quizás del mismo instinto, de una conciencia que vuelve a los problemas de los extraños tan importantes como los problemas propios. 

Eso lo traigo atorado como un nudo o una astilla y no hay manera de sacudir de adentro tanta distancia. Porque no es la comida, ni el clima, ni la arquitectura colonial ni las playas o los paisajes. Es la gente. Chingá. La gente chingona de México. Y esto es desde luego un error. Es un engaño del corazón que colorea las cosas libremente,  el corazón de todos es así y el mío mucho, desde siempre: una distorsión romántica tras otra. México tiene muchas cosas feas, muchas cosas malas, mucha gente chingona pero también una bola de lacras. Y acá en Canadá no hay que preocuparse por esconder el celular o la cartera y se vive en paz y sin tanto sobresalto. Pero si el corazón nos engaña es porque estamos enamorados. Y el amor no es por completo una distorsión sino también una manera de entender bien, de mirar por encima de la superficie y acceder a algo que sabemos cierto, y bueno. Estoy enamorada de México. Es mi tierra. Ahora hay que volver, de una vez por todas. Hay que volver a México. Hay que volver a vivir con los compatriotas y poner el corazón y el alma en casa, estar con la gente querida. No hay de otra.

sábado, 11 de septiembre de 2010

luz-hasta-el-tope

semana número uno

Se llega a la comunidad tomando un camión que sale a las seis de la mañana y cruje y se bambolea mientras avanza. Saliendo de Morelia el camión se mete en la neblina, en la sierra húmeda, no hay paisajes, sólo una densidad gris y la silueta de los árboles más cercanos. El agua flota y con el frío se condensa suavemente en todas las cosas. El chofer es un chavo simpático, irreverente, nos asusta diciendo que la carcachita a lo mejor no avanza hasta donde vamos y nosotras, las dos nuevas “maestras” de La Ciénega, miramos con angustia nuestros mochilones. Pero el camión sube y nos deja a la entrada de la escuela, así que el asunto es mucho menos heroico de lo acostumbrado en el conafe; no hay que subir montañas a pie, no hay que atravesar la sierra por 8 horas para avanzar luego a caballo por 4 horas más. Hay luz, hay dos salones de concreto (uno para la primaria y otro para la secundaria), hay baños, hay lo que se siente como una medida de opulencia. Tengo 17 alumnos, de los tres grados, y soy la única maestra. El Instructor que estuvo ahí el año pasado era un tipazo, no lo conozco, pero se ve que era un tipazo, los chavos no dejan de hablar de él, son un grupo disciplinado, muy despierto, se nota que han aprendido, se nota que tuvieron un maestro chingón. Se me hace un hoyito en la panza pensando en que ahora son mi responsabilidad y no quiero echar nada a perder. Muchos vienen de otros ranchos donde no hay secundaria, y caminan una hora todos los días para llegar a la escuela. Ni uno solo llega tarde. Si les pido que investiguen algo en la biblioteca, investigan de una vez 5 cosas más; quieren retos, me van a traer en vilo. Me he dormido tarde todas las noches preparando las clases del día siguiente, me falta mucho por aprender, quiero ser una buena maestra, aunque sea una maestra más o menos digna de estos alumnos, brillantes, llenos de luz hasta el tope. No hay descanso. Es un trabajo de todo el día, y parte de la noche. Me tiemblan las manos y sueño, muchísimo, sueños modestos: conseguir libros para la biblioteca (que los chavos tengan la oportunidad de disfrutar una buena novela), conseguir documentales, conseguir de algún modo que suba hasta allá una noche un telescopio y que puedan ver algo así como los anillos de Saturno.


La Ciénega está ubicada en una meseta en lo más alto de una montaña. Otras montañas la rodean pero casi nunca se ven porque día y noche en tiempo de aguas todo está cubierto por las nubes, no hay horizonte, ninguna línea, sólo humedad gris. A los diez minutos de estar ahí ya tenía los tenis empapados y los calcetines hechos una sopa. Anda uno siempre con la sensación de estar mojado y tener frío. Pero los últimos dos días salió el sol un ratito y mis pies estuvieron secos, y aparecieron pedazos de la sierra, azules, lejanos. Cada semana una familia diferente se hará cargo de mi alimentación y hospedaje. Esta semana me trataron como reina, me quedé en casa de Doña Juventina, quien tiene un corazón oceánico, generoso. La semana que viene me toca quedarme con una familia de “El Laurel”, que está como a una hora de camino. Todos dicen que ahí está muy bonito. A mí La Ciénega me pareció preciosa así que ahora me muero de curiosidad, habrá que aprevenirse la cámara y tomar muchas fotos.

