viernes, 16 de mayo de 2008

otra vez

Hoy por la mañana, casi sin pretexto, se aceleró mi pecho. Estúpida. Y la esperanza, ese animal sediento, bebió un poquito de ficciones usadas, como si a la posibilidad le hubiera crecido tierra. A veces me miro objetivamente y me doy un poco de pena, por tanta ilusión tan gratuita y tan rosa. La mayor parte del tiempo sin embargo, yo, como todo el mundo, me miro subjetivamente, desde mis propias trampas, desde todos mis deseos, incapaz hasta la médula de renunciar a las historias que invento, con sus trayectos, apariciones, y coincidencias. Hago esfuerzos honestos por aniquilar ese lado mío, pero en cualquier descuido me gana el lado deshonesto. Casi siempre.

Conforme pasan los años voy adquiriendo mis dosis correspondientes de escepticismo y criterio, aunque a un ritmo más lento que el resto de la gente. Renunciar a la esperanza duele, y a mí, a veces, me duele mucho, y entonces, aplazo las muertes definitivas de los sueños y los dejo permanecer como virus dormidos en el cuerpo. Lo malo es que a la primer baja de defensas los virus despiertan. Se convierten en enfermedades crónicas, y nunca quieren morir de muerte de natural. Hay que asesinarlos, con golpes definitivos, con hachazos. Y yo, carajo, tengo una especie de incapacidad congénita para la violencia y las confrontaciones. No digamos ya con el mundo sino conmigo, con mis vicios secretos, con mis engaños dulcemente cultivados.

La esperanza es un animal sediento. No razona. No dialoga. Nunca entiende. Sólo respira y obedece instintos de sobrevivencia. Cuando le lanzan un hueso, que nunca es ni siquiera un hueso sino la sombra de un hueso, la promesa de un hueso, se abalanza y muerde. Pobre, siempre tiene hambre, siempre le falta algo.

A mí, cuando no estoy en sus garras, cuando no tengo alas sino pies como la gente razonable, me gusta pronunciar decretos. Creo que se parecen a medidas desesperadas pero entre más contundentes, entre más se parezcan a un hachazo, entre más nos acerquen a la ilusión de asesinar a la ilusión, mejor. Y entonces me da por renunciar. Casi nunca renuncio a mis caminos o a mis promesas interiores (esos sueños me mantienen viva, y me gustan). Casi siempre renuncio a personas. Me digo, con porte de verdugo satisfecho: “la idea de A o B está muerta, para siempre, y no hay resurrección posible”.

Pero he aquí que hoy por la mañana, Lázaro.

Lo peor es que esas breves resurrecciones me entristecen. Son como detonar otra vez una caída.

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