miércoles, 2 de julio de 2008

No me da miedo el trece, ni cuando cae en viernes, no me preocupa si paso por debajo de una escalera o si rompo un espejo, adoro los gatos, especialmente si son negros. Pero soy supersticiosa o algo parecido, y tengo mis rituales, todos los días. Lo que más hago son apuestas con el universo: si el metro llega antes de que termine la canción, X piensa en mí en este momento, si la suma final del número de serie en el boleto del trolebús da 28, algo maravilloso está a punto de suceder, si aparece un ratoncito entre los rieles, si la canción que sigue es romántica, si el siguiente semáforo está en verde, si pasan dos aves volando juntas o la figura pequeña de un avión, o si al momento de encender el radio hay alguna canción que realmente me gusta, yo leo anuncios generales de esperanza; y tengo mis amuletos personales, una chamarra, unos aretes, que siempre parecen estar asociados a los buenos ratos o los encuentros improbables o a una sensación de magnetismo. Me ha pasado estar pensando con mucha intensidad en alguien, y que aparezca en ese instante, en una calle anónima de la ciudad, o en el carril de al lado en el tráfico. Una amiga, científica (y escéptica como todos los científicos), abre libros al azar y con los ojos cerrados hace una pregunta y pone el dedo en algún lugar de la página, convencida de que la frase donde aterrice su mano es la respuesta que busca. Y yo también, cuando estoy particularmente atormentada por una pregunta que no puedo responder, le pido al universo que responda por mí, y pido señales, y leo en ellas. He conocido un montón de personas de lo más racionales y cultivadas, que arman todo su mapa de relaciones de acuerdo a los signos zodiacales.

Lo que yo hago es jugar sin convencimiento absoluto. Sólo le creo a mis horóscopos cuando me prometen cosas buenas, cuando se ponen deprimentes los tacho de supersticiones y decido que todos hacemos nuestro futuro, lo construimos con las decisiones diminutas del presente, un minuto tras otro.

No sé qué me produce más angustia. Si la idea del azar y el sinsentido y la responsabilidad absoluta sobre lo que nos sucede. O la idea del destino y la impotencia de nuestra propia voluntad frente a voluntades más poderosas y de alguna manera omnipresentes. Si todo es una cadena de accidentes sin ningún orden, somos bolas de billar que chocan, se estrellan contra las paredes, los billetes de lotería, los descarrilamientos del tren, los príncipes azules y los criminales, los secuestros y los nacimientos, las enfermedades y el amor. Si hay una especie de fuerza obscura señalando las rutas de los acontecimientos, igual somos bolas de billar chocando y estrellándose, y quizás es peor, porque parece como si detrás de todo hubiera entes caprichosos y quizás ligeramente vengativos como los dioses griegos, esos que disfrutaban probándole al hombre su carácter minúsculo de rehén que no debe rebelarse, nunca. Como quiera que sea, estamos fritos, y si pertenecemos a la sociedad occidental moderna, científica, lógica, tecnológica y racional, estamos triplemente fritos, porque nos arrebatan también la dimensión de lo mágico, y entonces ya no nos quedan refugios ni consuelos.

Entonces, jugando, entre incrédulos y serios, nos conformamos con dosis reducidas de magia superficial. Los calzones de la suerte, soplar sobre la pestaña en la punta del dedo, deshojar la margarita, tocar madera.

Sólo los creyentes tienen salida. Los creyentes ponen su fe en la salvación y la condena, y son salvados o condenados. No importa si es a la manera de los católicos y el cielo, o Matt Dillon en Drugstore Cowboy con el sombrero encima de la cama. Como quiera que sea, hay una lógica capaz de redimirlos.

Yo sólo juego. Un poco distante de mis propias ceremonias. Y hay días en que me angustio. Qué tal, por ejemplo, que ya conocí al hombre de mi vida, y lo confundí con un peatón común y corriente, y lo perdí para siempre. Y hay días en que mis pulmones se extienden como las velas hinchadas de un barco, con el horizonte sin fin, una promesa sin fin, de libertad.

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