jueves, 28 de septiembre de 2017

México lindo



Visitar México siempre me da un poco de miedo. No me da miedo México, pero me da miedo abrir el corazón y luego cerrarlo abruptamente en el regreso. Ese acto de expansión y encogimiento nunca es fácil. Todo el tiempo en mi país traigo el desasosiego de la despedida y la distancia atorada en la garganta (una distancia que también se encoge y luego se ensancha, al revés del corazón), resistiendo las ganas inaguantables de mandarlo todo a la chingada y quedarme nomás. 

No es la comida (aunque daría lo que fuera, en cualquier momento, por una tortilla hecha a mano salidita del comal, o la visión de las montañas de fruta en los mercados, o un bolillo recién horneado, o un taquito de la esquina, o un plato de pozole o un tamal rosa de dulce  y un atole de cajeta y la lista es interminable). No es el clima (aunque hay que saber del pinche invierno, gris, oscuro a las 4 de la tarde, pelón y muerto, y hay que saber de la lluvia helada a tres o dos grados centígrados y un paraguas que no puede con las ráfagas de viento, y hay que saber del frío que duele en la piel y te encierra en espacios con calefacción para entender el lujo indescriptible del sol que no se acaba todo el año). No son las playas ni los paisajes ni los edificios coloniales (aunque me gusta cómo en México germinan los mejores cuadros de las escenas más modestas: un horizonte montañoso encima de los tinacos de cemento, o un cerrito verde detrás de un tendedero, o una calle empedrada y estrecha subiendo hacia una catedral amarilla o rosa). 

Lo que aprieta más fuerte al corazón cuando estoy lejos es una multitud de otras cosas: quiero escuchar el lenguaje de los chiflidos en las calles y en los portones y debajo de las ventanas, quiero escuchar ese chiflido fuerte y corto con el que los mexicanos le piden a alguien que voltee o que se asome. Quiero escuchar los llamados del afilador y el señor de los camotes. Quiero que la gente escuche el radio en las fondas, y en las tienditas y en los microbuses. Quiero la variedad y hondura de un mundo hecho de una multitud de mundos: el son jarocho o el son de tierra caliente o el abajeño o el huapango; el violín de los mariachis o de las pirecuas o de la huasteca potosina; el mole rojo o verde o negro o amarillo o coloradito (o blanco o rosa o de olla o almendrado); cada rincón sus máscaras y sus danzas y sus maneras de pedir la novia o celebrar un santo o recordar sus muertos o atesorar la imagen de un niño Dios o  peregrinar hasta una iglesia o una virgen. Quiero ver, de vez en cuando, chingá, una casa pintada de morado o verde brillante, quiero esa belleza chillona que es también una forma de alegría. Quiero que en la tienda me pregunten “¿qué te doy güerita?” y quiero que el taxista me cuente toda la historia de su vida y me pregunte la historia de mi vida. Quiero la familiaridad y la irreverencia con la que los mexicanos tratan a los desconocidos para crear intimidad y cercanía. Los canadienses son mundialmente famosos por su amabilidad y sí que son amables pero también observan siempre una distancia respetuosa que los mexicanos saben cómo romper de golpe y esa manera de hablarte de tú y hacerte un chiste no es necesariamente amabilidad sino calidez y esa calidez es irremplazable y dulce. Quiero la generosidad sin aspavientos que nace de tener por fuerza que apoyarse en la familia y en el barrio. Quiero las reuniones familiares multitudinarias. Quiero las fiestas escandalosas que se la siguen. Quiero que a veces la voluntad para ser felices y pasarla bien pueda más que las obligaciones. Quiero esa profunda, inexplicable capacidad para la alegría. Quiero el sentido del humor, negro y políticamente incorrecto, y esa manera de usar el humor para hacerle frente también a la muerte y la tragedia. Quiero esa fuerza. Es una fuerza indescriptible, sin medida, que sostiene a los migrantes a través del desierto y sostiene a la gente que trabaja duramente y sin descanso, en el campo y en las fábricas y bajo el rayito de sol en los semáforos. Más que otras cosas duele particularmente ver esa lucha, y saber que esa lucha es particularmente difícil, pero quiero la fuerza que nace cotidianamente ahí y la manera en la que la gente es fuerte sin ser áspera ni dura.
Porque quiero saber también que, si la tierra tiembla y mi casa se sacude, va a haber una multitud de manos extendiéndose hacia el derrumbe. 

Estuve en Michoacán los días del último temblor pero tuve que regresar a Toronto casi de inmediato. Y asistí desde la distancia, por televisión y redes sociales y crónicas individuales a la explosión generosa, a la solidaridad como maremoto de los mexicanos: un mar de manos, un mar de maneras de hacer cercanos a los desconocidos. En todos los países donde hay un desastre o una tragedia la gente hace lo posible por ayudar pero esto es distinto. Es espontáneo, auto-organizado (y bien organizado), es multitudinario y omnipresente, está hecho con ingenio y con imaginación, está tejido con actos de gran desprendimiento, de generosidad y calidez enormes. Así como los pueblos de pronto se levantan para hacer revoluciones, ahora en México se ha levantado el pueblo en un abrazo colectivo. Las dos cosas nacen quizás del mismo instinto, de una conciencia que vuelve a los problemas de los extraños tan importantes como los problemas propios. 

Eso lo traigo atorado como un nudo o una astilla y no hay manera de sacudir de adentro tanta distancia. Porque no es la comida, ni el clima, ni la arquitectura colonial ni las playas o los paisajes. Es la gente. Chingá. La gente chingona de México. Y esto es desde luego un error. Es un engaño del corazón que colorea las cosas libremente,  el corazón de todos es así y el mío mucho, desde siempre: una distorsión romántica tras otra. México tiene muchas cosas feas, muchas cosas malas, mucha gente chingona pero también una bola de lacras. Y acá en Canadá no hay que preocuparse por esconder el celular o la cartera y se vive en paz y sin tanto sobresalto. Pero si el corazón nos engaña es porque estamos enamorados. Y el amor no es por completo una distorsión sino también una manera de entender bien, de mirar por encima de la superficie y acceder a algo que sabemos cierto, y bueno. Estoy enamorada de México. Es mi tierra. Ahora hay que volver, de una vez por todas. Hay que volver a México. Hay que volver a vivir con los compatriotas y poner el corazón y el alma en casa, estar con la gente querida. No hay de otra.

1 comentario:

Leti Chacón dijo...

Así, así se lleva México en el corazón...