Estoy enamorada de todos mis alumnos. También estoy enamorada de Doña Juventina.Estoy exhausta. Me siento feliz.

sábado, 14 de agosto de 2010

Sinda

El planeta, ya se sabe, es millones de mundos paralelos. Mientras estoy aquí, escribiendo en la cama, escuchando a Nina Simone, sé que hay lugares donde la gente amanece arropada entre las montañas, y camina mucho, todo el día, bajo el sol o bajo la lluvia, para llegar a cualquier parte, a la escuela, o los terrenos de labor, para buscar a las vacas y encerrarlas, para recoger la resina de los árboles o para ir a la capilla. A donde quiera que miren hay una espesura azul y verde. La sierra se oculta a veces en la densidad de los pinos y luego aparece otra vez: montañas infinitas. En los cerros más cercanos está el lugar que llaman “la charanda”, y se ve un manchón de tierra roja entre los bosques apretados entre sí suavemente, como rebaños abundantes, y si uno siguiera hacia la derecha el filo de las montañas, vería los rumbos de “San Diego”, tan lejanos que siempre son grises o azules. El mundo inmediato es un laberinto de brechas pero nadie se pierde, todos saben leer tan bien el camino como los cambios en el cielo y las voces de los animales. No hay luz eléctrica, en una o dos casas hay plantas solares que todavía funcionan y dan para un par de focos en la noche. Hay radios a pilas y una sola estación: “Radio Ranchito”. La gente come reunida en torno al fogón, y abraza a los niños y las niñas más pequeños. Frijoles, o una sopa de pasta, y ya estuvo, tortillas hechas a mano, de maíz molido a mano. Los cuartos de tablitas están pintados por fuera a veces, de rosa suave, de violeta o de verde, en los corredores hay siempre macetas floreadas, carpetas bordadas colgando en la pared, los patios de tierra están siempre barridos y limpios, ahí florean los rosales, y hay árboles de durazno, y de plátano, hay nopaleras opulentas y manzanos (todo lo que se siembra se da, en esa tierra y en ese clima). No hay tele, no hay internet, la realidad es esa espesura verde y azul, hundir los pies en el barro, subir y bajar una y otra vez los barrancos, de ida y de regreso, sentarse a platicar en el patio, jugar con los hermanos pequeños, jugar a las canicas en el recreo, comer con harta hambre, beber con harta sed, hundir la pica en el tronco de los pinos, echar las tortillas al comal encendido. Bromear con inocencia y de buena gana, reír con inocencia y de buena gana. Platicar afuera de la escuela con el muchacho que te gusta. Cargar a la bebé de meses y hacerla sonreír, y sonreír junto con ella. Jugar futbol. Ahí, tan cerca de la tierra, alimentados por lluvias como cortinas blancas, tan cerca de la belleza de un horizonte infinito que los acompaña siempre y que siempre es verde y blanco, azul y verde, que no está oculto por edificios ni concreto, ahí, sin deseos ni necesidades impuestos artificialmente, fortalecidos por el trabajo duro y la sencillez de los lujos, es natural que la gente sea buena. Y la gente es buena.


Los hombres, delgados, correosos, el cuerpo endurecido por el trabajo, las manos encallecidas, usando pantalones remendados muchas veces, calzando huaraches, nos abren su casa con dulzura, se apenan de lo que no tienen, no porque lo quieran o lo necesiten mucho, sino porque no pueden ofrecerlo a extraños como nosotros. Las mujeres, el cabello largo recogido en una sola trenza, se preocupan de que comamos bien, de que tengamos suficientes tortillas. Es imposible no enamorarse de todos, de la forma en que sonríen cuando les dices que donde viven es muy bonito, y la forma en que los papás cargan a la bebé de meses con ternura ilimitada. No hay poses, no hay necesidad de probar nada en las conversaciones, hay sólo buen humor, honestidad sin sombras.

Lo bueno de ir entre varios es que cualquier contratiempo se convierte de inmediato en una aventura. Las tres mujeres contamos además con Raymundo quien es un chavo delgadito y fuerte, y la persona más caballerosa que me pueda imaginar. Nos cuidó todo el tiempo, como hombre de armadura nacido en alguna narración fantástica. Alguna vez tendré que pintar aquí, con calma, su retrato, porque exuda casi demasiada limpieza.

No me alcanza este espacio para hacer una crónica completa y detallada de la semana, pero aquí van algunos flashes breves, tal como dicta la costumbre en este blog:

-Nos hundimos en la brecha, en las montañas, cargados de mochilas y cobijas. En algún punto llegó hasta nosotros un perrito salchicha, y decidió ser nuestro compañero. Cuando avanzábamos, se adelantaba ligeramente como si fuera nuestro guía, y cuando nos deteníamos a descansar, se sentaba bajo un árbol igual que nosotros. Alma lo miró pensativa y dijo, ¿ustedes creen en los nahuales? Daban ganas de creer en los nahuales, y agradecer a quienquiera que fuera la sensación protectora, la compañía.

- Nos alumbramos en la cocina con un ocote encendido, comemos tortillas de harina recién hechas, y bebemos nescafé caliente. Sentada junto al fogón está la familia que nos abrió su casa, Don Gregorio lleva en los brazos a su hija más chiquita, Celina, y le habla con dulzura. Esa bebé nunca llora por más de dos segundos porque siempre hay brazos que la arropan y la consuelan de inmediato.

