jueves, 18 de marzo de 2010

Taxi al lado oscuro




Anoche vi otro documental en el once (¿por qué me atormento de esta manera?), “Taxi al lado oscuro”, el cual empieza relatándonos la historia de Dilawar, un hombre afgano, joven, quien fue a una ciudad cercana para estrenar su recién adquirido taxi, subió a tres pasajeros, y nunca más regresó a casa. Es atrapado como botín humano, entregado al ejército estadounidense como sospechoso de terrorismo, y torturado hasta la muerte en la cárcel de Bagram, a manos de los soldados norteamericanos. A partir de ahí, el documental nos lleva en un descenso sombrío hasta las imágenes de lo ocurrido en Abu Grahib, y Guantánamo. Nos muestra periódicamente y sin miramientos las fotos de los torturados, exhibidos como personajes de circo en un teatro siniestro del dolor humano. Ojalá no hubiera visto las fotos; recuerdo flashes breves en los noticieros en la época del escándalo, pero en el documental las imágenes están expuestas sin censura, el tiempo suficiente para que queden grabadas en la cabeza, y ahora me persiguen en el cerebro, sin descanso. Aparece Dick Cheney hablando en entrevistas acerca del peligro inminente que representan para la sociedad estadounidense los desalmados, sanguinarios, inicuos terroristas, y de cómo se recurrirá a métodos ejercidos “en las sombras” (eufemismo para la tortura) para arrancar de ellos la información necesaria para proteger a las familias norteamericanas. Si han existido personajes desalmados, sanguinarios, inicuos, en la historia del mundo, Dick Cheney es uno de los más sobresalientes. Dilawar, recibiendo el trato estándar para los sospechosos de terrorismo, era obligado a permanecer de pie y sin dormir por muchas horas con las muñecas esposadas a los barrotes de metal del techo de su celda, sus piernas fueron golpeadas tantas veces que quedaron reducidas a una pulpa sanguinolenta; si hubiera sobrevivido, habrían tenido que apuntarlas. Además, era inocente. La imagen que ahora me persigue no es la foto de su cuerpo en los huesos, desnudo, cubierto de moretones, con la nariz ensangrentada, expuesto en la camilla de metal de una sala de autopsias, sino la foto de su rostro en un campo afgano al lado de un montículo de piedras, la imagen de un hombre muy joven, muy guapo, fuerte, viviendo su vida al lado de su familia en una pequeña aldea, en Afganistán. La Cruz Roja internacional estima que sólo un 10% de los prisioneros en Bagram, en Abu Grahib, en Guantánamo, podrían estar vinculados de alguna forma con Al Qaeda o el terrorismo. El resto, son aldeanos pobres como Dilawar. Donald Rumsfeld intercambia memorándums con los directores de los campos y hace una anotación a mano en uno de ellos: ¿por qué, si tienen autorización para esposar de pie a los prisioneros hasta por 8 horas, lo están haciendo sólo por 4? El documental nos muestra imágenes de los prisioneros, hombres desnudos esposados a los barrotes de su cama en posiciones extremadamente incómodas, nos muestra las fotos de Abu Grahib, un hombre desnudo y ensangrentado arrastrado por el suelo con una correa de perro atada al cuello, un hombre encapuchado, sosteniendo cables, parado sobre una caja en la que apenas caben sus pies, a quien se ha hecho creer que no debe moverse en lo absoluto para no morir electrocutado, hombres desnudos vejados sexualmente, un hombre que mira aterrorizado a un perro que ladra sin bozal a pocos centímetros de su rostro, nos muestra a los prisioneros de Guantánamo en sus trajes anaranjados, usando guantes, gogles, capucha, para inducirles estados de angustia que pueden desembocar en psicosis, a través de la privación sensorial prolongada. El documental nos muestra también imágenes de los campos de concentración durante el holocausto judío: lo que se hizo entonces fue calificado como crímenes contra la humanidad. Lo que se hizo a Dilawar, a los prisioneros de Bagram, de Abu Grahib y Guantánamo, es sólo “el trabajo concienzudo y bien hecho de personas comprometidas con la seguridad americana”. La Convención de Ginebra, que apareció como un mecanismo legal para proteger a la humanidad del horror y el infierno sistemáticos, sólo necesita de un abogado hábil para perder sus atribuciones: Estados Unidos promete que no tortura a sus prisioneros, pero se reserva el derecho a definir en qué consiste la “tortura".

Son entrevistados los soldados que participaron en la tortura sistemática de Dilawar. Ellos sabían que probablemente era inocente. Sabían que lo que hacían no estaba del todo bien. Pero estaban rodeados por gente que afirmaba que ese era simplemente, su trabajo, en un universo moral propio, aislado. Debieron negarse pero no lo hicieron. Debieron escuchar a su conciencia, pero la silenciaron. El punto que hace elocuentemente el documental es que estos soldados, sin entrenamiento real, sin parámetros morales, sin límites claros acerca de lo que sí se puede y no se puede hacer a otro ser humano, y finalmente llevados a juicio, son sólo los chivos expiatorios de un sistema diseñado por oficiales y altos mandos. Ningún alto mando fue llevado a juicio. La mujer que dirigió Bagram, y luego Abu Grahib, pasó después de los escándalos a hacerse cargo de un campo en el que entrenan a la siguiente generación de soldados. El mensaje moral, en realidad, es claro: está permitido ser moralmente ambiguos.

