lunes, 2 de junio de 2008

Cinco minutos después, sonó el teléfono y luego se hizo el silencio. Mi silencio. Cuando se juzga la calma desde la calma, sólo se tejen discursos ingenuos. A mí se me están acabando todas las palabras. Cada quien hace lo que puede frente a su aguacero. Viene el dolor, sólo podemos apretar los dientes y resistir. Sonó el teléfono. El recordatorio. De lo que lastima, lo que nos deja desmadejados y exhaustos, sin fuerza en las manos, las muñecas dobladas, inertes. Ya no me queda nada que decir. Apretar los dientes, aguantar vara. Dejar que la ola caiga y nos doble la espalda, sin romperla. Yo estoy apenas en la periferia del sufrimiento, otra vez, a mí me llegan sólo las réplicas del terremoto. Sólo podemos esperar al momento en que todo se ilumine otra vez. Cuando llegue, si es que llega. Cada vez sé menos. Ya no sé casi nada. El universo no tiene discurso, ni sintaxis, ni cuenta sus sílabas, ni nos guiña los ojos, ni nos promete nada. Es un conjunto azaroso de palabras. Se ríe de nosotros. Toda la poesía del universo es involuntaria.

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