-Amanece. Todo es azul y gris. Frente a nosotros, justo detrás del marco de la puerta se despliegan las montañas, húmedas por la lluvia nocturna. Se levanta la neblina en bocanadas ligeras flotando por encima de los bosques, que son racimos verdes.

-Los niños juegan a las canicas en el recreo. Es dificilísimo tomarles fotos porque se mueven constantemente de un lado a otro siguiendo las jugadas de sus compañeros. Se dan cuenta de que traigo la cámara y sonríen. Quieren ver las fotos, se mueren de la risa viéndose a sí mismos. En menos de un minuto tengo alrededor a un grupo curioso de niños y niñas, les pregunto si quieren que les tome fotos y aceptan con una sonrisa abierta, o con un gesto tímido, después corren a verse en la pantallita de la cámara y se mueren de la risa otra vez. Es muy fácil divertir a niños como estos.

-Raymundo acaba de explicar a una alumna de secundaria eso de las unidades de millar y de millón. Voltea a verme con los ojos muy brillantes y una sonrisa indescriptible y me dice, “yo creo que sí me va a gustar esto de ser maestro”.

- Nos toca quedarnos en casa de Doña María Mercedes, su casa está a 45 minutos caminando de la escuela. Estamos sentados en el corredor, preparando material para la clase del día siguiente. Lupita le enseña a Itzel, una niña de dos años, cómo se hace con los dedos la sombra de un conejo. Itzel juega a imitar la sombra con sus dedos chiquitos, y a perseguirla por el suelo y pisarla con un zapatito blanco. Se acerca el esposo de Doña Mercedes y se apoya en el barandal de madera para platicar con nosotros. Es un hombre muy alto y delgado, los huesos de su rostro son fuertes y están bien delineados, tiene la piel morena y los ojos brillantes. Le gusta hablar de sus experiencias en el norte. Conoce mejor el otro lado de lo que conoce México. Trabajó en California, en Chicago, en Washington, en Florida, en Nueva York. Antes era relativamente fácil cruzar y él iba y venía sin sufrir demasiado. La última vez sí estuvo canijo, tuvo que atravesar el desierto, caminó día y noche por tres días, pero sólo llevaban agua y comida para dos días. Se acuerda de una mujer que cargaba a una niña chiquita, la gente se turnaba para ayudar a cargarla. No se murió nadie esa vez, pero desde entonces él prefirió no intentarlo de nuevo. Estaba en Nueva York, no muy lejos de la ciudad, cuando fue el atentado a las torres gemelas, no dejaban salir del país a los ilegales, les decían que a lo mejor les iba a tocar ir a pelear a la guerra, les ofrecían papeles si se iban de soldados.

-Nos acompañan Imelda y Bernarda, hermanas que rozan los dieciocho años y van en segundo y tercero de secundaria. Nos toca comer en su casa. Para llegar ahí hay que bajar por senderitos lodosos un barranco profundo y luego subirlo de nuevo. Lo que a ellas les toma treinta minutos a nosotros nos lleva casi una hora de camino. Raymundo hunde un pie sin querer en el lodo y pierde su zapato. Nos reímos mucho, todo el tiempo, por cosas como esa.

-Nos agarra la lluvia cuando regresamos hacia la escuela. No tiene caso defenderse del agua, en unos segundos estamos completamente mojados. El bosque es azul alrededor nuestro. Caen los rayos, muy cerca. En algún punto el camino se ilumina por una luz blanca y rosa y el estruendo es profundo; ése ha caído demasiado cerca.

-Hay que dejar salir a los niños temprano porque vino el sacerdote y habrá misa. Toda la comunidad está en la capilla. Dan mucha ternura, vestidos con sus mejores ropas, recién bañados, escuchando con una atención completa, inocente.

-A base de “raites”, viajando en la parte trasera de las camionetas, de pie, agarrados a los barrotes de metal, comiendo el paisaje, llegamos al filo de la noche a Villa Madero. Ahí desemboca la sierra, se juntan las tierras calientes y las frías, hay pinos y también huizaches. Hay trocas cuatro por cuatro en todas las calles. Narcocorridos a todo volumen. Adolescentes en moto y en cuatrimoto. Tomamos un taxi destartalado hasta Morelia. El chofer es un ser irreverente, simpatiquísimo. Viaja con un amigo suyo en el asiento delantero. Le explica que vino a Villa Madero “a echar rostro nomás”. Ya demasiado tarde nos damos cuenta de que al coche le falta un faro adelante y otro atrás y que las llantas están a punto de salir de su eje, así y todo él hace la mímica de unas carreritas rebasando por la derecha a un camionetón negro del año.

-Entramos a Morelia. Asfalto, casas de cemento apretadas entre sí. Hace mucho, un hombre de una comunidad me dijo que Morelia es muy feo, y después de estar en la sierra, de acostumbrarme a ver verde en todos lados, de tener alrededor un horizonte deslumbrante, les doy toda la razón. Las ciudades nunca van a ser tan bonitas como el campo, sobre todo ese campo monumental que se hunde en las montañas, sin cambiarlas demasiado.