martes, 9 de marzo de 2010

Interior número nueve

Cada vez que le abrimos a la llave del agua en el fregadero de la cocina, además del chorro vertical, sale disparado hacia la izquierda un hilo de agua horizontal que humedece de nuevo los trastes en el escurridor. Además, desde hace más o menos un mes vivo aterrorizada por el bóiler. Primero, es un logro conseguir que se mantenga la frágil llamita del piloto, y entonces, hay que mover la perilla hacia la leyenda de “abierto”, y oír cómo sale el gas por todos lados sin que se encienda la flama, una pausa eterna en la que siempre corro hasta la otra orilla del baño, mirando fijamente el mecanismo de metal en el que no ocurre nada, se oye salir el gas pero no ocurre nada, se prepara la explosión que acabará con la mitad del edificio, hasta que con una especie de tos que expulsa hollín para todos lados, el bóiler se enciende finalmente. Todos los días, la misma pausa interminable, el mismo miedo a una explosión que acabe con la mitad del edificio, mis ojos fijos con horror en el mecanismo de metal, parapetada en el extremo opuesto del baño. Además, hay un corto en el cable del que cuelga el foco en el comedor, y por eso no puedo colgarle una lámpara, y pocas cosas tan tristes como un cable desde el que cuelga un foco pelón. Y todas las ventanas de mi departamento se abren hacia muros grises y descarapelados. Vive también aquí una lagartija que a base de tenacidad se ha convertido en mi mascota involuntaria. Cuando algo la asusta desaparece por días o hasta por semanas y cuando pienso que ahora sí se me murió, la veo de nuevo, inmóvil, cazando moscas desde una esquina en la pared, y entonces me siento inexplicablemente feliz. Tengo una vecina que se llama Andrea y ya cumplió 5 años, que toca a mi departamento todos los días. Me asomo por la mirilla de la puerta y no veo nada y entonces sé que ella está del otro lado, demasiado pequeñita todavía para aparecer en la mira del ojo de cristal. Y ahora, tengo dos nuevos compañeros de casa: Silvia y su hijo Sebastián. Sebastián tiene 6 años y canta to-do-el-tiem-po.

Sucede que también este pequeño espacio desgastado por el uso, en un edificio en la Portales, se llena de luz, a su manera.

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