Después de la administración Bush, Obama gana puntos con su decisión de cerrar definitivamente Guantánamo. Pero ese es apenas un golpe propagandístico. La realidad es que lugares como Bagram, en donde murió Dilawar después de apenas 5 días detenido, siguen operando, al lado de muchos campos de detención ubicados fuera del territorio norteamericano, donde los prisioneros pueden estar encerrados indefinidamente sin derecho a audiencia, y donde no están protegidos por la Convención de Ginebra.

En realidad, esos centros clandestinos de tortura son una buena metáfora del mundo. El sistema en el que vivimos está tan podrido como Bagram o Abu Grahib, las de ayer son sólo las fotos siniestras que llegan a los noticieros. Pero lo siniestro, lo injusto, nos está soplando en la nuca, nos mira de reojo en las calles, en los pasillos del metro.

¿Qué pasa cuando en un afán francamente masoquista te pones a ver el documental en el 11 de los miércoles a las 11 y media de la noche? Te ponen la realidad enfrente el tiempo suficiente para que se quede tatuada en las circunvalaciones del cerebro. ¿Y luego? Te quedas sola frente a la conciencia de la injusticia y el horror, del que aún estás cómodamente lejos, pero no lo suficiente, porque te lo trajeron por la pantalla de la televisión y ahora te cuesta trabajo olvidarlo, deshacerte de él. Escuchas a la distancia los gritos angustiados de Dilawar. ¿Y luego? Vives en una época en la que casi todos los idealismos están terriblemente devaluados. Otras generaciones iban a manifestaciones multitudinarias, se colocaban enfrente de los tanques militares. Mi generación creció con la sensación de que aquello fue ingenuo, y fracasó. Mucha inocencia murió cuando murieron héroes maravillosos, como el Che, como Salvador Allende, en los que ya nadie piensa demasiado. Además, las resistencias y las revoluciones y los ideales y las convicciones tienden a crear personas que caminan con un aura de superioridad moral que el resto resiente, y esta generación no quiere saber nada de las gentes que se sienten moralmente superiores; en un capítulo de South Park, los gringuitos de la caricatura que deciden manejar coches híbridos para proteger el ambiente se dedican a oler con placer sus propias flatulentas mientras miran con desprecio a todos los que no manejan el mismo modelo de auto. Ya no quedan muchas cosas en las que creer, ya no hay un solo modelo del que queramos ser discípulos, todo el mundo sabe en qué acabó el comunismo. Ya no parece quedar de otra más que ser testigos impotentes de la realidad, un poquito desolados, un poquito cínicos. Nadie tiene ganas de ser un forever, un chairo, un jípi comeflores, no tiene sentido.

Uno se siente a veces adolorido. Otras veces es posible evadir la realidad y disfrutar de nuestros pequeños privilegios. No vivimos en Ciudad Juárez, o Bagdad, o Somalia, o la franja de Gaza, qué bueno. Angustiarse por esas realidades y muchas otras parece una tarea masoquista y además, improductiva. Mejor, nos preparamos para la fiesta en turno, nos preocupamos por la firmeza de nuestro propio piso en épocas de desempleo y competencia violenta: un buen currículum, una buena chamba. Apenas si podemos rascarnos con nuestras propias uñas para preocuparnos además por el resto del mundo, esa marea descomunal de desigualdades y dolor humano.

Y yo, que no sé nada, sé que no quiero vivir así, en esos términos. ¿Y luego? Pensé que era suficiente asumir alguna modesta periferia, estar en el mundo desde una orillita, no caer en el juego de la carrera brillante y el chingo de lana, cómplice sin reservas de la realidad tal y como está planteada. Pero es como si uno estuviera en el campo de prisioneros número 50, por ejemplo, donde las cosas no están del todo bien pero tampoco están del todo mal, y a lo lejos, desde la pantalla de la televisión o el periódico, oímos los gritos de los que están en el campo de prisioneros número 4, o 5, o 2, los gritos angustiados de alguien como Dilawar, o como Rosa Jiménez; como los chavos en situación de calle que pasan por los pasillos del metro con las espaldas desnudas y un trapito en el que cargan un montón de vidrios de botellas, y que colocan los vidrios en el suelo, y luego caen de espaldas con todo su peso sobre ellos, para hacerse sangrar una piel llena de cicatrices, y pedir dinero a los pasajeros. Lo que hacen ellos, sin alzar demasiado la voz, es escupir un grito adolorido en las caras de todos los que están ahí para ser testigos, involuntarios. Uno mira, uno se da cuenta, ¿Y LUEGO?

Cambiar el mundo es una tarea imposible, si estamos solos. En ese caso, mejor le apagamos a la tele a la hora del próximo documental y nos ahorramos una hora de sufrimiento perfectamente inútil.

La cuestión que importa es si en esta época de individualismos feroces, podemos todavía pensar en términos solidarios, y colectivos.

Uf. Este blog se está poniendo muy denso.

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