martes, 17 de junio de 2008

No sé si el escepticismo es o no una maldición. Creo que es una capacidad o carencia interna equivalente a la fe, el sentido del humor, el ritmo para bailar o los instintos agresivos. Se tiene o no se tiene. Hay quienes simplemente creen, y hay quienes no se pueden obligar a sí mismos a creer, por más que traten. Y a pesar del escepticismo, todos necesitamos respuestas. A lo mejor no todos, a lo mejor sólo yo, que no puedo con los dogmas religiosos, ni con la idea del progreso, ni con el capitalismo ni con el socialismo, ni con el matrimonio, ni con el status, ni con las revoluciones. Y a pesar de eso, tengo ganas de cerrar los ojos y creer. Y sí, a veces creo. O me dejo cautivar por vislumbres repentinos, la silueta de alguien en un sueño, un gesto de despedida en la madrugada, algunos rostros que a veces lo dicen todo acerca de la humanidad, y sólo necesitamos mirarlos para que la sensación del mundo entero nos sacuda, y ciertos libros, y ciertas canciones, y ciertos paisajes y las líneas de ciertas carreteras, y ciertas luces atravesando ciertos árboles, y el corazón acelerado, y las mariposas en la panza. Y la posibilidad, de todo, de cualquier cosa, de inventar el futuro, cualquier futuro al alcance. La posibilidad de romperlo todo, prenderle fuego, soplar sobre las cenizas hasta que se desvanezcan por completo, y entonces empezar otra vez. Los encuentros y los contactos, los espacios milagrosos que separan nuestras orillas de las orillas de todo lo demás.

No le puedo creer a los que me dicen que todo tiene sentido. Si todo esto forma parte del plan maestro de una inteligencia superior, es una inteligencia taimada y nuestra condición de experimento fallido no nos redime ante nadie. Tampoco le puedo creer a los que dicen que nada tiene sentido. Porque creo que lo he visto en los ojos y en los gestos de algunas personas, y en el sonido o el perfume de algunos minutos o algunas horas, algunas veces. Somos más que átomos y células y conexiones nerviosas y accidentes evolutivos del universo, los prodigios se despliegan y hablan en voz baja, y los que no escuchan están un poco sordos, nada más.

Supongo que el escepticismo absoluto se parece mucho a una fe de signo contrario, es el rechazo hecho creencia, y también me cuesta trabajo, igual que la idea del progreso o la idea de Dios. A lo mejor esa sensación infinita de vacío me rebasa, y soy más bien débil. Todavía necesito cerrar los ojos de vez en cuando para creer.

No sé si es por cobardía frente al poder aplastante del azar, o por humildad simple y sencilla, pero a veces hablo con un Dios imaginario. No es un señor con barba, pero a veces tiene rostro humano y a veces no. No es un Dios religioso, es apenas una sensación general de esperanza. Sé que mis gestos en esos momentos son infantiles, y que a lo mejor nadie los mira y nadie los escucha, son ejercicios teatrales donde soy simultáneamente la actriz y la espectadora, y estoy irremediablemente sola. Los necesito, a lo mejor son sólo mis muletas, pero no puedo seguir adelante sin ellos, igual que no puedo renunciar por ejemplo a la idea del amor como un abismo al que tarde o temprano me voy a aventar, aunque duela un chingo.

Ayer me invitaron a una meditación budista. Y fui. No me gusta ser fría frente al fervor de los otros pero a veces me descubro una mirada que a lo largo de la carrera más bien me producía rechazo, la mirada del “antropólogo” que observa con distancia, como el biólogo registrando el comportamiento del pájaro bobo en las islas del Caribe, inmerso en la realidad de los otros con una libreta mental en la mano, tomando apuntes acerca de lo exótico y lo raro. El caso es que la semana pasada tuve varias noches consecutivas de insomnio. A lo mejor había una sensación vaga de angustia detrás de los primeros desvelones, pero luego todo era puro autosabotaje. Angustia frente a la idea del insomnio, que al final no me dejaba dormir. Y en el subsuelo del alma, seguro, alguna tristeza, algún temblor, algo de frío. Lo mismo de siempre. Me invitaron a la meditación y fui. Era gratis. En colonia clasemediera fresa con amas de casa y hartos Godínez de corbata que llegaron a última hora directo desde sus oficinas. A ellos los vi, con sus camisas blancas, sentados en el suelo con sus pantalones de vestir, cerrando los ojos y poniendo las manos de tal manera que el índice derecho toque el pulgar izquierdo, y los quise, eran mis hermanos, yo nomás no uso corbata pero ahí venía también de una oficina, y colocaba las manos en la posición correcta, y cerraba los ojos y repetía los mantras y trataba de visualizar la esfera de cristal en la zona siete de mi cuerpo, en el centro mismo de todo mi ser. Las oficinas producen los seres más hambrientos, los mejores discípulos. Nos dirigía un monje tailandés con túnica anaranjada y rostro que parecía sonreír todo el tiempo, él hablaba en inglés y un güero guapísimo traducía (chale, ni siquiera en plena búsqueda meditativa espiritual pude dejar de pensar en que con él sí rompía la ley, aunque me acusaran de corrupción de menores, porque estaba por debajo del límite legal, con menos de dieciocho años pero la voz varonil y grave).

No me gustan las religiones. Debíamos hacerle tres reverencias al monje, y si éramos mujeres no lo podíamos tocar, y había una serie de protocolos que están asociados a dogmas y que a mí nomás no me entran. Pero el monje me cayó bien. Me gustó, con su cuerpo delgado y su rostro de niño, y la voz serenísima, y la forma en que hablaba con una sencillez sin adornos. La meditación no me salió. Me la pasé distraída por cosas como que me dolía un poco la espalda porque yo no hago yoga y casi nada de ejercicio y eso de mantener la misma posición por mucho tiempo me costaba trabajo, y luego me distraían los sonidos de la calle, y las luces azules y rojas de una patrulla que entraban por la ventana, y a veces abría los ojos, y me daban envidia los rostros relajados y ausentes de los demás. Repetía el mantra que es como la ayuda para principiantes medio estúpidos sin capacidad de abstracción como yo, y lo hacía imaginando las letras flotando en el espacio, o imaginando un coro de monjes cantando las palabras en la cima del Himalaya, pero de pronto sentía el flash en la cara de una mujer que no dejó de tomarnos fotos todo el tiempo, y me desconcentraba y empezaba a sentir un poco de odio hacia ella, lo cual yo supongo que va completamente en contra de los sentimientos que pueden ayudar a una buena meditación. En algún momento sin embargo, el monje empezó a hablar otra vez, y su voz me calmó por completo.

No hubo luz, ni visiones, ni nada extraordinario. Pero anoche, por primera vez en muchas muchas noches, dormí como bebé. Vaya usté a saber. Es una lástima que yo no pueda ser budista. Demasiado adicta a mi ego, a mis deseos, fácilmente seducida por los placeres carnales, uf, carente de sabiduría, y sin mucha capacidad de abstracción, ni modo, voy a tener que buscarme otro camino.

No hay comentarios: