lunes, 7 de julio de 2008

Así que estoy, un monólogo tras otro, preguntándome acerca del mundo y todo lo existente y lo no existente y el espacio entre las estrellas y los espacios entre mis huesos o las comisuras de los labios y cosas así, por el estilo. Deeeeeeensa. Estoy sacudiendo todo lo que puede sacudirse. Estoy añorando la magia en medio de mi propio escepticismo. Estoy hablando con entes invisibles y luego estoy burlándome de mis parlamentos estériles. Estoy invocando todo lo que puedo, para que vengan los huracanes, que crujan las maderas del barco, que haya peligro de naufragio. A lo mejor, sólo así, tragando agua y golpeada por el mar, encuentro algo a lo que pueda aferrarme. A lo mejor los naufragios son el camino hacia las tablas salvavidas. Y así, debilitando todas las respuestas, ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso, autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la beben con sed.

Una amiga mía está transcribiendo la historia de su abuela, y me pasó las páginas que ya han sido traducidas del alemán al español. La historia de su abuela le pertenece a su abuela y le pertenece a su nieta. La están escribiendo juntas y es un ejercicio profundo de conexión entre ellas. Es uno de esos ejemplos sobrecogedores en los que la realidad supera a la ficción, a las más épicas de las novelas épicas. Yo no voy a decir mucho aquí. Pero es una historia que incluye escapes complicados de la Alemania nazi, encuentros cercanos con la Gestapo, amor a primera vista con despliegue de actos románticos y poesía, Cuba revolucionaria, Nueva York, México, consultorios dentales en medio del mar y accidentes de todo tipo. La abuelita de M. tiene más de ochenta años y está viva. Viva. No languidece pensando en el sinsentido del universo sino que se emociona con la idea de comprarse una bicicleta, de irse a vivir a Europa con su nieta, trabaja en un centro de rehabilitación todos los días, y extraña a su esposo muerto, consciente de que el milagro la tocó y ella vivió en el centro del milagro, así como vivió en el centro de muchas tragedias y pérdidas absolutas. Entonces, lo que queda, es vivir.

Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil. Estar en el centro de la vida, es decir en el centro de los milagros y las derrotas que nos parten en dos. Respirando, llenando el pecho, los ojos, extendiendo los brazos, con sed, voluptuosos, despiertos, felices, adoloridos, fracturados y recompuestos hasta el infinito.

En medio de la ceguera que yo misma recreo, hipocondriaca del alma, nihilista parcial y fervorosa de clóset, oscuramente, vagamente, sólo sé que lo que busco, lo que sea que busco, no se parece a la comodidad, se parece más al miedo en la raíz de la panza y a los temblores del pecho.

También, qué aburrimiento más espantoso, qué cansancio de antemano, si ya tuviéramos el mapa trazado y sólo hubiera que seguir concentradamente las líneas punteadas hasta el final, el dos después del uno, el tres después del dos, el trabajo después de la carrera, los hijos después del matrimonio, dos más dos son cuatro y así hasta que se acabe la cuenta completa de los minutos. Son más emocionantes las preguntas que las respuestas. Pero también, llega una hora en que es necesaria la tabla, el pequeño bote en medio del mar. Es necesario elegir aunque sea una estrella pequeñita, a modo de brújula. Las respuestas pueden ser una forma de miopía, pero las preguntas también, pueden ser una coartada para la parálisis.

Yo sólo sé, disectando este instante con rumor de lluvia y calcetines recogidos sobre la cama, que me emociona la idea de mi búsqueda, mi escape. Me dan ganas de vivir, muchas ganas, por un montón de razones entre las que se cuentan el rumor de la lluvia y los pies abrigados, pero sobre todo, ahorita, me dan ganas de vivir porque me asomo con curiosidad a mi vida. Porque no sé nada, cada vez sé menos, y estoy a punto de salir de las rayitas punteadas, y todo puede ser inventado otra vez, y eso, dios mío, la posibilidad, el miedo en la raíz de la panza, es tan agridulce y tan dulce que dan ganas de ser feliz, por esa sola razón, por esa sola promesa.

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