miércoles, 28 de mayo de 2008

Vi “la escafandra y la mariposa” (la escafandra es el encierro, la mariposa es la libertad). Es la historia de un hombre que debido a un desorden cardiaco queda paralizado. Sólo quedan intactos el control de su párpado izquierdo y su lucidez. Puede ver y escuchar. Sólo eso. La película está narrada casi exclusivamente desde el punto de vista de Jean-Dominique, el protagonista.

Es una película que nos sumerge en la percepción intensa de las sensaciones, a pesar de que cuenta la historia de alguien que las ha perdido casi todas. Si todo lo que puedes hacer es mirar (con un solo ojo), entonces las emociones que lees en los rostros de tus interlocutores o la forma en que el aire levanta el vestido de una mujer hermosa, o su cabello, o tus hijos jugando junto al mar, pero también las flores junto a la ventana, y la luz en las cortinas, son cuadros irrepetibles. Si todo lo que puedes hacer es escuchar, entonces las voces entrañables y los sentimientos que se traslucen en ellas, a través del altavoz del teléfono en tu cuarto de hospital, tienen un valor irrenunciable. Son todo lo que tienes. Si sólo puedes imaginar o recordar, las imágenes que recrea tu cerebro no son sólo funciones acostumbradas, sino actos de liberación.

Un gruñido equivale a una canción y vale mucho más que una canción. Eres un vegetal, pero un vegetal con sentido del humor (lástima que tras el rostro inmóvil nadie sepa que te ríes).

De regreso a la casa, luego de ver la película, iba atenta a todos mis milagros habituales, que por ser habituales pierden su carácter milagroso. Me acordé de los ángeles de Wim Wenders en “Cielo sobre Berlín”. Si los ángeles existen, siempre he creído que deben ser así, como ellos. Seguro no se asombran por la caída de un país más de lo que se asombran por la poesía cotidiana. Seguro tienen una libreta en la que anotan: “hoy, un hombre cerró su paraguas bajo la lluvia”, y: “una mujer ciega sintió mi presencia”. Seguro que si les atrae la idea de convertirse en humanos, no es para amasar fama y fortuna, sino para sentir cómo les crujen los huesos dentro del cuerpo, y sacarse con placer los zapatos por debajo de la mesa.

Estoy aquí, el talón me arde un poco, siento comezón en una mejilla, fumé un cigarro junto a la ventana. Para escribir sólo necesito mi pluma y una hoja en blanco. Estornudo. Puedo romper a cantar en cualquier momento.

Volviendo del cine, encontramos fuera del edificio a uno de nuestros vecinos. Debe tener 20 o 21 años. Trabaja todas las noches atendiendo un puesto de tacos. Trabaja hasta las seis o siete de la mañana, sin pausas, con la velocidad eficiente de la experiencia. Tiene un día de descanso a la semana, pero con frecuencia trabaja consecutivamente tres o cuatro semanas, para “ahorrar” sus días de descanso y disfrutarlos de un solo tirón, una vez al mes. Nos platica que ha sufrido palpitaciones y dolores punzantes en el pecho, que a lo mejor anda mal del corazón. Tuvo que comprar unas pastillas, y nos dice con asombro que la caja le costó 500 pesos. Eso es mucho para mí, y para él es demasiado. Sonríe. No se angustia. Se ríe. Habla con cariño de su esposa y luego nos coquetea, juguetón.

Yo acabo de ver una película de Julian Schnabel y me preocupa si este año haré el viaje que llevo mucho tiempo prometiéndome a mí misma. Él lleva en el bolsillo medicinas caras para el corazón, y le preocupa que su jefe lo cambie al turno del día en el puesto de tacos, para abusar menos de su salud. Así que todos llevamos nuestras escafandras. Pero unas son injustamente estrechas y otras injustamente amplias. No hay orden ni justicia en el universo. Aunque hay otras cosas. Y la gente se las arregla para vivir, para dibujar con frecuencia los hoyuelos de sus mejillas. Quizás son las escafandras más estrechas las que producen las liberaciones más elocuentes, y las que desgastan menos la capacidad de asombro en las personas. Me acuerdo de alguien, de vida ruda y muchas cicatrices, que me dijo: “para los pobres el mundo siempre es enorme, para los ricos no, a ellos se les hace muy chico y se les acaba muy rápido.”

Entonces, camino para mi casa iba pensando en los ángeles de Wim Wenders, porque “la mariposa y la escafandra” me traia inmersa en la emoción de lo sencillo, pero sólo hice dos anotaciones en mi bitácora privada:

-Niño en la línea azul del metro. No tiene aún 3 años, y todo el trayecto al lado de sus hermanos mayores, ignorado por ellos, peleó contra villanos, les asestó golpes de karate, los amenazó con sus gestos (en la medida en que un niño de esa edad puede hacer gestos que evoquen amenaza o ferocidad). Magia.

-Niño en el trolebús sobre Zapata, sentado junto a su abuela. Traía un swétter azul, típico de los uniformes. Los ojos muy rasgados y la piel muy tostada, igual que su abuela. Jugamos a mirarnos. Yo lo chiveaba, él se cubría la cara con las manos, y luego me veía para asegurarse de que yo lo veía, y entonces se ocultaba otra vez, sonriendo. A veces hacía gestos teatrales, como señalar con sorpresa hacia algo en la ventana. Gestos para el público, que sólo era yo a esas horas del trolebús y de la noche. Su abuela iba junto a él, y me puse a ver sus manos, muy pequeñas, y muy arrugadas. Una mano parecía preocuparle (o asombrarle), la estiraba, doblaba los dedos, la movía como alguien que observa con cuidado el comportamiento de las aves. Vi su rostro cuajado de surcos y pensé en los gestos dulces de una niña.

Pronto a lo mejor ya no voy a recordar ninguna de estas cosas. Voy a maldecir el tráfico. Voy a preocuparme porque, como siempre, se me hizo tarde para el trabajo. Voy a pagar mi jornada de ocho horas frente a la pantalla inmóvil. Sentada. Quieta. En mi escafandra, la de todos los días. Me van a preocupar los arrebatos y las aventuras y ya no me voy a dar cuenta de si crujen o no mis huesos cuando camino. No sé vivir como los que se dan cuenta de todos los prodigios. La cotidianeidad destruye el carácter asombroso de muchas cosas. Y no he aprendido, nada me obliga todavía a aprender. Estoy sana, no me duele nada. Por lo menos no me parte ningún dolor insoportable. Mi vida transcurre sin grandes tormentas, sin grandes angustias, sin pérdidas catastróficas. Todavía. Y como muchos de los afortunados corrientes, voy a desperdiciar el grifo abierto de los milagros, ciega.

Intentaré leer poesía, toda la que pueda (si puedo, si consigo acordarme con frecuencia) la de los libros y también la de los gestos y los asombros, los encuentros y el movimiento. Pero siento desde ahorita cómo se me escapa la conciencia de muchas cosas, de casi todo, como agua que se escurre hacia la coladera.

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